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La brujula loca – Torcuato Luca de Tena

No sería justo desprenderme del original de este libro sin rogar al Editor me permita anteponer unas líneas que expresen públicamente mi gratitud hacia cuantos respondieron con generosidad a mis impertinentes peticiones de ayuda. El médico asturiano Antonio Alonso Pagazaurtundúa y su esposa, la montañesa Maruja Palacios —hidalgos en tierras donde toda hidalguía tiene su asiento—; los también montañeses Bustamante de Potes, Teodoro Palacios Cueto, Antonio Obregón; el palentino Luis Antonio Corral Salvador y su esposa, la escritora y pintora Caty Juan; la reverenda Madre María Inmaculada, Abadesa del Monasterio de Clarisas de Astudillo (Palencia); el Teniente Coronel de Ingenieros Guillermo Nadal Simó, Gregorio Marañón Moya, José Luis Vázquez Dodero me ayudaron a resolver problemas no siempre fáciles de ambientación y léxico popular. Aquél alojándome en su casa y acompañándome por los vericuetos —más propicios a la uña del rebeco que no a mis botas de improvisado montañero—; éste sugiriéndome una variación del itinerario que la acción de la fábula exigía; corrigiendo esotro impresiones de léxico o desplegando ante mí un abanico de anécdotas, dichos, voces o fonías propias de una región, un oficio, o un momento histórico, han suplido todos con creces las muchas lagunas abiertas en la narración por mi corto ingenio. No puedo agradecer con sus nombres a otros colaboradores: queseros, pastores, clérigos, soldados, arrieros, pescadores a quienes cargo con la responsabilidad de colorear la ambientación y los diálogos, guardando para mis alforjas la de la transcripción y —por no quedarme en cueros de responsabilidades— de la fábula. Y ya que andamos entre gratitudes quiero también citar a Víctor de la Serna, porque enseñó a toda una generación a amar la geografía de su país; a buscar la substancia histórica y política, la entraña literaria, la gracia —negra o rosa— de esta España dulce y tremenda, en cada una de sus piedras, sus horizontes o el cruce de sus caminos. A mí, su lector apasionado, me hubiera gustado ofrecerle en vida este libro, escrito en las encrucijadas que tanto amó. TORCUATO LUCA DE TENA —¡A 1 «En los ojos de tu madre serás niño hasta el final [1]». quí hay otro! —¿Está vivo? —¡Qué va a estar! —¿Le has palpau? —No llego, pero le columbro con los ojos de la mi cara, que por eso están. Pásame el palu. —Ten cuidau. Como nos falle el suelo nos vamos los dos p’abajo… ¿Qué? ¿Llegas? —Tan guapamente… ¡Ya toco en blando! —¿Se mueve? —No sé… ¡Mira que si está vivo! —Pero ¿resueya o no resueya, roño? —Te digo que no sé… Avisa a los otros… ¡Creo que se ha movió! Damián hizo altavoz con las manos. —¡Eeeeeeeeh! ¡Que aquí hay otruuuu! Abajo, en la taberna, el alcalde pedáneo había organizado su estado mayor. —¿Cuántos van ya? —Ocho, creo. —¿Todos muertos? —¡Toos muertos! —¡Leñe! —A mí me agüele que el padre era fascista. Y que se vino al pueblo pa esconderse. ¡Cómo aquí naide le conocía! —¿Qué sabes tú? Eran forasteros. Y el hombre estaba enfermo y no hacían mal a naide. —Ni bien tampoco. —¿Enfermo el padre? ¿Nueve meses enfermo? ¡Los meses de la guerra! ¡Echa la cuenta y verás…! Petra, la tabernera, intervino. —Los niños no son fascistas. Los niños son niños y na más. En la carretera, tumbados junto a la cuneta, estaban los ocho cuerpos. Tulio, el peón caminero, tuvo la precaución de poner varios metros antes y varios después dos triángulos de señalización que decían: «Peligro Obras». No fuera a venir algún coche y se armase un estropicio. La mujer de la tienda los conocía a todos.


Daba pelos y señales de cada uno. —Ésa es Merceducas. Tenía novio. —¡Anda la mi madre! ¡Si paice una chiquilla! —Pues tenía novio. La Pilara se acercó al cadáver de la niña y le bajó las faldas del camisón. —Debían quitarlos del sol. Se van a poner perdidos. —¿Cuál es el padre? —El del saco en la cara. Levantó la lienza para mostrarle. Tenía el cráneo abierto y los ojos se le habían derramado sobre la boca. —Y ésa será la madre, ¿no? —Dicen que era de Madrid y más guapuca que un sol. Pilara explicó que aquel muchachote grande, casi un hombre, que llevaba la cara cortada por los rasguños, fue el único al que sacaron vivo, pero murió enseguida. Se llamaba Carlos. Los rasguños eran de la navaja, pues no sabía afeitarse. Con esto toflos le gastaban bromas. Los otros eran informes montones de carne aplastada. La bomba cayó poco después del amanecer. Según Pilara, el avión iba tocado y soltó lo que tenía dentro antes de estrellarse en el mar. Otra bomba cayó en lo alto de Miranda y otra en Mataleñas, cerca del Cabo Mayor. Su hermano Toñuco había visto el hoyo que hizo la explosión. Más de doce metros tenía. En esto se oyó la voz de Damián. —¡Eeeeeh! ¡Que aquí hay otruuu…! —¡Puños! Pero ¿aún hay más? Pilara puntualizó: —Diez tie que haber. Siete niñucos, los padres y una criada. Subieron por el vertedero de cascotes.

Antes de apoyar el peso de la pierna convenía tantear la firmeza del suelo. Un ala de la casa estaba en pie. La pared se veía dividida en cuadrículas de distintos tamaños, marcadas por las plantas y las paredes desgajadas, con lo que parecía un decorado teatral con múltiples escenarios. El plano inclinado formado por el derribo cruzaba por un lateral los pisos caídos, de modo que una de las plantas intermedias, la única habitada cuando sobrevino la catástrofe, quedaba mitad cubierta por el hundimiento de los pisos más altos y mitad al aire, impúdica, desgarrada, como el vientre de un caballo corneado, con las entrañas fuera. Allí el azulejo del cuarto de baño, el papel floreado del dormitorio, el fregadero de piedra con su grifo seco. En el vestíbulo, una percha con una boina que se movía con la brisa; en un cuarto indefinido, un inmenso crucifijo de pasta y, colgando sobre el vacío, un bidé unido al azulejo desconchado por la arteria reventada de una tubería de plomo. Una cuerda cruzaba el espacio entre el ángulo de la cocina y el lavadero. Había pantalones de pana colgados y pijamas y enaguas y prendas íntimas, y, como ingrávido fantasma, un camisón de mujer que movía en el aire los brazos vacíos. El grupo de curiosos alcanzó la zona más alta de aquella terrible ladera. Habían abierto un hoyo entre las ruinas. El fondo del pozo era una alcoba medio cegada por el derrumbamiento. El hombre de la escoba enganchó algo con el palo. Y lo sacó. Era un oso de trapo. Lo dejaron al borde del agujero. Semejaba un curioso más sentado entre los mirones, la cabeza ladeada, avizorando el pozo. Un ojo de cristal se le había movido y parecía bizco. Damián se deslizó al interior. Las cuatro paredes estaban enteras, pero parte del techo se había venido abajo. Palpó con miedo, como si fuera a provocar una descarga eléctrica, el cuerpo recién cubierto. Sólo se veía el brazo y parte del cuello y del costado. Rufino bajó junto a él y comenzaron a retirar los escombros, con cuidado de no provocar una nueva catástrofe. Como allí no cabían, pasaban las piedras a los de arriba y éstos las arrojaban sobre las ruinas. Enseguida se vio que se trataba de una mujer. La postura del cuerpo era harto extraña, pues estaba boca abajo, mas no tendida, sino en cuclillas, sentada sobre los calcañares y apoyada en éstos y en los codos, como si anduviera a gatas cuando la sorprendió la muerte.

Pilara certificó que era Anselma, la criada. Alguien aventuró una hipótesis. Antes de morir quiso, quizá, presionar con la espalda hacia arriba, para liberarse del peso que la aplastaba. De ser así, si la llegan a descubrir antes, quién sabe si no la sacan con aliento. Uno de los hombres, que introdujo la mano entre el cuerpo de la mujer y una gruesa viga para retirarla, miró a los de arriba anhelante. —Me ha parecido oír… —¿Qué pasa? —No sé… Me ha parecido oír… Ven tú… Pon las manos aquí. Palparon ambos el costado, entre el pecho y la cadera, y creyeron percibir un sí es no es levísimo, lejanísimo temblor. —¡Callarse toos! —gritó Rufino—. ¡Está viva! Parecía imposible, pues tenía la cabeza enterrada. Comenzaron a trabajar febrilmente. Uno de ellos arañaba la tierra junto a la cara; lo hacía con las manos, por miedo a utilizar el pico y herirla. En pocos minutos el cuerpo de la mujer quedó liberado. Vestía una bata, que se adivinaba azul bajo la película de polvo, y calzaba alpargatas. Era, pues, la única que estaba levantada y vestida cuando sobrevino la desgracia. Retiraron el cuerpo. Bajo el vientre de la mujer muerta apareció el cuerpo vivo de un niño. La mujer, al oír el estrépito del avión y de la bomba, y quizá las primeras sacudidas de la casa, tuvo tiempo de precipitarse sobre la criatura para protegerla y aun de cubrirla y de improvisar una cámara heroica entre los codos y las rodillas, mientras el mundo se derrumbaba en torno. En ese hueco, en aquel claustro materno, el niño vivió cuando los demás morían. Fue un parto terrible e inesperado. Damián y Rufino depositaron en el suelo el cuerpo de Anselma y se acercaron al chiquillo. No tendría más de cinco o seis años. Parecía desvanecido. El color de la piel era el de un muerto, pero respiraba. Un haz de brazos se tendió hacia ellos. Rufino se acercó a la cama.

Damián trepó sobre los escombros para recibir al niño de manos de su compañero y entregarlo a los de arriba. Cuando Rufino fue a cogerle, el niño abrió los ojos y le miró. —¡Despierta, gandul, tus hermanos ya se están desayunando! Apenas pronunciadas las palabras, rituales, Anselma se acercaba a la ventana y la abría de par en par. Había entonces que hundirse bajo las sábanas, o cubrirse la cabeza con la almohada para atrapar ese cabo de sueño que se escapa, ese «un poco más» de vida imaginada antes de que el sol, colándose por el primer intersticio de la persiana entreabierta, cayera sobre él como un chorro de agua caliente y dorada. Tomaba entonces a cerrar los párpados y en la penumbra mental de la duermevela, convivía perezosamente unos instantes más con los últimos jirones del sueño.

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