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La caída del Gobernador – Parte 1 – Robert Kirkman & Jay Bonansinga

En la primera parte nos enterábamos del terrible pasado del Gobernador y de su verdadera identidad. La segunda nos relataba cómo Philip Blake forjó su camino para ser el líder de Woodbury. Esta nueva y última entrega nos detalla el fatídico final de uno de los personajes más importantes de The Walking Dead.


 

Retorciéndose de dolor en el suelo, Bruce Allan Cooper jadea, parpadea e intenta recuperar el aliento. Puede oír los gruñidos primitivos, como balbuceos, del puñado de mordedores que vienen a por él en busca de alimento. Una voz en su cabeza le grita: « ¡Muévete, imbécil de mierda! ¡Cobarde! Pero ¡¿qué haces?!» . Bruce, un afroamericano enorme con la constitución de un alero de la NBA, con la cabeza en forma de misil, afeitada y una sombra de perilla, rueda por el suelo accidentado, evitando por los pelos las garras grises y las fauces hambrientas de una mordedora adulta a la que le falta media cara. Consigue protegerse mientras recorre un metro y medio o casi dos, hasta que siente una punzada de dolor en el costado que le incendia las costillas y se apodera de él, dejándolo paralizado en plena agonía. Cae de espaldas, aferrándose todavía a su hacha de incendios oxidada, cuya cabeza está cubierta de sangre, pelo humano, y la bilis viscosa y negra que los supervivientes llaman « mierda de caminante» . Bruce se siente desorientado durante unos instantes, le pitan los oídos y se le ha empezado a cerrar un ojo por la hinchazón de la nariz rota. Lleva el uniforme del ejército hecho polvo y las botas militares embarradas de la milicia no oficial de Woodbury. Sobre él se extiende el cielo de Georgia, un toldo bajo de nubes de un color gris similar al del agua sucia, inclemente y desagradable para ser abril, que se burla del hombre cuando éste lo mira: « Mira, niñato, ahí abajo no eres más que un bicho, un gusano en el cadáver de una tierra moribunda, un parásito que se alimenta de las sobras y las ruinas de una raza al borde la extinción» . De repente, tres rostros desconocidos eclipsan la visión del cielo sobre su cabeza, como si fueran planetas oscuros que, poco a poco, bloquean el firmamento, y todos gruñen estúpidamente como si estuvieran borrachos, con los ojos lechosos abiertos para la eternidad. De la boca de uno de ellos, un hombre obeso vestido con una bata de hospital manchada, gotea una sustancia viscosa y negra que cae sobre la mejilla de Bruce. —¡ME CAGO EN LA PUTAAAAAAA! Bruce sale de repente de su estupor con un arranque de fuerza inesperada y se abre paso a hachazos. El filo traza un arco hacia arriba y empala al mordedor gordo a través del tejido blando que tiene bajo la mandíbula. La mitad inferior de la cara se le cae y una falange fibrosa de carne muerta y cartílago brillante asciende seis metros girando por los aires, antes de estamparse contra el suelo con un ruido sordo. Rodando otra vez y volviendo a ponerse de pie como puede, el hombre ejecuta un giro de 180 grados —con gran agilidad, teniendo en cuenta su corpulencia y el terrible dolor al que está sometido— y le rebana los músculos podridos del cuello a la otra mordedora que va a por él. La cabeza se le cae hacia un lado, colgando por un instante de las hebras de tejido reseco que la unen al cuerpo, antes de que éstas se rompan y la cabeza se desplome en el suelo. El cráneo rueda unos cuantos centímetros dejando un rastro negruzco y sanguinolento mientras que, durante un momento insoportable, el cuerpo permanece en pie con los brazos inertes extendidos, impulsados por su espeluznante instinto. Hay algo metálico enrollado a los pies de la criatura, que acaba sucumbiendo a la gravedad. Es entonces cuando Bruce oye, amortiguado por culpa de sus maltrechos oídos, el último sonido que esperaría escuchar tras la masacre: el entrechocar de unos platillos. Al menos, eso es lo que consigue identificar entre los pitidos que no le abandonan: un ruido metálico palpitante en el cerebro que proviene de cerca. Retrocediendo con el arma en mano y preguntándose qué será el sonido, parpadea e intenta concentrarse en los otros mordedores que se le acercan arrastrando los pies. Son demasiados para enfrentarse a ellos con el hacha.


Bruce se da la vuelta para huir y, de repente, choca de lleno con alguien que le corta el paso. —¡Eh! Ese alguien, un hombre caucásico de cuello grueso, con un cuerpo en forma de boca de incendios y el pelo rubio cortado al estilo militar, profiere un grito de guerra y ataca a Bruce con una maza del tamaño de una pata de caballo. La especie de porra con púas pasa silbando a pocos centímetros de su nariz rota y, en un acto reflejo, retrocede y se tropieza con sus propios pies. Cae al suelo de forma ridícula y el impacto levanta una nube de polvo, además de causar más ruido de platillos en la brumosa media distancia. El hacha sale volando. El hombre del pelo del color de la arena aprovecha la confusión para abalanzarse sobre Bruce con la maza lista para entrar en acción. Él gruñe y se aparta de su alcance rodando en el último momento. La cabeza de la maza golpea el suelo con fuerza, clavándose a pocos centímetros de la cabeza de Bruce, quien rueda para alcanzar su arma, que ha caído a tres metros de él y y ace en el polvo rojo. Coge el hacha por el mango y, de pronto, una figura emerge de la niebla, justo a la izquierda de Bruce, que se aparta bruscamente del mordedor que repta hacia él con los movimientos lánguidos de un lagarto gigante. Un líquido negro rezuma de la boca fláccida de la mujer, que deja ver sus pequeños dientes y chasquea la mandíbula con la misma fuerza que un reptil. Entonces, pasa algo que devuelve a Bruce a la realidad. La cadena que mantiene cautiva a la muerta emite un sonido metálico cuando el monstruo la fuerza al límite. Bruce exhala un suspiro instintivo de alivio, mientras que la muerta se agita a pocos centímetros, intentando alcanzarle sin conseguirlo. La mordedora emite gruñidos de frustración primitivos, pero la cadena la mantiene a raya. A Bruce le entran ganas de hundirle los ojos con sus propias manos y de desgarrarle a bocados el cuello a ese maldito pedazo de carne podrida. Bruce vuelve a escuchar ese extraño sonido, como de platillos entrechocando, y también oy e la voz del otro hombre, apenas perceptible entre el ruido: —Va, tío, levanta… Levanta. Bruce reacciona, se activa, coge el hacha y se pone de pie con cierta dificultad. Se oy e el sonido de más platillos… mientras él se da la vuelta y le propina un hachazo al otro tipo. El filo no le acierta en la garganta a Corte Militar por los pelos, pero le rebana el cuello alto del suéter, dejándole una raja de quince centímetros. —Bueno —masculla Bruce por lo bajo mientras rodea al hombre—. ¿Te ha parecido divertido? —Así me gusta —murmura el hombre corpulento, que se llama Gabriel Harris (o Gabe para los colegas), mientras vuelve a empuñar la maza, que pasa silbando cerca de la cara hinchada de Bruce. —¿No sabes hacerlo mejor? —farfulla Bruce, apartándose justo a tiempo y rodeándolo en el sentido contrario. Arremete contra él con el hacha. Gabe le bloquea con la porra y, alrededor de los dos contrincantes, los monstruos siguen profiriendo sus gruñidos y balbuceantes aullidos, forcejeando con las cadenas, hambrientos de carne humana, frenéticos por la avidez. Cuando se disipa la neblina polvorienta de la periferia del campo de batalla, aparecen los restos de un circuito de carreras al aire libre.

La Pista de Carreras de los Veteranos de Woodbury es tan grande como un campo de fútbol americano, está protegida con tela metálica y rodeada de reliquias: fosos antiguos y pasillos oscuros y cavernosos. Tras la malla de metal se alza en pendiente una red de asientos sostenida por unos soportes ligeros y oxidados. En estos momentos, el lugar está inundado por los gritos de ánimo de los habitantes de Woodbury. Los platillos son, en realidad, los aplausos y vítores enfervorecidos de la multitud. En el huracán de polvo que se arremolina en la pista, el gladiador conocido como « Gabe» masculla algo en voz baja para que sólo su adversario pueda oírlo: —Bruce, chavalín, hoy estás luchando como una nenaza —le espeta, y remata la burla con un giro de maza hacia las piernas del afroamericano. El otro esquiva la ofensiva con un salto que sería la envidia de una estrella de la lucha libre. Gabe arremete de nuevo y traza un arco de ataque tan amplio que la maza impacta en el cráneo de un joven mordedor que lleva un mono de trabajo grasiento y hecho jirones. Tal vez hubiera sido mecánico. Los clavos se hunden en la cabeza cadavérica del engendro y de él salen hilos de fluido negruzco. —El Gobernador se va a cabrear por la mierda de espectáculo que estás dando —dice Gabe mientras desentierra la maza del muerto. —¿Ah, sí? Contraataca hundiéndole a Gabe el mango del hacha en el plexo solar, provocando que su voluminoso cuerpo se desplome en el suelo. El hacha dibuja un arco en el aire y el filo aterriza a pocos centímetros de la mejilla de Gabe, quien se aparta rodando y se pone en pie de un salto, todavía mascullando. —No tendrías que haber tomado tanto pan de maíz anoche. —Mira quién fue a hablar, gorderas —le responde Bruce mientras ejecuta otra acometida con el hacha, que pasa zumbando cerca del cuello de Gabe. Gabe ataca con la maza una y otra vez, obligando a su oponente a retroceder hacia los mordedores encadenados. —¿Cuántas veces te lo he dicho ya? El Gobernador quiere que parezca de verdad. —Me has reventado la nariz, hijo de puta —le espeta Bruce mientras bloquea el huracán de mazazos con el mango del hacha. —Deja de lloriquear, gilipollas. Gabe golpea con la maza una y otra vez hasta que los clavos se hunden en el mango. Después la echa para atrás, arrancándole a Bruce el hacha de las manos, que sale volando. La multitud enloquece. Bruce se escabulle. Gabe le persigue. El otro hace un quiebro y corre en el sentido contrario, y Gabe arremete contra él, blandiendo la maza para golpear las piernas del afroamericano. Los clavos alcanzan los pantalones de camuflaje de Bruce, desgarrándolos y causándole cortes superficiales en la piel.

Unos finos hilos de sangre serpentean bajo la pálida y polvorienta luz del día mientras el hombre de color rueda. Gabe se empapa de los aplausos frenéticos y enloquecidos del público, que está al borde de la histeria, y se gira hacia las gradas, ocupadas por la mayoría de los habitantes de Woodbury de la época posplaga. Alza el arma al cielo como en Braveheart. Los vítores aumentan. Gabe exprime el momento al máximo. Se gira lentamente, empuñando la maza sobre su cabeza, y en su cara se dibuja una mueca de machote triunfador que casi resulta graciosa. El público enloquece del todo y en las gradas, entre brazos agitándose y gritos, todos los presentes se dejan llevar por el espectáculo. Menos uno. En la quinta fila, en el extremo norte de las gradas, Lilly Caul se gira de puro asco. Lleva un pañuelo desgastado de lino para protegerse el cuello —delgado como el de un cisne— del fresco de abril. Como siempre, lleva puestos unos vaqueros rotos, una sudadera de segunda mano y unos abalorios heredados. A medida que sacude la cabeza y profiere un suspiro irritado, el viento mueve sus cabellos color caramelo alrededor de su rostro, antaño juvenil y que ahora revela signos de sufrimiento: patas de gallo en los ojos de color azul verdoso y arrugas de expresión alrededor de la boca, ambas tan curtidas como el cuero bruñido. —Esto es como un puto circo romano… —murmura sin darse cuenta. —¿Cómo dices? —le pregunta la mujer de al lado, mirándola tras su termo de té verde tibio—. ¿Has dicho algo? —No —responde Lilly, negando con la cabeza. —¿Estás bien? —Sí…, muy bien. Lilly sigue mirando hacia el horizonte mientras el resto de la multitud grita, vocifera y aúlla como hienas. La chica aún tiene treinta y pocos, pero ahora, con el ceño siempre fruncido por la consternación, aparenta al menos diez años may or. —Si te soy sincera, no sé cuánto tiempo más voy a poder aguantar esta mierda. La otra mujer sorbe el té, pensativa. Lleva una bata blanca de laboratorio bajo la parka y el pelo recogido en una coleta. Es la enfermera del pueblo, una chica seria y afable llamada Alice muy interesada en la precaria situación de Lilly en la jerarquía de Woodbury. —No es que sea asunto mío —dice por fin Alice en voz tan baja que ninguno de los juerguistas de alrededor puede oírla—, pero yo en tu lugar no diría esas cosas. —¿De qué hablas? —pregunta Lilly, mirándola. —Al menos por ahora.

—No te entiendo. —Nos vigila, ¿sabes? —le explica Alice, a quien parece incomodarle un poco hablar de esto a plena luz del día y delante de todo el mundo. —¿Qué? —Ahora mismo no nos quita ojo. —Estás de… Lilly calla. Se da cuenta de que Alice se refiere a la figura sombría que está de pie en la entrada del pasillo de piedra cubierto que lleva directamente a la zona norte, a casi treinta metros, bajo el difunto marcador. Envuelto en sombras, con la silueta definida por los focos de la jaula que hay tras él, el hombre contempla lo que sucede en el campo con los brazos en jarras y un brillo de satisfacción en los ojos. Es de estatura y peso medios, viste de negro de los pies a la cabeza, y lleva una pistola de calibre alto enfundada en la cadera. A primera vista, parece casi inofensivo, bondadoso, como un orgulloso magnate inmobiliario o un miembro de la nobleza medieval que estuviera contemplando su mansión. Sin embargo, incluso a la distancia a la que está, Lilly nota cómo su mirada, astuta como la de una cobra, inspecciona hasta el último rincón de las gradas. Y cada pocos segundos, esos ojos electrizantes se detienen en el lugar donde ellas están sentadas, temblando por culpa del viento primaveral. —Mejor que crea que todo va bien —murmura Alice como si hablara con el té. —Joder —musita Lilly, mirando fijamente el suelo de cemento lleno de basura que hay bajo los asientos. Una ola de vítores y aplausos la rodea cuando en la pista los gladiadores retoman la pelea, Gabe quedándose rodeado por un puñado de mordedores encadenados y Bruce volviéndose loco con el hacha. Sin embargo, la mujer apenas les presta atención. —Sonríe, Lilly. —Sonríe tú…, y o no estoy de humor —responde, y dedica un instante a mirar el macabro espectáculo que tiene lugar en la pista, con la maza de Gabe reventando los cráneos putrefactos de los muertos vivientes—. No lo entiendo — dice, negando con la cabeza y apartando la vista. —¿El qué no entiendes? —¿Y Stevens qué? —contesta mirando a Alice y respirando profundamente. La enfermera se encoge de hombros. El doctor Stevens ha sido el salvavidas de Alice desde hace casi un año. Ha evitado que se vuelva loca, le ha enseñado el oficio y cómo remendar a los gladiadores heridos con el cada vez más escaso suministro de material médico que hay almacenado en las catacumbas del estadio. —¿Y Stevens qué de qué? —Nunca le he visto siguiendo este rollo de mierda. —Lilly se frota la cara y dice—: ¿Por qué es tan especial que ni siquiera tiene que hacerse el simpático con el Gobernador? Y más teniendo en cuenta lo que pasó en enero. —Lilly… —Venga, Alice —le interrumpe—. Admítelo.

El bueno del doctor nunca viene a estas chorradas y, si alguien le da pie, siempre se queja de los monstruos de feria sedientos de sangre del Gobernador. Alice se humedece los labios, se da la vuelta y le pone una mano en el brazo a Lilly a modo de aviso. —Escúchame. No te engañes: la única razón por la que se tolera a Stevens es porque es médico. —¿Y qué?

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