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La Casa de Borbón – Carlos Fisas

María Gabriela de Saboya: amada por su loco esposo. Isabel de Farnesio: ambiciosa y de mal genio. Luisa Isabel de Orleans: alocada, maleducada y efímera reina. Bárbara de Braganza: obesa, fea y melancólica. María Amalia de Sajonia: la buena esposa de un buen rey. María Luisa de Parma: ¿amante de Godoy? Princesa María Antonia de Nápoles: odiada por su suegra, no llegó a reinar. Isabel de Braganza: fea, pobre y portuguesa, ¡chúpate esa! María Josefa Amalia de Sajonia: el Papa la tuvo que convencer de que hacer el amor con su marido no era pecado. María Cristina de Borbón; viuda de un rey y esposa de un guardia. Isabel II: buena, simpática, sensual, popular… y destronada. María Victoria del Pozzo de la Cisterna: democrática, buena y fugaz reina. Mercedes de Orleans: o ¿dónde vas Alfonso XII? María Cristina de Habsburgo Lorena: la discreta regente. Victoria Eugenia de Battenberg: la reina de la hemofilia. Sofía de Grecia: culta, simpática y popular.


 

Este libro, como los otros míos, es producto no de investigación, sino de lecturas. Desde pequeño he sido aficionado a la historia y de ella he leído cuanto ha caído en mis manos. El resultado han sido fichas, muchas fichas, montones de fichas, montañas de fichas. Ello explica la abundancia de citas. He procurado dar cuenta puntual de ellas indicando los autores consultados, ya sea en el cuerpo del libro, ya en notas y, por supuesto, en la bibliografía final. He procurado escoger entre todos los autores consultados aquellos que me parecían más fiables. Si alguna vez he omitido la fuente, por descuido, ruego al autor afectado que me lo indique para excusarme y corregir el olvido en próximas ediciones, si las hay. Queda dicho, pues, que éste no es un libro de erudición. Se titula Historias de las reinas de España, así en plural, para indicar, desde el comienzo, que se trata de un libro no ya de divulgación, sino de incitación a mayores y mejores lecturas. Algún crítico ha dicho de mí que era «la portera de la historia». Dejando aparte lo que de peyorativo puede tener la frase para el honrado gremio porteril, la acepto con sumo gusto. Una portera es la que más chismes y detalles sabe sobre la vida íntima de los inquilinos de la finca que tiene a su cargo.


Ella sabe si el vecino del primero le pega a su mujer, si el del segundo izquierda gana menos de lo que gasta su esposa y de dónde saca ella el dinero, conoce los disgustos que el hijo del matrimonio del ático da a sus padres, etc. No es que yo crea haber desvelado nada oculto. Todo está en los libros, a veces escondido entre párrafos sesudos y graves. De allí lo he sacado y lo ofrezco al lector. Otros críticos han dicho que lo que yo hago en mis libros es comparable a lo que en revistas como Hola, Lecturas, Diez Minutos y otras publicaciones «científicas» por el estilo hacen de la actualidad. Tampoco me desagrada esta comparación. ¡Qué más quisieran los historiadores que tener revistas de este estilo de los siglos XVI, XVII y XVIII, por ejemplo! Sería una mina de incalculable valor para conocer la vida de los personajes ilustres, y aun no tan ilustres, de épocas pasadas. Basta consultar las revistas del pasado siglo, incluyendo, ¿cómo no?, los anuncios, para darnos cuenta del valor que tienen. No todo han de ser críticas adversas. No me envanecen, pero sin duda sí me halagan, las frases de profesores de historia que me han dicho múltiples veces que usan mis libros para amenizar las clases de su asignatura. Hay que reconocer que, en principio, son áridas y que una anécdota colocada a tiempo puede amenizar la lección y llamar la atención de los alumnos. Recuerdo que, en mis tiempos de adolescente, en el colegio religioso en el que me habían matriculado mis padres nos hacían asistir a una tanda de ejercicios espirituales que consistían en una serie inacabable de sermones. Empezábamos los oyentes prestando atención, pero luego nuestra imaginación se iba por los cerros de Úbeda o caíamos en un inicio de sueño del que nos despertaba la voz del predicador anunciándonos un ejemplo: «Había una vez, en una ciudad del norte de Italia, un joven de distinguida familia llamado Roderico de Pantecosti el cual, educado por su madre en el santo temor de Dios…». Aquello nos desvelaba, prestábamos atención durante un espacio de tiempo variable, hasta que volvíamos a caer en el sopor del que nos sacaba otro ejemplo. Ojalá estos libros míos sirvan para amenizar áridas lecciones, además de servir de distracción —espero que instructiva— a los lectores no estudiantes de historia. He dicho anteriormente, y creo que lo he repetido en los prólogos de mis diferentes libros, que éstos son libros modestos que pretenden no ya ser de divulgación sino de incitación. Los lectores que quieran interesarse especialmente por un determinado tema o un determinado personaje pueden consultar la bibliografía; allí encontrarán obras importantes que les serán de provecho. Hay en este libro más historia política que en el anterior dedicado a las reinas de la casa de Austria. No podía ser de otro modo. ¿Cómo explicar si no las aventuras y desventuras de María Luisa de Parma, el destronamiento de María Cristina de Borbón o el exilio de Isabel II? Espero, no obstante, que este modesto libro mío sirva al público no avezado hasta ahora en la historia para que se interese por esta novela vivida que es el devenir histórico.


 

María Luisa Gabriela de Saboya Turín 1688 – Madrid, 1714 Cuenta Guillermo Coxe [1] en su España bajo el reinado de la casa de Borbón que « falleció el 3 de noviembre de 1700 Carlos II, último soberano de España de la dinastía austríaca, la cual reinó en esta monarquía desde la muerte de Fernando e Isabel hasta la época en que empiezan estos apuntes» . Apenas exhaló el rey su postrimer suspiro reuniéronse, según el uso antiguo, los ministros y primeros funcionarios del Estado, a fin de publicar las cláusulas del testamento real. Por ser principio de una nueva era para España, era natural que hubiese gran deseo de saber qué soberano estaba destinado a la nación; así es que, en tropel, acudió el pueblo a las puertas de palacio. Llenáronse las habitaciones, contiguas a la regia cámara, de ministros extranjeros y magnates del reino, los cuales deseaban, impacientes, conocer el nombre del venturoso elegido. Abriéronse, por último, las mamparas, y al pasado murmullo siguió profundo silencio.


Los dos ministros de Francia y Austria, Blecourt y Harrach, cuyas cortes eran las más interesadas en esta elección, hallábanse en pie muy cerca de la puerta. Confiado Blecourt en el triunfo de sus pretensiones, se adelantó a recibir al duque de Abrantes, portador de la nueva; mas el duque, sin reparar en él, se acercó al austríaco y lo saludó con demostraciones de ternura, presagio de las más satisfactorias noticias. Después de un rato de mutuas cortesías: » —Mi buen amigo —le dijo—, tengo el placer mayor y la satisfacción más verdadera en despedirme por toda la vida de la ilustre casa de Austria» . » Sobrecogió, como era de presumir, semejante insulto al embajador, que, creyéndose triunfante y vencedor, había echado, durante los preludios de la conversación, miradas de desdén al representante de Francia. Necesidad tuvo de toda la serenidad para permanecer allí y escuchar la lectura del célebre testamento que destruía todas las esperanzas y proy ectos de su augusto soberano. » Se da por seguro que los embajadores de Austria en las cortes de Madrid y Versalles no tenían noticias exactas respecto al testamento, como parecía natural que las tuviesen. Sin embargo, es posible que afectasen no estar al corriente de lo que pasaba y prefiriesen aparentar que lo ignoraban al verse en el duro trance de confesar su derrota» . Luis XIV de Francia se entera de la noticia en su residencia de Fontainebleau. Suspendió su partida de caza, dispuso el inmediato regreso de la corte a Versalles y declaró un mes de luto oficial. Parece ser que sentado en su sillico, en el que hacía sus necesidades, comunicó la noticia a sus allegados. Dos semanas después reúne en un salón de Versalles a los dos principales dignatarios de su corte, a su único hijo el gran delfín y a sus nietos Luis, duque de Borgoña, y Carlos, duque de Berry. El gran delfín, padre del duque de Anjou, era « un hombre sin inteligencia, de humor muy desigual, perezosísimo, increíblemente silencioso, fútil y meticuloso en las cosas pequeñas, completamente insensible a la miseria y al dolor de los demás; malo, sería cruel si no fuera perezoso» . Saint-Simon ha dicho de él: « Carecía de luces y conocimientos; radicalmente incapaz de adquirirlos, muy perezoso, incapaz de elegir acertadamente, carecía de discernimiento; había nacido para el aburrimiento, que comunicaba a los demás, y para ser una bola que rodaba al azar, impulsada por otros, excesivamente testarudo y pequeño en todo, absorbido en su grasa y en sus tinieblas» . Su aburrimiento y melancolía fueron heredados, según veremos, por su hijo Felipe. Era el 16 de noviembre de 1700. Se abrió la puerta del salón y, mientras todos los caballeros se descubren, entran en él Luis XIV y el segundo de sus nietos, Felipe, duque de Anjou. Llevan el sombrero puesto. Luis XIV se dirige a los cortesanos y a su nieto. A éste le dice: —El rey de España ha dado una corona a vuestra majestad. Los nobles os aclaman, el pueblo anhela veros, y yo consiento en ello. Vais a reinar, señor, en la monarquía más vasta del mundo, y a dictar leyes a un pueblo esforzado y generoso, célebre en todos los tiempos por su honor y lealtad. Os encargo que la améis y merezcáis su amor y confianza por la dulzura de vuestro gobierno. Y volviendo la vista hacia el marqués de Castelldosrius, embajador de España en París, le dice: —Saludad, marqués, a vuestro rey. Añadió también, dirigiéndose a su nieto: —Sed buen español. Ése es desde ese momento vuestro primer deber.

Pero acordaos que habéis nacido en Francia para que sepáis mantener la unión entre ambos reinos y con ello la felicidad y la paz de Europa. Al día siguiente el embajador español don Manuel Oms de Santa Pau, marqués de Castelldosrius, fue recibido por el rey Luis XIV y por el todavía duque de Anjou. El marqués pronunció un discurso en castellano que fue entendido por el rey francés, pero no por el futuro rey español, que no conocía dicho idioma y que lo hablaba con dificultades al final de su vida, aunque en su ambiente familiar siempre se expresó en lengua francesa. En el discurso, el marqués dijo: —He aquí un feliz día, pronto partiréis para España en un feliz viaje, pues los Pirineos se han hundido. Éste es el origen de la célebre frase « Ya no hay Pirineos» , tan conocida por todos y que no fue pronunciada jamás. Voltaire, en su libro Le siécle de Louis XIV, la reproduce comentando que es la más bella pronunciada jamás por el monarca, pero no la pronunció Luis XIV ni el marqués de Castelldosrius. ¿Quién la pronunció, entonces? Nadie. La frase en cuestión apareció escrita al día siguiente en el Mercure de France, una especie de diario oficial de la época. La frase, pues, no fue pronunciada, sino escrita. Y por un periodista anónimo. El 8 de may o de 1701, en la iglesia de San Jerónimo el Real de Madrid, don Felipe es jurado solemnemente como rey de España y el mismo día se hace público el compromiso matrimonial del rey con la princesa María Luisa Gabriela de Saboy a. El contrato matrimonial se firmó el 23 de agosto, y el 11 de setiembre, en la basílica de la Sábana Santa de Turín, tiene lugar la boda, en la que el rey de España es representado por poderes por un tío de la novia, a la que le faltaban seis días para cumplir trece años, pues había nacido el 17 de setiembre de 1688. Esta boda iba en contra de la voluntad del último rey de la casa de Austria, Carlos II, que recomendaba que el nuevo rey se casase con una hija del emperador Leopoldo I de Alemania para así asegurar la paz entre Alemania, Francia y España. Pero Leopoldo I pretendía para su hijo el archiduque Carlos el trono de España, por lo que no estuvo de acuerdo con el proy ecto real. Sus pretensiones dieron lugar a la guerra de Sucesión. Una mujer ha contribuido en gran medida a la boda de Felipe V. Esa dama, que gozaba de la absoluta confianza de Luis XIV, se llamaba María-Ana de la Tremouille de Noirmoutier, viuda en primeras nupcias del príncipe de Chalais y en segundas del príncipe Orsini. En España fue conocida con el nombre de princesa de los Ursinos y tenía en aquella época cincuenta y nueve años, por lo que es de desechar toda especulación sobre una influencia sensual en el joven monarca. Una película española la presentó con los rasgos de Ana Mariscal, entonces en la plenitud de su juventud. Gran falsedad histórica. ¿Cómo era la princesa elegida para esposa de Felipe V? En respuesta a esta pregunta que le había hecho el rey, el marqués de Castel-Rodrigo dijo: —Posee un cuerpo armónico lleno de encantos y puedo deciros, señor, que, sin ser muy alta que digamos, es sumamente elegante. Cabellos castaños, ojos negros, con toda la vivacidad de los piamonteses y muy inteligente. Una dama de la nueva reina, la condesa de La Roca, la describió diciendo: « María Luisa era de talla pequeña, pero había en toda su persona una elegancia notable. Sus cabellos eran castaños; sus ojos, casi negros, llenos de fuego y de vivacidad. Su fisonomía conservó largo tiempo una expresión infantil, pero muy inteligente, en una agradable mezcla de ingenuidad y de gracia pueril.

Su tez era de notable blancura y, como su hermana la duquesa de Borgoña, tenía las mejillas gruesas, talle airoso, pies pequeños y manos encantadoras. En una palabra, ganaba mucho en ser vista y oída, pues sus retratos no dan más que una mediana idea de sus encantos, mientras que su persona estaba tan llena de atractivos, que cuantos hablaban con ella se deshacían en elogios» . Por su parte, el duque de Grammont, en una carta enviada a Versalles cuando fue embajador en Madrid, dice refiriéndose a María Luisa: « No puede decirse que sea una belleza, pero sí que su figura agradará siempre a cualquier hombre de gusto delicado» . Dice González-Doria que « el 3 de noviembre celebró el patriarca de las Indias Occidentales la misa de velaciones en la iglesia principal de Figueras. El duque de Saint-Simon cuenta en sus famosas Memorias cómo las damas de la corte española quisieron dar una lección a los jóvenes reyes para que comprendieran que tenían el deber de ser, a partir de entonces, españoles por encima de todo, por más que por comprensibles razones alternasen en su trato íntimo el servicio de nobles de España con algunos extranjeros. Se había previsto que en la cena de bodas la mitad de los platos estarían condimentados al estilo español y la otra mitad al gusto francés; pues bien, según Saint-Simon, las damas se las ingeniaron para que solamente estuvieran en condiciones de poder ser presentados a Felipe V y María Luisa Gabriela los platos cocinados a la usanza española. Los jóvenes soberanos entendieron perfectamente la lección, y les bastó este episodio meramente anecdótico para asimilar la idea de que, siendo los rey es de España, era para ellos extranjero todo cuanto no hicieran y aprobaran sus súbditos, y en verdad que nadie podría reprocharles que no supieran aprovechar el tiempo en la tarea a veces nada fácil no ya de hablar, sino de pensar en español» . La reina protestó enérgicamente por la conducta de las damas españolas y el rey no sabía si darle la razón o no. Los dos acabaron gritando. Se presentaba bien la noche de bodas… ¿Cómo fue ésta? Según el doctor Jacoby, a los dieciocho años Felipe V cayó en la más negra melancolía porque María Gabriela de Saboya, con quien se había casado, aún no era núbil. Más melancólico que nunca, sombríamente amoroso, encarnizado en lo imposible, no se separaba jamás de su mujer, esperando la posibilidad de acostarse con ella. Más verosímil me parece la versión dada por José Antonio Vidal Sales que afirma que la joven reina era ya núbil y describe con gracia lo sucedido aquella noche y dice: « Noche nupcial en el castillo de Figueras: cuando la regia adolescente cruza el dintel de la alcoba, todavía le parece escuchar los delicados consejos y oportunas advertencias de la sabia camarera may or, relacionados todos ellos con la coy unda, con el papel que ella, como hembra, ha de desempeñar en la ceremonia del himeneo. Pero Felipe no es precisamente un dechado de comedimiento, de tacto, de delicadeza. Y aunque la reina-niña acepte con gusto sobre el tálamo los juegos y escarceos iniciales, muy efímeros, lo cierto es que cuando el joven monarca embiste con dureza irreprimible, ella forcejea y acaba gritando en un supremo deseo de librarse del torpe jadeante. » A partir de este momento, y durante tres días y tres noches, tendrá que ser la camarera may or —la princesa de los Ursinos, auténtica celestina regia— quien colabore eficazmente cerca de la arisca piamontesa y del apasionado mancebo… evitando con su intervención que la adolescente aborrezca, ya de entrada, el trato carnal con el rey su esposo. » Es ella, la de los Ursinos, quien con mimos y suavidades consigue al fin el ansiado acoplamiento del enfebrecido Felipe. » Función completa la de esta dama, a la que el rey de Francia deberá eternamente gratitud… Puede ya Luis XIV soltar un suspiro de alivio y felicitarse por su afortunada idea de vincularla a su nieto el rey de España. Y será precisamente gracias a ella que María Luisa Gabriela acabará por tomar verdadero gusto al éxtasis orgiástico; hasta tal punto, que los cinco meses que la pareja pasa en Barcelona se convierten en ciento cincuenta jornadas de desenfrenado y exhaustivo placer y de refinada molicie: una prolongada luna de miel a la que Felipe no parece muy dispuesto a dar por finalizada» . En Barcelona el recibimiento fue frío, pues los catalanes, a pesar de que Felipe V había jurado sus fueros y sus libertades, temían que el joven rey, como así sucedió, implantase en España un sistema centralista al estilo francés, de lo que tenían buenas muestras por la manera como el vecino país trataba las regiones del Rosellón, el Conflent, el Vallespir y la parte de Cerdaña que se les había entregado a consecuencia del nefasto pacto de los Pirineos en tiempos de Felipe IV. Si en España los partidarios llamados « francases» están en mayoría, no son pocos —y menos en Cataluña— los que todavía piensan en que las llamadas tradicionalmente « esencias hispánicas» estarían mejor salvaguardadas por los « austríacos» , representados por la reina viuda Mariana de Neoburgo, el inquisidor general arzobispo Mendoza, el conde de Oropesa y el duque de Medina de Rioseco. Lo que falta es un partido español. A todo esto la joven reina sufre la influencia de la princesa de los Ursinos, quien a su vez seguía las directrices marcadas por el rey francés. Mientras tanto, en Italia, y concretamente en Nápoles, ardía la guerra y Luis XIV incita a su nieto para que se traslade a la ciudad partenopea, y así lo hace Felipe V después de pronunciar en Barcelona un discurso provocador que indigna a los catalanes, lo que en vez de apaciguar los ánimos llevándolos hacia su causa provoca que muchos indecisos se decanten por el bando austríaco. Como dice Vidal Sales, « la despedida tiene por testigos a cortesanos serviles y a ciudadanos airados. Pero Felipe, haciendo caso omiso de unos y de otros, besa apasionadamente a su joven esposa al pie de la nave, presta ya a zarpar.

Hasta ese momento, María Luisa Gabriela ha insistido en acompañarle: “Quiero ir con vos a la guerra.” Y el deseo de la reina no ha sido sólo el de no separarse de su esposo, sino también el de aprovechar el viaje para poder ver a su familia. Lo cual desagrada a Felipe, porque siente recelos hacia su suegro debido a la actitud negativa de éste hacia Francia. En suma, que se ha negado en redondo a ser acompañado por la reina. » Cuando Felipe, desde el castillo de proa, levanta su mano para enviarle con un beso el último adiós, ella no le ve, arrasados sus ojos de lágrimas y angustiado su corazón por sensaciones extrañas nunca sentidas hasta entonces. » Antes de partir, su marido la ha nombrado regente de España» . Dice Luciano de Taxonera que « la reina María Luisa, durante el tiempo que ejerció la regencia, trató de vincular sus actos de gobernante a cuanto creía sentido nacional. Para ello no perdió medio ni desaprovechó ocasión. En todo momento estuvo preocupada de observar las personas y ahormar las circunstancias para llevarlas a favor de los intereses de sus vasallos. Sus cuidados may ores, mientras su regio esposo luchaba en los campos de Lombardía, eran los de comprender y adueñarse del carácter español, del que le habían dicho que era entero e indomable. Otras miras muy principales fueron las de no exacerbar a catalanes y aragoneses…» . Pero poco duró esta situación. El 20 de diciembre de 1702 regresaba Felipe V de Italia, entrando en España por Barcelona, que le recibió con un entusiasmo que contrastaba con la frialdad de la despedida. Se traslada a Madrid y la reina María Luisa Gabriela sale al encuentro de su marido en Guadalajara haciendo su entrada en Madrid el 17 de enero de 1703. Por cierto que entraron en la capital cabalgando uno al lado de otro, contraviniendo con esto la tradición de que el rey lo hiciese solo, recibiéndolo la reina en el real alcázar. Pero la llamada guerra de Sucesión estalla en este momento. En Viena, el archiduque Carlos de Austria se proclama rey de España con el nombre de Carlos III y pocos meses después desembarca en Denia dispuesto a ocupar el trono español. Un personaje curioso interviene entonces en el ambiente real; se trata del embajador francés cardenal D’Estrées, el cual intenta inmiscuirse hasta tal punto en la política española que produce la indignación de todos los ministros. La reina toma partido por ellos y un día le planta cara diciéndole: —Señor cardenal, vuestra eminencia olvida que no es un ministro nuestro, sino simplemente un enviado del rey de Francia. Las cosas llegan a tal punto que Felipe V escribe a su abuelo pidiéndole que destituya al cardenal y sustituy a su persona por otro embajador, ya que « cada día de los que permanece en Madrid hace más irreparable el mal que causa a mi reino» . Por su parte, la reina añade una apostilla en la que indica que si continúa el cardenal en Madrid injiriéndose en asuntos de España se verían obligados a abdicar. Al recibir esta carta, el rey francés se indignó, mandó llamar al cardenal y éste, para excusarse, achacó el hecho a intrigas de la princesa de los Ursinos que, según él, se había adueñado de la voluntad de los rey es, y especialmente de la reina. Luis XIV, cada vez más furioso, mandó llamar a la princesa y sustituy ó al cardenal D’Estrées por un sobrino del mismo, llamado como él. Pero Felipe V y su esposa reclaman a la princesa de los Ursinos. A todo esto las tropas del archiduque Carlos de Austria se iban apoderando del territorio español hasta llegar a Madrid, en donde encuentran un frío recibimiento.

Para entusiasmar al populacho hace repartir monedas de oro, pero el pueblo de Madrid responde gritando: « ¡Viva Carlos III mientras dure el dinero!» . La corte, junto con los tribunales y demás burocracia, se había trasladado a Burgos, pero sólo por poco tiempo, pues la reacción de las tropas borbónicas hizo que Madrid cayera otra vez en poder de Felipe V. La princesa de los Ursinos regresa a Madrid, donde fue recibida con alegría por los reyes, lo cual acentuó todavía el poder de la princesa sobre ellos. A fines de 1706 la reina anuncia que está embarazada y el 25 de agosto de 1707 nace el primer hijo de la real pareja, que es bautizado con el nombre de Luis, como homenaje al rey de Francia, abuelo de Felipe V. Más tarde, el 2 de julio de 1709, volverá a parir la reina otro hijo, al que se le impuso el nombre de Felipe, pero que vivió solamente seis años. La guerra continúa, el mariscal duque de Berwick vence en Almansa a las tropas del archiduque Carlos, pero en el verano de 1710 éstas se rehacen y amenazan otra vez Madrid, debiendo trasladarse la corte a Valladolid y María Luisa Gabriela de Saboy a, que no ha cumplido todavía los veintidós años, vuelve a hacerse cargo del gobierno con gran eficacia; mientras, Felipe V se pone al frente de sus tropas y derrota a las del archiduque en Brihuega y Villaviciosa, con lo que al pretendiente no le queda más remedio que replegarse hacia Cataluña, que resistirá al Borbón hasta 1714. Durante la guerra, la pareja real no puede vivir mucho tiempo separada y de vez en cuando uno u otro abandonan sus residencias habituales para encontrarse en un rincón perdido, las más de las veces una casa señorial o un convento, cuando no es una venta o un mesón el que alberga sus efusiones amorosas. Pero no todo es felicidad, pues la reina empieza a sentir síntomas de la misteriosa enfermedad que la conducirá a la muerte. Así lo detalla González-Doria: « Comienza María Luisa a sentir unos molestísimos ganglios que le deforman el cuello, produciéndole accesos de fiebre, con delirios, y sobreviniéndole unos tremendos dolores de cabeza. Los médicos acudieron al pintoresco remedio de raparle la cabeza y aplicarle en ella sangre de pichón. Y lo curioso es, afirma Taxonera, que “con esto y otros remedios la aliviaron notablemente. El mal comenzó a ceder. La reina estaba salvada…” Se le aconsejó, no obstante la mejoría, que era conveniente que convaleciese en Corella, y allí se la trasladó, haciendo el viaje tendida en el suelo de una carroza de la que quitaron los asientos, pues aún estaba débil. Seguía aumentando la hinchazón del cuello y la palidez del rostro, y María Luisa Gabriela, que además de ser muy femenina, sufría pensando que pudiera alarmarse el rey cuando acudía a verla en aquellas escapadas a las que ya nos hemos referido, disimulaba cuanto podía el mal, anudándose vaporosos chales al cuello y dándose abundante colorete en las mejillas, y, por supuesto, tuvo que usar peluca para el resto de sus días, que no fueron muy largos, pues no sabemos si la sangre de pichón la alivió o no verdaderamente los dolores de cabeza, pero desde luego María Luisa quedó calva» . Cuando Felipe V visita a su esposa, ésta se presenta ante él con el chal en torno al cuello y una peluca en la cabeza, que no se quita ni cuando está con él en la cama, pero el mal va avanzando inexorablemente. Cuando cumple veintiséis años está avejentada, inmóvil en su sillón, alimentándose sólo con líquidos que a duras penas puede tragar. Su esposo no se mueve de su lado apretándole con cariño la mano. A veces la princesa de los Ursinos la visita y ellos dos son las únicas personas, aparte de los médicos, que la cuidan. El 14 de febrero de 1714, muere. Momentos antes de su fallecimiento, el capellán de palacio le administra la extremaunción sin que pueda recibir el viático, pues la hinchazón del cuello se lo impide. Cuando muere, deja viudo a su esposo con dos hijos, Luis y Fernando, que llegarán a reinar. Felipe V empezó a dar muestras entonces de la melancolía que le acompañaría hasta la muerte. La princesa de los Ursinos escribe a madame de Maintenon: « … El rey vive inmerso en la más profunda tristeza. No descansa, le parece que el palacio está lleno de sombras y habla de abandonarlo para irse a vivir al palacio del duque de Medinaceli. Llora con frecuencia y no quiere ver a nadie.

Desde hace un mes, a partir del momento en que se le dijo que únicamente un milagro podía salvar la vida de la reina, no se ocupa de nada que no sea su íntimo pesar. En el mismo instante de exhalar mi señora el último aliento, su majestad tenía reclinada la cabeza en la misma almohada, muy cerca de la de ella, y las manos se las apretaba con las suyas. Se dio cuenta que su fiel consorte había dejado de existir cuando Brancas, Helvecio y y o, con algunos nobles que apresuradamente entraron en la cámara, nos acercamos en solicitud de que abandonase la estancia. Mi pluma se resiste a describir aquel momento. El rey era dominado por la más sincera y amarga aflicción…» . De María Luisa Gabriela de Saboya queda en Madrid un recuerdo en el nombre de un barrio. Añoraba su Saboy a natal y en las afueras de la capital de España encontró un paraje que le recordaba la capital de Saboya, y cuando quería ir allí decía: ¿Vamos a Chambery ? Y el nombre de Chamberí ha quedado para siempre.

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