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La Casa Vacía – Algernon Blackwood

La mayoría de estos relatos son inquietantes o propiamente terroríficos, pero nunca macabros; en todos ellos palpita una visión numinosa y arquetípica del cosmos que imparte al lector una experiencia con las fuerzas naturales y los invisibles poderes elementales que gravitan alrededor nuestro. La presente antología recoge catorce relatos, fechados entre 1906 y 1927, en los que se pone de manifiesto la original aportación de Blackwood al moderno cuento de terror.


 

EL cuerpo, nos aseguran, cambia sus átomos cada siete años, siendo a los veintiocho totalmente distinto de como era a los veintiuno; pero la ciencia no se compromete respecto a los cambios mentales, dado que éstos son imposibles de medir. De todas formas, la petición del señor Martin Secker de que le escriba una introducción a esta colección me plantea una interrogante: ¿soy el que escribió estos cuentos hace treinta años, o soy otro? Se trata de un largo período de tiempo; pero, puesto que no puedo retroceder a la plataforma desde la que veía el mundo en 1906, la pregunta carece de respuesta. Ni el Serial Universe de Dunne, ni el tiempo ultradimensional de Ouspensky, ni siquiera un libro como Unele Stephen, de Forrest Reid, pueden ayudar, mientras que la reciente exposé de la Aventura de Versalles sugiere brutalmente que treinta o cien años son exactamente lo que dicen que son, ni más ni menos. Además, dado que la cortés petición de un editor inteligente es una especie de force majeure, sino un decreto divino, la introducción ha de ser escrita, sea quien sea el que la escriba. Sin embargo, es una tarea engorrosa, puesto que no he leído estos relatos desde que los escribí: física, mental y espiritualmente, debo de haber cambiado más veces de las que quiero recordar: me presentan a alguien a quien ahora conozco superficialmente tan sólo, de manera que es casi como leer la obra de otro. Cualquier deseo de cortar, alterar o recomponer es, por supuesto, inadmisible; remendar es peor que inútil: es peligroso; así que los cuentos siguen estando tal como fueron escritos al principio. Lejos de disculparme por ellos, debo admitir que la mayoría me han estremecido. «Me habría gustado conocer al tipo que veía las cosas de ese modo y las contaba así», es la clase de comentario que sugieren a mi mentalidad del siglo XX; porque detrás del cuento en sí adivino atisbos de una filosofía aventurera. «¡Me pregunto si su mente observadora, inquisitiva, rara, llegó más lejos!» Pero lo que honradamente pienso hoy de estos relatos no sería capaz de arrancármelo ni el propio Torquemada. Es, por supuesto, enormemente interesante contemplar los años transcurridos de manera inquisitiva, asombrada, objetiva, sin desapego; aunque ver de manera «objetiva» no supone necesariamente ver con veracidad. Debe suponer ver con el yo eliminado; aunque el yo se obstina en inmiscuirse siempre, sea el yo de hoy o el de 1906. Recuerdo, de todos modos, que estos cuentos me salieron espontáneamente, como si abriese un grifo, y desde entonces he pensado a menudo que muchos de ellos procedieron de impresiones sepultadas, no resueltas…, impresiones producidas por alguna emoción; y con «no resueltas» quiero decir, naturalmente, no expresadas. Dichas «impresiones» le sobrevinieron a un joven de veinte años sumamente ignorante que se había visto empujado a la vida de periodista en Nueva York tras una desastrosa experiencia ganadera y otra hotelera en Canadá; vida que incluía la extrema pobreza y el hambre. Dado que he contado ya algo de esto en Adventures Before Thirty, no lo voy a repetir; pero tiene el siguiente interés psicológico para mí hoy: que las experiencias de Nueva York en un mundo de crímenes y de vicio maltrataron y apalearon a una naturaleza sensible que se tragaba los horrores sin poderlos digerir, y que las semillas así sembradas, inactivas y no resueltas en el subconsciente, germinaron posiblemente después… y, puesto que el subconsciente dramatiza siempre, germinaron en forma de relato. Otros relatos son, por supuesto, de los llamados «de fantasmas», porque la clasificación de relatos de fantasmas se me ha vuelto más inseparable que un hermano, y cuando la B. B. C. me pide un relato tiene que ser, preferentemente, del tipo «espeluznante». Sin embargo, mi supuesto interés por los fantasmas lo definiría yo más exactamente como un interés por la prolongación de las facultades humanas. Ser conocido como el «hombre de los fantasmas» es una forma de encasillar casi despectiva; y aquí, quizá, puedo rechazarla al fin. Mi interés por las cuestiones metapsíquicas ha sido siempre un interés por todo lo referente a la prolongación o expansión de la conciencia. Si veo un espectro, me interesa menos qué es que lo que veo. ¿Poseemos facultades que, bajo estímulos excepcionales, registran impresiones que están fuera de la gama normal de la vista, el oído, el tacto? Lo que a mí me ha interesado siempre es que tales facultades puedan existir en el ser humano y manifestarse ocasionalmente.


Esos estímulos excepcionales pueden ser patógenos (como los reproducidos en la Salpetrière y otros sanatorios psiquiátricos), o debidos a alguna súbita impresión de terror o de belleza que asalta al hombre de la calle; pero que existen es algo que está por encima de los actuales desmentidos del escéptico mezquino. Si es eso más cierto para mí hoy de lo que lo era cuando escribí estos cuentos hace una generación, significa meramente que desde entonces he seguido estudiando pruebas cada vez más abundantes. Así, en la mayoría de estos relatos suele aparecer un hombre medio que, debido a una súbita impresión de terror o de belleza, recibe estímulos de naturaleza extrasensorial. Puede que haya una gran distancia entre la mente vulgar que se vuelve clarividente por un destello de terror en La casa vacía, y el hombre de la calle de The Centaur, cuyo sentido de la belleza resplandece en una comprensión de los cuerpos planetarios como entidades sobrehumanas; pero el principio es el mismo: ambos experimentan una expansión de la conciencia normal. Y esto, sugiero, va un poco más allá de la confección de un «relato de fantasmas» convencional. Estos relatos juveniles, aunque no me daba cuenta entonces, me parecen ahora prácticas de vuelo para exploraciones más audaces, o para —como dijo Eveleigh Nash, mi primer editor— «trabajar en un lienzo más grande». El trabajar en «un lienzo más grande» me desolló a la edad de treinta y seis años, pero el ver mi primer libro en letra impresa, recuerdo, me lastimó aún más. Es una experiencia que sin duda acentúa cualquier atisbo de complejo de inferioridad que haya oculto. Recuerdo muy bien mi tremendo alivio al ver que La casa vacía, mi primer libro, tuvo, si puede decirse así, una modesta, insignificante acogida en la prensa, hasta que el Spectator de entonces, medio para mi zozobra, medio para mi alegría, lo eligió como versículo para un sermón especial, y más tarde, un artículo erudito del Morning Post, al analizar el «relato de fantasmas» como género típicamente anglosajón, basó sus comentarios en este libro particular, haciéndolo así localizable para Hilaire Belloc, a cuyo posterior aliento debo mucho. Lo que yo calificaría de elogios ambiguos, en todo caso, comenzaron a lloverme por encima de una barrera de «crítica fidedigna»; y recuerdo que, aunque consideraba merecida la censura, acogí encantado los elogios, decidiendo probar otra vez…, y a su debido tiempo apareció El que escucha. Y —así son los caprichos de la memoria— aún puedo ver la grave expresión de las caras de Eveleigh Nash y su inteligente «lector de manuscritos», Maude Foulkes, mientras deliberábamos sobre si se podía imprimir en la cubierta una gran oreja (aún no se estilaban las sobrecubiertas ilustradas), y si no sería demasiado morboso, quizá, el relato que daba nombre al volumen para incluirlo; mi voto, a propósito, era decididamente en contra, a pesar del origen personal de ese cuento espantoso. Es cierto, de todos modos, que a esa persuasiva sugerencia de « trabajar en un lienzo más grande» debo Centaur, Julius Le Vallon, The Human Chord, The Education of Unele Paul, y muchos otros. Así pues, bendigo y maldigo a la vez a Eveleigh Nash por ese estimulante consejo que, si bien sus consecuencias han afectado a otros, alivió a un autor que se descubrió a sí mismo más cargado de material de lo que su talento estaba capacitado para expresar de manera adecuada. Puede que el origen de estos relatos sea de interés para algún que otro lector; esto no sólo parece egoísta, sino que lo es: me interesa a mí, cuando miro hacia atrás para revivir viejos recuerdos… el de un viaje por el Danubio en una canoa canadiense, durante el cual acampamos mi amigo y yo en una de las innumerables islas solitarias, más abajo de Pressburg (Bratislava), donde los sauces parecían sofocarnos a pesar del viento huracanado, y cómo un año o dos más tarde, al hacer el mismo viaje en una barcaza, descubrimos un cadáver enganchado en una raíz, con el cuerpo descompuesto balanceándose contra la orilla arenosa de la misma isla que describe mi relato. ¡Fue una coincidencia, por supuesto! El de aquella casa encantada y sin muebles de una plaza de Brighton, donde permanecí en vela para ver un fantasma, con una mujer a mi lado cuyo rostro arrugado se estiró de repente como la cara de un niño, asustándome más que el espectro que nunca llegué a ver en realidad; el de un colegio moravo de la Selva Negra (Königsfeld) donde pasé de niño dos encantados años, y el cual volví a visitar más tarde para descubrir un compensador culto al diablo en pleno apogeo, al que llamé «Culto secreto»; el de la isla del Báltico cuya leyenda del hombre-lobo se materializó como «El campamento del perro», de la que, sin embargo, nuestro feliz grupo de seis campistas permaneció ignorante hasta que leyó mi cuento; el de esa vieja ciudad francesa, sobre todo, de «Antiguas brujerías», cuyos esquivos habitantes se comportaban como se comportan los gatos, caminando de lado por la acera, enderezando sus lustrosas orejas y sus colas sinuosas, con los ojos centelleantes, todos alerta y concentrados en una vida oculta, secreta, mientras fingían atender a turistas como nosotros…, como nosotros, que volvíamos de subir los Dolomitas y encontramos el tren de Basle a Boulogne tan abarrotado que nos apeamos en Laon y pasamos dos días en esa atmósfera infestada de brujas. La posada se llamaba «Auberge de la Hure», y no se trataba de Angulema como algunos han pensado, ni de Coutances, como creyó John Gibbons (I wanted to Travel), ni de las distintas ciudades que le han atribuido, sino de Laon, vieja ciudad encantada cuyas torres de la catedral se recortan contra el crepúsculo como las orejas de un gato, con las zarpas alargadas en forma de calles oscuras y el cuerpo felino agazapado justo bajo la colina. Sin embargo, ¿quién imaginaría que hay tanta magia a un kilómetro de su deprimente y desolada estación de ferrocarril, o que me iba a quedar luego arrobado junto a la pequeña ventana de mi dormitorio, contemplando los tejados y las torres a la luz de la luna, anotando en el reverso de los sobres una experiencia que me tuvo desvelado hasta el amanecer? Luego viene el del terrible «Wendigo» irrumpiendo entre una montaña de recuerdos, nombre que yo recordaba vívidamente de Hiawatha («Wendigos y gigantes», dice el verso), aunque no volví a pensar en él hasta que un amigo que acababa de regresar de Labrador me contó honestas historias sobre una familia entera que tuvo que abandonar un valle solitario porque «el Wendigo había entrado impetuoso» y «los había asustado mortalmente»; el de la «Isla encantada», una isla en la que viví un mes solo, durante el otoño, en los lagos Muskoka, al norte de Toronto, donde los indios Rojos vagan de un lado para otro una vez que los visitantes del verano se han marchado; y el de una casa espantosa (en el centro de Nueva York) en la que viví una vez, en la cual eran cosa corriente los inexplicables ruidos, voces y arrastrar de pasos que sonaban durante la noche, y que parecía el escenario adecuado para la «Indiscreta» reconstrucción de un horrendo asesinato cometido veinte años antes… A decir verdad, los recuerdos de los que nacieron estos relatos son más claros para mí hoy que la línea y pormenores de las tramas mismas; pero más clara aún es la memoria vivida de que cada caso me produjo una emoción de carácter sumamente posesivo. Para escribir un relato de fantasmas debo sentirme antes «espectral», estado que no puede suscitarse artificialmente; y la verdad es que sentí que se me erizaba un poco la espalda cuando vi a mi «Wendigo» en una posada de montaña, más arriba de Chambéry, y oí rugir los vientos nocturnos de noviembre entre los bosques de pinos, al otro lado de la ventana; y se me encogió la espina dorsal, también, cuando el horror de esa isla de los «Sauces» me invadió solapado la imaginación. Creo, efectivamente, que la mayoría de estos cuentos nacieron acompañados de lo que podríamos llamar un delicioso escalofrío. El verdadero relato «ultramundano» debe brotar de ese núcleo de superstición que subyace en cada uno de nosotros, y aún estamos lo bastante cerca de los tiempos primitivos, con su terror a la oscuridad, para que la razón abdique sin una violenta oposición. Sin embargo, ha habido un cambio sorprendente en el saber desde la época en que fueron escritos estos relatos: la materia ha sido borrada de la existencia. Los átomos ya no son diminutas bolas de billar sino cargas de electricidad positiva o negativa; y aun estas cargas, según Eddington, Jeans y Whitehead, no son sino símbolos. La ciencia confiesa que no sabe qué representan esos «símbolos» en última instancia. La física guarda silencio. Jeans habla de un «mundo de sombras».

«Los fenómenos —nos recuerda el profesor Joad— pueden ser meramente símbolos de una realidad que subyace en ellos. La realidad, en contra de lo que todos sabemos, puede ser de un orden enteramente distinto de los acontecimientos que la simbolizan. Puede incluso ser de carácter mental o espiritual.» Así pues, el universo parece ser una mera apariencia, nuestro viejo amigo «maya», o ilusión, de los hindúes. Por tanto, quizá la razón encuentre hoy menos necesidad de abdicar que hace treinta años, y el rapprochement entre la moderna física y los supuestos fenómenos psíquicos y místicos parezcan sugestivos a cualquier mente reflexiva. Todos llevan a cabo sus investigaciones en un «mundo de sombras», entre meros símbolos de una realidad que puede ser concebiblemente «mental o espiritual», pero que es, en todo caso, desconocida, si no incognoscible. Permítaseme dejar que los relatos hablen por sí mismos. Están impresos aquí por orden cronológico, según fueron escritos entre 1906 y 1910. A. B. Savile Club, 1938 LA CASA VACÍA TRANSICIÓN [2] JOHN Mudbury regresaba de sus compras con los brazos llenos de regalos navideños. Eran las siete pasadas y las calles estaban atestadas de gente. Era un hombre corriente, vivía en un piso corriente de las afueras, con una mujer corriente y unos hijos corrientes. Él no los consideraba corrientes, aunque sí los demás. Traía un regalo corriente a cada uno: una agenda barata para su mujer, una pistola de aire comprimido para el chico, y así sucesivamente. Tenía más de cincuenta años, era calvo, oficinista, honesto de hábitos y manera de pensar, de opiniones inseguras, ideas políticas inseguras, e ideas religiosas inseguras. Sin embargo, se tenía a sí mismo por un caballero firme y decidido, sin percatarse de que la prensa matinal determinaba sus opiniones del día. Y vivía… al día. Físicamente estaba bastante sano, salvo el corazón, que lo tenía débil (cosa que nunca le preocupó); y pasaba las vacaciones de verano jugando mal al golf, mientras sus hijos se bañaban y su mujer leía a Garvice tumbada en la arena. Como la mayoría de los hombres, soñaba ociosamente con el pasado, se le escapaba embarulladamente el presente, e intuía vagamente —tras alguna que otra lectura imaginativa— el futuro. —Me gustaría sobreexistir —decía— si la otra vida fuera mejor que ésta — mirando a su mujer y sus hijos, y pensando en el trabajo diario—. ¡Si no…! —y se encogía de hombros como hace todo hombre valeroso. Acudía a la iglesia con regularidad. Pero nada en la iglesia le convencía de que iba a subsistir en la otra vida, ni le inclinaba a esperar tal cosa. Por otra parte, nada en la vida le convencía de que no fuera o no pudiera ser así.

« Soy evolucionista» , le encantaba decir a sus pensativos amigotes (delante de una copa), ignorando que se hubiera puesto en duda jamás el darvinismo. Así, pues, volvía a casa contento y feliz, con su montón de regalos navideños « para la mujer y los chicos» , y recreándose con la idea de la alegría y animación de su familia. La noche anterior había llevado a « su señora» a ver Magia en un selecto teatro de Londres frecuentado por intelectuales… y se había entusiasmado lo indecible. Había ido indeciso, aunque esperando algo fuera de lo corriente. «No es un espectáculo musical —advirtió a su mujer—; ni tampoco una comedia o una farsa, en realidad» , y en respuesta a la pregunta de ella sobre qué decían las críticas, se encogió, suspiró, y enderezó cuatro veces su chillona corbata en rápida sucesión. Porque no podía esperarse que un « hombre de la calle» con una pizca de dignidad entendiese lo que decían los críticos, aunque entendiese la Obra. Y John había contestado con toda sinceridad: « Bueno, dicen cosas. Pero el teatro está siempre lleno… y eso es lo que cuenta» . Y ahora, al cruzar Piccadilly Circus entre el gentío para coger el autobús, quiso el azar que (al ver un anuncio) le absorbiese el cerebro dicha Obra particular, o más bien el efecto que le causara en su momento. Porque le había cautivado lo indecible: con las maravillosas posibilidades que insinuaba, su tremenda osadía, su belleza alerta y espiritual… El pensamiento de John se lanzó en pos de algo: en pos de esa sugerencia curiosa de un universo más grande, en pos de esa sugerencia cuasi divertida de que el hombre no es el único… Y aquí chocó con una frase que la memoria le puso delante de las narices: « La ciencia no agota el Universo» , ¡al tiempo chocaba con otra clase de fuerza destructora…! No supo exactamente cómo ocurrió. Vio un Monstruo feroz que le miraba con ojos de fuego. ¡Era horrible! Se abalanzó sobre él. Lo esquivó… y otro Monstruo salió de una esquina a su encuentro. Corrieron los dos a un tiempo hacia él. Se hizo a un lado otra vez, con un salto que podía haber salvado fácilmente una valla, pero fue demasiado tarde. Le cogieron entre los dos sin piedad, y el corazón se le subió literalmente a la boca. Le crujieron los huesos… Tuvo una sensación dulce, un frío intenso y un calor como de fuego. Oyó un rugir de bocinas y voces. Vio arietes; y un testudo de hierro… Luego surgió una luz cegadora… « ¡Siempre de cara al tráfico!» , recordó con un grito frenético; y merced a una suerte extraordinaria, ganó milagrosamente la acera opuesta.

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