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La confesion de Guest – Henry James

Los estudiosos distinguen en la carrera literaria de Henry James varias etapas, abarcando la primera hasta finales de los años setenta del siglo XIX. Son los años de aprendizaje, de estudio y lecturas de los grandes maestros, en busca de un estilo propio. Es en este período de juventud en el que hay que situar el relato largo La confesión de Guest, que Henry James, en la primavera de 1872, poco antes de partir nuevamente hacia Europa, dejó a su amigo William Dean Howells, editor de The Atlantic Monthly, para su publicación en la revista. James ya había publicado en Atlantic otros relatos, como, por ejemplo, Historia de una obra maestra y Compañeros de viaje (ambos editados en esta misma colección). Al igual que estos, el nuevo relato es básicamente un estudio de la vida americana de hombres y mujeres y, en especial, de las relaciones que se establecen entre ellos a partir de un suceso singular. La acción se sitúa en un balneario no especificado del este de Estados Unidos, aunque con evidentes similitudes con el de Saratoga Springs, en el estado de Nueva York, que James había visitado un par de años antes. David Musgrave espera la llegada de su hermanastro mayor Edgar. Para entretener la espera, David entra en una capilla. Allí conoce a una joven de agradable aspecto que toca al órgano una dulce melodía. Edgar llega enfermo y airado. Como le cuenta a su hermano, cree haber sido víctima de una estafa de veinte mil dólares por parte de un corredor de bolsa, John Guest, que ha estado especulando con sus bonos y acciones. En una escena de gran dramatismo, Edgar obliga a Guest a una humillante confesión por escrito de su culpabilidad, de la que David es testigo mudo. La situación se complica cuando este reconoce que Laura, la hija de Guest que también se hospeda en el balneario, no es sino la joven organista que conociera en la capilla y por la que se siente fuertemente atraído. A partir de entonces la acción se centra fundamentalmente en las relaciones entre estos personajes, a los que se añaden otros dos: Mrs. Beck, la dama de compañía de Laura; y Mr. Crawford, su pretendiente. Todos ellos, en mayor o menor medida, se verán condicionados por la ominosa carga del escrito de autoinculpación de Guest, que planteará conflictos morales y acabará por interponerse en sus decisiones. La escritura de James es clara y expresiva, y el tratamiento de los personajes, pese a las limitaciones de extensión del género, es lo suficientemente consistente como para hacer de este relato uno de los más interesantes y logrados de la primera época. Las formas, los gestos y los detalles adquieren una gran relevancia en los esquemas de comportamiento («No se discute sobre asuntos importantes, sino sobre los pequeños», dice en un momento determinado Mrs. Beck). Henry James despliega una gran capacidad de observación del comportamiento humano y, dada la época, una innegable audacia en el tratamiento de los sentimientos íntimos entre los dos sexos; al tiempo que anuncia la maestría en la introspección psicológica que culminará en sus novelas de madurez. De hecho, James habría de reutilizar años después el argumento y materiales narrativos de este relato para la redacción de su novela La torre de marfil, que no llegaría terminar. La confesión de Guest fue publicado, en dos partes, en el Atlantic Monthly de octubre y noviembre de 1872. Nunca fue recopilado en libro en vida de James, teniendo que esperar a la edición de sus Complete Tales en 1961 para ser rescatado del olvido. Como el mismo Howells se encargó de comunicar en una carta a Henry James, el relato fue recibido en líneas generales con mayor favor que cualquier otro de los suyos publicados con anterioridad en la revista.


Poco a poco la carrera literaria de Henry James proseguía su camino hacia la excelencia. Jorge Ordaz Octubre de 2011 I «Llego a las ocho y media. Enfermo. Ven a buscarme». La brevedad telegráfica de la misiva de mi hermanastro dio a mis pensamientos ese giro melancólico, resultado habitual de sus mensajes. Debería haber llegado el viernes; ¿qué era lo que le había hecho ponerse en marcha el miércoles? Nuestra relación era una perpetua fuente de irritación; éramos completamente distintos en temperamento, gustos y opiniones, pero al tener una serie de intereses comunes nos veíamos obligados, en cierta forma, a transigir con nuestras respectivas idiosincrasias. En realidad, era yo quien hacía todas las concesiones. No podía obviar que en conjunto mi hermanastro era muy superior a mí en todo lo que hace a un hombre alguien de provecho y me era más fácil permitir que él se saliera con la suya que defender mi dignidad. A mí me gustaba aparentar (con un gran disimulo, por así decirlo, y las manos tranquilamente metidas en los bolsillos) que mis actos estaban motivados por una especie de generosa condescendencia, cuando en realidad estos eran fruto de la apatía y en cierto grado, de la pusilanimidad. A Edgar le importaba más bien poco qué receta inventara yo como bálsamo para mi vanidad mientras él consiguiera su objetivo, y me temo que yo interpretaba el papel de gigante adormecido ante un público absolutamente inexistente. De hecho, se había establecido entre nosotros un tácito y vago acuerdo mediante el cual mi hermano debía tratarme, en apariencia, como un hombre de criterios propios, si bien en ocasiones su manera de acatar el trato era profunda y mordazmente sarcástica. Lo que empeoraba las cosas para mí y las mejoraba para él era una absurda disparidad física, pues Musgrave era algo comparable a la descripción que Falstaff ofrece de Shallow —un hombre hecho con los restos de una exigua cena. Mi hermano era un infeliz inválido que estaba siempre preocupado por su estómago, sus pulmones y su hígado, y como era médico y paciente al mismo tiempo, todos ellos le mantenían muy ocupado. Su cabeza tenía un tamaño grotesco en comparación con su cuerpo diminuto, sus ojos eran inexpresivos y saltones, y su rostro propenso a sonrojarse con apariencia de indignación y de sospecha. Caminaba pavoneándose ligera, pero resueltamente, apoyado sobre un par de pequeñas y raquíticas piernas. Yo tenía la suerte de ser alto, y también era lo bastante corpulento como para haber merecido tal vez, en caso de haber sido más bajo de estatura, aquel odioso epíteto monosilábico que persiguió a Lord Byron. Comparado con Edgar, yo era, al menos, considerablemente atractivo; a mí se me podía haber descrito como un joven más bien robusto y de pelo claro, ocioso, amable y notablemente elegante. Mi patrimonio, al ser doble que el de él (pues éramos hermanos por parte de madre), se prodigaba ampliamente en el embellecimiento de esta refinada persona. Recuerdo que, de hecho, me vestía con una especie de exagerada fastuosidad y hubiera podido pasar perfectamente por uno de los pilares sociales de un pequeño balneario. En aquellos días, L— se esforzaba por conseguir la fama y, pese a que se percibía todavía de forma notoria la pintura fresca derrochada hacía poco en las múltiples cabañas de madera donde los visitantes debían alojarse, desprendía una agradable mezcla de ruralidad y sociedad. El desagradable sabor del manantial y sus soberanas bondades gozaban de una merecida reputación, y Edgar no era un hombre que renunciara a la posibilidad de probar las aguas y abusar de ellas. Como había oído que el hotel se encontraba a rebosar, mi hermano quiso asegurarse una habitación con al menos una semana de antelación y, de resultas, llegué el 19 de julio con la misión de reservar y ocupar sus habitaciones hasta el 26. Con la gente en general y Edgar en particular, yo pasaba por ser una persona tan ociosa que parecía casi un deber imponerme alguna sana tarea. Edgar siempre daba prioridad a su salud y se ocupaba en segundo lugar de un pequeño e impecable patrimonio y de unas cuentas interminables, que nunca se cansaba de contemplar, verificar y supervisar. Yo había decidido traspasarle la habitación, permanecer un día o dos siguiendo las normas de la buena educación y dejarle en sus asuntos.

Mientras tanto, el 24, se me ocurrió que realmente debía ver algo del lugar. El tiempo había sido demasiado caluroso para ir de un sitio a otro, y hasta entonces apenas había abandonado la veranda del hotel. Hacia la tarde, las nubes se acumularon, el sol se oscureció y pareció posible, incluso para un hombre corpulento y perezoso, ir a dar un paseo. Caminé siguiendo el río, bajo los árboles, gozando enormemente de la belleza estival del campo en la tranquilidad del bochorno de la tarde. Me encontraba perturbado e irritado, y todo ello por la sencilla razón de que iba a llegar mi hermano. ¿Qué tenía Edgar para que sus idas y venidas me alteraran? ¿Era yo, después de todo, su hermano menor de forma tan ostensible? ¡Empezaría una nueva vida! Casi deseaba que se produjera una crisis entre nosotros y que a la luz de la desesperación yo dijera o hiciera algo imperdonable. Pero había pocas posibilidades de que discutiera con Edgar por pura arrogancia. De alguna forma, yo no creía en mi propio egoísmo, pero tenía un irrevocable respeto por el suyo, y como estaba condenado a tener buen carácter, continuaría complaciendo sus caprichos hasta que empezara a complacer los de algún otro. ¡Si tan sólo pudiera enamorarme y cambiar mi amo por una enamorada, por alguna encantadora diosa de la sinrazón que declarase que Mr. Musgrave era simplemente intolerable y que no había nada más que decir! De esta forma, meditando vagamente, llegué a la pequeña capilla episcopaliana que se levanta a las afueras del pueblo, donde este último comienza a fundirse con el amplio paisaje cercano al río. La puerta se encontraba ligeramente entreabierta: a través de ella se filtraba hacia el cálido silencio exterior el grave sonido de un órgano —el ensayo, evidentemente, de un organista o de algún delicado amateur. Me sentía acalorado debido al paseo, y esta visión de la fresca penumbra musical en el interior me impulsó a entrar con el fin de descansar y escuchar. La nave de la iglesia estaba vacía, pero un débil resplandor de color se difundía sobre los bancos y el púlpito almohadillado a través de las pequeñas ventanas amarillas y carmesíes. El órgano se erguía en una pequeña galería frente al coro, al que se accedía directamente desde la iglesia por una escalerilla. El sonido de mis pasos, al parecer, había sido cubierto por la música, pues la intérprete continuó sin prestarme atención, oculta como estaba tras una pequeña cortina de seda azul al borde de la galería. Sí, ese toque amable, vacilante y de aficionado provenía de una mano femenina. Inseguro como era, sin embargo, surtió efecto sobre mi sensibilidad musical con una especie de fuerza provocadora. La melodía me era familiar, y, antes de que pudiera darme cuenta, había empezado a cantar la letra correspondiente —primero suavemente, luego con valentía. De pie y de cara al órgano, aguardé el efecto de mi atrevimiento. El único resultado perceptible fue que, por un momento, la música titubeó y las cortinas se agitaron. Yo no vi nada, pero la organista sí me había visto y, tranquilizada aparentemente por mi aspecto, continuó con el cántico. Ligeramente desconcertado, sentí la imperiosa necesidad de cantar lo mejor posible; es más, conforme yo continuaba, la intérprete parecía imitar mi voz y apoyarse en ella. Las notas se sucedían valientemente y hacían resonar la pequeña bóveda. De repente, en la pasión del éxito, un intenso arrebato de vigor y habilidad pareció sobrevenir a la organista que, pulsando los últimos acordes con una especie de intensidad triunfal, marcó la cadencia con una clara voz de soprano. Justo al final, sin embargo, voz y música fueron tragadas por el estruendo de un enorme trueno.

En el mismo instante, las gotas de lluvia comenzaron a golpear los ventanales de la capilla y nos vimos envueltos en un chaparrón estival. La lluvia era un fastidio, pero al menos me permitía observar a la intérprete, sobre quien mi curiosidad había aumentado en alto grado repentinamente. Los truenos se sucedían con tanta violencia que era inútil continuar tocando. Esperaba, con firme confianza, que aquella preciosa voz —media docena de notas la habían traicionado— correspondiera a una mujer encantadora. Tras un lapso de tiempo, que parecía indicar una elegante y atractiva vacilación, una figura femenina apareció en la parte superior de la escalerilla y comenzó a descender al tiempo que yo recorría el pasillo lentamente. La oscuridad causada por la tormenta había aumentado rápidamente, y en ese momento, con un sonoro trueno que fue precedido de un relámpago cegador, se hizo la noche por un momento en nuestro refugio. Una vez los objetos fueron de nuevo visibles, contemplé a la bella intérprete, que me miraba con toda la franqueza de la inquietud al pie de las escaleras. La pequeña capilla vibró hasta sus cimientos. —¿Cree usted que hay algún peligro? —preguntó mi compañera. Me apresuré a asegurarle que no había ninguno. —La capilla no tiene nada parecido a una aguja, e incluso si la tuviera, el hecho de que nos encontremos en un lugar sagrado debería protegernos contra cualquier daño. Ella me miró dubitativamente, como para comprobar si yo estaba de broma. Para tranquilizarla, sonreí lo más educadamente que pude, a lo que la muchacha exclamó, reuniendo confianza: —Creo que tenemos tan poco derecho a estar aquí que apenas si podemos ampararnos en lo sagrado del lugar. —¿Es usted también una intrusa? —pregunté. Ella dudó por un momento. —No soy episcopaliana —repuso—. Soy una buena unitaria.

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