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Kant y el ornitorrinco – Umberto Eco

Qué tiene que ver Kant con el ornitorrinco? Nada. Como veremos, con fechas en la mano, no podía tener nada que ver. Y esto bastaría para justificar el título y su incongruencia de conjunto que suena como un homenaje a la antiquísima enciclopedia china de borgesiana memoria. ¿De qué habla este libro? Sin contar con el ornitorrinco, de gatos, perros, caballos, y también de sillas, platos, árboles, montañas y otras cosas que vemos todos los días, y de las razones por las que distinguimos un elefante de un armadillo (incluidas aquellas por las que no solemos confundir a nuestra mujer con un sombrero). Se trata de un problema filosófico formidable que ha obsesionado el pensamiento humano desde Platón hasta los cognitivistas actuales y que ni aun Kant (como veremos) supo, no digo resolver, sino ni siquiera plantear en términos satisfactorios. Imaginémonos yo. Ésta es la razón por la que los ensayos de este libro (redactados en el transcurso de doce meses, retomando temas que he tratado —en parte en forma inédita— en los últimos años) nacen de un núcleo de preocupaciones teóricas entrelazadas y remiten el uno al otro, aunque no deban leerse como «capítulos» de una obra que tenga ambiciones sistemáticas. Si los diferentes párrafos a veces están meticulosamente numerados y subnumerados, es sólo para permitir remisiones rápidas de un ensayo al otro, sin que este artificio deba sugerir una arquitectura subyacente. Si es mucho lo que digo en estas páginas, muchísimo es lo que no digo, sencillamente porque no tengo ideas precisas al respecto. Es más, me gustaría adoptar como emblema la cita de Boscoe Pertwee, un autor del siglo XVIII (desconocido para mí), que he encontrado en Gregory (1981, p. 558): «Hace tiempo estaba indeciso, pero ahora ya no estoy tan seguro». Escritos, bajo el signo de la indecisión y de numerosas perplejidades, estos ensayos nacieron de la sensación de no haber correspondido algunas letras que firmé al publicar el Tratado de semiótica general, en 1975 (retomando y desarrollando una serie de investigaciones iniciadas en la segunda mitad de los años sesenta). Las cuentas pendientes concernían al problema de la referencia, del iconismo, de la verdad, de la percepción y de lo que en aquel entonces yo denominaba el «umbral inferior» de la semiótica. En el transcurso de estos veintidós años, han sido muchos los que me han planteado cuestiones muy apremiantes, oralmente o por escrito, y muchísimos los que me preguntaban si y cuándo escribiría una actualización del Tratado. Estos ensayos también han sido escritos para explicar, quizá más a mí mismo que a los demás, por qué no lo he hecho. Las razones son fundamentalmente dos. La primera es que, si en los años sesenta se podía pensar en vincular los miembros desperdigados de muchas investigaciones semióticas para intentar una summa, hoy en día su área se ha extendido tanto que (mezclándose con la de diversas ciencias cognitivas) cualquier sistematización nueva resultaría precipitada. Estamos ante una galaxia en expansión, y no ante un sistema planetario cuyas ecuaciones fundamentales se puedan dar. Lo cual me parece una señal de éxito y de salud: la interrogación sobre la semiosis se ha vuelto central en muchísimas disciplinas, incluso por parte de los que no pensaban, o no sabían, o incluso no querían hacer semiótica. Esto era verdad ya en tiempos del Tratado (por poner un ejemplo: no fue porque hubieran leído libros de semiótica por lo que los biólogos se pusieron a hablar de «código» genético), pero el fenómeno se ha extendido tanto que es aconsejable practicar, por parte de quienes siguen una estrategia de la atención, y por muy selectivos que sean sus criterios teóricos, una especie de tolerancia ecuménica, en el mismo sentido en el que un misionero de manga ancha decide que también el infiel, sea cual sea el ídolo o el principio teórico que adore, es naturaliter cristiano y, por consiguiente, será salvado. Sin embargo, por muy tolerantes que seamos con las opiniones ajenas, también debemos enunciar las propias, por lo menos en cuanto a cuestiones fundamentales. Como integración y corrección del Tratado, heme aquí exponiendo mis ideas más recientes sobre algunos puntos que en ese libro había dejado en suspenso. En efecto (y llegamos a la segunda razón), en la primera parte del Tratado, partía de un problema: si existe, en términos peircianos, un Objeto Dinámico, nosotros lo conocemos sólo a través de un Objeto Inmediato. Manipulando signos, nosotros nos referimos al Objeto Dinámico como terminus ad quem de la semiosis. En la segunda parte, la dedicada a los modos de producción sígnica, presuponía, en cambio (aunque lo explicitaba claramente), que si hablamos (o emitimos signos, de cualquier tipo), es porque Algo nos empuja a hablar.


Con lo cual, se presentaba el problema del Objeto Dinámico como terminus a quo. Haber antepuesto el problema del Objeto Dinámico como terminus ad quem, ha determinado mis intereses sucesivos: seguir las peripecias de la semiosis como secuencia de interpretantes, siendo los interpretantes un producto colectivo, público, observable, que se depositan en el transcurso de los procesos culturales, aunque no se presuma una mente que los acoja, los use, los desarrolle. Y ése ha sido el punto de partida de lo que he escrito sobre el problema del significado, del texto y de la intertextualidad, de la narratividad, de los avatares y de los límites de la interpretación. Precisamente el problema de los límites de la interpretación me ha llevado a reflexionar sobre si esos límites son únicamente culturales, textuales, o si no se anidarán más profundamente. Y esto explica por qué el primero de estos ensayos trata del Ser. No se trata de delirio de omnipotencia, sino de deber profesional. Como se verá, hablo del Ser sólo en tanto que me parece que lo que es pone límites a nuestra libertad de palabra. Cuando se presume un sujeto que intenta comprender lo que experimenta (y el Objeto —que es, en definitiva, la Cosa en sí— se convierte en el terminus a quo), entonces, aun antes de que se forme la cadena de los interpretantes, entra en juego un proceso de interpretación del mundo que, sobre todo en el caso de objetos inéditos y desconocidos (como el ornitorrinco a finales del dieciocho), adopta una forma «primigenia», hecha de intentos y repulsas, forma que es ya semiótica en acto, que va a cuestionar los sistemas culturales preestablecidos. De este modo, cada vez que he pensado en retomar el Tratado, me he preguntado si no habría debido reestructurarlo empezando por la segunda parte. Las razones por las que me lo preguntaba deberían resultar evidentes leyendo los ensayos que siguen. El hecho de que se presenten, justamente, como ensayos, exploraciones vagabundas desde diversos puntos de vista, dice cómo —poseído por el impulso de operar un vuelco sistemático— he advertido que no era capaz de apuntalarlo (y quizá nadie puede hacerlo solo). Por eso he decidido pasar prudencialmente de la arquitectura de los jardines a la jardinería, y en vez de proyectar Versalles, me he limitado a roturar algunos parterres enlazados apenas por sendas de tierra batida (y con la sospecha de que todo a su alrededor siga extendiéndose todavía un parque romántico a la inglesa). ¿Dónde he decidido colocar mis parterres? Decidiendo polemizar (en lugar de con otros mil) conmigo mismo, esto es, con lo que había escrito con anterioridad, corrigiéndome cuando me parecía justo, aun sin renegarme in toto, porque las ideas se van cambiando paulatinamente (a modo de piel de leopardo), nunca globalmente y de un día para otro. Si tuviera que sintetizar el núcleo de problemas en torno a los que he vagabundeado, hablaría de prolegómenos de una semántica cognitiva (que desde luego poco tiene que ver tanto con la veritativo-funcional como con la estructural-léxica, aunque de ambas intenta extraer temas y motivos) basada en una noción contractual tanto de nuestros esquemas cognitivos como del significado y de la referencia — posición coherente con mis intentos previos de elaborar una teoría del contenido en la que se fundieran semántica y pragmática—. Al hacerlo, intento atemperar una visión eminentemente «cultural» de los procesos semiósicos con el hecho de que, sea cual sea el peso de nuestros sistemas culturales, hay algo en el continuum de la experiencia que pone límites a nuestras interpretaciones, por lo cual —si no tuviera miedo de usar palabras mayores— diría que aquí el debate entre realismo interno y realismo externo tendería a componerse en una noción de realismo contractual. Con respecto a esto, me veo obligado a abrir un paréntesis. En 1984 colaboré en la recopilación Il pensiero debole, a cargo de Gianni Vattimo y Pier Aldo Rovatti (Milán, Feltrinelli; El pensamiento débil, trad. cast. de L. de Santiago, Madrid, Cátedra, 1988). Esta recopilación quería ser, en las intenciones de los editores, una palestra de debate entre autores de diferentes orígenes sobre la propuesta de pensamiento débil cuyo copyright pertenecía desde hacía tiempo a Vattimo. Quizá la proporción final entre «debilistas fuertes» (línea hermenéutica Nietzsche-Heidegger) y «debilistas débiles» (pensamiento de la conjetura y del falibilismo) resultó un poco desequilibrada, pero críticos atentos (como era, por ejemplo, Cesare Cases en L’Espresso del 5 de febrero de 1984) se dieron cuenta de que en ese contexto yo parecía estar más del lado de los enciclopedistas que del de Heidegger. No importa: en el ámbito de los medios de comunicación de masas, esa recopilación a menudo se ha entendido como un manifiesto, y, a veces (en el ámbito de una cierta panfletística popular), me he visto enrolar entre los «debilistas» tout court. Considero que, sobre todo en el primer ensayo de este libro, se han reafirmado y aclarado, también a través de algunos respetuosos enfrentamientos polémicos, mis posiciones al respecto. Hay una diferencia entre decir que no podemos entenderlo todo (una vez por todas) y decir que el ser se ha ido de vacaciones (aunque creo que ningún «debilista» ha llegado nunca a tanto).

Pero en fin, por lo menos en una introducción impresa en cursiva, es preciso poner en guardia contra las simplificaciones mediáticas. El lector se dará cuenta de que, empezando por el segundo ensayo y cada vez más a medida que sigo adelante, estas discusiones teóricas mías están entretejidas de «historias». Quizá alguien sepa que, cuando sentí el impulso de narrar historias, lo sacié en otro ámbito y, por lo tanto, esta decisión fabuladora no se debe a la necesidad de realizar una vocación reprimida (tentación de muchos pensadores contemporáneos que sustituyen la filosofía con páginas de bella literatura, en el significado crociano del término). Se podría decir que mi decisión tiene un profundo motivo filosófico: si, como dicen, se ha acabado la era de los «grandes relatos», será útil proceder por parábolas, que nos hacen ver algo en modalidad textual —como habría dicho Lotman, y como nos invita a hacer Bruner—, sin querer extraer gramáticas. Con todo, hay una segunda razón. Al ponerme en una actitud interrogativa sobre el modo en que percibimos (pero también nombramos) gatos, ratones o elefantes, me pareció útil no tanto analizar en términos de modelo expresiones como hay un gato en la alfombra, o ir a ver qué hacen nuestras neuronas cuando vemos una gato en la alfombra (por no hablar de lo que hacen las neuronas del gato cuando nos ve a nosotros sentados en la alfombra; como explicaré, intento no meter la nariz en las cajas negras, dejando este difícil oficio a quien lo sabe hacer), sino que me pareció útil volver a poner en escena a un personaje, a menudo descuidado, que es el sentido común. Se descubre entonces que la normalidad es narrativamente sorprendente. Quizá la presencia de tantos gatos, y perros, y ratones en mi discurso me ha llevado de nuevo a la función cognoscitiva de los bestiarios moralizantes y de los cuentos de hadas. En el intento de, por lo menos, poner al día el bestiario, he introducido el ornitorrinco como héroe de mi libro. Les estoy agradecido a Stephen Jay Gould y a Giorgio Celli (además de a Gianni Piccini a través de Internet) por haberme ayudado simpáticamente en la caza de ese imponderable animalillo (que hace años conocí personalmente). Él me ha acompañado paso a paso, incluso allá donde no lo cito, y me he esforzado en darle credenciales filosóficas, encontrándole inmediatamente un parentesco con el unicornio que, como los solteros, nunca puede faltar en una reflexión sobre el lenguaje. Deudor como soy a Borges de tantas ideas en el curso de mi actividad previa, era un consuelo que Borges hubiera hablado de todo, salvo del ornitorrinco, y disfrutaba así al haberme sustraído a la angustia de la influencia. Mientras iba a dar a la prensa estos ensayos, Stefano Bartezzaghi me señaló que, por lo menos verbalmente, en un diálogo con Domenico Porzio, explicando (quizá) por qué nunca había ido a Australia, Borges habló del ornitorrinco: «Además del canguro y el ornitorrinco, que es un animal horrible, hecho con pedazos de otros animales, ahora también está el camello». [1] Del camello ya me había ocupado, al trabajar sobre las clasificaciones aristotélicas. En este libro explico por qué el ornitorrinco no es horrible, sino prodigioso y providencial para poner a prueba una teoría del conocimiento. A propósito, dada su aparición muy remota en el desarrollo de las especies, insinúo que no está hecho de pedazos de otros animales, sino que los demás animales han sido hechos con pedazos suyos. Hablo de gatos y de ornitorrincos, pero también de Kant —si no, el título sería injustificable—. Es más, hablo de gatos precisamente porque Kant sacó a colación los conceptos empíricos (y si no habló de gatos, habló, en cambio, de perros), y luego no sabía dónde meterlos. He partido de Kant para corresponder otra letra firmada conmigo mismo, en los años universitarios, en los que empecé a redactar un montón de pequeños apuntes sobre ese concepto «devastador» (lo sugirió Peirce) que era el concepto de esquema. El problema del esquematismo nos lo volvemos a encontrar precisamente hoy entre las manos, en lo vivo de la discusión sobre los procesos cognitivos. Pero muchas de estas investigaciones sufren de una base histórica insuficiente. Se habla, por ejemplo, de neoconstructivismo, algunos hacen explícita referencia a Kant, pero muchos otros hacen neokantismo sin saberlo. Me acuerdo siempre de un libro americano, y muy bueno (y callamos, por lo tanto, el ocasional pecador, demorándonos sólo en el pecado), donde aparecía en cierto punto una nota que decía más o menos: «Parece que a este respecto también Kant dijo cosas afines (cf. Brown, 1988)». Si parece que Kant dijo cosas afines, la tarea de un discurso filosófico es volver a ver de dónde partió Kant, y en qué nudos problemáticos se debatió, porque su historia puede enseñarnos algo también a nosotros.

Sin saberlo, podríamos seguir siendo hijos de sus errores (así como de sus verdades), y saberlo podría evitarnos cometer errores análogos o creer haber descubierto ayer lo que él ya había sugerido hace doscientos años. Para decirlo con un juego de palabras, pase que Kant no supiera nada del ornitorrinco, pero el ornitorrinco, para resolver la propia crisis de identidad, debería saber algo de Kant.

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