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La catastrofe perfecta – Ignacio Ramonet

Los sismos que sacudieron las bolsas y los bancos durante los «septiembre y octubre negros» del año 2008 precipitaron el fin de tilla era del capitalismo. El sistema financiero internacional fue sacudido como nunca. Peor que en 1929. Hubo quienes afirmaron que el mundo había pasado «a un milímetro del abismo, a un milímetro de la explosión atómica económica». [1] Era falso. No había pasado a un milímetro: directamente se había hundido en la más terrible de las crisis sistémicas… Y el apocalipsis está lejos de haber terminado: la crisis se transformó en recesión global, la deflación es una amenaza y muy probablemente el mundo se encamine hacia una nueva Gran Depresión. Con su doloroso cortejo de destrucciones sociales. El Estado y la política están de regreso. En todos los rincones del mundo, los gobiernos se reubican en primera línea. Retoman su función de actores protagónicos del campo económico, nacionalizan establecimientos financieros, realizan inyecciones de liquidez, multiplican los planes de reactivación. En suma, sustituyen al mercado defectuoso. Incluso la geopolítica internacional se encuentra perturbada. En Estados Unidos, la crisis ya dio lugar a lo impensable: la elección de Barack H. Obama, un afroestadounidense, para la presidencia. Pero la tarea del nuevo presidente no será fácil. Porque la era Bush marcó el apogeo de la hegemonía mundial de Estados Unidos y porque, en definitiva, este hiperpoder ha resultado efímero y poco eficaz. Las guerras en Afganistán e Iraq demostraron que la supremacía militar no se traduce automáticamente en victorias políticas. El derrumbe de la Unión Soviética llevó a Estados Unidos a definir objetivos políticos universales en un mundo aparentemente unipolar —admite ahora Henry Kissinger, ex secretario de Estado—, pero esos objetivos tenían más de eslogan que de factibilidad estratégica […] La crisis financiera forzará a todos los grandes países a reexaminar su relación con Washington. […] Estados Unidos deberá renunciar a su papel de tutor autoproclamado y probarlos límites de su hegemonía. [2] Además, el auge de China e India deja presagiar que los días de Estados Unidos como primera potencia económica mundial están contados. En otras palabras, Barack Obama tendrá que administrar, en medio de la crisis económica más grave de los últimos cien años, la «nueva decadencia» de su país. Lo cual resultará muy peligroso, porque las reacciones de un león herido siempre son imprevisibles, y porque «la historia demuestra que no hay nada bueno en esperar crisis; éstas dan a luz con más seguridad Hitlers o Stalins que Gandhis». [3] Es difícil esperar que la depresión económica mejore la suerte de la mitad de la humanidad que se reparte menos del uno por ciento de la riqueza mundial. Se prevén explosiones de cólera y violencia en el Sur del planeta, de cuyas repercusiones no escaparán los países ricos del Norte. La crisis también otorga un pretexto ideal a los industriales productivistas para retrasar la puesta en práctica de medidas destinadas a reducir los gases de efecto invernadero.


Lo cual acelerará el cambio climático, con sus consecuencias negativas. Tal vez este crac no signifique el fin del capitalismo, que ya ha conocido otros y ha logrado reponerse. Pero sí señala el fin de la economía desregulada, la culminación de una era: la del ultraliberalismo, el capitalismo mafioso y la globalización financiera, cuyas principales víctimas, en los países desarrollados, son las clases medias y los trabajadores. Por si esto no fuera poco, éstos van a pagar con sus impuestos y ahorros los planes de recuperación de un sistema bancario estimulado a fuerza de especulación y ahora enloquecido. Y cuya estocada final se dio el 11 de diciembre de 2008 con el arresto en Nueva York de Bernard Madoff, un corredor legendario, implicado desde hace cincuenta años en un gigantesco fraude piramidal calculado en unos 37.500 millones de euros… Mucha gente siente que el Estado la abandona mientras salva a banqueros culpables y los recompensa con escandalosos «paracaídas dorados». Esta sensación de injusticia ya desencadena furias masivas, como no se veían desde mucho tiempo atrás. ¿Acaso es casual que el 6 de diciembre de 2008 la juventud griega haya ocupado las calles de las principales ciudades al grito de «Balas para los jóvenes / dinero para los bancos», protestando contra la muerte de un adolescente asesinado por las fuerzas de policía? En este país alcanzado de lleno por la crisis actual, donde —como en otros estados de la Unión Europea— las privatizaciones golpean alas trabajadores del sector público, donde los funcionarios son víctimas de reducciones presupuestarias drásticas, donde la universidad, el sistema de pensiones y de salud están amenazados por la privatización y donde los salarios siguen estando congelados, [4] los enfurecidos jóvenes griegos expresaron su hartazgo frente a un modelo económico y social que un profesor denunciaba en estos términos: «Estamos hartos del deterioro de nuestras vidas». [5] Puesto que este mismo modelo está funcionando en el resto de la Unión Europea, ¿podemos descartar que se reproduzcan las protestas en otros países? El sentimiento nacional en Estados Unidos —explica Moisés Naím, director de la revista Foreign Policy— es de linchamiento hacia «los ladrones de Wall Street» y de rechazo «a los inmigrantes que nos quitan el trabajo, las multinacionales que exportan nuestros empleos a la India, los ricos que pagan pocos impuestos». [6] La crisis será larga. Se producirán inmensos sufrimientos sociales, que no deben ser en vano. Por eso, no habría que «desaprovechar» esta «ocasión», sino aprovechar el impacto para finalmente cambiar un sistema económico internacional y un modelo de desarrollo desiguales y obsoletos. Y refundarlos sobre bases más justas, más solidarias y más democráticas. UNA REVOLUCIÓN El derrumbe de Wall Street y su «efecto dominó» planetario pueden compararse, en la esfera financiera, con lo que significó la caída del Muro de Berlín para el campo geopolítico: un cambio de mundo y un giro copernicano. Esta debacle representa para el capitalismo lo que fue la caída de la URSS para el comunismo. El ensayista Emmanuel Todd lo confirma: «Vivimos un derrumbe del ultraliberalismo comparable con el del modelo comunista hace veinte años». [7] El economista Immanuel Wallerstein es más pesimista: Hemos entrado en la fase terminal del sistema capitalista. Lo que diferencia esta fase de la sucesión ininterrumpida de ciclos coyunturales previos es que el capitalismo ya no logra formar sistema, en el sentido en que lo entiende Ilya Prigogine (1917-2003): cuando un sistema, biológico, químico o social, se desvía demasiado y con demasiada frecuencia de su situación de estabilidad, ya no va a lograr reencontrar el equilibrio, y asistimos entonces a una bifurcación. La situación se vuelve caótica, incontrolable para las fuerzas que la dominaban hasta entonces. Y vemos que surge una lucha, ya no entre los paladines y los adversarios del sistema, sino entre todos los actores para determinar qué es lo que lo reemplazará. Pues bien, estamos en crisis. El capitalismo llega a su fin. [8] En síntesis, no es sólo una crisis, es una revolución. Alcanza conver cómo en Wall Street, en el templo sagrado del capitalismo, el dogma económico principal de las últimas décadas, es decir, el poder casi religioso del mercado, es hoy cuestionado. Los máximos gurúes del panteón financiero, por lo general adoradores incansables del mercado desregulado, hincan sus rodillas, doblan el espinazo, reniegan de su antigua fe e imploran al Estado que les perdone sus pecados y acuda en su ayuda.

Hoy todos se convierten masivamente a las tesis, hasta ayer consideradas heréticas o arcaicas, del economista británico John Maynard Keynes, partidario de la intervención del Estado para estimular la economía. No sin hipocresía, algunos abuchean los paraísos fiscales, vilipendian la capacidad de los hedge funds y condenan los desproporcionados ingresos de banqueros y agentes. Ahora se reivindica el modelo de los países que eligieron el keynesianismo y mantuvieron alguna forma de regulación económica. «Desde Corea del Sur hasta China, pasando por India —observa Christian Chavagneux—, los logros económicos de las últimas décadas fueron producto de países que escaparon al consenso liberal». [9] Y aunque el impacto de la crisis se hará sentir en todo el planeta, es probable que las economías donde la acción del Estado se colocó al servicio del desarrollo salgan mejor paradas. En el caso de América Latina, cabe destacar el interés de mecanismos como la Alternativa Bolivariana para las Américas (ALBA), el Banco del Sur, la creación por parte de los países del ALBA, reunidos por Ecuador, del fondo de estabilización y reservas SUCRE (Sistema Único de Compensación Regional) o la idea de un banco de la Organización de los Países Exportadores de Petróleo (OPEP), propuesta por el presidente venezolano Hugo Chávez. ¿Lograrán los espectaculares planes de rescate adoptados en Europa y Estados Unidos detener el deslizamiento del capitalismo hacia el abismo? El propio Henry Paulson, secretario de Estado estadounidense en el Tesoro durante la última administración Bush y creador de un espectacular plan de recuperación de más de 500.000 millones de euros, lo pone en duda: «A pesar de la magnitud de nuestra intervención —afirmó—, otras instituciones financieras van a entrar en quiebra». [10] Algunos analistas tampoco excluyen un «escenario negro», donde los bancos centrales no lograrían reactivar la demanda mundial. Éste seria el caso si los mercados de crédito siguieran bloqueados o si la Reserva Federal de Estados Unidos ya no pudiera bajar sus tasas. [11] Los historiadores de la economía no han olvidado, claro está, el terrible crac de Wall Street de 1929 y la «madre de todas las crisis» que desencadenó. Pero sobre todo conservan en la memoria el recuerdo más reciente del «crac rampante» japonés de los años noventa, causado por el estallido de las burbujas especulativas inmobiliaria y financiera. Fenómeno que provocó una «década blanca» para la economía nipona. A semejanza de lo que observamos con la crisis financiera actual, el crac japonés de los noventa desencadenó un temible círculo vicioso: contracción del crédito, seguido de quiebras y ventas de activos inmobiliarios, que contribuyeron, a su vez, a la baja de los precios. Con la consiguiente cascada de reacciones en cadena: la producción industrial se hundió, la demanda interior se desmoronó, el número de quiebras se multiplicó y el de los desempleados explotó. Un ambicioso plan de recuperación, anunciado enjulio de 1998 por el primer ministro Keizo Obuchi, alcanzaba la suma de 400.000 millones de euros destinados a recapitalizar los bancos y a comprarles créditos dudosos. Sin mayor éxito: siete bancos terminaron siendo nacionalizados, 61 cerraron y 28 fueron obligados a fusionarse. La espiral deflacionista golpeó a la Bolsa de Tokio, el índice Nikkei se desplomó y los precios del sector inmobiliario cayeron en un 70%. Se calcula que las pérdidas de activos inmobiliarios y bursátiles entre 1990 y 1997 rondaron los 7 billones de euros, correspondientes a 24 puntos del PIB japonés, es decir, a más de dos años de crecimiento…[12] Una pesadilla cuyo recuerdo hace temblar hoy a los gobiernos del mundo. Más aún cuando, en un estudio reciente sobre las 127 crisis económicas acaecidas en unos treinta países durante los últimos treinta años, el Fondo Monetario Internacional (FMI) confirma que las que nacen a partir de los sectores inmobiliario y bancario son particularmente «intensas, largas, profundas y nocivas para la economía real».

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