debeleer.com >>> chapter1.us
La dirección de nuestro sitio web ha cambiado. A pesar de los problemas que estamos viviendo, estamos aquí para ti. Puedes ser un socio en nuestra lucha apoyándonos.
Donar Ahora | Paypal


Como Puedo Descargar Libros Gratis Pdf?


La Caja Negra – Michael Connelly

¿Qué relación puede guardar un asesinato reciente con un crimen acontecido dos décadas atrás? El inspector Harry Bosch debe plantearse dicha pregunta cuando, por alguna extraña razón, la investigación de un homicidio le hace regresar a la peor época que recuerda de su larga trayectoria profesional: las revueltas raciales que arrasaron Los Ángeles en 1992. A medida que avance en el nuevo caso, Bosch deberá volver sobre aquellos turbulentos días en que la ciudad pareció volverse loca y en los que una joven fotógrafa murió bajo extrañas circunstancias. Quizá la resolución del crimen del presente sea también la respuesta a aquella muerte jamás resuelta del pasado.


 

BLANCANIEVES, 1992 DURANTE la tercera noche, el número de muertos empezó a dispararse con tal rapidez que muchos de los equipos de la división de homicidios fueron apartados de la primera línea de contención de los disturbios y asignados a turnos de emergencia en South Central. Al inspector Harry Bosch y a su compañero Jerry Edgar los obligaron a salir de la comisaría de Hollywood y les encomendaron un equipo de vigilancia « B» , del que también formaban parte dos agentes de patrulla armados con escopetas y con funciones de protección. Su misión era dirigirse allí donde su presencia fuera necesaria, es decir, en cualquier lugar donde apareciese un cadáver. Los cuatro hombres circulaban en un coche patrulla blanquinegro, y se trasladaban de una escena del crimen a otra, sin permanecer demasiado tiempo en ninguna. No era la forma adecuada de investigar homicidios, ni por asomo, pero era lo máximo que se podía hacer bajo las circunstancias surrealistas de una ciudad que se había venido abajo de sopetón. South Central era una zona de guerra. Había incendios por todas partes. Los saqueadores se movían en bandadas, yendo de escaparate en escaparate, y toda semblanza de dignidad y de principios morales se había desvanecido en el humo que se alzaba sobre la ciudad. Las pandillas de South Los Ángeles habían entrado en acción con el propósito de controlar las sombras, e incluso habían firmado una tregua en sus luchas entre sí para establecer un frente unido contra la policía. Más de cincuenta personas habían muerto hasta el momento. Algunos propietarios de tiendas habían abatido a saqueadores, los miembros de la guardia nacional habían abatido a saqueadores, los saqueadores habían abatido a otros saqueadores… Y luego estaban los asesinos que se amparaban en el caos y los disturbios para ajustar cuentas pendientes desde hacía mucho tiempo y que nada tenían que ver con las frustraciones del momento y las emociones a flor de piel que impregnaban las calles. Dos días antes, las grietas raciales, sociales y económicas soterradas bajo la ciudad habían emergido a la superficie con una intensidad sísmica. El juicio a cuatro agentes del LAPD —el cuerpo de policía de Los Ángeles— acusados de haber propinado una fuerte paliza a un conductor de raza negra después de una persecución a toda velocidad, había terminado con la absolución de todos los cargos. Una vez hecha pública, la decisión —tomada por un jurado íntegramente formado por blancos en el juzgado de una zona residencial situada a más de sesenta kilómetros de distancia— tuvo consecuencias casi inmediatas en South Los Ángeles. En las esquinas empezaron a formarse pequeños grupos de indignados por lo sucedido. Y la situación pronto se tornó violenta. Los medios de comunicación, siempre atentos a lo que se cuece, empezaron a cubrir las noticias en directo y, desde helicópteros, retransmitían las imágenes para cada hogar de la ciudad y, muy poco después, del mundo entero. El estallido pilló desprevenido al cuerpo. Cuando se hizo público el veredicto del jurado, el jefe de policía se encontraba fuera de la comisaría central, en un acto de tipo político. Asimismo, otros miembros de la cadena de mando estaban fuera de sus puestos. Nadie asumió el control de forma inmediata y —lo más importante— nadie acudió al rescate. El cuerpo de policía entero se batió en retirada, y las imágenes de violencia con impunidad se extendieron como un incendio forestal por todas las pantallas de televisión.


Pronto, la ciudad se encontró fuera de todo control y ardiendo en llamas. Dos noches más tarde, el hedor acre del caucho quemado y los sueños incinerados seguía flotando por todas partes. Las llamas de mil incendios danzaban un baile demoníaco en el cielo oscurecido. Los disparos y los gritos iracundos resonaban sin cesar en la estela del coche patrulla. Pero los cuatro hombres a bordo del vehículo no se detenían ante los gritos y disparos. Tan solo se detenían en caso de asesinato. Era el viernes uno de mayo. Vigilancia « B» era la designación del turno nocturno de vigilancia en caso de movilización de emergencia, desde las seis de la tarde hasta las seis de la mañana. Bosch y Edgar iban en el asiento trasero, mientras que los agentes Robleto y Delwyn estaban sentados al frente. En el asiento del copiloto, Delwy n tenía la escopeta en el regazo, de tal forma que el cañón del arma asomaba por la ventanilla abierta. Se dirigían a examinar un cadáver encontrado en un callejón que salía de Crenshaw Boulevard. La guardia nacional de California, que se había desplegado en la ciudad durante el estado de emergencia, había trasladado la llamada al centro de comunicaciones de emergencia. Tan solo eran las diez y media, y las llamadas estaban empezando a acumularse. El coche patrulla ya se había ocupado de un homicidio desde el comienzo del turno: un saqueador muerto a tiros en la puerta de una tienda donde vendían zapatos con descuento. El autor de los disparos había sido el propietario del comercio. La escena del crimen estaba en el mismo interior de la tienda, lo que permitió a Bosch y a Edgar trabajar con relativa seguridad, mientras Robleto y Delwyn montaban guardia con las escopetas y el material y la vestimenta antidisturbios frente al escaparate del establecimiento. También tuvieron tiempo para recoger pruebas de lo sucedido, dibujar la escena del crimen y tomar sus propias fotografías. Grabaron la declaración del propietario del comercio y miraron la cinta de vídeo de la cámara de seguridad de la tienda. El vídeo mostraba cómo el saqueador se valía de un bate de béisbol de aluminio para hacer trizas la puerta de cristal del establecimiento. El hombre entraba a través de las astillas de la puerta cuando fue abatido por dos disparos efectuados por el propietario del negocio, quien aguardaba agazapado y vigilante tras la caja registradora del mostrador. Como la oficina del juez de instrucción estaba sobrecargada de trabajo y no daba abasto para investigar todas las muertes que se iban anunciando, una ambulancia vino y se llevó el cadáver al hospital universitario de Boyle Heights, donde estaría hasta que las cosas se calmaran —si algún día llegaban a calmarse —, y el juez de instrucción pudiera investigar todos los casos pendientes. En lo concerniente al autor de los disparos, Bosch y Edgar optaron por no detenerlo. La oficina del fiscal del distrito se encargaría más tarde de decidir si había disparado en defensa propia o si se trataba de un caso de homicidio. No era la forma adecuada de proceder, pero era lo que había. En el caos del momento, la misión era simple: preservar las pruebas, documentar el lugar de los hechos lo mejor y más rápidamente posible, y llevarse el cadáver de turno.

Entrar y salir. Y corriendo los menores riesgos posibles. La verdadera investigación tendría lugar más adelante. Quizás. Mientras conducían en dirección sur por Crenshaw, se cruzaron con algunos grupos de gente, jóvenes en su mayor parte, agrupados en las esquinas o vagando apelotonados. En la esquina de Crenshaw con Slauson, un grupo de pandilleros que lucían los colores de la gran banda de los Crips se mofaron de los policías cuando el coche patrulla pasó a toda velocidad sin la sirena ni las luces de aviso puestas. Les arrojaron botellas y piedras, pero el automóvil iba demasiado rápido, y los proy ectiles cay eron sobre su estela sin causar el menor daño. —¡Ya volveremos, hijos de puta! Por eso no os preocupéis. Era Robleto el que había gritado estas palabras, y Bosch tuvo que suponer que hablaba de forma metafórica. Las amenazas del joven patrullero eran tan vacuas como lo había sido la respuesta del cuerpo de policía una vez que los veredictos fueron retransmitidos en directo por televisión el miércoles por la tarde. Sentado al volante, Robleto solo aminoró la marcha para detenerse frente a un puesto de control formado por vehículos y soldados de la guardia nacional. La estrategia establecida la víspera consistía en retomar el control de los principales cruces de calles en South Los Ángeles, para, a continuación, expandirse hacia el exterior con el objetivo de ir haciéndose con todos los puntos problemáticos. Se encontraban a poco más de un kilómetro de uno de esos cruces clave, el de Crenshaw con Florence, y las tropas y los vehículos de la guardia nacional ya estaban desplegados a uno y otro lado de Crenshaw a lo largo de varias manzanas de casas. Robleto tan solo bajó la ventanilla de su lado al detenerse frente a la barricada levantada en el cruce con la Calle 62. Un guardia con distintivos de sargento se acercó a la puerta y agachó la cabeza para mirar a los ocupantes del automóvil. —Soy el sargento Burstin, de San Luis Obispo. ¿Qué puedo hacer por ustedes, amigos? —Homicidios —informó Robleto, señalando con el pulgar a Bosch y a Edgar. Burstin se enderezó y movió el brazo, indicando a sus hombres que dejaran pasar a los recién llegados. —Muy bien —dijo—. La chica está en un callejón en el lado este, entre las calles 66 y 67. Diríjanse allí y mis muchachos les indicarán. Vamos a establecer un perímetro de vigilancia y prestaremos mucha atención a los tejados. Nos han llegado informes sin confirmar que apuntan a la existencia de francotiradores en el vecindario. Robleto subió la ventanilla mientras conducía el coche a través del puesto de control. —« Mis muchachos…» —dijo, imitando la voz de Burstin—.

Lo más seguro es que ese fulano sea un maestro de escuela o algo parecido en el mundo real. He oído que ninguno de estos tipos que han hecho venir son de Los Ángeles. Los han traído de todas partes del estado, pero no de Los Ángeles. Lo más seguro es que no sepan encontrar Leimert Park ni con la ay uda de un plano. —Hace dos años tú tampoco no lo sabías, compañero —dijo Delwyn. —Lo que tú digas. Pero ¿y ese fulano que no sabe una mierda de esta ciudad y ahora se las da de que está al mando…? Un puto soldado de fin de semana, eso es lo que es. Lo único que estoy diciendo es que no hacía falta traer a esta gente. Porque nos hace quedar mal. Como si no fuéramos capaces de controlar el asunto, como si por nuestra inoperancia hubieran tenido que llamar a estos machotes de tres al cuarto, ¡del puto San Luis Obispo, nada menos! En el asiento trasero, Edgar se aclaró la garganta y dijo: —Para que lo sepas, es un hecho que no hemos sido capaces de controlar el asunto. Y quedar peor que el miércoles por la noche y a es imposible. Nos quedamos de brazos cruzados y dejamos que la ciudad ardiese, colega. Ya has visto toda esa mierda en la tele, supongo. Pero a nosotros no nos has visto repartiendo leña sobre el terreno. Así que no les eches la culpa a esos maestros de escuela de San Luis Obispo. La culpa la tenemos nosotros, socio. —Lo que tú digas —repuso Robleto. —En el lateral de este coche hay una leyenda: « Proteger y servir» — agregó Edgar—. Pero no hemos hecho mucho ni de lo uno ni de lo otro. Bosch seguía en silencio. No porque estuviera en desacuerdo con su compañero. El cuerpo de policía se había cubierto de gloria por culpa de su ridícula respuesta al estallido inicial de violencia. Pero Harry no estaba pensando en ello. Estaba sorprendido por lo que el sargento había dicho: que la víctima era una mujer. Era la primera mención a un caso así y, que el propio Bosch supiera, hasta el momento no habían habido víctimas femeninas, lo cual no quería decir que no hubiese mujeres implicadas en la violencia que se había apropiado de la ciudad.

Los saqueos y los incendios eran acciones en las que imperaba la igualdad de oportunidades. Bosch había visto a mujeres implicadas tanto en los unos como en los otros. La noche anterior había estado destacado en misión de control de los disturbios en Hollywood Boulevard y había presenciado cómo arrasaban Frederick’s, la famosa tienda de lencería. La mitad de los saqueadores habían sido mujeres. Con todo, el informe del sargento le estaba dando que pensar. Una mujer se había visto inmersa en el caos de este lugar, y eso le había costado la vida. Robleto cruzó la abertura en la barricada y continuó hacia el sur. Cuatro manzanas más allá, un soldado empuñaba una linterna y dirigía el haz de luz hacia un hueco entre dos de las tiendas que se sucedían en el lado oeste de la calle. Dejando aparte a los soldados apostados cada veinticinco metros, Crenshaw estaba abandonada. La tranquilidad resultaba tan oscura como inquietante. No llegaba ninguna luz de los comercios situados a ambos lados de la calle. Muchos habían sufrido la acción de los saqueadores y los pirómanos. Algunos permanecían milagrosamente intactos. En otros, en los tablones clavados a modo de protección sobre los escaparates, había pintadas que decían « de propiedad negra» , en patética defensa contra las turbas. La entrada al callejón estaba entre una tienda de llantas y neumáticos llamada Dream Rims, saqueada, y un comercio de electrodomésticos que había ardido hasta el techo y cuy o nombre era Used, Not Abused. La incinerada edificación estaba rodeada de cinta amarilla y marcada como « inhabitable» por las notificaciones en papel rojo de los inspectores municipales. Bosch adivinó que esta zona debió de ser una de las primeras afectadas por los disturbios. Tan solo estaba a unas veinte manzanas del punto en el que la espiral de violencia había tenido su epicentro: en el cruce entre Florence y Normandie, el lugar donde varios conductores fueron sacados por la fuerza de sus coches y camiones, y molidos a palos mientras el mundo miraba desde lo alto. El guardia con la linterna echó a andar por delante del coche patrulla, dirigiendo el vehículo hacia el callejón. Al cabo de unos diez metros se detuvo y levantó la mano en un puño cerrado, como si se encontraran en misión de reconocimiento tras líneas enemigas. Había llegado el momento de salir. Edgar dio una palmada a Bosch en el brazo y dijo: —Harry, acuérdate de mantener la distancia de seguridad. Dos metros, como poco y en todo momento. Era una broma, hecha con intención de quitarle gravedad al momento. De los cuatro hombres del coche, tan solo Bosch era de raza blanca.

Si por allí rondaba un francotirador, Bosch casi con toda seguridad sería su primer objetivo. Mejor dicho, sería el primer objetivo de todo individuo armado y dispuesto a disparar. —Mensaje captado —dijo Bosch. —Y ponte el sombrero. Bosch puso la mano en el suelo del vehículo y cogió el casco antidisturbios blanco que le habían entregado cuando pasaron lista, con la orden de llevarlo puesto en todo momento en que estuviera de servicio. Bosch se decía que el plástico blanco y reluciente era lo que les convertía en unos blancos perfectos, más que cualquier otra cosa. Él y Edgar tuvieron que esperar a que Robleto y Delwy n salieran y les abrieran las puertas traseras del coche patrulla. Bosch finalmente salió a la noche. Se encasquetó el casco de mala gana, pero no llegó a ajustarse el barboquejo. Tenía ganas de fumar un cigarrillo, pero el tiempo era precioso, y tan solo le quedaba un último pitillo en el paquete que llevaba en el bolsillo izquierdo de la camisola del uniforme. Era preciso conservarlo como fuera, pues no sabía ni cuándo ni dónde tendría ocasión de comprar otra cajetilla. Bosch miró a su alrededor. No vio ningún cadáver. El callejón estaba sembrado de desechos. Contra la pared de Used, Not Abused había una hilera de vetustos electrodomésticos cuya reventa al parecer no valía la pena. Había basura por todas partes, y una parte de la estructura del tejado se había venido abajo durante el incendio. —¿Dónde está? —inquirió. —Por allí —indicó el guarda—. Al lado de la pared. El callejón solo estaba iluminado por los faros del coche patrulla. Los viejos electrodomésticos y los demás desechos proy ectaban sus sombras contra la pared y el suelo. Bosch encendió su linterna Mag-Lite y enfocó en la dirección señalada por el guarda. La pared de la tienda de electrodomésticos estaba cubierta de pintadas hechas por pandilleros: nombres, óbitos, amenazas… La pared era un tablón de anuncios de los Rolling Sixties, la pandilla local vinculada a los Crips. Anduvo unos pocos pasos por detrás del guarda y la vio enseguida. Una mujer pequeña, tumbada de costado al pie de la pared.

La sombra de una lavadora oxidada había estado escondiendo su cuerpo. Antes de acercarse un solo paso más, Bosch barrió el suelo con el haz de luz de la linterna. En su momento, el callejón estuvo pavimentado, pero ahora el suelo era una mezcla de hormigón resquebrajado, grava y tierra. No vio ninguna pisada ni muestras de sangre. Terminó de acercarse lentamente y se puso de cuclillas. Apoy ó en el hombro el pesado cañón de su linterna de seis pilas y recorrió el cuerpo con el haz de luz. Bosch estaba más que acostumbrado a examinar a personas muertas y se figuró que la mujer había fallecido entre doce y veinticuatro horas antes. Tenía las piernas marcadamente dobladas por las rodillas, y Bosch se dijo que dicha postura podía ser tanto el resultado del rigor mortis como una indicación de que estaba de rodillas justo antes de morir. La piel visible en los brazos y el cuello aparecía oscurecida allí donde la sangre se había coagulado. Tenía las manos casi enteramente negras, y el olor a putrefacción comenzaba a impregnar el aire. El rostro de la mujer estaba escondido en gran parte bajo el largo mechón de cabellos rubios que lo entrecruzaba. Tenía sangre seca visible en el pelo y en la nuca y aparecía amazacotada en la espesa onda que le oscurecía la cara. Bosch enfocó la pared situada sobre el cadáver y vio una salpicadura de sangre y unos goterones que indicaban que a la mujer la habían matado en ese punto preciso, que su cuerpo no había sido sencillamente abandonado ahí. Bosch sacó un bolígrafo del bolsillo y lo utilizó para apartar los cabellos del rostro de la víctima, al tiempo que lo enfocaba con la linterna. Había salpicaduras de pólvora en torno a la cuenca del ojo derecho y una herida de penetración que había hecho estallar el globo ocular. A la mujer le habían disparado a pocos centímetros de distancia. El tiro había sido ejecutado a quemarropa y en tray ectoria frontal. Devolvió el bolígrafo al bolsillo y acercó el rostro un poco más; examinó la parte posterior de la cabeza con ay uda de la linterna. El orificio de salida, más grande y recortado con picos, era claramente visible. La muerte, sin duda, había sido instantánea. —¡La puta de oros…! ¿Es una mujer blanca? Era Edgar. Se había acercado por detrás y estaba mirando por encima del hombro de Bosch como un árbitro de béisbol situado tras el receptor. —Eso parece —dijo Bosch. Con el haz de la linterna recorrió el cuerpo de la víctima. —¿Y qué diablos estaba haciendo aquí una chica blanca? Bosch no respondió.

Se había fijado en algo escondido bajo el brazo derecho. Dejó la linterna en el suelo para ponerse un par de guantes. —Ilumínale el pecho con tu linterna —indicó a Edgar. Tras enfundarse los guantes, Bosch volvió a agacharse frente al cadáver. La víctima yacía sobre el costado izquierdo y tenía el brazo derecho extendido sobre el pecho, escondiendo algo que estaba sujeto en torno al cuello con un cordel. Con cuidado, Bosch sacó ese algo de debajo del brazo. Era una acreditación de prensa emitida por el LAPD, de color naranja brillante. Bosch había visto muchas acreditaciones de ese tipo a lo largo de los años. Esta tenía aspecto de ser nueva. El plastificado lucía impoluto y sin rayaduras. Una foto de carnet mostraba a una mujer con el pelo rubio. Más abajo venía su nombre y el medio de comunicación para el que trabajaba:

.

Declaración Obligatoria: Como sabe, hacemos todo lo posible para compartir un archivo de decenas de miles de libros con usted de forma gratuita. Sin embargo, debido a los recientes aumentos de precios, tenemos dificultades para pagar a nuestros proveedores de servicios y editores. Creemos sinceramente que el mundo será más habitable gracias a quienes leen libros y queremos que este servicio gratuito continúe. Si piensas como nosotros, haz una pequeña donación a la familia "BOOKPDF.ORG". Gracias por adelantado.
Qries

Descargar PDF

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

bookpdf.org | Cuál es mi IP Pública | Free Books PDF | PDF Kitap İndir | Telecharger Livre Gratuit PDF | PDF Kostenlose eBooks | Baixar Livros Grátis em PDF |