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La balada de la carcel de Reading – Oscar Wilde

CUALQUIER diccionario nos informa de que Oscar Fingal O’Flahertie Wills Wilde, que se quedó en Oscar Wilde, nació en 1854 en la entonces británica Irlanda y murió en París en 1900, a los cuarenta y seis años. A los cuarenta era un triunfador. Sus poemas, ensayos, narraciones y, en especial, su teatro, de muy notable ingenio, marcaban la moda literaria en Londres y le permitían llevar una vida de lujo refinada, al tiempo que exhibicionista y escandalosa, como fundador y cabeza visible de un culto y un movimiento esteticistas que, un siglo después, no ha dejado de tener seguidores y devotos. Aunque casado y padre de dos hijos, Wilde se movía en ambientes homosexuales, y fueron sus amores con un guaperas aristócrata, fatuo y engreído, los que en un par de años le llevaron del triunfo y el aplauso social al más absoluto execramiento. «Ciego por voluntad y por destino», como nuestro Tassis y Peralta, Wilde se enfrentó sin más armas que su ingenio a todos los convencionalismos Victorianos en bloque y, como era de esperar, le trituraron. Perdió a su mujer y a sus hijos (que tuvieron que cambiar de apellido para el resto de sus días), perdió sus derechos y propiedades (entre éstas su exquisita biblioteca, maltratada y dispersada en pública subasta), y fue condenado a dos años de trabajos forzados, condena que cumplió en la cárcel de Reading, no lejos de la capital. Su paso por la prisión acabó con él. El primer año, sobre todo, con un director que se ensañaba torturándole legalmente y no le permitía ni el desahogo de escribir, quebraron para siempre la altivez de quien tan rápido pasó de la cima al hondón en la noria de la Fortuna. Pero en su segundo año de encarcelamiento, suavizadas sus condiciones de vida por el cambio de director en el penal, Wilde escribió las que sin duda son sus obras maestras: esta Balada de la cárcel de Reading que ahora publicamos, y una larga carta a su ex-amante, que conocemos con el título de De profundis (In carcere et vinculis) , dos obras escritas desde el absoluto desgarro y el más hondo dolor, en las que una sensibilidad y un arte sutiles y avezadas dejan los juegos de espíritu para expresar sufrimientos y angustias terribles. Debemos, sin duda, a la dura prisión de Oscar Wilde «sus obras más destacables», como las califica el Oxford Dictionary of English Literature, pero también le debemos el acabamiento definitivo de un autor que, en los dos años de libertad que aún le permitió la vida, fue incapaz de volver a la creación. De su experiencia del abismo nació el mejor Wilde. Sin ella, su inteligencia y su arte habrían llevado sin duda al escritor por caminos de éxito, pero tal vez hoy no lo releeríamos como lo hacemos. Tras soportarla, el poeta dio de sí lo mejor que en él había, para callar después en espera del fin. Pero hoy seguimos leyendo sus versos, estos versos, y en cada lectura renacen en nosotros el infierno y el cielo de un hombre atormentado, que quiso que su arte hablara por última vez para dar voz a cuantos sufren persecución por la justicia. ♦ ♦ ♦ WILDE escogió muy acertadamente la balada como forma para esta obra y se ciñó a sus características: una historia narrada en verso, centrada en un incididente dramático, en la que el narrador ocupa un papel discreto, de testigo más que de protagonista, todo ello en estrofas de seis versos yámbicos alternados, de ocho y seis sílabas, con rima en los pares. La balada, de origen popular y, en un principio, cantada, pasó a la poesía culta y dio lugar en la literatura inglesa del siglo pasado a obras tan hermosas como El viejo marino, de Coleridge y La belle dame sans merçi, de Keats, a las que se suma, con igual o mayores méritos, La balada de la cárcel de Reading, de Oscar Wilde. Mi versión ha procurado ser fiel al contenido especialmente, ya que el ritmo, fundamental en inglés, es imposible de trasvasar al castellano. Sólo la lectura del original, publicado aquí en paralelo a la traducción, permitirá disfrutar de la música, popular, sabia y eficaz, que da toda su fuerza a este texto. En cuanto a las ilustraciones de John Vassos, reproducen las de la edición neoyorquina de 1928 (E. P. Dutton & Co., Inc.), que su autor dedicó «a todos los presos». En la misma editorial, John Vassos ilustró igualmente Salomé y los Poemas de Oscar Wilde. J.


M. LA BALADA DE LA CÁRCEL DE READING In memoriam C. T. W. * Antiguo soldado de la Guardia Real a Caballo, murió en la cárcel de Su Majestad de Reading, Berkshire, el 7 de Julio de 1896. por C.33 ** * Charles Thomas Wooldridge ** Oscar Wilde I YA no vestía su casaca escarlata, porque rojos son la sangre y el vino y sangre y vino había en sus manos cuando lo sorprendieron con la muerta, la pobre muerta a la que había amado y a la que asesinó en su lecho. Entre los reos caminaba con un mísero uniforme gris y una gorrilla en la cabeza; parecía andar ligero y alegre, pero nunca vi a un hombre que mirara con tanta avidez la luz del día. Nunca vi a un hombre que mirara con ojos tan ávidos ese pequeño toldo azul al que los presos llaman cielo y cada nube que pasaba con sus velas de plata. Yo, con otras almas en pena, caminaba en otro corro y me preguntaba si aquel hombre habría hecho algo grande o algo pequeño, cuando una voz susurró a mis espaldas: «¡A ese tipo lo van a colgar!» ¡Santo Cristo!, hasta los muros de la cárcel de pronto parecieron vacilar y el cielo sobre mi cabeza se convirtió en un casco de acero ardiente; y, aunque yo también era un alma en pena, mi pena no podía sentirla. Sólo sabía qué idea obsesiva apresuraba su paso, y por qué miraba al día deslumbrante con tan ávidos ojos; aquel hombre había matado lo que amaba, y por eso debía morir. ♦ ♦ ♦ Aunque todos los hombres matan lo que aman, que lo oiga todo el mundo; unos lo hacen con una mirada amarga, otros con una palabra zalamera; el cobarde lo hace con un beso, ¡el valiente con una espada! Unos matan su amor cuando son jóvenes, y otros cuando son viejos; unos lo ahogan con manos de lujuria, otros con manos de oro; el más piadoso usa un cuchillo, pues así el muerto se enfría antes. Unos aman muy poco, otros demasiado, algunos venden, y otros compran; unos dan muerte con muchas lágrimas y otros sin un suspiro: pero aunque todos los hombres matan lo que aman, no todos deben morir por ello. No todo hombre muere de muerte infamante en un día de negra vergüenza, ni le echan un dogal al cuello, ni una mortaja sobre el rostro, ni cae con los pies por delante, a través del suelo, en el vacío. No todo hombre convive con hombres callados que lo vigilan noche y día, que lo vigilan cuando intenta llorar y cuando intenta rezar, que lo vigilan por miedo a que él mismo robe su presa a la prisión. No todo hombre despierta al alba y ve aterradoras figuras en su celda, al trémulo capellán con ornamentos blancos, al alguacil sombríamente rígido, y al director, de negro brillante, con el rostro amarillo de la sentencia. No todo hombre se levanta con lastimera prisa para vestir sus ropas de condenado mientras algún doctor de zafia lengua disfruta y anota cada nueva crispación nerviosa, manoseando un reloj cuyo débil tictac suena lo mismo que horribles martillazos. No todo hombre siente esa asquerosa sed que le reseca a uno la garganta antes de que el verdugo, con sus guantes de faena, franquee la puerta acolchada y le ate con tres correas de cuero para que la garganta no vuelva a sentir sed. No todo hombre inclina la cabeza para escuchar el oficio de difuntos ni, mientras la angustia de su alma le dice que no está muerto, pasa junto a su propio ataúd camino del atroz tinglado. No todo hombre mira hacia lo alto a través de un tejadillo de cristal, ni reza con labios de barro para que cese su agonía, ni siente en su mejilla estremecida el beso de Caifás. II DURANTE seis semanas el guardia de corps recorrió el patio con su mísero uniforme gris; llevaba en la cabeza su gorrilla y parecía andar ligero y alegre, pero nunca vi a un hombre que mirara con tanta avidez la luz del día. Nunca vi a un hombre que mirara con ojos tan ávidos ese pequeño toldo azul al que los presos llaman cielo, y cada nube vagabunda que arrastraba sus enmarañados vellones. No retorcía sus manos, como hacen esos insensatos que pretenden criar a la raptada esperanza en la cueva de la negra desesperación; él sólo miraba hacia el sol y bebía el aire matinal. No retorcía sus manos ni lloraba, ni miraba de refilón, ni languidecía, sino que bebía el aire como si creyera que contenía algún calmante saludable; ¡bebía el sol a bocanadas como si creyera que era vino! Y yo y todas las almas en pena

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