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Justicia salvaje – Wilbur Smith

Título original inglés: Wild Justice Copyright Wilbur Smith 1979 William Heinemann Ltd:, London, 1979 Emecé Editores, S.A., 1980 Alsina 20ó2 -Buenos Aires, Argentina 4a Impresión en offset: 4.000 ejemplares Impreso en Compañía Impresora Argentina S.A., Alsina 20ó1, Buenos Aires, marzo de 1982. IMPRESO EN ARGENTINA. PRINTED IN ARGENTINA Había tan sólo quince pasajeros que esperaban el avión de la British Airways en el aeropuerto Victoria de la isla de Mahé, en la república oceánica de las Seychelles. Dos parejas formaban un apretado grupito, mientras aguardaban su turno para cumplir con las formalidades de aduana. Los cuatro eran jóvenes, muy tostados por el sol, con aire descansado y alegre, después de la estadía en esa isla paradisíaca. De todos modos, uno de los pasajeros volvía insignificante a los otros tres en virtud del simple esplendor de su presencia física. Era una mujer alta, de miembros largos y un cuello soberbio y esbelto, Los cabellos abundantes, dorados. estaban recogidos muy alto; el sol le había dado un tono áureo que resaltaba la lozanía y la salud juvenil de su piel. Al avanzar con la ondulante gracia de una pantera, sus pies dentro de unas sandalias muy abiertas. los pechos voluminosos y erguidos temblaban firmemente bajo la delgada tela de la remera y las nalgas redondas, firmes, llenaban plenamente la loneta desteñida de sus pantalones, cortados con tijera por encima de la rodilla. En la parte delantera de su remera se podía leer: SOY UN FRUTO DE AMOR y debajo, había un dibujo, muy sugestivo, de un coco de mar. La mujer sonrió esplendorosamente al oficial de inmigración, un nativo de piel oscura, en el momento de tenderle un verde pasaporte de Estados Unidos, con el águila dorada, y se volvió para hablar con su compañero en un fluido alemán. Recogió el documento y se dirigió con los otros a la zona de seguridad. Volvió a sonreír a los dos hombres de la policía de las Seychelles que tenía a su cargo el control de armas, y descolgó de su hombro la bolsa de red que llevaba. – ¿Quieren inspeccionar esto? -preguntó. Todos rieron. La bolsa contenía dos grandes cocos de mar. Este fruto de forma grotesca, que dobla en tamaño a una cabeza humana, era el recuerdo más popular entre los turistas que visitaban las islas. Cada uno de sus compañeros llevaba trofeos similares en bolsas de red, y el oficial de la policía no tomó en cuenta los objetos consabidos e hizo pasar su detector metálico rápidamente por los bolsones de grueso nylon que formaban el resto del equipaje de mano. El detector zumbó ásperamente ante uno de los bolsos y el joven que lo llevaba mostró con aire intimidado una pequeña cámara Nikkor-mat.


Hubo nuevas risas y el oficial de policía hizo una señal a los viajeros para que pasaran al Salón de Embarque. Éste ya estaba lleno de pasajeros en tránsito que se habían embarcado en Mauricio. Por las ventanas del salón se podía ver un gran Boeing 747 estacionado sobre la pista e iluminado crudamente por los reflectores, mientras los ténderes de combustible caracoleaban a su alrededor. No había asientos libres en el salón y el grupo de cuatro formó un círculo, de pie bajo uno de los grandes ventiladores de estilo indio. La noche era pesada, húmeda, y la masa humana dentro del ámbito cerrado llenaba el aire de humo de tabaco y de las emanaciones de los cuerpos acalorados. La rubia parecía dirigir la alegre conversación, entrecortada por repentinas explosiones de risa. Era algo más alta que los dos hombres y le llevaba una cabeza a la otra mujer, de tal modo que el grupo constituía un centro de atención para los centenares de pasajeros. Los modales de los cuatro habían cambiado sutilmente desde el momento de entrar al salón: había en ellos algo así como una sensación de alivio, como si hubieran superado un grave estorbo, una excitación casi febril en el timbre de las risas. En ningún instante se quedaban callados, y descansaban alternativamente en uno u otro pie, mientras las manos jugaban con el pelo o con la ropa. Aunque eran evidentemente un grupo cerrado; envuelto en una atmósfera casi conspiratoria de camaradería, uno de los pasajeros de tránsito dejó a su mujer sentada, se levantó de su asiento y atravesó el salón. – ¿Hablan ustedes inglés? -preguntó, mientras se aproximaba al grupo. – Era un hombre morrudo, de unos cincuenta y tantos años, con una mata de espeso pelo gris, anteojos con grueso marco de carey y el aire aplomado que dan el éxito y el dinero. El grupo se abrió ante él de mala gana. Fue la rubia alta quien contestó, como si le correspondiera por derecho. – Por supuesto. También soy norteamericana. – ¿En serio? -preguntó el hombre, chasqueando la lengua-. ¿Qué me dice? -Se puso a estudiarla con franca admiración-. Deseaba saber qué es eso -dijo, señalando el bolso con los cocos que ella había dejado en el suelo. – Son cocos de mar -contestó la rubia. – ¡Ah, sí! Alguien me ha hablado. – Los llaman “cocos del amor” -siguió diciendo la muchacha, agachándose y abriendo el bolso que estaba a sus pies-. Ya se da cuenta usted por qué motivo. -Y le mostró uno de los cocos. Los dos globos se tocaban: eran una réplica exacta de unas nalgas humanas.

– Parte posterior. -Sonrió. Los dientes eran tan blancos que parecían translúcidos como una tenue porcelana. – Parte delantera. -Dio vuelta a la fruta y dejó ver un mons veneris perfecto, con una hendidura femenina y una mata de vello enrulado. Era evidente que estaba coqueteando y embromando; cambió de postura, avanzó un poco las caderas y el hombre echó una mirada involuntaria al mons bastante abultado bajo la ceñida loneta azul, un triángulo profundo cortado por los pliegues que se formaban en el pantalón. El hombre enrojeció levemente y abrió los labios, tragando aire. – Los estambres del árbol macho son tan gruesos y tan largos como su brazo. La rubia abrió más los ojos, que tenían el color y el tamaño de pensamientos azules y, en el otro extremo del salón, se levantó la mujer del hombre y se acercó, advertida por algún instinto femenino. Era mucho más joven que su marido y parecía entorpecida y tarda por la gravidez. – Los nativos dicen que en noches de luna llena, el macho se desarraiga del suelo y va en busca de sus hembras… – Tan largo y tan grueso como su brazo. dijo sonriendo la morocha, bastante bonita, que estaba al lado-… ¡guau! También ella estaba bromeando, y las dos muchachas bajaron impúdicamente la mirada hacia los pantalones del hombre, que se encogió, incómodo. Los dos jóvenes sonrieron al notar su turbación. La esposa llegó y le tironeó de la manga. Se veía una especie de sarpullido rojo en su garganta, causado por el calor, y gotitas de transpiración en el labio superior, como ampollas transparentes. – Harry: no me siento bien -dijo en tono bajo, quejumbroso. – Me tengo que ir ahora -masculló él, aliviado, abandonando de golpe su aplomo. Tomó a la mujer del brazo y se alejó. – ¿Lo reconociste? -preguntó la muchacha de pelo oscuro, en alemán, siempre sonriendo, en voz muy baja. – Es Harold McKevitt -contestó la rubia en el mismo idioma-. Cirujano neurólogo de Fort Worth. Es el que leyó la última exposición del simposio en la mañana del sábado. -y explicó-: Un pez gordo. Muy gordo. -Como un gato que se relame, se pasó la rosada punta de la lengua por los labios.

De los cuatrocientos y un pasajeros que se habían reunido en la Sala de Embarque la tarde de ese lunes, trescientos sesenta eran cirujanos con sus mujeres. Los cirujanos, que incluían algunos de los nombres más eminentes en el mundo de la medicina, habían venido de Europa, Inglaterra y Estados Unidos, del Japón, Sudamérica y Asia para esta convención que había terminado hacía veinticuatro horas en la isla Mauricio, quinientas millas al sur de la isla Mahé. Éste era uno de los primeros vuelos que se hacían después de la reunión y el pasaje estaba reservado totalmente por los asistentes a la convención. «British Airways anuncia la partida del Vuelo 070 con destino a Nairobi y Londres. Los pasajeros en tránsito tengan a bien pasar por el portón principal a fin de subir a bordo». El anuncio fue hecho con el suave canturreo del acento local. Se produjo un movimiento en masa hacia la puerta de salida. – Control de Victoria. Speedbird Cero Siete Cero. Solicitamos nos arrastren hasta la posición y autorización rodaje. – Cero Siete Cero. Autorizado rodaje hasta cabecera Cero uno y mantener posición. – Sírvase registrar los cambios en nuestro plan de vuelo a Nairobi. El número de pasajeros a bordo debe ser 401. Estamos con pasaje completo. – Entendido, Speedbird, correcciones a su plan de vuelo efectuadas. El gigantesco avión aún seguía ascendiendo en línea oblicua y en el compartimiento de primera clase brillaban las letras luminosas que invitan a ajustarse los cinturones ya no fumar. La mujer rubia y su compañero estaban sentados uno al lado del otro en los amplios asientos 1A y 1B que estaban directamente frente a la pared divisoria de la zona de comando y la galería de primera clase. Las butacas ocupadas por la pareja joven habían sido reservadas con varios meses de anticipación. La rubia hizo una señal con la cabeza a su compañero y éste se inclinó a fin de obstruir la visión de los pasajeros que estaban del otro lado del compartimiento, mientras ella sacaba de la bolsa uno de los cocos de mar y la ponía en su falda. En la hendidura natural del fruto se había practicado una prolija incisión para retirar el jugo y la pulpa blanca. Luego, las dos secciones habían sido pegadas con extrema precisión. La juntura sólo era visible después de un minucioso examen. La mujer insertó un utensilio metálico en la hendidura e hizo presión. Con un leve chasquido, las dos secciones se separaron como un huevo de Pascua.

En los nidos formados por la doble cavidad de los cocos se veían dos objetos grises, ovoides, tersos, envueltos en tiras de espuma plástica: cada objeto tenía el tamaño de una pelota de béisbol. Eran granadas fabricadas en la República Democrática Alemana, que llevaban la designación MK IV (c) del Pacto de Varsovia. La cubierta de cada granada era de plástico reforzado, material que se usa en las minas de tierra para impedir que sean descubiertas por los detectores electrónicos de metal. La franja amarilla que rodeaba a cada granada indicaba que no eran de fragmentación sino que estaban destinadas a producir una explosión de alta potencia en el impacto. La rubia levantó una granada con la mano izquierda, desabrochó el cinturón de seguridad y se levantó tranquilamente de su asiento. Los otros pasajeros sólo le prestaron una atención casual al ver que se dirigía hacia las cortinas de la zona de las cocinas. Sin embargo, el comisario y las dos azafatas, que seguían asegurados a sus asientos plegadizos, le lanzaron una rápida mirada al verla entrar en la zona de servicio. – Lo lamento, señora, pero debo pedirle que vuelva a su asiento hasta que el capitán dé orden de apagar las señales luminosas. La rubia tendió la mano izquierda y dejó ver el reluciente huevo gris. – Esto es una granada especial que puede matar a todos los ocupantes de un tanque de guerra -dijo con voz tranquila-. Puede hacer volar el fuselaje de este avión como si fuera una bolsa de papel y matar con el impacto a todos los seres humanos dentro de un radio de cincuenta metros. Contempló las caras y saboreó el miedo que asomaba como una flor maligna. – Está preparada para estallar a los tres segundos de arrojarla. Dejó de hablar: Los ojos le brillaban de excitación y su aliento era rápido y superficial. – Usted…-la mujer eligió al comisario-, lléveme a la cabina de comando; ustedes quédense donde están. No hagan nada; no digan nada. Cuando entró en la pequeña cabina, que apenas tenía el tamaño suficiente para dar cabida a los miembros de la tripulación, a los instrumentos, y al equipo electrónico, los tres hombres se volvieron y la miraron con cierta sorpresa. Ella levantó la mano y mostró lo que llevaba. Entendieron en seguida. – Tomo el mando de este avión -dijo. Y luego, dirigiéndose al ingeniero de vuelo-: Apague todo el equipo de comunicaciones. El ingeniero lanzó una rápida mirada al capitán y, cuando éste cabeceó velozmente, empezó a apagar las radios: los aparatos de ultra frecuencia, luego los de alta frecuencia… – Y el relé de satélite -ordenó la muchacha. El ingeniero la miró, sorprendido de sus conocimientos. – Y no toque el micrófono. El hombre parpadeó.

Nadie, absolutamente nadie fuera de la compañía estaba enterado del relé especial que, cuando se activaba al oprimir un botón que estaba junto a su rodilla derecha, advertía instantáneamente al control de Heathrow que había una situación de emergencia y les permitía escuchar cualquier conversación en la cabina de vuelo. El ingeniero apartó la mano. – Retire el fusible del circuito de los micrófonos -dijo la rubia, indicando la caja encima de la cabeza del hombre, que volvió a mirar al capitán. La voz de la mujer sonó hiriente y feroz, como la cola de un escorpión-. Haga lo que le estoy diciendo. El hombre, cautelosamente, retiró el fusible y la muchacha, al parecer, se aflojó un poco. – Léame su plan de vuelo -dijo. – Se nos ha dado autorización para tomar rumbo a Nairobi por radar, ascendiendo sin restricciones hasta una altura de doce mil metros. – ¿Cuándo debe dar usted el próximo aviso de “operaciones normales»? «Operaciones normales» era el informe rutinario que se transmitía al control de Nairobi para informar que el vuelo proseguía en la forma proyectada. – Dentro de once minutos y treinta y cinco segundos. El ingeniero era un hombre joven, de pelo oscuro, bastante agraciado, con una frente algo deprimida, tez pálida y la manera eficiente que se adquiere en el oficio. La mujer se volvió hacia el capitán del Boeing y las dos miradas se encontraron, mientras se medían mutuamente. El pelo del capitán era más gris que negro y estaba cortado muy cerca de su cráneo grande y redondo. Tenía un cuello de toro y la cara rubicunda, encendida, de un granjero o un carnicero; de todos modos, los ojos eran lentos y la manera tranquila e impenetrable. «Un hombre que hay que vigilar», reconoció instantáneamente la rubia. – Quiero que entienda usted que estoy enteramente entregada a esta operación -dijo- y que utilizaré cualquier ocasión que se presente de sacrificar mi vida por la causa que defiendo. Los ojos de un azul oscuro sostuvieron la mirada del capitán sin rastros de temor y, al hacerlo, ella notó que el hombre comenzaba a respetarla. Excelente: todo formaba parte de sus minuciosos cálculos. – Lo creo -dijo el piloto. – Tiene usted deberes hacia las cuatrocientas diecisiete vidas que están abordo de este avión – siguió diciendo la muchacha. No era necesario contestar-. Están seguras, siempre que usted obedezca implícitamente mis órdenes. Se lo prometo. – Muy bien. – Aquí está nuestro nuevo destino.

-Le pasó una tarjetita blanca escrita a máquina-. Quiero un nuevo boletín con el pronóstico de vientos y las horas de llegada. El turno suyo bajo el nuevo mando empezará inmediatamente después de la próxima transmisión del boletín de «operaciones normales»…-Volvió la cabeza hacia el ingeniero, preguntándole cuánto tiempo faltaba para la transmisión. – Nueve minutos y cincuenta y ocho segundo -contestó él rápidamente. – …y quiero que el traspaso de poderes se haga suavemente, de modo equilibrado. No deseamos que los pasajeros vuelquen el champagne de sus copas, ¿no es cierto? En los pocos minutos que había estado a bordo del avión ya se había establecido una extraña relación con el capitán: una mezcla de respeto retaceado, franca hostilidad y atracción sexual. La muchacha se había vestido deliberadamente para dejar ver su cuerpo y sus pechos levantaban la delgada tela de algodón de la remera, con la sugestiva leyenda. El olor de almizcle de su cuerpo de mujer, intensificado por la excitación, pareció llenar el recinto. Durante varios minutos, nadie habló, Luego el ingeniero de vuelo rompió el silencio. – Treinta segundos para «Operaciones normales». – Muy bien. Encienda el aparato y envíe el boletín. – Acercándonos a Nairobi. Este es Speedbird Cero Siete Cero. – Adelante Speedbird Cero Siete Cero. – Operaciones normales -dijo el ingeniero a su micrófono. – Entendido. Cero Siete Cero. Informar nuevamente dentro de cuarenta minutos. – Cero Siete Cero. La rubia suspiró, aliviada. – Está bien. Desconecte el aparato. -y luego dijo al capitán-: Desconecte el director de vuelo y ponga el cambio de dirección a mano. Veamos sus habilidades de piloto.

El giro fue una hermosa maniobra de aviación: dos minutos bastaron para efectuar un cambio de 7ó° en la dirección. Las agujas del indicador no se desviaron ni un pelo y, cuando la maniobra quedó terminada, la muchacha sonrió por primera vez. Era una sonrisa resplandeciente, de dientes muy blancos. – Muy bien -dijo, sonriéndole al capitán directamente a la cara. -¿Cómo se llama usted? – Cyril -contestó él, después de vacilar un instante. – Puede usted llamarme Ingrid -dijo ella. En este nuevo comando de Peter Stride no había una rutina diaria establecida, salvo la hora obligatoria de tiro al blanco con pistola y armas automáticas. Ningún miembro del Comando Thor -ni siquiera los técnicos- podía prescindir de esta práctica diaria. El resto del día de Peter estaba ocupado por una actividad incesante, que se iniciaba con una lección sobre el nuevo equipo electrónico de comunicaciones que se acababa de instalar en su avión de comando. Esto había llevado la mitad de la mañana y sólo le había quedado tiempo para unirse a su fuerza de choque en la cabina principal del transporte Hércules para los ejercicios del día.

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