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La conquista romana de Hispania – Javier Negrete

En el verano del año 218 antes de Cristo[1] una flota arribó a la ciudad de Emporión (Ampurias), en la actual provincia de Gerona. Venía costeando desde la desembocadura del Ródano y estaba compuesta por trirremes y quinquerremes, las naves de guerra de la Antigüedad: unos barcos alargados como gigantescas piraguas, con las proas reforzadas por espolones de bronce que servían para abrir boquetes en las naves enemigas. Viajaban a vela cuando el tiempo era favorable y a fuerza de remo las más de las veces. Los acompañaban también decenas de barcos de transporte, cargueros panzudos propulsados por la fuerza del viento. Pero lo más importante no era la flota en sí, sino el cargamento que transportaba. Soldados romanos. Puesto que son protagonistas importantes de esta historia —aunque no los únicos—, conviene examinar de cerca a los más de veinte mil hombres que desembarcaron en Ampurias. Se trataba de un ejército consular formado por dos legiones de ciudadanos romanos y dos alae o alas, unidades similares a las anteriores pero compuestas por aliados de Italia. Cada legión contaba con una pequeña fuerza de caballería y entre mil y mil doscientos vélites, soldados de infantería ligera armados con jabalinas y protegidos con pequeños escudos circulares. El núcleo «duro» de las legiones lo constituía la infantería pesada o de línea, que constaba de tres líneas de legionarios. En la primera se desplegaban los soldados más jóvenes, conocidos como astados (hastati), y en la segunda los príncipes (principes). Unos y otros estaban dotados de un equipo similar. Como defensa, contaban con un gran escudo de forma ovalada y un blindaje corporal que variaba desde simples pectorales hasta elaboradas cotas de malla. Como armas ofensivas, tenían el famoso pilum —un proyectil con asta de madera y una larga vara de hierro rematada en punta piramidal— y el gladius o espada recta, que empezó siendo corta, pero aumentó su longitud durante la época que nos ocupa. Precisamente se conoció a esta arma como hispaniensis por la influencia en ella de los diseños hispanos. Detrás de estas dos líneas se desplegaba una tercera de veteranos, los triarios (triarii), que en lugar del pilum empuñaban una lanza no arrojadiza al estilo más tradicional de las falanges griegas. En teoría, sumando unos y otros, una legión con sus efectivos completos contaba con mil doscientos astados, otros tantos príncipes y seiscientos triarios, para un total de cuatro mil quinientos combatientes entre infantería pesada, ligera y caballería. Las tres líneas se subdividían en unidades menores, manípulos y centurias, sumamente manejables. Contaban asimismo con un sistema de relevos muy entrenado que permitía descansar a los legionarios y enviar tropas de refresco a la primera línea de batalla. Añadamos a eso los estandartes, signos sagrados que servían para que cada soldado reconociera su puesto en la batalla y también para alimentar el espíritu de cuerpo; un cuadro de mandos muy estructurado que mantenía una disciplina férrea; y un armamento más homogéneo y de mayor calidad que el de otros ejércitos. Todo ello componía la máquina de guerra que había derrotado al gran Pirro, rey del Epiro, y a la poderosa Cartago en la Primera Guerra Púnica. Una máquina que, después de largos siglos de luchas en Italia, empezaba a expandirse fuera de su península: primero en Sicilia, y después en Córcega y Cerdeña. Y en 218, nuestra península. En aquel año las botas claveteadas de los legionarios, las célebres caligas, pisaron por primera vez el territorio que ellos conocían como Hispania. Evolución de la panoplia romana desde el siglo III a.


C. (arriba a la izquierda) hasta las guerras cántabras (27-19 a. C.). Las caligas romanas seguirían pisando estas tierras más de seis siglos. Durante ese largo periodo los soldados —y también los contingentes posteriores de colonos, mercaderes, funcionarios e ingenieros que los siguieron— fundaron ciudades, extendieron el uso de su idioma, el latín, y construyeron calzadas, acueductos, templos, baños públicos, teatros y anfiteatros. Los romanos no eran precisamente una ONG benéfica. También masacraron, robaron y extorsionaron. Incluso destruyeron montañas enteras con tal de arrancarle a la tierra sus tesoros, como en las Médulas. Juzgar hoy día si su presencia fue positiva o no resulta complicado: tendríamos que saber qué habría ocurrido si los romanos no hubiesen conquistado Hispania. ¿Se habría convertido en provincia de Cartago? ¿La cultura ibérica habría evolucionado hasta crear su propio Estado? Imposible saberlo. Este libro no pretende ser un juicio, sino un relato. El relato de cómo los romanos conquistaron Hispania; o las Hispanias, ya que dividieron la península en varias provincias para administrarla y explotarla mejor. Pero las historias rara vez empiezan por lo que parece ser su principio. En el caso de esta, para comprender qué trajo a los romanos al país que ellos conocían como Hispania y los griegos como Iberia, tenemos que retroceder casi veinte años. [1] A partir de ahora, puesto que prácticamente todas las fechas son antes de Cristo, me limitaré a indicar el año. I. LOS CARTAGINESES EN HISPANIA El origen del Imperio cartaginés en Hispania En el año 237, en la ciudad de Cartago, situada en el actual país de Túnez, el general Amílcar Barca recibió de su Senado, el adirim, el mando de una poderosa expedición militar. Su objetivo: el sur de la Península Ibérica. Una península a la que no está demasiado claro cómo llamaban los cartagineses, puesto que apenas nos han llegado textos escritos por ellos. Conforme a la teoría más extendida, se referían a ella como Ishephanim, «costa de los conejos», por la abundancia de este animal. Hay que precisar que la palabra usada por ellos —si es que la usaban— se habría referido al damán, un roedor típico de Fenicia, que era lo más parecido que ellos conocían a un conejo. Según otra hipótesis, la habrían llamado Ispanya, que podría significar o bien «tierra del norte» o bien «costa de los metales». Más tarde, los romanos adoptaron de oído uno de estos dos nombres, o incluso alguna otra variante local, y lo convirtieron en Hispania, término que sí que está de sobra atestiguado. Hispania, por evolución fonética del castellano, se convirtió en el nombre actual de España.

En este libro, por comodidad, utilizaré el nombre de Hispania y el gentilicio «hispano» incluso cuando hable desde el punto de vista griego o cartaginés. En un contexto puramente griego sería más correcto el uso de Iberia, pero como digo me limitaré al término Hispania por evitar confusiones. Volvamos a los cartagineses, también conocidos como púnicos. ¿Qué se les había perdido en Hispania? De pérdidas precisamente se trataba, y de cómo compensarlas. Entre los años 264 y 241, cartagineses y romanos se habían enfrentado en la Primera Guerra Púnica. El conflicto resultó extremadamente cruento: Roma perdió setecientos barcos de guerra y al menos doscientos cincuenta mil combatientes, y las bajas de Cartago debieron de ser similares. La diferencia entre ambas potencias estribaba en que Roma parecía capaz de sobreponerse a los desastres reclutando ejércitos y construyendo flotas sin cesar. En cambio, los cartagineses acusaban más que sus adversarios cada golpe que recibían. Al final, tras sufrir una desastrosa derrota en la batalla naval de las islas Égates, perdieron la voluntad de seguir luchando. Como resultado, en 241 le entregaron al general Amílcar Barca plenos poderes para negociar la paz. En su idioma, el nombre de este personaje era h.mlqrt Brq (los cartagineses, como los demás semitas, omitían las vocales al escribir). El primer nombre, «hermano de Melkart», era muy frecuente entre los cartagineses. El segundo es un epíteto que significa «relámpago»; probablemente se debía a los ataques sorpresa que Amílcar y sus tropas lanzaban contra los romanos desde su base montañosa en Hercte (Sicilia). Del mismo modo que se heredaban los nombres honoríficos ganados por los generales romanos tras sus victorias, los cognomina ex virtute (Africano, Macedónico, Británico, etc.), el epíteto de Amílcar se transmitió a sus descendientes, conocidos como los Bárquidas o Bárcidas. Amílcar, que al final de la guerra tenía poco más de treinta años, era reacio a rendirse. Pero los éxitos terrestres que había cosechado en la isla de Sicilia no compensaban las derrotas navales sufridas por otros generales. No le quedó otro remedio sino obedecer la orden del adirim y negociar la paz con una comisión de diez enviados romanos, decenviros nombrados a tal efecto. Las condiciones fueron duras, aunque no tanto como en otras guerras en las que Roma simplemente se anexionaba a su enemigo derrotado: a Cartago se le permitió conservar fuerzas suficientes como para mantener su independencia. No obstante, tuvo que evacuar Sicilia, isla cuya parte occidental había dominado durante más de tres siglos. También se vio obligada a devolver a Roma los prisioneros de guerra sin cobrar rescate y a pagar por recuperar a los suyos. El tratado suponía algo más que un armisticio. Ambos estados firmaron un pacto de amistad por el que se comprometían a respetar los dominios del otro bando. Quedaba prohibido cobrar tributos en territorios ajenos, así como construir edificios públicos, reclutar mercenarios o entrar con armas en dichos territorios.

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