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La chica invisible – Blue Jeans

Viernes, 19 de mayo de 2017 Se acerca hasta su ordenador y busca un tema para escuchar mientras se cambia de ropa. Después de pensárselo durante unos segundos, selecciona Castle on the hill, de Ed Sheeran, su artista preferido. La de veces que las canciones del británico pelirrojo la han acompañado en su adolescencia. En momentos de soledad, de gran tristeza. En días muy duros y complicados, en los que nada iba bien. Ahora, al menos, ha encontrado una razón para sonreír. Una enorme razón repleta de emociones e incertidumbres. ¿En qué momento está exactamente? Aurora examina su armario. ¿Qué se pone? Tampoco tiene mucho donde elegir. No le vendría mal ir de compras algún día a la ciudad. En aquel pueblo apenas existen tiendas y las que hay están pasadas de moda, como su triste y gris vestuario. Finalmente, se decide por un vaquero negro, de hace un par de años, que le está bastante ajustado y una camiseta roja que le regaló su madre las Navidades pasadas. Es de una marca desconocida, pero el dinero que entra en casa no da para más. Suspira resignada y se desnuda. Baja la mirada y contempla su vientre mientras lo acaricia orgullosa. Hace calor, algo lógico porque el mes de mayo está llegando a su fin. No disponen de aire acondicionado, solo de un ventilador que se turna con su madre. Se coloca delante del aparato y deja que el aire le dé primero en el abdomen y después se agacha para que le golpee suavemente en el rostro. Siente un alivio momentáneo. Nunca ha soportado las altas temperaturas. Prefiere el frío. Siempre ha sido así. Una vez que se ha vestido, camina hasta el cuarto de baño. Se peina su melena castaña con un cepillo y se queja para sí misma de que el pelo no le crece todo lo rápido que le gustaría. La peluquera le mintió o no acertó con sus predicciones.


Ya se lo olió cuando se vio en el espejo justo después de que le cortaran las puntas. —Necesitabas sanearlo. No te preocupes, Aurora: en seis semanas, lo tendrás igual de largo que antes, pero mucho más bonito —le aseguró Maite, su peluquera habitual. Y una mierda. Han pasado dos meses y medio y su cabello no ha recuperado ni la mitad de los centímetros que aquella mujer le había arrebatado con las tijeras. Su enfado fue mayúsculo, pero no se lo dijo a nadie. Ella no se queja; al menos, no en voz alta. Ha aprendido a mantener la boca cerrada. Muchas veces, mordiéndose la lengua, sellando sus labios con sangre. Simplemente, su opinión no es más que eso: una simple y estúpida opinión. ¿A quién le importa? Tal vez a una sola persona en todo el planeta Tierra. Suficiente. Aurora abre uno de los cajones de la cómoda en la que su madre guarda el maquillaje. Necesita un pintalabios que no sea de un color demasiado intenso. No le agrada pintarse, pero aquella tarde de viernes es especial. Últimamente, el viernes es su día preferido de la semana. Así que toma prestada una barra rosa pálido y se repasa los labios con ella. A continuación, se pone rímel, que hace que destaquen más sus bonitos ojos azules. Algo de colorete para sus níveas mejillas, y se acabó la sesión de puesta a punto. Se mira al espejo y chasquea la lengua. Aunque nunca se ha visto guapa, no está mal. Se conforma con lo que ve. Antes de salir de la casa, recibe un WhatsApp. «¿Vienes ya? No podré estar mucho tiempo. Hasta las nueve como máximo.

Date prisa». Aurora comprueba que son casi las ocho. Menos mal que solo está a cinco minutos del lugar en el que han quedado. Responde que va enseguida. Sale a toda prisa de su casa y se dirige al instituto en el que estudia primero de bachillerato. Camina veloz, distraída. Tan ensimismada en sus pensamientos que no ve a su vecina pese a cruzarse con ella. La señora Ofelia López, una simpática mujer que la ha visto crecer y que debe de rondar las setenta primaveras, grita para llamar su atención. —¡Aurora! ¿Adónde vas tan ligera? —A comprar leche, doña Ofelia —le miente. Si alguien supiera la verdad… —¿Con los ojos y los labios pintados? ¿No te me habrás enamorao del Narciso? La chica sonríe tímida y mueve la cabeza negativamente. Narciso, el dueño de la tienda de ultramarinos del barrio, suma más de cincuenta años, está casado y tiene dos hijos gemelos de su edad a los que conoce de toda la vida, aunque hace mucho que no habla con ellos. En realidad, todos en aquel pueblo se conocen o creen conocerse. Como en cualquier lugar pequeño, los secretos y los rumores están presentes en cada familia, aunque nadie podría determinar qué es cierto y qué no. Son cuatro calles las que recorre hasta llegar al instituto. La puerta de entrada está abierta. Algunos profesores tienen tutoría y también siguen allí los alumnos que van a clase por la tarde, todos ellos mayores de dieciocho años. Con sigilo, procurando que nadie la vea, la chica entra en el Rubén Darío, pero ignora el edificio principal y se dirige hacia la parte trasera, donde se encuentran la pista de baloncesto y la de fútbol sala. Normalmente, no hay nadie por allí a esa hora. Sin embargo, esta vez no es así. Un chico está lanzando a canasta. Rápidamente lo reconoce. Va a su clase. Joder. ¿Y ahora qué hace? No quiere que la vea. No le queda más remedio que aguardar a que se marche.

Se refugia tras unos matorrales y envía un WhatsApp. «Ha surgido un problema. No puedo ir al vestuario porque alguien está jugando al baloncesto. ¿Nos vemos en otro sitio?». La joven espera ansiosa una respuesta que no llega. ¿Qué le habrá pasado? Siente la tentación de marcar su número, pero no lo hace. A ese acuerdo llegaron. Nada de llamadas telefónicas. Los minutos continúan pasando y empieza a ponerse nerviosa. Escribe otro mensaje. «¿Estás bien? ¿Por qué no respondes? ¿Dónde te has metido?». Justo en el instante en que Aurora envía el WhatsApp, el joven que juega al baloncesto recoge sus cosas y se marcha de la pista. Vía libre. Cuando está convencida de que nadie la puede ver, corre hacia el cuarto que el instituto utiliza como vestuario: un viejo almacén, bastante amplio, en el que el centro instaló duchas y que está acondicionado adecuadamente para que los chicos se cambien allí dentro. Aurora abre la puerta y se mete. Es una suerte que desde hace varios meses la cerradura permanezca rota y nadie se haya preocupado de arreglarla. ¿Para qué? Allí no hay nada de valor y contratar a un cerrajero costaría una cantidad de dinero que el instituto seguro que prefiere emplear en otras cosas. Todavía no es de noche, así que no necesita encender la luz. Se sienta en una de las banquetas y busca en el bolsillo del pantalón un caramelo de menta. Le quita el papel y se lo mete en la boca. Mientras lo chupa, revisa otra vez el móvil. No hay ningún mensaje nuevo. —¿Dónde estás? —susurra impaciente al descubrir que son casi las ocho y veinte. Resulta muy extraño que no aparezca. Seguramente le haya surgido algún tipo de imprevisto y no la ha podido avisar.

Trata de no ponerse tensa. Se resigna e intenta entretenerse mirando fotos y leyendo mensajes que conserva en su teléfono. Le prometió que los borraría, pero no lo ha hecho. «Hola. Esto que vamos a hacer es una locura. Pero estoy deseando pasar un rato a solas contigo. Solo tú y yo. Te veo a las siete y media en el vestuario. Por favor, sé discreta y que no te vea nadie. Hasta luego, Aurora». Es un WhatsApp que le envió hace algo más de dos meses. Fue uno de los días más maravillosos de su vida. La chica sonríe al ir pasando un mensaje tras otro. Se detiene en una fotografía en la que… De repente, escucha pasos. Se pone de pie y se acerca hasta la puerta. ¡Por fin! El rostro se le ilumina y sus ojos azules vuelven a brillar. La puerta se abre y la expresión de Aurora cambia en cuestión de un segundo. Confusa, da un par de pasos hacia atrás. Se traba con sus propios pies y cae al suelo. No comprende absolutamente nada. —Hola. ¿Y esa cara? ¿Es que no soy la persona a la que esperabas?

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