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La Casa de Austria – Carlos Fisas

Una semblanza de las grandes desconocidas de nuestra historia, las mujeres que compartieron el trono de España: Juana la Loca: la reina que enloqueció de celos. Isabel de Portugal: la más bella de las reinas. María de Portugal: la princesa que no llegó a reinar. María Tudor: o cómo Inglaterra y España hubieran podido llegar a ser un solo Estado. Isabel de Valois: ¿estuvo el príncipe don Carlos enamorado de su madrastra? Ana de Austria: modesta y virtuosa. Margarita de Austria: o la casualidad como razón para un matrimonio. Isabel de Borbón: madre de un capador de gatos y supuesta musa del conde de Villamediana. Mariana de Austria: más matrimonios consanguíneos o la decadencia de una familia. María Luisa de Orleans: la fea esposa de un rey degenerado: Mariana de Neoburgo: la ambición. Más el protocolo de las comidas de palacio y numerosas curiosidades de la época.


 

En uno de mis libros anteriores, Historia de las historias de amor, he hablado algo extensamente de esta reina. Fuerza será que me repita en algunos momentos. Doña Juana nació el 6 de noviembre de 1479 en el viejo alcázar de Toledo. Se le impuso el nombre de Juana en recuerdo de su abuela Juana Enríquez, madre del rey católico don Fernando, a la que llegó a parecerse tanto que, en broma, la reina Isabel la llamaba « suegra» y don Fernando « madre» . No era hermosa; pero, según los retratos de Juan de Flandes, tenía un rostro ovalado muy fino, ojos bonitos y un poco rasgados; el cabello fino y castaño, lo que la hacía muy atractiva. Se conservan dos retratos hechos por el mismo pintor, uno en la colección del barón Thyssen-Bornemisza, en que aparece vestida muy pacatamente, tal como correspondía al ambiente de la corte española. El otro, actualmente en el museo de Viena, la muestra ya provista de un generoso escote, tal como correspondía al ambiente más liberal de la corte borgoñona. Este último fue realizado, naturalmente, cuando doña Juana y a estaba en Flandes, después de su casamiento. Desde pequeña dio muestras de tener un carácter muy extremado. Educada piadosamente, a veces dormía en el suelo o se flagelaba siguiendo las historias de los santos que le contaban. Como es lógico, sus padres y sus educadores procuraban frenar estas tendencias. Por otra parte aprendió no sólo a leer y a escribir, sino que tuvo una educación esmerada, y a los quince años leía y hablaba correctamente el francés y el latín: no en balde había tenido como maestra en esta última lengua a la conocida Beatriz Galindo, llamada la Latina, fundadora del convento que después dio su nombre a un conocido barrio de Madrid. A los dieciséis años los Reyes Católicos casaron a su hija con el archiduque Felipe de Austria, hijo del emperador Maximiliano I de Alemania y de la duquesa María de Borgoña, y soberano de Flandes por fallecimiento de su madre. En 1496 Balduino, bastardo de Borgoña, casó por poderes a Felipe de Austria con doña Juana. Para reunirse con don Felipe partió de Valladolid la comitiva que acompañaba a la infanta a Flandes.


Lo formaban muchas damas y caballeros y estaba presidida por don Fadrique Enríquez almirante de Castilla. La infanta embarcó en Laredo el 22 de agosto, para desembarcar en Rotterdam el 8 de setiembre. La flota era de ciento veinte barcos y quince mil hombres. De Rotterdam y por Amberes llegó a Lila, donde al cabo de dieciocho días llegó el archiduque. A Felipe se le conoce con el sobrenombre de el Hermoso, aunque más parece seguro que este apodo se lo pusieron posteriormente. Según nuestros cánones actuales de belleza no nos parece tan hermoso como decían, pero sin duda debía de tener mucho sex-appeal, puesto que sólo al verse y pensando que la boda tenía que celebrarse cuatro días después decidieron, de común acuerdo, llamar al sacerdote Diego Villaescusa para que los casara aquella misma tarde y poder adelantar la noche de bodas; lo que indica la prisa que debían de tener los jóvenes, especialmente él, que había sido educado en un ambiente más liberal que el de la corte española y había tenido varias aventuras, si no sentimentales por lo menos sexuales; y por lo que sucedió después, no parece que el matrimonio le reprimiese sus impulsos, lo que provocó desde los primeros momentos escenas de celos, peleas y recriminaciones. Al parecer doña Juana se sintió herida en su amor o, tal vez, para ser más precisos, en su amor propio, que a veces estos dos sentimientos se confunden. Después de unos días en Lila fueron a Amberes y más tarde a Bruselas. Muertos los hermanos de doña Juana el año 1500, pasó a ser heredera de Castilla y Aragón. La vida en la corte flamenca era muy distinta a la española, hasta el punto que la reina Isabel, a la que habían llegado noticias de que Juana se confesaba con clérigos franceses tachados en España de « frívolos, libertinos y bebedores empedernidos» , envió a Flandes a un fraile de su confianza para que le informase. A su regreso fray Tomás de Matienzo, que tal era su nombre, aseguró a la reina que la religiosidad de su hija no corría peligro, aunque el ambiente chocaba un poco y aun un mucho con las costumbres hispanas. Desde los primeros momentos ya dio muestras Juana de un notable desequilibrio sentimental. Bien conocida es la anécdota acaecida con una de sus damas, muy bella, joven y rubia, a la que Juana descubrió con un billete en su mano y suponiéndolo —seguramente con fundamento— escrito por su consorte, le exigió se lo entregara. La damita, por un exceso de coraje o de miedo, desobedeció la orden, prefiriendo comerse la misiva, a lo que respondió la archiduquesa de Austria abalanzándose sobre la chica y produciéndole un daño que algunos cronistas reducen a una bofetada y otros elevan a un corte de trenzas y posterior señalización del bello rostro con las mismas tijeras utilizadas para el corte. Felipe, mostrando de pronto sus ambiciones, se autotituló en Flandes príncipe de Asturias, lo que provocó el enojo de la corte española. El 24 de febrero de 1500 se celebraba una fiesta en el castillo de Gante. Doña Juana se encontraba embarazada de nueve meses, pero, a pesar de ello, quiso acudir a la fiesta para vigilar a su esposo. En medio del sarao y el bullicio se le presentaron los dolores del parto; sus damas la retiraron a una habitación en la que había el sillico destinado a ciertos menesteres que es excusado decir, y allí, en un retrete, dio a luz al príncipe Carlos, que luego sería el rey Carlos I de España y emperador V de Alemania. En diciembre de 1501 doña Juana y don Felipe salieron de Flandes con destino a España, donde, por fallecimiento de otros hijos de los Reyes Católicos, tenían que ser proclamados príncipes de Asturias y herederos del trono. Un mes después llegaron a Fuenterrabía y, pasando por Burgos, Valladolid y Madrid, llegaron a Toledo, donde se encontraron con los Reyes Católicos. El 22 de mayo se reunieron las cortes y doña Juana y don Felipe fueron jurados como príncipes de Asturias. Posteriormente pasaron a la corona de Aragón. En este reino hubo polémica porque en él no se admitía la herencia por vía femenina, aunque los partidarios de la infanta, como Gonzalo García de Santamaría, alegaban que y a había habido antecedentes de sucesión femenina en la corona de Aragón en el siglo XII. Don Felipe desconocía el castellano y los Reyes Católicos no sabían el francés, por lo que doña Juana servía de intérprete. Demasiado presumido y ostentoso, el yerno no resultó del agrado de los suegros; olvidando que se hallaba en presencia del matrimonio real que may ores posesiones tenía en el mundo cristiano, se mostró don Felipe muy desdeñoso y altivo con ellos; si la corte de Castilla no pudo por menos de quedar deslumbrada y hasta escandalizada del lujo que desplegaba el príncipe don Felipe, éste, que, pese a sus pomposos títulos, al presente era propietario de estados no mucho mayores que los que tenían algunos nobles castellanos, hizo extensivo el desdén que prodigaba a su esposa y suegros a todos los cortesanos de estos reinos, pareciéndole los caballeros toscos y vulgares, y las damas en exceso recatadas y honestas.

Juan Antonio Vallejo-Nágera, en su magnífico libro Locos egregios, llama la atención sobre el hecho de que ya entonces daba doña Juana muestras de alteración psíquica, que los médicos llamaron « melancolía» . « Si hubiera resultado evidente para su entorno que la melancolía derivaba primariamente de la separación del esposo, así lo hubieran advertido los médicos. Esta interpretación, ahora siempre presente, sólo aparece después formando parte de la leyenda. Tampoco los síntomas son de una “depresión reactiva”, sino que aparecen coloreados del embotamiento afectivo esquizofreniforme del que y a tuvo atisbos cuatro años antes. Los médicos de cámara Soto y Gutiérrez de Toledo los describen así: “Algunas veces no quiere hablar; otras da muestras de estar “transportada”…, días y noches recostada en un almohadón con la mirada fija en el vacío.”» . Sale con doña Isabel hacia Segovia y allí continúan las anormalidades. Pasa noches en vela y días enteros sin comer, para hacerlo de pronto vorazmente. Alterna la inmovilidad del « transporte» con arrebatos de ira, en los que nadie osa contrariarla. A su madre le parece clara la posibilidad de una pérdida permanente de la razón. No se explica de otro modo que, a poco de marchar don Felipe, presente a las Cortes de Castilla el proy ecto de ley en que hace constar la significativa salvedad de que si doña Juana se encontrara ausente, o mal dispuesta, o incapaz de ejercer en persona las funciones reales, ejercería la regencia su padre don Fernando. En 1503 la princesa doña Juana da a luz un hijo que se llamó Fernando y que después fue emperador de Alemania. Don Felipe quiere regresar a Flandes, donde se divierte mucho más que en España. Doña Juana se trastornó hasta tal punto que, según palabras de González Doria, « al ver partir a su esposo cayó en estado de desesperación. Trasladados los rey es con su hija y su nieto Fernando a Medina del Campo, pronto dio en pensar doña Juana que podía aún alcanzar al marido antes de que embarcara si corría tras él por cualquier camino, y pensarlo e intentarlo todo fue uno. Tal y como se encontraba en el lecho, descalza y sin ropa de abrigo, echó a andar por los corredores del castillo de la Mota. La detuvo el obispo de Córdoba, que estaba encargado de su custodia esa noche; la princesa forcejeaba con él, y el prelado ordenó se avisase a la reina en vista de que doña Juana se resistía a abandonar la plaza de armas de la fortaleza, hasta donde había conseguido llegar pretendiendo que alzaran los guardias el rastrillo y le franquearan el puente levadizo. Estaba doña Isabel I indispuesta aquel día y se había retirado temprano a descansar, pero, a pesar de ello, acudió a la llamada del obispo, y no sin trabajo pudo reducir a su hija, si bien escuchó de ésta insolentes palabras que jamás las habría tolerado si no oviese conocido su estado mental, según refería la propia doña Isabel en carta dirigida a su embajador en Bruselas» . La escena fue terrible porque Juana rechazaba airada a las damas de la corte y a la servidumbre y sacudía los barrotes de las rejas. No consiguieron vestirla; pasó al raso aquella fría noche de noviembre y el otro día. A la noche siguiente encendieron una gran hoguera en el patio, a la que se acercó algunas veces aterida de frío. La reina católica pensó en su madre, que en 1493 había muerto, no lejos de Medina, en Arévalo, víctima de una dolencia mental. La situación entre la reina Isabel y su hija doña Juana se hizo tan tensa que Cisneros, confesor de la reina católica, aconsejó a la reina que la dejara partir, y el 1 de marzo Juana salía hacia Laredo, donde permaneció dos meses esperando que el tiempo fuera propicio para la navegación hacia Flandes. Juana marcha a Flandes con tal desazón que no quiso llevarse en su séquito a ninguna dama española: « Tan sola y desacompañada de los de acá que recibimos harta pena dello» . Estas palabras de Isabel a su embajador en Flandes demuestran lo profundamente afectada que quedó su madre.

La reina, de carácter prudente y reflexivo, no acertaba a comprenderla. Había quedado estupefacta ante las explosiones de su hija, que, como ella decía, « en nada convenían a la dignidad de su cargo» . Juana antepuso siempre el apasionado amor que sentía hacia su esposo a cualquier otra consideración. Esta actitud ha sido calificada por la mayoría de los historiadores como de « obsesión erótica» ; tampoco sus contemporáneos le ahorraron severas críticas: « No ve en el archiduque más que el hombre y no al esposo y gobernante» . Al llegar a Flandes vuelven a desatarse los celos incontrolados. Atribuye a don Felipe amores con todas las damas de su palacio. No quiere a damas flamencas a su alrededor y se rodea de esclavas moriscas que ha traído de España y que se ocupan a diario de ella, bañándola y perfumándola. Varias veces al día se lava la cabeza, síntoma que, según los psiquiatras, es característico de la esquizofrenia. Cuando sabe que su marido está en la habitación de al lado, se pasa la noche dando golpes en la pared. El tesorero de doña Juana, Martín de Moxica, lleva un diario, que se ha perdido, en el que anota los sucesos de cada día y las anormalidades, cada vez may ores, de doña Juana y lo envía a los Reyes Católicos. El efecto que produjo nos lo podemos imaginar cuando la reina Isabel, tres días antes de su muerte, modifica su testamento, indicando que si « su muy querida y amada hija, aún estando en España no quisiera o no pudiera desempeñar las funciones de gobierno, el rey Fernando debía reinar, gobernar y administrar en su nombre» . Castilla se dividió en dos bandos: uno partidario de don Fernando, en quien veían dotes de gobernante y continuador de la política de doña Isabel, y otro, afín a don Felipe, del que esperaban la concesión de privilegios otorgados antiguamente por los monarcas castellanos y que habían sido recortados por los Rey es Católicos. Por otra parte, algo de ambición debía de haber, por cuanto, sabiendo que don Felipe estaba ignorante de las ley es y costumbres de Castilla, era forzoso que acudiese a la nobleza para aconsejarse, lo cual les permitiría la libertad de abusar del poder. Don Felipe, hostil al rey católico, se pone en contacto con Francia, y don Fernando, para contrarrestar estas negociaciones, concierta su matrimonio con Germana de Foix, sobrina de Luis XII, lo que hace que los cortesanos flamencos intenten que Juana firme documentos que comprometan al rey, a lo que se negó doña Juana, exclamando: —¡Dios me libre de hacer nada contra la voluntad de mi padre y de permitir que en vida de mi padre reine en Castilla otra persona! Que si el rey Fernando se casa otra vez es para vivir como buen cristiano. Don Felipe se propone entonces ir a Castilla sin su esposa, pero don Fernando le avisa que, de hacerlo así, será tratado como extranjero. El 8 de enero de 1506 don Felipe y doña Juana embarcan para trasladarse a España definitivamente. Un grupo de damas de la corte tuvo que ser embarcado a escondidas, pues doña Juana se negó a hacerlo si había otras mujeres en la comitiva. Vallejo-Nágera, en el libro y a citado, comenta el hecho diciendo: « En doña Juana se perfila en esta primera etapa una forma de esquizofrenia llamada “paranoide” porque en ella dominan (a remedo de la paranoia y por eso la adjetivación de paranoide) las ideas delirantes, parcialmente sistematizadas en este caso, en un delirio de celos. El que los celos estén ampliamente motivados, como en doña Juana, no contradice que su formulación sea enfermiza y se llevan a exageraciones irreales, como la de pretender que no acompañase ninguna mujer a la flota. A ello no puede acceder don Felipe, pues el desembarco en España sin una sola dama acompañando a la reina sería interpretado automáticamente como que llegaba prisionera. Por eso las vuelve a embarcar sin que Juana se percate de ello» . Los reyes embarcaron en Zelanda, una tormenta los obligó a tomar tierra en Falmouth. El monarca inglés los recibió en Windsor y tuvo doña Juana la satisfacción de volver a abrazar a su hermana Catalina de Aragón, viuda del príncipe de Gales, Arturo, y que, después casaría con el hermano de ése, Enrique, que pasará a la historia con el numeral VIII. Para hacerse una idea de la catadura de Felipe, basta decir que entregó al rey inglés el duque de Suffolk, que, fiado en la caballerosidad del flamenco, se había refugiado en Flandes huy endo de Enrique VII. Por su parte, el rey católico había enviado una embajada a su hija y a su y erno comunicándoles que el día de Reyes de 1506 había firmado, por su parte, la que fue llamada con el nombre de Concordia de Salamanca, por la que todos los documentos se encabezarían y expedirían con el nombre de doña Juana, don Felipe y don Fernando, dándose a los tres título de reyes: aquélla como propietaria, su esposo como consorte y su padre como gobernador y administrador.

Los tres habrían de firmar conjuntamente para que el documento expedido tuviese validez, y si la reina no podía hacerlo bastaría firmasen don Felipe y don Fernando, siendo suficiente la firma de uno solo de ellos si el otro se hallaba ausente del reino; las rentas de la corona se partirían en dos partes iguales, siendo una mitad para el matrimonio y la otra para el rey Fernando V, quedando en beneficio exclusivo de éste las provinientes de los maestrazgos de Santiago, Calatrava y Alcántara; por último, los bandos y ordenanzas se pregonarían en nombre y por orden de Sus Altezas los Reyes de Castilla [1] entendiéndose que tal tratamiento y título englobaban conjuntamente a los tres. [2] El 27 de junio don Fernando y don Felipe juraban en Benavente la citada Concordia de Salamanca, pero ambos soberanos, convencidos de la incapacidad de doña Juana para reinar, tenían preparadas una serie de cláusulas secretas para sacarlas a relucir en el momento que les pareciese oportuno y salvar así sus intereses. Hago gracia al lector del sinfín de tejemanejes y triquiñuelas que se sucedieron desde aquel momento. Los visitantes de doña Juana se dividían entre los que, como don Pedro López de Padilla, procurador de Toledo, aseguraban al salir de la entrevista: —Las primeras palabras eran las de una persona en su juicio, pero al seguir hablando parecía como si se saliese de la razón. Y que conste que don Pedro fue leal a la reina hasta su muerte. Otros, como el almirante de Castilla, visitan a la reina y luego declaran: —Nada contestó que no fuese de razón. Pero esta lucha entre suegro y y erno terminaría pronto. El 17 de setiembre, encontrándose con la reina en Burgos, se puso a jugar a pelota; al concluir la partida sudoroso como estaba, bebió un jarro de agua helada. Al día siguiente no pudo levantarse a causa de la fiebre. La reina le cuidó, no separándose ni un momento de su lado, hizo que le montasen una cama al lado de la de su marido y allí estuvo hasta la muerte de Felipe I el 25 de septiembre de 1506. Empieza ahora la parte de la vida de doña Juana más explotada por los autores románticos. La reina no derramó una sola lágrima y dio severas órdenes para que solamente hombres velasen el cadáver, prohibiendo que ninguna mujer se acercase a él. Dicen que estuvo presente mientras lo embalsamaban y no quiso que le enterrasen, sino que, pasados algunos días, mandó que el féretro fuese trasladado a la cartuja de Miraflores por ser el monasterio de cartujos —es decir, de hombres—, e hizo que lo instalasen en una dependencia de clausura para que ninguna mujer pudiese verlo, salvo ella por privilegio especial. Llevaba doña Juana colgada del cuello la llave del ataúd y, cada vez que lo visitaba, lo abría para contemplar el cadáver, que por cierto estaba mal embalsamado y hedía. Por el mes de noviembre hubo un brote de epidemia en Burgos y la corte decidió trasladarse a otra ciudad, a lo que se opuso doña Juana por no alejarse de la cartuja de Miraflores. Por fin, el 20 de diciembre se consiguió que doña Juana consintiese en trasladar el cuerpo de su esposo a Granada para ser enterrado junto al de Isabel I. Dice González-Doria: « Envió su corte por delante de ella y solamente llevó en su cortejo varios frailes y una media docena de criadas viejas y feas; a la pobre doña Juana la atormentaban los celos incluso ahora que el Hermoso de don Felipe no era y a nada más que unos míseros despojos pestilentes. Escoltaban el féretro soldados armados portando antorchas, los cuales tenían órdenes muy rigurosas de la reina de impedir que al pasar por las aldeas pudiese ninguna mujer acercarse al ataúd de don Felipe. Iba ella unos ratos en carruaje y otros cabalgando en enlutado corcel para poder acercarse a quienes llevaban las andas sobre las que se transportaba el féretro; ¡infelices porteadores que debían ser renovados frecuentemente por serles insufrible el hedor! Como solamente se caminaba de noche, se hacía parada al llegar el día en la iglesia de algún lugar en donde los frailes del cortejo decían misas y pasaban la jornada entonando una vez tras otra el oficio de difuntos. Una de estas paradas se efectuó en un convento que había en mitad de la campiña, pero al darse cuenta la reina de que se trataba de un cenobio de monjas, aunque eran de clausura, ordenó se sacase de allí rápidamente el féretro y se acampase fuera del convento; es éste el momento que, idealizado en bastantes detalles sin excesivo rigor histórico, ha inmortalizado Francisco Pradilla en un famosísimo cuadro» . Dos cosas son de notar en este célebre cuadro. Primero, que tanto la reina como las damas que la acompañan van vestidas de negro, lo cual era una novedad, pues el luto en aquella época se representaba con el color blanco. Fueron precisamente los Rey es Católicos los que en su Pragmática de luto y cera impusieron el color negro. Poco antes, un edicto del concejo de Burgos mandaba que en caso de luto no se llevase el vestido blanco « so pena que sea rasgada la ropa que trajesen e si alguno por pobreza no pudiere haber ni comprar luto o margas que haya ropas pretas» . Marga dice el diccionario es: « jerga que se emplea para sacos, jergones y otras cosas semejantes y que en época antigua se llevó como luto riguroso» ; preto o prieto significa negro.

Lo segundo a notar es la presencia de mujeres en el cortejo de la reina. Ésta había autorizado a unas cuantas damas viejas y feas a que la acompañasen, manteniéndose siempre lejos del féretro. Puesto que su marido había muerto ya no había peligro de seducción. Ludwig Pfandl dice que algunos contemporáneos pretendían saber que doña Juana estaba poseída por la idea fija de que el muerto había sido embrujado por mujeres envidiosas, que su muerte era sólo aparente y temporal, que al cabo de cierto plazo volvería a la vida y que ella vivía con el constante temor de que podría dejar escapar este momento. A todo esto doña Juana estaba embarazada, y al llegar a Torquemada dio a luz una niña que se llamó Catalina y llegó a ser reina de Portugal. Sobrevínole el parto en Torquemada, y aunque el alumbramiento fue rápido y feliz, pasáronse apuros por no haber comadrona en el lugar y tuvo que ejercer de tal doña María de Ulloa. Mientras la reina se disponía a continuar su camino hasta depositar en Granada los restos del archiduque y cundía el descontento y se levantaban las pasiones contra los ambiciosos que disponían de los asuntos de gobierno por desidia e incapacidad de la soberana, llegó la primavera y encendióse la peste en Torquemada y, aunque morían muchos y el azote no respetaba a los palaciegos, la reina, desoy endo consejos bien enderezados, no disponía su salida del pueblo, esperando la resurrección de su esposo, y sólo accedió a establecerse en Hornillos, distante una legua de Torquemada, a donde se llevó, como siempre, el fúnebre depósito. Procedente de Nápoles y Valencia, el rey don Fernando se entrevistó con su hija en Tortoles, y allí la desgraciada reina dio a conocer su decisión de no meterse en asuntos de gobierno. Desde Tortoles pasó la corte a Santa María del Campo y de aquí a los Arcos. Doña Juana, precedida del cofre mortuorio, caminaba de noche, según su costumbre, y tenía la imaginación tan llena del recuerdo de su marido, tan vivo se mantenía su delirio amoroso, tanto se iba acentuando su frenalgia, que su espíritu no tenía aptitud para ocuparse en otros asuntos que los que giraban alrededor de su vesania, y en esta situación, cuando la reina no había consentido en autorizar el sepelio del archiduque, propusiéronle los cortesanos que ¡contrajera segundas nupcias con el rey de Inglaterra…! Con efecto, creyendo el tal monarca que el estado de doña Juana no procedía ni más ni menos que de los malos tratos de su esposo, solicitó la mano de la reina loca por convenir a sus planes y, como la política no tiene entrañas, don Fernando el Católico, no obstante creer en lo disparatado del proy ecto, no quiso desairar al inglés y llevó adelante la farsa, consintiendo se hiciese a la reina la petición formal de su mano, a lo que no asintió ella, como era de esperar. Para conocer el estado mental de doña Juana y los progresos de su enfermedad, véase la siguiente carta que desde los Arcos escribió al rey católico el obispo de Málaga, el 9 de octubre de 1508. « Muy cathólico y así muy alto y muy poderoso señor: porque sepa vra. alteza las nuevas de acá, parésceme es bien escrevir con todos los mensageros que se ofrescen. Ya escreví cómo después que vra. alteza se partió la rey na estava pacífica así en obras como en palabras, así que a ninguna persona ha ferido nin dicho palabra de injuria. Dexe de decir como desde este tiempo no ha mudado camisa; creo que nin toca nin lavado la cara. También dicen que duerme siempre en el suelo como antes. Hanme dicho que urina muy a menudo, tanto que es cosa non vista en otra persona. Destas cosas unas son señales de corta vida, otras causa. Vra. alteza provea en todo, caami ver ella esta en grand peligro de salud, y no sería razón de dejar la governación de su persona a su disposición, pues se ve quan mal provee lo que le cumple. Su poca limpieza en cara y diz que en lo demás es muy grande. Come estando los platos en el suelo sin ningún mantel nin bazalejas. Muchos días queda sin misa…» . [3] En noviembre de 1510, al visitarla su padre, que la halló en tan lastimoso estado que parece había perdido la soberana toda noción de limpieza, decencia y consideración que a su persona debía, hasta el punto de temerse que no podría resistir muchos días a tales extravíos.

Flaquísima, desfigurada, harapienta, durmiendo poco y no comiendo nada algunos días, daba lástima a la misma compasión. Para remediarlo, puso el rey a su lado doce mujeres nobles (según Sandoval), « para que mirasen por ella y la vistiesen aunque fuese contra la voluntad de la rey na, que no quería sino andar sucia y rota, dormir en el suelo sin mudar camisa, lo cual se remedió de alguna manera porque las damas la forzaban cuando ella por su porfía y falta de juicio no quería» . A principios de 1513 vemos otra vez a don Fernando en Tordesillas, rogando a la reina que se cuidara, persuadiéndola a comer y dormir a sus horas y « quitándole otros malos vicios que había tomado con su indisposición» .

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