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La Bestia Rosa – Francisco Umbral

En un domingo, 21 de diciembre, Francisco Umbral se sentó a escribir un diario indiscreto, en el que nos revela su relaciones con Rimbaud. ¡No el poeta, ese endemoniado genio decimonónico francés, que, a lo diecinueve años, ya lo había escrito todo y se largó a Abisinia! La Rimbaud de Umbral es una niña «efeboandrógina, efeboacrática, efeboanarco», a quien, al parecer, conoció en la Bobia del Rastro —en un domingo precisamente— y que llevaba «las gafas de Ramoncín y un tiranosaurio en el hombro», mientras «trapicheaba en el material». Éste es, pues, la verdadera historia de Paco y Rimbaud, el «carroza» sabio y cachondo y la niña esnifadora de popper, libros y mitos que lo trae de cabeza. Pero, no nos engañemos, La bestia rosa no es la niña, ni tampoco él: son «los dos, reunidos en la cópula, un monstruo de dos espaldas».


 

Diciembre. Domingo, 21. Ayer por la tarde, cuando estaba fornifollando con Rimbaud, de pronto vi en sus ojos de Selva Negra un incendio, un crepúsculo vivísimo, y los senos dorados que no tiene se tornaron de un rojo suave, movedizo y flipante. Comprendí que algo pasaba, porque Rimbaud se transfigura tanto y más en la cama, pero no habíamos llegado aún a la transverberación, ni mucho menos, por eyaculación retardada, tráfico enfangado y diciembre aguanevado. Algo así. Efectivamente, un almohadón de gato y encaje antiguo había caído sobre la hoguera breve de los Oriol, que oscurece más que alumbra el alto pajar manhattánico de la muchacha, mientras yo llenaba de ángeles clitoridianos, como periódicos viejos, el sexo de Rimbaud, para a mi vez prenderle fuego a todo. Pero la habitación y la casa y el barrio ardían por fuera. Despenetrados y asustados, miramos a ver en torno y ardía todo lo que no suele arder: el agua de la jarra, los cristales de la ventana, el frío de la terraza, un pie de mármol de Rimbaud, el tiempo transcurrido entre la carta recibida y la carta no contestada. En cambio, las materias tradicional y sensatamente inflamables, como las sábanas, el tiranosaurio, la madera de la cama, la mesa, el baúl o las estepas del Asia Central, los viejos vestidos hospiciano/románticos, nada de eso ardía y gracias a ello nos salvamos, yo envuelto en un traje de Cleo de Merode y ella vestida de portera de la fábrica. La tristeza decembrina se llenó de orfeones de fuego. Vestidos o desnudos otra vez de nosotros mismos, hemos terminado el recorrido por su cuerpo o por el mío, y creo haber obtenido de ella unos orgasmos en cadena que le descienden a la vagina desde las noches barrocas de su cabeza de Salzillo. Luego, ella, y a metida en fuego, sale desnuda a la terraza a seguir quemando cosas, muebles y sonatas, para escándalo de un imparcial barrio madrileño —« la democracia, estos locos de la democracia» —, y por fin nos quedamos sentados en el cadáver del aparador, como niños, viendo arder todo lo que no arde: el aire de tu vuelo, la cola del tiranosaurio, la leche en la nevera, la llamada que viene ya por el hilo del teléfono y, como astro que arde entre Kepler y los Oriol, con su ignorancia elíptica de arabos, el coño de Rimbaud. Lunes, 22. Rimbaud vive/duerme (luego lo contaré mejor y por su orden) con un tiranosauro que es como el gato de su brujería/angeología. El tiranosaurio, algunas noches (duerme naturalmente desnuda), le araña a Rimbaud la espalda, se la deja mordida, enigmática de rayas secas y sangrientas. Y luego, en el amor, cuando está sobre mí tan alta*niña, paso la palma de mi mano por su suavísima espalda accidentada, y tengo celos del tiranosaurio, porque sé que Rimbaud se place y se complace en el dolor amistoso e inocente del bicho, y luego pruebo a arrancarle postillas, hilos duros de sangre, rastro de uñas: —Quieto, que me haces daño. Pero le gusta, acumula dolor sobre dolor, decide que está bien, y me pide ella misma que siga levantándole las postillas, arañando donde ha arañado el bicho. Renueva así su dolor, como cuando Artaud se hurgaba con un puñalito en la herida del cerebro, excita su excitación, alienta su placer, de manera que mi trabajo no es sino la continuación doméstica, masculina, usual, del trabajo casi mitológico de una bestia extinguida, o a extinguir (una cosa entre la iguana y el gato persa). Soy la continuación de un misterioso bicho. Araño donde ha arañado el tiranosaurio, renuevo sangres, gotas frescas, vida, la espalda de la niña, siempre entre los incendios y las calcomanías. Si la violo de espalda, por detrás, puedo ver el dibujo que ha hecho el tiranosaurio, el jeroglífico del juego inocente, nocturno, zoofílico y entresoñado.


No puede, Rimbaud, hacer el amor con su pequeño tiranosaurio, pero puede ofrecer su desnudo de loto y sol cansado para que el bicho arañe, muerda, juegue… Si no duerme conmigo, Rimbaud duerme con el bicho, que se pega a su espalda en posición fetal, como en rarísimo embarazo extrauterino, embarazo espaldar de un monstruo en una niña. Si duermo yo con ella, trato de acoplarme como sé que se acopla el tiranosaurio (dormido, en tales casos, sobre un almohadón que tiene bordado un tiranosaurio), y muerdo y araño y divierto su sueño con mi rollo, hasta sentirme, hasta saberme convertido en un bicho de ley enda, degradado/sublimado. Por la mañana, en el espejo, me veo cara de iguana. Miércoles, 24. La saliva, vestido de saliva por Rimbaud, recorrido despacio por su lengua, esto es y a mi mortaja, dulce telaraña de saliva joven, sudario de muchacha, paciencia de su lengua por mis pezones, mi escroto, mi recto, viaje de la culebra roja y feliz que es la lengua por el paisaje yermo, por la tierra baldía de mi cuerpo, toaste land de donde huye Eliot, católico/reaccionario* o lo que fuera, entre landas de picha y semen tierno. La lengua de Rimbaud, su femenina lengua mentirosa, su lengua de inventar cuentos con barba, dos hermanos en uno, hermana muy tetuda que no tiene, recorre ahora mi cuerpo con la sinceridad de la saliva. Mortaja prefinal, hilo de niña, envoltura caliente, gran ternura. Su lengua me comulga, yo soy su eucaristía, colegiala reciente de conventos sumergidos, ha pasado al altar derribado de mi cuerpo, comulgante callada de las edades que en un hombre se adunan como camellos doblados unos contra otros. Hay arena muy fina (esa arena que dejan siempre los cuerpos cuando joden) en la sabana virgen de la niña. Investido en lenguaje de saliva, alfabeto mojado que me habla esta muchacha en su silencio, mar que viene paso a paso, caballito de mar que me frecuenta, cuerpo revisitado, o ese monstruo marino que devora mi falo, que hace submarinismo entre mi cuerpo, lengua de ella en mi ano, esto sería una cota de malla hace veinte años, pero ahora, cuando ya sólo doy de mí un miembro tardobarroco, más cosa de antiquité y Patrimonio Artístico Nacional que apero de joder como es debido, ahora, digo, el homenaje salival de la muchacha se me ha tornado funéreo, tristísimo. Su lengua de mentir y comulgar. Lengua fresca de niña, entre la eucaristía y la hipocresía, como todas las lenguas infantiles. Lengua, pájaro de saliva, pico suave, lentísimo gusano por mi piel, con rastro de palabras muy mojadas. Tu saliva, Rimbaud, niña, mi amor, ha vestido esta noche al desnudo, acto de caridad, más que lujuria, comprobación muy tenue que los niños, tan bucales, hacen de las semillas y los sexos. Jueves, 25. Hay el día en que Rimbaud se lava la cabeza con mucha frecuencia y lo suyo es una orgía de jabones, geles, champúes, cosas que roba en el híper, cosas que le regala el droguero, que está enamorado de ella y la llama « flor de la mañana» y así, y Rimbaud se pone muy deprimida por gustar tanto a esa clase de personal: —Ya sólo triunfo con las carrozas. Debo estar gordísima. Para pasar la depresión, Rimbaud se lava la cabeza, desnuda toda ella en la ducha, dejando que los lujos para el pelo le resbalen por todo el cuerpo, en un hermoso e inseguro recorrido que siempre olvida un copo de espuma en un pezón o en una axila, como una batalla perdida o ganada, más la frontera de nieve que se acumula en el borde del pubis, como las fronteras naturales que se acumularon en el invierno de Rusia, dejando a Hitler, Napoleón y Muñoz Grandes varados en la blancura incorporada, saludándose cada uno en su idioma, derrotados, desconcertados y sin entenderse (algo así deduzco del libro de Historia que estoy ley endo, mientras Rimbaud se lava la cabeza y de paso se ducha, o a la inversa). Mi niña no se seca nunca la cabeza, ni se la peina, de modo que lo que abrazo durante todo el día es una fuente romana con la melena de piedra mojada por el agua y el viento de los turistas. Quizá, si hay sol, se pone un rato en el quicio de la ventana, o en la terraza, con el tiranosaurio en el regazo (vestida sólo de su braga) y el sol le peluqueriza los cabellos de ángel de Pasolini, una selva negra, salvaje, joven y hermosa, donde ella, por aliviar un poco tanta fiereza, se pone una cinta en lazo. A la noche, en la cueva de música y afgano, cuando deja su cabeza en mi cuello, durmiendo sus sueños despiertos, respiro esa humedad de pelo, todavía, y me vuelve de golpe, en la mitad del túnel de la noche, la lámina en contraste de su desnudo al sol —quicio de la ventana—, cuando la luz sacaba esquinas a sus pechos, a sus caderas (apenas esquinadas) y el sol volvía a ser negro, como lo es en su origen de carbón, en la melena negra de la niña. Viernes, 26. Lo que habría que hacer ahora, para empezar por el principio y que esto tuviera planteamiento (Pereda y otros melorrústicos hacen planteamientos topográficos, paisajísticos, y uno acaba perdiéndose en el bosque de la prosa descriptiva, geográfica y catastral, y uno no se salva hasta que tira el libro, como abriendo una puerta, y ya está otra vez en casa), lo que habría que hacer, digo, es contar cómo yo nunca he contado con una picha mía, propia, disponible, sino que mi cosa siempre ha sido posesión de unas u otras, pues las mujeres se pasan el falo masculino como se pasan las agujas de punto de la abuela, de generación en generación, y uno tiene que pedirle, a la celadora de turno, que le deje el instrumento para ir a mear, cuando ya no puede más. Después del planteamiento, vendría el nudo, o sea, cómo yo lucho contra una mujer que trata de apropiarse para siempre de mi pene y embalsamarlo o llevarlo junto a la sangre de San Pantaleón, que por cierto estos días ha vuelto a licuarse/coagularse, para edificación de relapsos. El conflicto estaría en que la mujer/amante quiere mi órgano sexual para estos fines místicos y la mujer/esposa lo quiere para rodar la harina de las empanadillas, que es lo que ha usado toda la vida para que las empanadillas le queden coruscantes.

En este conflicto místico/doméstico, la solución podría ser que y o me la corto (si no la tuviese y a cortada) y se la arrojo a una lectora de platea para que se haga un fetiche negro de color blanco. El resto del reparto muere envenenado de empanadillas de picha y San Pantaleón vuelve a licuarse mientras las monjas abominan del siglo y hacen empanadillas rellenas de sangre licuada del santo (que siempre sobra un poco hasta la próxima glaciación), y las reparten entre los pobres y las porteras de la cercana calle de los Hermanos Serrano Súñer. Como cuando Luis Trabazo, escritor orensano, tuberculoso y difunto, cantó en su propio entierro finos aires gallegos, hasta echar la sangre por la boca (una licuación laica, o licuación/laicización), y la sangre salpicó la empanada de lampreas y luego él ofrecía empanada al personal con sus propias manos de muerto, y sólo la probaron los perros. No sé si voy a ser capaz de desarrollar tan poderoso argumento, dado que me falta el andamiaje de aquellos novelistas/albañiles del XIX (ya los palotes de los siglos parecen andamios) y me falta, sobre todo, fe en el realismo catastral de la vida. Sea como fuere, uno siente la necesidad de contarlo todo por salvarse en lo amarillo, y diré que mi picha ha sido fetiche familiar que ha pasado de criadas a niñas de la casa, de meretrices a novias de primera comunión, de locutoras madrileñas a empleadas llenas de resignación e inexperiencia, y que ahora, en el momento en que escribo, no puedo decir exactamente si mi picha está bajo la almohada de pluma (sus propias alas, que se hace almohadones con las plumas que se le desprenden) del ángel custodio, o en el interior de la vagina negra de Rimbaud, que se masturba entre Rimbaud y el vino tinto, con tan práctico instrumento, o en el secreter de Rimbaud, litografía y verso, de droga verde y tabaco paranoico, que suele guardar estas cosas entre abanicos de la abuela, jeringas de los y onquis que se han suicidado por ella con una sobredosis, sortijitas notariales de su madre y postales andróginas de Pasolini. Mientras no encuentre mi picha o mi pluma no puedo seguir escribiendo. Quien primero tuvo mi picha o tomó posesión de ella, en un vandalismo característico de los ricos, fue Teresita, hija de un presidente de Diputación del falanghitlerismo. Teresita era jesuitina, pálida, malvada, guapa y dispuesta. Teresita, a sus diez u once años, tomó mi picha casi infantil, subdesarrollada, infradesarrollada, una pichita tiritante de después de la guerra o después de la nieve, no recuerdo, y me enseñó que esa cosa amarilla y como grasienta que se me formaba en torno al capullo, era el esmegma, exudación natural y protectora que había que limpiar con agua o con la uña para que no se acumulase o pululase de microbios. Así que muchas tardes, a la luz austral/boreal de la nieve que había caído en la luna, nos metíamos en la cochera oficial de su padre, con olor a neumático mojado, o nos subíamos a la copa de una acacia, si era abril, y mientras y o comía pan y quesillo, o sea gatillos, o sea el fruto blanco y nutritivo de la acacia, Teresita me lavaba la picha, con agua, me limpiaba la esmegma, me secaba con el borde conventual de su* túnica y luego se metía todo el material en la boca: —Los pobres siempre tenéis hambre —me decía, puesto que yo no paraba de comer gatillos. Pero en seguida a ella se le llenaba la boca niña con las flores de acacia de mi semen, que era como un ramo blanco y puro, perfumado y casi infantil, que le salpicaba en pétalos el halda azul de jesuitina. A veces solía venir una criada suy a, encebollándonos con su cebolla, a disfrutar de los caprichos de la señorita, de modo que, si me pongo a hacer memoria, me parece que, durante toda la década de las nieves, mi picha fue propiedad de Teresita, que la llevaba en sus plumieres perfumados como un pito de barro. Pitaba de pronto en clase, para asustar a la monja, y como era la hija del presidente de la Diputación, nadie le quitaba su pito, o sea el mío. Durante la década de las lluvias, que fue la siguiente, mi picha, que Teresita debía haber dejado abandonada por cualquier parte, caprichosita como era, entre sus huesos de taba de jugar a las tabas, mi picha, digo, pasó a posesión del ángel de las masturbaciones, que ahora recuerdo como un ángel sombrío, resentido, adolescente, furioso, vagamente parecido a mí en los espejos, pero tirando a azul en el color de la piel, mientras que yo tiro a amarillo, como el esmegma, como este folio y como el amarillo propiamente dicho. El ángel de las masturbaciones era como un anticipo opuesto y simétrico al ángel custodio. El ángel de pestañas postizas, que vendría siglos más tarde, después de inviernos como glaciaciones y veranos como dinastías egipcias, el ángel custodio es lo que un estructuralista podría oponer el día de mañana, estudiando mi obra, al ángel de las masturbaciones, porque el ángel de las masturbaciones era narcisista, resentido, desesperado, blanco por fuera y rosa por dentro, pero siempre tirando a azul, y con las rodillas sucias como yo mismo. Lo más sospechoso era que se acordase tanto de Teresita, cuando yo no me acordaba ya para nada. Siglos más tarde, la vida, que no es sino el organigrama equivocado de un estructuralista bujarrón y pasado de moda, encontraría para mí esta figura gratificante y compensatoria del ángel custodio, criatura nicena, teológica y con pestañas postizas de cabaret a lo Crazy Horse, que, entre tanta geología de mujeres y lagos bioespaciales, tuvo para mí, no sé por qué, la virtud ensalmatoria, refrescante, lustral y medieval de devolverme mi picha como colocándole a un retablo barroco lo que le faltaba, la pieza perdida. (Sólo la mujer como ángel custodio —esta y otras— le redime a uno para siempre del ángel de las masturbaciones, que, si no, puede dominar y ensombrecer toda una vida). El ángel llevaba mi picha por la vida como una luz, como un cirio rizado, como una lámpara etrusca, y a veces le ponía delante su mano derecha (lo portaba en la izquierda) para proteger la llama, no sé qué llama, del viento de los mercados, las multitudes de la Gran Vía, las corrientes de aire de los teatros, la galopada de los caballos locos y sexuales de su espectáculo o la nieve que estaba nevando en su Canadá natal y podía apagarle la vela, aquí en Madrid. El ángel custodio, durante mucho tiempo, llevó mi picha en su serón de medio hippy, entre polveras, lápices de maquillaje, compresas ensangrentadas, petrodólares (escasos), rollos de celuloide rancio, pedazos de pan también rancio, pestañas postizas de repuesto y una malla de ballet. Por la noche, en su camerino, colocaba la picha/vela entre los tarros de pintura, delante de su espejo, y a la luz de la picha se pintaba de oro negro y motas rojas su bellísimo rostro, creando otra belleza, innecesaria, sobre la natural y canadiense. También, entre número y número de desnudos, leía libros o traducía alguna cosa mía para las revistas en inglés, en su máquina de escribir portátil de color verde, color que le sugirió pintar de verde, una noche, todo el camerino colectivo, y así lo hizo, anegando a los otros caballos de la cuadra salvaje/vaginal en numerosas manos de brocha verde que intoxicó a unas cuantas chicas, cambió la hermosura de otras e incluso arruinó el espectáculo (el público se cansaba de ver tantas tetas verdes pintadas a brochazos). La echaron a la calle, y entonces siguió en su buhardilla/apartamento, con la picha a modo de vela, o la vela a modo de picha, leyendo y escribiendo, hasta que llegaba yo, ella soplaba la vela y sólo nos iluminaba el fuego de frecuentes incendios. Nos metíamos en la cama, y ella y a tenía la cosa dentro, picha o cirio rizado, de modo que yo no tenía más que agitarme un poco, hablarle de sexo en inglés sin saber inglés y procurar que le llegase el orgasmo.

Inevitablemente, y según la escena/piloto que he descrito, acababa habiendo un orgasmo en sus ojos de color báltico mientras su vagina seguía helada y su clítoris aterido y canadiense. Le pedí que me devolviese mi picha, le agradecí las traducciones para siempre y ahora debo decir que, aparte el fuego eterno a que pudo llevarme, como llevan siempre los ángeles, ella sabía masturbarme con sus manos de señorita granjera o su boca de Charlotte Rampling, y sólo con eso había alejado para siempre de mi vida el ángel de las masturbaciones. Durante la década del sol, liberado yo del ángel de las masturbaciones, al que dejé encerrado en unos urinarios de estación de cercanías, con olor a mierda y a soldado, y antes de que el ángel adónico apareciese en mi vida, la picha que lleva, o debiera llevar, mi nombre pasó a manos de compradoras de curiosidades, extranjeras de tienda de antigüedades, cursillistas de castellano, casadas jóvenes de Oslo, como Bodil, u holandesas de barra, como Ketty Keuzemkamp. Durante la década del sol tuvimos el sol encima todo el tiempo, apenas hubo noches, las mujeres habían adoptado ya el bikini como prenda habitual para ir incluso a la ópera, y la población se fue a residir casi masivamente a los litorales con espuma fresca, extranjeros desnudos y bancos de hielo que venían remolcados desde Groenlandia por las mulas de una multinacional y el látigo de un tour-operator. El sol, sí, estuvo más cerca de la Tierra que nunca, durante una década o casi, y por eso no hubo guerras mundiales, la gente viajaba en submarinos profundísimos y las presentaciones de libros, si eran de Taurus o Gallimard, se hacían siempre a nivel abisal. Sólo los premios horteras se daban en la superficie. La década del sol fue, quizá, la más feliz, poética o musical para mi picha/pene/falo, y a que por entonces conoció su valor como anti-quité y como curiosidad del Rastro. Yo iba al Rastro un domingo por la mañana, le dejaba mi adminículo al Berchi, o a cualquier otro y, cuando volvía, ’al domingo siguiente, recuperaba el miembro y, con él, una pela larga, unos cuantos verderones, lechugas, lagartos, kilos o sábanas de cinco mil, porque los chamarileros de la gran chamarilería madrileña donde nací habían ido compravendiendo mi cosa como si fuese una viruta barroca, un pez de colores o un dedo cortado de ángel goticoflamígero de un retablo desguazado en Salas de los Infantes o en Murcia. Durante la semana, el objeto había pasado de turista caprichosa a coleccionista pederasta de antigüedades, de Gregorio Prieto (quizá le faltaba picha a uno de sus arcángeles barrocos de colección) o Orson Welles, que andaba por el Rastro bebiendo vino caliente, fumando puros pornográficos y viviendo todavía el tópico de la España dif erent, un tópico muy de la década del sol. Finalmente, y en plena primavera madrileña de la señora Stone, y o recuperaba el adminículo, dando por terminado el trapicheo, me guardaba el pastón, de donde y a iba deducida la comisión de los grandes hombres del Rastro, y en cuanto llegaba a la pensión estudiantil donde vivía, me metía en el baño a examinar detenidamente el miembro, no fuera que tuviese carcoma de chancro, polilla de sífilis o blenorragia de otros bichitos de esos que se alimentan de plateresco/churrigueresco y otros barroquismos tardíos, como se alimentan los críticos de arte, que viven en espiroquetas. Si la cosa ofrecía un aspecto inocente, aunque hubiese perdido un poco el estofado renacentista que siempre tuvo, yo me la colocaba como el herniado que se coloca la hernia en su sitio, por debajo del braguero. Pero quien más disfrutó, detentó (aunque no sin derecho, como sugiere esta palabra), saboreó, paladeó y manoseó mi picha de oro renacentista y orina clara, durante la década del sol, fue María José, de diecisiete años, estudiante de Letras en la Complutense (como hoy Rimbaud), hija y nieta de una gran familia bien del barrio de Salamanca. María José, alta, niña, bella, dura, blanda, irónica, llena de risa y tabaco, digamos que descubrió las pichas en mi picha, los ángeles y arcángeles (incluido el de las masturbaciones) del eróticoplateresco que era todo y o, en mí, y por eso fuimos felices mientras ella llevaba el objeto de arte entre sus cuadernos de apuntes o en su bolso de bandolera, revuelto, con olor a pizarrín, tranvía, griego y vino. Cómo era, dios mío, cómo era. Nos habíamos conocido en el café/sotanillo de Teide, en Recoletos, a la sombra gótica, pero y a apenas flamígera, de César González-Ruano, y así como el ángel de pestañas postizas se corresponde estructuralmente al ángel de las masturbaciones, en esta historia (se corresponde/opone), debo decir que la efeboandrógina María José se corresponde (sin oponerse) a Teresita: niña de clase superior a la mía, bellezas parecidas, temperamentos parecidos, que toma/toman mi objeto íntimo con la naturalidad y simpatía con que las clases altas han depredado siempre al pueblo, en este país, en este Madrid de chisperos (herreros de Maravillas con fraguas que echaban chispas) y manolas (judías conversas de Lavapiés que exageraban su majeza para disimular). María José/Teresita durmió toda la década del sol, o casi, con mi objeto debajo de su almohada burguesa. Al terminar la década, comprendió que tenía una década más y decidió casarse. Había terminado la etapa infantil de dormir con pichas debajo de la almohada. No lo hubiera visto bien ni Freud.

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