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La bandera inglesa – Imre Kertesz

Si quisiera contar ahora la historia de la bandera inglesa, a lo que un grupo de amigos me anima desde hace días o quizá meses, debería mencionar primero la lectura que me enseñó a admirar la bandera inglesa—diríase que rechinando los dientes—, debería hablar de mis lecturas de aquel entonces, de mi pasión por la lectura, decir de qué se nutría, de qué casualidades dependía, como ocurre, por cierto, con todo aquello que reconocemos como destino con el paso del tiempo, sea por su lógica implacable, sea por su absurdo, debería explicar cuándo empezó esa pasión y adonde fue parar, debería contar, en suma, toda mi historia. Y como esto es imposible, por falta no ya de tiempo sino también de los debidos conocimientos, pues quién puede afirmar de sí mismo que conoce su vida, por mucho que posea ese equívoco saber que cada cual creer tener de su existencia, que es básicamente un proceso incognoscible—sobre todo para uno—, un tránsito y un desenlace (óbito o exitus), como esto es imposible, repito, considero que lo más correcto sería comenzar la historia de la bandera inglesa por Richard Wagner. Y si bien Richard Wagner podría llevarnos a la bandera inglesa de manera directa, con la misteriosa precisión de un leitmotiv consecuente, debería empezar, de hecho, para hablar con propiedad de Richard Wagner, por la redacción. Dicha redacción ya no existe, como tampoco, desde hace tiempo, el edificio en el que sí existió para mí, y mucho, por aquel entonces (tres años después de la guerra, para ser exactos): la redacción con sus pasillos oscuros y sus rincones polvorientos, con sus minúsculas piezas cargadas de humo de tabaco, iluminadas por bombillas peladas, con sus llamadas telefónicas, sus gritos, el tableteo de las máquinas de escribir, tan parecido al de las armas de fuego, los fugaces momentos de agitación, las continuas congojas, los diversos estados de ánimo, y luego la angustia permanente y cada vez más invariable que parecía surgir de los rincones y que acabó impregnándolo todo, esa redacción antigua que había dejado de recordar, hacía tiempo, las antiguas redacciones y a la que yo acudía todas las mañanas a una hora atormentadora, por temprana: a las siete, por decir algo. «¿Con qué esperanzas?», reflexioné en voz alta, públicamente, ante el grupo de amigos que me alentaba a relatar la historia de la bandera inglesa. Hoy veo como en una película a aquel joven que debía de tener unos veinte años y al que en aquel entonces consideraba y vivía como mi propio yo, por una ilusión de los sentidos a la que todos estamos expuestos; en ello influye, probablemente, el hecho de que él—o yo—también se viera (o me viera) como en una película. Por otra parte, sin embargo, no cabe duda de que tal circunstancia permite narrar la historia, que de lo contrario resultaría inenarrable, como ocurre con todas las historias, que dejaría de ser, por tanto, una historia, y que, si se narrara de otra forma, acabaría contando precisamente lo contrario de lo que debería contar. Esa vida, la de un joven de veinte años, sólo era sostenida por su capacidad de ser formulada, sólo transcurría, con sus fibras nerviosas, con todo su afán convulso, en el plano de dicha capacidad. Esa vida aspiraba, con todas sus energías, a vivir, con lo cual se oponía, por ejemplo, a mi aspiración actual y también, lógicamente, a mis formulaciones actuales, a estas formulaciones que no cesan de fracasar, de chocar con lo informulable, de luchar—en vano, claro—con lo que no puede formularse: en aquel entonces, el afán de formular aspiraba, por contra, a mantener a oscuras lo informulable, esto es, la esencia, o sea, la vida que transcurre en la oscuridad, que se mueve a tientas en la oscuridad, que carga con el peso de la oscuridad, pues sólo así podía ese joven (yo) vivirla. Mediante la lectura, mediante esa epidermis que cubría las diversas capas de mi vida, me mantenía en contacto con el mundo como a través de un traje protector. Este mundo suavizado por la lectura, distanciado por la lectura, destruido por la lectura, era mi mundo mendaz, pero aun así vivíble y, de vez en cuando, casi tolerable. Al final se produjo entonces el momento previsible en que me perdí para la susodicha redacción y me perdí también para… a punto he estado de decir para la sociedad; de hecho, si hubiera habido una sociedad o, dicho de otro modo, si aquello que había hubiera sido una sociedad, me habría perdido para esa cosa parecida a una sociedad, para esa horda que gemía como un perro, que gritaba como una hiena hambrienta, siempre ávida de cualquier cosa que pudiese destrozarse a mordiscos; hacía tiempo que me había perdido para mí mismo y casi me perdí también para la vida. No obstante, incluso en este punto más bajo—que por aquel entonces, al menos, tenía por el más bajo, aunque después conocí uno más bajo, y luego otros más bajos hasta caer a una profundidad insondable—se mantenía lo formulable o, dicho de otro modo, el enfoque de la cámara o, para expresarlo con más precisión todavía, la lente de una cámara que era, para dar un ejemplo concreto, un novelón de pacotilla. No sé ni de dónde lo había sacado, ni cómo se titulaba, ni de qué trataba. Ya no leo esos novelones, desde que en el transcurso de la lectura de uno de ellos descubrí de pronto que no me interesaba saber quién era el asesino, que en este mundo—en un mundo asesino—resultaba no ya equívoco y, de hecho, escandaloso, sino también superfluo preguntarse por la identidad del asesino, porque todos lo eran. En aquel entonces, hace quizá cuarenta años, sin embargo, ni siquiera se me planteó esta formulación; no era de aquellas que mis aspiraciones de hace cuarenta años, más o menos, consideraran útiles, pues el asesinato sólo era un hecho más, uno de esos simples hechos—aunque no el más insignificante— entre los cuales vivía, entre los cuales me veía abocado a vivir (porque quería vivir). Mucho más importante era para mí la costumbre del protagonista, un hombre de oficio arriesgado—un detective privado, tal vez—, su costumbre, digo, de «regalarse» siempre algo, un whisky o, a veces, una mujer o algún viaje en coche por carretera, desenfrenado y sin rumbo, antes de acometer una de esas empresas suyas en las que se jugaba la vida. Por aquel entonces, ya me acechaban peligros mortales en la redacción: para ser preciso, peligros fatalmente aburridos pero no por eso menos mortíferos, nuevos todos los días y, sin embargo, siempre iguales. Por aquel entonces, tras una pausa tan breve como totalmente injustificada, volvieron a aparecer las tarjetas de racionamiento, sobre todo para la carne, tarjetas del todo superfluas, por supuesto, en particular tratándose de la carne, puesto que no se disponía de la cantidad de carne suficiente para conferir cierta seriedad a la distribución de dichas tarjetas. Por aquellas fechas inauguraron—o volvieron a inaugurar—un restaurante llamado Corvin, perteneciente a unos grandes almacenes del mismo nombre, donde (como los grandes almacenes eran de propiedad extranjera, de las fuerzas de ocupación concretamente) también se servía carne, pero sin pedir tarjetas de racionamiento, aunque, eso sí, cobrando el doble del precio habitual (es decir, el doble de lo que habrían pedido en otro sitio, si en otro sitio hubieran servido carne), y por aquellas fechas, cuando volvía a acecharme, previsiblemente, algún peligro de muerte fatalmente aburrido en la redacción— en forma de alguna «reunión» con solemne título, por ejemplo—, «me regalaba» en ese restaurante con un filete de carne rebozada (muchas veces gracias a un adelanto sobre mi sueldo del mes siguiente, porque la institución del adelanto se mantuvo vigente durante un tiempo, por causa de algún olvido sin duda, cuando todo había perdido ya su vigencia); y por mucho que me enfrentara a numerosos, diversos y fatalmente aburridos peligros de muerte, la conciencia de haberme «regalado» algo antes, o sea, la conciencia de mi prevención, de mi secreto, es más, de mi libertad inherente a aquel adelanto y a aquella carne rebozada adquirida sin la tarjeta de racionamiento, de los que, salvo yo, nadie podía saber con la excepción del cajero, que sólo sabía del adelanto, y del camarero, que sólo sabía de la carne rebozada, dicha conciencia me ayudaba ese día a superar horrores, infamias y humillaciones. Por aquellas fechas, los días de diario, que se estiraban entre sol y sol, se habían convertido en días de infamia sistemática, aunque la formulación—o la serie de formulaciones—de cómo se convirtieron en tales, de ese proceso sin duda muy digno de atención, ya no forma parte del recuerdo de mis formulaciones, ni tampoco, probablemente, de mis formulaciones de aquel entonces. La causa debía de residir, a buen seguro, en el hecho de que—tal como he mencionado— mis formulaciones se limitaban a ponerse al servicio de la mera práctica de la vida, de la mera posibilidad de continuarla entre sol y sol, considerando la vida como algo dado, lo mismo que el aire que debía respirar o el agua en que podía nadar. Mis formulaciones no prestaban atención alguna a la calidad de la vida como objeto de formulación, por cuanto dichas formulaciones no servían al conocimiento de la vida, sino, tal como he señalado, a cómo vivirla, esto es, a cómo eludir su formulación. Por aquellas fechas, por ejemplo, se celebraban ciertos juicios en el país, y a las preguntas del grupo de amigos que me animaba a narrar la historia de la bandera inglesa, a las preguntas insistentes y mareantes de aquel grupo integrado sobre todo por antiguos alumnos míos, o sea, por personas unos veinte o treinta años menores que yo y que, sin embargo, no eran ya del todo jóvenes y a las que no les importaba interrumpir e impedir con sus preguntas el relato de la historia de la bandera inglesa, a las preguntas, pues, de si «me creía», por así decirlo, las acusaciones planteadas en aquellos procesos, de si «creía» en la culpa de los acusados y así sucesivamente, les respondí que por aquel entonces ni siquiera había surgido en mí la duda de si eran creíbles o no dichos procesos. En el mundo que entonces me rodeaba—el mundo de la mentira, del horror y del asesinato, que es como puedo calificarlo sub specie aeternitatis, con lo cual, sin embargo, ni siquiera rozo la realidad y singularidad de ese mundo—, ni tan sólo se me ocurría pensar que aquellos procesos no fueran pura mentira, que los jueces, los fiscales, los testigos y hasta los acusados no mintiesen, que no funcionara, eso sí, de manera infatigable, una única verdad, la del verdugo, o que pudiera funcionar una verdad que no fuese la de la detención, del encarcelamiento, de la ejecución, del tiro en la nuca o de la horca.


Todo esto, sin embargo, sólo ahora lo formulo con agudeza, con estas palabras que definen de manera decidida—como si por aquel entonces (o en estos momentos) hubiera existido (o existiera) alguna base sólida para cualquier definición—, ahora que me animan a contar la historia de la bandera inglesa, de tal modo que me veo obligado a narrar desde la perspectiva de una historia, a atribuir significado a aquello que en la conciencia general—en esa conciencia equivocada elevada al rango de generalidad—ha adquirido significado, pero que en la realidad de aquel entonces—al menos para mí—apenas lo tenía o lo tenía de una forma del todo distinta. En consecuencia, no puedo contar, por ejemplo, que en aquella época sintiera algo así como indignación por los procesos que se celebraban: no recuerdo ni considero probable haberla sentido, por el simple hecho de que no percibía, ni en mí ni en mi entorno, ningún tipo de moral en cuyo nombre hubiese podido indignarme. Con todo ello, sin embargo, sobrevaloro y doy demasiadas vueltas, insisto, a lo que significaban aquellos procesos para mí—para un yo que ahora contemplo desde muy lejos, como si lo viera en una película gastada, tembleque y a punto de cortarse—, porque, a decir verdad, sólo llegaron a rozar mi atención; significaban, digámoslo así, el espesamiento del peligro continuo y, por consiguiente, de mi repugnancia continua, la intensificación del peligro que quizá no me amenazaba directamente o, para usar una fórmula poética, el oscurecimiento del horizonte, junto al cual, no obstante, aún se podía leer algo, si es que lo había (por ejemplo, Are de triomphe). A mí no me afectaron las repercusiones morales de los procesos que se celebraban por aquellas fechas, sino más bien las que se producían en el ámbito de lo sensorial, de tal modo que no me provocaron consideraciones morales sino más bien reflexiones que se movían en el plano de los órganos sensoriales y de las fibras nerviosas, esto es, reflexiones debidas a sensaciones tales como la ya mencionada repugnancia, luego la alarma, la extrañeza, la incredulidad pasajera y la inseguridad generalizada. Recuerdo, por ejemplo, que por aquellas fechas era verano y que ese verano se presentó de entrada con un calor casi insoportable. Recuerdo que en ese verano de calor casi insoportable a alguien de la redacción se le ocurrió la idea de que era necesario transmitir una formación superior y, por así decirlo, teórica a los «compañeros de trabajo jóvenes», que así era como nos llamaban. Recuerdo que en una noche particularmente sofocante de ese verano particularmente sofocante, una de las personalidades más poderosas de la redacción, una personalidad del todopoderoso partido, una personalidad todopoderosa del partido, una personalidad temida por todos, más poderosa y más responsable que el todopoderoso y responsable redactor jefe, aunque su autoridad persistiera bastante en lo oculto—si se me permite esta paráfrasis heideggeriana—, nos impartió, como quien dice, una clase teórica, como quien dice, a los «compañeros de trabajo jóvenes». Recuerdo el cuarto en el que transcurrió la clase, cuarto hoy inexistente del que no queda ya ni rastro, la llamada «sala de máquinas», término que designaba una pieza atestada de máquinas de escribir, de mecanógrafas que aporreaban dichas máquinas a ráfagas, de escritorios y mesas comunes y silvestres, sillas, caos, cantidad de teléfonos, cantidad de colaboradores, cantidad de fuentes sonoras, todos ellos enmudecidos en esa noche, desconectados y apartados, para dar cabida a los fervorosos oyentes sentados en sus asientos y al conferenciante que los adoctrinaba. Recuerdo que estaba abierta la puerta de dos hojas que daba al balcón y que yo envidiaba al conferenciante porque salía con gran frecuencia, al final casi a cada minuto, casi a modo de una coma en su discurso, a refrescarse en ese enorme balcón y no se detenía hasta llegar a la barandilla, donde se inclinaba sobre el larguero y contemplaba en cada ocasión el abismo humeante del Kórút, y recuerdo que yo, confinado en aquel cuarto tórrido, imaginaba cada vez lleno de anhelo las hojas polvorientas que bordeaban la calle y que tal vez se mecían ligeramente movidas por el aire del crepúsculo, los transeúntes que paseaban debajo, la terraza pobretona del café de enfrente, llamado primero Szimplon y luego Szimpla, las prostitutas clandestinas que se dirigían apresuradamente y de forma muy poco clandestina sobre sus tacones altos a sus puestos habituales en las calles Népszínház o Bérkocsis. Tanto más me llamó la atención, aunque luego necesitara tiempo para entender el significado de lo ocurrido, el hecho de que este todopoderoso, que entretanto se había puesto rojo como un cangrejo, que emanaba sudor a raudales por la frente y que temblaba a más no poder por el esfuerzo, según creía yo en aquel momento (si es que creía algo), el hecho, digo, de que no procurara bajar cuanto antes a la calle después de la conferencia, que, al contrario, le costara separarse de nosotros, nos interpelara incluso individualmente hasta que por fin logramos liberarnos de él y yo pude salir al balcón y mirar, respirando aliviado, abajo, a la calle, que el todopoderoso acababa de pisar tras franquear la puerta del edificio, momento en el cual dos ominosos personajes, listos para actuar, se bajaron rápidamente de un coche negro estacionado junto a la acera e introdujeron al todopoderoso en el vehículo, con un poco de exceso de celo, quizá, justo cuando, en el silencio que se produce de golpe en el crepúsculo e interrumpe por un breve instante el alboroto de la ciudad tras un día insoportable, casi como culminación o como pausa en la pieza orquestal, se encendieron de repente las luces fantasmagóricas de las farolas. A vosotros, personas cultas y maduras, dije a aquel grupo de amigos formado básicamente por antiguos alumnos que me animaba una y otra vez a narrar la historia de la bandera inglesa, ya no os asombrará saber adonde llevó aquel coche negro a su víctima ni el hecho de que ese hombre todopoderoso no cesara de mirar desde el balcón el vehículo que aguardaba abajo, confiando en un principio en que no lo esperara a él, aunque al cabo de unos minutos, durante la charla, ya empezó a tomar conciencia de que, en efecto, el coche negro lo esperaba a él y, una vez adquirida tal certeza, ya sólo le cupo estirar el tiempo cuanto pudo y aplazar el momento de despedirse y salir por la puerta del edificio; a mí, en cambio, no sé qué me sorprendió más y de forma más desagradable, si el encuentro, cuatro, cinco o seis años después, con un anciano destrozado, roto y medio ciego, en el que reconocí, aterrado, al antiguo todopoderoso, en la entonces todavía existente alameda de la avenida Andrássy, luego Stalin, luego Juventud Húngara, luego República Popular, etcétera, o la reunión de la redacción, la llamada «reunión relámpago», convocada deprisa y corriendo el día posterior a la escena del balcón, en la que me vi obligado a enterarme de cosas horripilantes, inconcebibles, sobre aquel todopoderoso que un día antes aún provocaba un terror generalizado, una admiración generalizada y un servilismo también generalizado. Todas esas monstruosidades nos las comunicó, ora pateando el suelo histéricamente como un niño malcriado, ora haciendo estallar una ira increíblemente violenta como un ser que, mortalmente angustiado, volvía a un estado primitivo del hombre, se reducía a una ameba palpitante, a una simple masa viviente y gelatinosa y se sumía por completo en ese estado de regresión, nos las comunicó, digo, el responsable, el redactor jefe que el día anterior, precisamente, aún se arrastraba ante el susodicho todopoderoso, temblando y haciendo reverencias y tratando de congraciarse con él. En la actualidad sería del todo imposible y, además, del todo inútil recordar las inconcebibles afirmaciones de ese hombre y sus aún más inconcebibles palabras, consistentes en un mejunje de toda clase de acusaciones, improperios, aseveraciones, justificaciones, calumnias, promesas, amenazas, expresado de la forma más extrema, de tal modo que los improperios no se arredraban, por ejemplo, ante los nombres de animales, de fieras de tipo canino sobre todo, y las aseveraciones recurrían al vocabulario religioso más mojigato. A esas alturas sentí curiosidad por saber si el grupo de amigos que me animaba a narrar la historia de la bandera inglesa era capaz de imaginar la escena ni que fuese de forma aproximada y les pedí que hicieran el esfuerzo, puesto que no disponía, por desgracia, ni de la capacidad plástica ni de los instrumentos expresivos para describirla: por más que lo intentaran, se esforzaran y asintieran con la cabeza, estoy convencido de que no lo consiguieron, por la sencilla razón de que nadie puede imaginar tal escena. No se puede imaginar que un hombre adulto, de más de cuarenta años de edad, que comía con cuchillo y tenedor, se ataba la corbata, hablaba la lengua de la clase media culta y exigía, siendo como era redactor jefe y responsable de la redacción, exigía, digo, que se confiara sin reservas en su juicio, no se puede imaginar, insisto, que un hombre así, sin estar borracho ni haber perdido de golpe la razón, s

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