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Kaddish por el hijo no nacido – Imre Kertesz

No!», dije enseguida, en el acto, sin titubear y de manera como quien dice instintiva, porque entretanto ya resulta del todo natural que nuestros instintos trabajen contra nuestros instintos, que, por así decirlo, nuestros contrainstintos trabajen en vez de nuestros instintos y que incluso ocupen su lugar —así hablé yo con ingenio, si pueden calificarse de ingeniosas mis palabras, o sea, si puede considerarse ingeniosa la pura y triste verdad—, así hablé, digo, al filósofo que se me apareció, después de que tanto él como yo nos detuviéramos en el bosque de hayas o hayal o comoquiera que se llame, un bosque tendente a ralo que resollaba de forma casi perceptible debido a una enfermedad que era acaso la tuberculosis: confieso mi ignorancia y falibilidad en cuestión de árboles, pues sólo reconozco al punto los abetos por sus hojas aciculares y también los plátanos porque me gustan, y hasta el día de hoy reconozco lo que me gusta incluso con mis contrainstintos, aunque no sea ese reconocimiento estremecedor, capaz de apretar el estómago en un puño, listo para dar el salto, electrizante y, por así decirlo, inspirado, con que suelo reconocer aquello que odio. No sé por qué todo es siempre y ante todo diferente en mi caso, es decir, quizá sí lo sepa, pero resulta más cómodo saber que no lo sé. Porque así me ahorro muchas explicaciones. Pero, por lo visto, es imposible eludir las explicaciones, no cesamos de explicar y de dar explicaciones, la vida misma, ese complejo inexplicable de fenómenos y sensaciones, nos las exige, nuestro entorno nos las exige y, por último, nosotros mismos exigimos de nosotros explicaciones, hasta que conseguimos destruir todo a nuestro alrededor, incluidos nosotros mismos, es decir, hasta que por fin conseguimos explicarnos a muerte —esto explico, pues, al filósofo, con esa locuacidad para mí repugnante, pero incontenible, que me viene siempre que no tengo nada que decir y que, mucho me temo, procede de la misma raíz que las abundantes propinas que reparto a troche y moche en taxis y restaurantes y también para sobornar a personas investidas con cargos oficiales o semioficiales, de la misma fuente que mi cortesía exagerada, rayana en la autonegación, cual si me disculpara sin cesar por mi existencia, por esta existencia. Dios mío. Salí simplemente a pasear por el bosque —aunque sólo fuera por esta pobre robleda—, al aire libre —aunque el aire resultara irrespirable—, para airear mi cabeza, digámoslo así porque suena bien, siempre y cuando no nos fijemos en el sentido de las palabras, puesto que, si nos fijamos, veremos que estas palabras no tienen desde luego ningún sentido, así como mi cabeza tampoco necesita ser aireada, sino todo lo contrario, pues soy una persona sumamente sensible a las corrientes de aire; aquí paso —pasé— el tiempo, de forma provisional (y no me desviaré ahora por los meandros que ofrece esta palabra), aquí, en medio del macizo central húngaro, en una casa que podríamos denominar de reposo, aunque también sirve de lugar de trabajo (porque yo siempre trabajo, y no me obliga a ello sólo la supervivencia, pues si no trabajara, viviría, y si viviera, no sé a qué me obligaría, y es mejor no saberlo aunque mis células sin duda lo suponen, lo suponen mis entrañas y por eso trabajo sin cesar: mientras trabajo, existo, y si no trabajara, quién sabe si existiría, de modo que me tomo esto en serio y he de tomármelo así porque entre mi supervivencia y mi trabajo existen, como es lógico, unos vínculos sumamente serios), en una casa, pues, en que me he ganado el derecho a una plaza en la ilustre compañía de intelectuales de similares características a los que precisamente por eso no puedo evitar por mucho que me refugie en el silencio de mi habitación —revelando a lo sumo por el traqueteo sordo de la máquina de escribir el secreto de mi escondite—, o por mucho que ande de puntillas por los pasillos, pero lo cierto es que hay que alimentarse, y así los compañeros de mesa me rodean con su implacable presencia, y también hay que salir a pasear, y entonces, en medio del bosque, se me aparece, vulgar, inoportuno, con la gorra chata a cuadros color marrón y beige, el raglán holgado, los ojos rasgados y verdosos y la cara grande y blanda, similar a una masa de levadura ya amasada y a punto de fermentar, el doctor Obláth, filósofo. Esta es su profesión de correcto ciudadano, rubricada incluso por su documento de identidad, según el cual se trata del doctor Obláth, filósofo, como lo fueran Immanuel Kant, Baruch Spinoza o Heráclito de Éfeso, así como yo mismo soy escritor y traductor literario, y no me pongo en ridículo agregando al nombre de mi oficio una lista de gigantes que eran además verdaderos escritores y —en algunos casos— verdaderos traductores, porque bastante ridículo parezco ya en mi profesión y porque, a ojos de algunos —sobre todo de las autoridades, pero también míos, aunque por motivos, claro está, diferentes—, la actividad de traductor literario reviste mis trajines de cierta objetividad y de la apariencia de un oficio comprobable. «¡No!», gritó, chilló algo en mí enseguida, en el acto, cuando mi mujer (que por lo demás dejó hace tiempo de ser mi mujer) habló por primera vez de ello —de ti—, y el gimoteo sólo se apagó poco a poco en mi interior, de hecho, sólo al cabo de muchos, muchísimos años, para convertirse en la melancolía del desengaño, como aquella cólera desenfrenada de Wotan en la célebre despedida, hasta que entre las formas nebulosas de las voces jadeantes de las cuerdas, por así decirlo, una pregunta se fue perfilando en mi interior con malicia y parsimonia, como actúa una enfermedad latente, y esa pregunta eres tú o, para ser más preciso, yo pero cuestionado por ti o, para ser aún más exacto (con lo cual el doctor Obláth también se mostró de acuerdo): mi existencia vista como posibilidad de tu ser, o sea, yo como asesino, si queremos llevar la precisión al infinito, a lo inconcebible, y esto es lícito aun cuando vaya acompañado de cierta autotortura porque, gracias a Dios, ya es tarde, ya siempre será tarde, tú no existes y yo, en cambio, puedo sentirme plenamente seguro después de haberlo destrozado y pulverizado todo con ese «no»: en primer lugar mi breve y fracasado matrimonio —cuento yo, contaba yo al doctor Obláth, doctor en filosofía, con esa indiferencia que la vida nunca fue capaz de enseñarme, pero que a estas alturas ya practico con cierto desparpajo cuando resulta del todo imprescindible. Y en este caso lo era porque el filósofo se me acercó meditabundo, y yo en seguida me di cuenta de ello por su cabeza tocada con esa gorra de pícaro, chata y ligeramente inclinada, como si se acercara un salteador de caminos bromista que ya se ha echado unas cuantas copas al coleto y ahora duda entre asestarme un golpe o contentarse con un simple rescate, pero desde luego —y casi digo: por desgracia—, Obláth no pensaba en absoluto en tales cosas, porque un filósofo no suele pensar en el bandolerismo y, si lo hace, el tema se le presenta con la forma de una cuestión de calado filosófico, mientras que del trabajo sucio se encargan los expertos, que ya hemos visto situaciones parecidas al fin y al cabo, si bien el hecho de que todo esto se me ocurra precisamente en relación con el doctor Obláth es una mera arbitrariedad por mi parte y casi una imputación maliciosa, porque lo cierto es que no conozco su pasado y confío, además, en que no me lo cuente. Sin embargo, me sorprendió con una pregunta no menos indiscreta que la de un salteador empeñado en averiguar cuánto dinero llevo en el bolsillo, por cuanto empezó a inquirir acerca de mi situación familiar, aunque también es cierto que me informó sobre la suya a modo de introducción o, como quien dice, de anticipo, cual si diera por sentado que si yo podía saberlo todo de él, aun cuando no me interesase para nada, él tenía todo el derecho a enterarse de mi… Pero detengo estas disquisiciones pues percibo que me arrastran las letras, las palabras, que me arrastran en el sentido equivocado para más inri, en una dirección en que, por desgracia, me he sorprendido más de una vez últimamente y cuyos motivos (soledad, aislamiento, exilio voluntario) me resultan demasiado conocidos para preocuparme, porque, al fin y al cabo, yo mismo los fabriqué, cual si fuesen las primeras paladas de una fosa muchísimo más profunda que aún debo cavar terrón a terrón, para que exista algo que en su día me acoja (aunque también es posible que no la cave en la tierra, sino en los aires, que allí no hay estrechez), porque a todo esto, a decir verdad, el doctor Obláth sólo me planteó la inocente pregunta de si tenía hijos; lo hizo, eso sí, con la franqueza burda propia de los filósofos, o sea, sin ningún tacto y para colmo en el peor momento imaginable; pero, claro, ¿cómo iba a saber el hombre que su pregunta, obviamente, me sacudiría? Pues respondí con una locuacidad proveniente de mi exagerada cortesía, rayana en la autonegación, con una verborrea que me repugnaba todo el tiempo mientras hablaba y a pesar de todo le contesté que: «¡No!», dije enseguida, en el acto, sin titubear y de manera como quien dice instintiva, porque entretanto ya resulta del todo natural que nuestros instintos trabajen contra nuestros instintos, que, por así decirlo, nuestros contrainstintos trabajen en vez de nuestros instintos y que incluso ocupen su lugar: pues sí, debido a esta estúpida verborrea, a esta humillación voluntaria e injustificable (aunque existan cientos de motivos para ella, algunos de los cuales ya enumeré arriba si mal no recuerdo), quise vengarme en el doctor Obláth, en el filósofo, cuando lo describí como lo describí en medio del bosque de hayas (o, por mí, de tilos) tendente a ralo, si bien la gorra chata a cuadros color marrón y beige, el raglán holgado, los ojos rasgados y verdosos y la cara grande y blanda, similar a una masa de levadura ya amasada y a punto de fermentar, corresponden exactamente a la realidad. Se trata simplemente de que todo esto podría haberse escrito de otra manera, de forma más equilibrada y considerada y hasta diríase con amor, pero mucho me temo que ya sólo puedo describir así, con pluma mojada en sarcasmo, con pluma burlona, quizá un pelín divertida (no es de mi incumbencia juzgarlo), pero en cierto modo impedida, como si alguien la obligara a retroceder cada vez que se dispone a escribir determinadas palabras, de suerte que mi mano siempre acaba escribiendo palabras imprevistas, palabras simplemente incapaces de proporcionar una descripción amorosa, tal vez porque en mí no existe, mucho me temo, el amor, pero —vamos a ver— a quién iba yo a querer y por qué. A todo esto, el doctor Obláth habló con tanta amabilidad que se me grabaron de manera imborrable (casi iba a decir: funesta) algunas de sus observaciones más destacadas y dignas de atención. Que no tenía hijos, dijo, que de hecho no tenía a nadie, salvo a una esposa que se hacía mayor y luchaba contra las cuitas de la vejez, dijo el filósofo si no lo entendí mal, porque el hombre se expresó de forma más discreta, confiando en que yo entendiera lo que quisiese entender, y entendí, claro, aunque no quería. Y prosiguió el doctor Obláth señalando que este asunto de su carencia de progenie, de hecho, sólo le venía a las mientes en los últimos tiempos, pero, eso sí, cada vez más a menudo, de modo que estaba reflexionando sobre ello en el sendero del bosque, y he aquí que no pudo evitar sacar el tema a colación, probablemente porque también se hacía mayor y poco a poco ciertas posibilidades, tales como la de tener hijos, dejaban de ser posibilidades para él y hasta resultaban del todo imposibles, y ahora empezaba a pensar con frecuencia en ello y lo consideraba, dijo, «una omisión». En ese momento, el doctor Obláth se detuvo en el camino, porque a todo esto habíamos empezado a andar, dos seres sociales, dos hombres enfrascados en una conversación pisando la hojarasca, dos tristes manchas en el lienzo de un paisajista, dos manchas que sacuden los fundamentos de la armonía —nunca existente a buen seguro— de la naturaleza, aunque no recuerdo si fui yo quien se sumó como acompañante al doctor Obláth o si fue él quien se sumó a mí, pero, claro, yo me junté al doctor Obláth, probablemente con el fin de liberarme de él porque así podía dar media vuelta cuando me pareciera oportuno; en ese momento el doctor Obláth se detuvo, pues, en el camino, tensó con un único y melancólico gesto esa cara que parecía fermentada y aquí y allá bastante inflada, echando, concretamente, la cabeza hacia atrás, incluida la gorra de granuja y altanero, y colgando la mirada de la rama que había enfrente cual si fuese una prenda de ropa miserable y raída, pero aun así todavía servible. Y mientras estábamos allí parados, mudos, yo situado en el eje de la fuerza de atracción ejercida por Obláth y él en el eje de la del árbol, tuve la sensación de que pronto sería, a buen seguro, testigo de alguna manifestación confidencial del filósofo; y ocurrió, en efecto, cuando el doctor Obláth abrió por fin la boca y dijo que al afirmar que percibía lo ocurrido —o, mejor dicho, lo no ocurrido— como una omisión, no estaba pensando en una continuidad, en la tranquilidad en cierta medida abstracta, pero, había de admitir, también satisfactoria que daba el hecho de resolver —o más bien, y ese era precisamente el quid de la cuestión, de no resolver— los asuntos personales y suprapersonales en la tierra, es decir, la supervivencia de esta vida con independencia de la autoconservación, o sea, la supervivencia de uno mismo que se prolonga y multiplica en los descendientes, que es (más allá de la autoconservación) el deber podría decirse trascendental, aunque también altamente práctico, del ser humano en la vida, para no sentirse mutilado ni superfluo ni, en definitiva, impotente; y que tampoco pensaba en la perspectiva amenazante de una vejez carente de apoyo, sino que temía otra cosa: «el anquilosamiento afectivo»; esto dijo, exactamente con estas palabras, el doctor Obláth mientras volvía a ponerse en marcha en el sendero del bosque, en dirección, según parecía, a nuestra base, el edificio del balneario, pero de hecho, ya lo sabía yo, rumbo al anquilosamiento afectivo. Y en este su camino me convertí en su fiel acompañante, debidamente estremecido por sus estremecedoras palabras, pero compartiendo cada vez menos su temor que, mucho me temo (o, para ser más preciso, confío o, más bien, estoy seguro), es tan sólo un temor momentáneo y por tanto en todo caso sagrado y, como quien dice, sumergible en la eternidad como en una pila de agua bendita, dado que cuando se produzca el anquilosamiento ya no lo temeremos, ni recordaremos haberlo temido, pues, a decir verdad,

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