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Kilometros De Sonrisas – Alvaro Neil

A las cinco de la mañana, en una desvencijada sala de espera del aeropuerto de São Paulo (Brasil), hacía recuento de mis pertenencias: cámara de fotos, pasaporte, libreta de direcciones… ¿Libreta de direcciones? Primera baja. Había olvidado en Oviedo la libreta con los teléfonos de contacto que durante meses estuve recopilando. Habría sido mejor que hubiera dejado de repasar la lista, pero me resultaba difícil evadirme. Mi espíritu aún estaba en España, porque, como suele ocurrir, los detalles de última hora son muchos más de los que pensamos y ocupan toda nuestra atención. En mi caso no era un asunto trivial. Mi vida había dado un giro de ciento ochenta grados. Tras cinco años trabajando en una notaría de Madrid decidí renunciar a la seguridad del sobre a fin de mes, por un sueño: recorrer el mundo en bici. Vivía de alquiler en la capital y, dos semanas antes del viaje, tuve que hacer la mudanza a la casa de mi madre, en Oviedo. Para ahorrar dinero contraté el servicio con una persona que ofrecía «portes económicos». La mudanza me salía tan barata porque yo debía ayudarlo a meter todo en su furgoneta y viajar con él desde Madrid para descargar en Oviedo. Quedamos en mi casa a las ocho de la mañana, pero al ver que no llegaba comencé a bajar algunas cajas. Tres horas más tarde el tipo seguía sin aparecer, pero para entonces yo ya tenía todos mis objetos personales en la acera. Lo llamé por el móvil y se excusó diciendo que, como ese día terminaba la Vuelta Ciclista a España en Madrid, había muchas calles cortadas. Mi cabreo y mi dolor de espalda se esfumaron cuando lo vi aparecer. No era agradable contemplar mi ropa, mis muebles y mis recuerdos, a la vista de todo el que por allí pasaba. Parecía que me hubiesen desahuciado. —No va a caber en la furgoneta —fue lo primero que dijo al llegar. —Pues tiene que entrar, porque no tengo dónde dejarlo —le contesté. Metimos lo que pudimos y el resto lo subimos de nuevo. El alquiler del apartamento finalizaba ese mismo día a las doce de la noche y debía dejarlo vacío. Lo único que se me ocurrió fue llamar a un amigo. Afortunadamente era domingo: —Viti, ¿estás en casa? —Sí, ¿por qué? —respondió sorprendido; ya me había despedido de él ayer. —Por nada. No te muevas, que voy para allá. Por culpa de la Vuelta Ciclista, nos costó dios y ayuda atravesar Madrid a las dos de la tarde y llegar hasta su casa.


Mi cara de preocupación fue suficiente para que Viti aceptara meter en su cuarto todo lo que traíamos. De nuevo a descargar la furgoneta y a subir cajas y más cajas. ¿Por qué acumularemos tantas cosas innecesarias? Volvimos a mi barrio, llenamos la furgoneta con el resto de las cosas y pusimos, por fin, rumbo a Oviedo. A las dos de la mañana llegábamos a nuestro destino. Por suerte mi madre vivía en un primer piso. Al terminar la mudanza del primer cargamento, el hombre quería que lo acompañara a Madrid para traer el resto. —Ni loco. Me he pasado toda la noche embalando, y luego subiendo y bajando cajas…, estoy muerto. Te pago el doble de lo acordado y el próximo fin de semana te subes lo que quedó en casa de mi amigo. Aunque no pareció muy convencido, regresó solito a Madrid. A los dos días yo debía tomar el avión para comenzar el viaje. Con el estrés de los últimos días en España, que me hubiera olvidado la libreta de direcciones era lo mínimo que me podía haber pasado. ¡Al menos no había olvidado la bici! Ésta viajaba en la bodega del avión junto con el resto de mi equipaje. Tras la experiencia de la mudanza, tener que meter mis pertenencias en cinco bolsitas me parecía sencillo. Calcetines, ¿dos o tres?: dos. Calzoncillos, ¿tres o cuatro?: uno. Y así con todo. —Senhoras e senhores passageiros procedentes de Madrid, o vôo da companhia Varig número 7830 com destino a La Paz está pronto para decolar, embarquem por favor! La dulce voz de la mujer, hablando en portugués por la megafonía del aeropuerto, me devolvió a la realidad. Mi espíritu ya había llegado. Cuando el avión aterrizó en la capital más alta del mundo, a cuatro mil setenta metros de altitud, sentí una pequeña molestia a la altura de la garganta. No era un picor, más bien una leve inflamación. Estaba acojonado. Una vez en tierra, desembalé la bici, le ajusté el manillar, coloqué los pedales y las ruedas, y les di aire. Varios taxistas observaban con interés la operación. Ya imaginaban que, al tener la bici, no iba a precisar de sus servicios.

Pero lo que ellos miraban con mucho interés era la caja de cartón en la que la traía. —¿Quieres la caja? —pregunté al que tenía más cerca. —Claro, si a usted no le importa —me dijo con naturalidad. Empezaba a tener conciencia de dónde estaba. Si una caja de bicicleta era un bien deseado, ¿qué pensamientos les provocarían la bici, el reloj o el saco de dormir? Coloqué las alforjas en los dos portabultos y descendí a la gran urbe desde El Alto, que es como se llama el pueblo en el que está el aeropuerto de la capital. El cuentakilómetros de la bici no funcionaba. ¿Acaso le afectaba el mal de altura? Varios días más tarde me di cuenta de que había colocado del revés la rueda que sujetaba el sensor del cuentakilómetros. Al llegar a las primeras casas de La Paz me detuve en una plaza atestada de coches que iban y venían amenazando con llevarme por delante. No sabía si torcer a la derecha o a la izquierda, si continuar recto o quedarme parado. No tenía a dónde ir. Empecé a buscar pensiones, y me quedé en la que me hacía mejor precio. Con lo que me costaba pagar el alojamiento allí no me hubiera llegado en Madrid ni para ir al cine. Doce interminables horas estuve tirado en la cama de aquella oscura habitación. Sentía que mi cerebro se iba a salir del envase. Debido al mal de altura, aquí denominado soroche, me costaba gran dificultad respirar. Subir la bici cargada con las alforjas hasta el tercer piso de la pensión me había agotado. No en vano eran cerca de cincuenta kilos de peso. Tenía la nariz taponada por una hemorragia nasal, lo que me obligaba a tomar aire por la boca, con la consiguiente sequedad de ésta. La idea de que no hacía ni un mes tenía trabajo, coche y apartamento en alquiler, me trepanaba el cráneo aumentando mi malestar. Mi idea inicial se parecía poco a mi proyecto final. En un principio pretendía recorrer Sudamérica en bicicleta y hacer mis espectáculos de clown en algunas ciudades para sacar algo de dinero. «¿Y por qué no actuar gratis?», pensé una tarde en un sugerente atasco de Madrid. Podría ser algo así como una ONG sobre dos ruedas, que va regalando sonrisas a la gente más humilde. Todo proyecto que se precie debe tener un nombre, y si voy a darme una paliza de kilómetros, mejor que sean dulces, alegres… «Kilómetros de sonrisas». El proyecto ya tenía nombre.

Sería algo así como un payaso que recorre los países haciendo reír. Rápidamente se me vino a la cabeza la organización Payasos sin Fronteras. Les conté el proyecto y quedaron encantados. Me apoyarían con un seguro de accidentes por si las moscas. Lo que más deseaba era no tener que utilizarlo pero lamentablemente, o afortunadamente, no todos nuestros deseos se cumplen. Ramón, un cliente de la notaría, se ofreció a poner a mi disposición su empresa, NT Consulting, para crear una web donde ir narrando mi viaje. En pocos días nació biciclown.com. Infructuosamente busqué patrocinio para este proyecto solidario: Acción Contra el Hambre, Cáritas Internacional, Cruz Roja… A todos les encantaba la idea pero nadie aportaba ni una miserable peseta. Desilusionado, pero decidido a llevar a cabo la empresa, vendí mi coche para financiar el proyecto. Kilómetros de sonrisas sería un proyecto «autofinanciado». Como comprendí mucho tiempo después, los verdaderos sueños sólo tienen un motor: el corazón de quien los ideó. Un cortante silencio Dejé las cosas en la pensión y fui a la embajada de España a preguntarles por los de Escuelas Sin Fronteras. Era una ONG boliviana que, poco antes de salir de Madrid, había contactado conmigo por correo electrónico para ofrecerme su ayuda. Sabían de mi proyecto por los medios de comunicación. Se habían comprometido a ir a buscarme al aeropuerto pero, salvo que se hubiesen disfrazado de taxistas, no aparecieron. El policía nacional de la embajada me aseguró, con marcado acento sevillano, no conocerla: —Ni idea, quillo. Fue con el único con el que pude hablar, porque la agregada cultural estaba reunida con el embajador, y éste con el responsable de asuntos internos, y éste con la responsable de las taquillas, y…, bueno, me fui al patio del edificio a reunirme con mi bici. Me facilitaron, no obstante, un listado de direcciones de ONG españolas y comencé a llamarlas, desde una cabina de teléfonos que se hallaba a cien metros de la misión diplomática. Mi intención era contactar con personas interesadas en mi espectáculo, convivir con ellos y empaparme así de la realidad de aquella olla a presión que era La Paz. Después de gastar en inútiles llamadas el dinero destinado a comer ese día, arrojé en una de las escasas papeleras de la calle el listado y regresé a la embajada. Por fortuna para mí había terminado la reunión, y Elena, la asistente de la agregada cultural, me invitó a comer un emparedado y me solucionó la papeleta. Llamamos desde su oficina al Instituto Domingo Savio, regentado por los salesianos, y tan pronto supieron de mi proyecto ya me estaban esperando con los brazos abiertos. Me subí en la bici y anduve por la caótica ciudad los más de diez kilómetros hasta el instituto. Percibía en el aire olores desconocidos para mí.

Me sentía emocionado por el reto al que hacía frente. Tenía la impresión de que era un extraterrestre. La gente me miraba, al menos eso pensaba yo, como si nunca hubiese visto un ciclista con alforjas. Haciendo eslalon entre los coches que circulaban de lado a lado, llegué a mi destino dos horas más tarde. El sol comenzaba a ocultarse detrás de los altos cerros y el frío amenazaba con hacer de las suyas. En el Instituto Domingo Savio me aguardaba el padre Luis, español. Tenía más de setenta años, y era de corta estatura, pero todavía daría sopas con hondas a más de un joven. Era el director del centro. Las normas de convivencia con ellos eran bien simples: —Nos levantamos a las seis de la mañana a rezar. A las siete el desayuno. Tú puedes ir directamente al desayuno —me dijo. Ya no tenía que volver a la pensión; mi preocupación básica, que consistía en procurarme un lugar de descanso, estaba cubierta. Además, el padre Luis amenizaba los desayunos con increíbles historias de la cultura boliviana, que mi guía de Sudamérica de más de setecientas páginas de papel biblia ni siquiera mencionaba. Como la del matrimonio silviñacui: Según una curiosa costumbre matrimonial, los novios, antes de casarse, viven juntos un tiempo que puede llegar incluso a los dos años. Si ven que la cosa no funciona pueden separarse sin problemas. Aunque hayan tenido hijos. Y si les va bien y se quieren casar, la comunidad les construye una casa, pero si en el futuro abandonan el pueblo no pueden venderla. Y si después de casados se separan, están obligados a devolver los regalos que recibieron; y si ya no los tienen, deben entregar en su lugar otros de semejante valor. El mundo de estos pueblos, tan primitivo a primera vista, se regía por normas en las que imperaba el sentido común. Como estudiante de leyes que yo había sido, me sorprendía la sencillez con la que resolvían estos problemas matrimoniales, que en Occidente provocan el colapso de los tribunales. Pero la leyenda más impresionante que me contó fue la del pueblo aymara que habitaba el poblado de Achacachi. Sus habitantes eran tan fieros que entre sus costumbres se hallaba la de comer gente. Sobre esa leyenda gira la novela Martina, del boliviano Roberto Laserna, en la que un hombre viola a su criada. Al quedarse embarazada, él la despide. Tiempo después, ella encuentra trabajo en otra casa; allí acude invitado a un banquete su antiguo señor, el hombre que la había violado.

Ella, esa noche, como venganza, mata a su propio hijo y lo cocina. Después lo sirve como plato principal para que su padre se lo coma. Al escuchar las historias del padre Luis, pertenecientes a una cultura tan diferente a la mía, dudaba de si la gente entendería mis bromas durante los espectáculos. No en vano, era la primera vez que viajaba a este continente. Actuar gratis no me eximía de responsabilidad artística y profesional. Las actuaciones que quería ofrecer en Sudamérica no diferían en intensidad emocional de las que llevaba haciendo durante más de quince años en España. Pronto saldría de dudas, porque al día siguiente estaba previsto el espectáculo para todos los chicos del turno de tarde del Instituto Domingo Savio. Eran más de ochocientos. Salió bien, aunque comprendí que tenía que adaptar un poco la puesta en escena. Al llegar al número del «culobásket», nada más anunciarlo, se produjo un cortante silencio. Proseguí, a pesar de ello, y al finalizar me dijeron que esa palabra, «culo», suena en esas latitudes demasiado fuerte, como el peor de los agravios. Tras cinco días en el Instituto Domingo Savio conviviendo con el «triunvirato», como así se autoproclamaban el padre Luis, el padre Pastor y el hermano Guillermo, me mudé a casa de Valeria, la directora de Fundarte (Fundación para las Artes).

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2 comentarios

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  1. Ame el vídeo de una conferencia que hizo y el libro que escribió es magnífico de verdad, me dio mucha motivación a hacer lo que más me gusta sin importar nada lo mejor es perseguir tus sueños y nada más eso

  2. gracias por el aporte, excelente

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