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Jugar con Fuego – Henning Mankell

Sofía estaba sentada junto al fuego. Ahora las llamas la amenazaban. No eran cálidas y agradables, y ella sabía por qué. En la oscuridad, tumbada sobre una manta, se encontraba Rosa, su hermana mayor, que estaba enferma. De todos los hermanos, Rosa era a quien ella quería más. Rosa tenía diecisiete años, tres más que Sofía. con ella podía hablar de todo y reían a menudo. Rosa podía contar cosas que a Sofía todavía no le habían pasado. En especial cuando tenían que ver con aquello que llamaban amor. Y Sofía escuchaba y guardaba en la memoria todo lo que Rosa le decía. Sofía miró las llamas e intentó comprender qué le ocurría a Rosa. Todo el mundo se ponía enfermo de vez en cuando. Pero esta vez parecía que las llamas trataban de contarle algo. Y Sofía sintió miedo…


 

Una mañana Sofía se despertó con la sensación de que algo curioso iba a suceder. Algo que no le había pasado nunca antes. Quizás incluso algo que acabaría siendo un suceso decisivo en su vida. Como de costumbre, se despertó justo antes de que el gallo de la señora Mukulela comenzara a cantar. No le gustaba aquel gallo. A nadie de la aldea le gustaba. Siempre cantaba demasiado temprano, mucho antes de que el primer rayo de luz pudiera vislumbrarse sobre las montañas del Este. El señor Temba, que vivía justo enfrente de la señora Mukulela, la reñía a menudo por no deshacerse de aquel gallo que no sabía cuándo un gallo debe estar callado y cuándo debe cantar. Varias veces había amenazado con matarlo y una vez que vendió en el mercado de Boane muchos de los cestos que fabricaba, cosa poco habitual, se ofreció a comprar el gallo para luego matarlo y comérselo. Pero la señora Mukulela se había recolocado los pechos bajo la tela que le rodeaba el cuerpo y había contestado enfadada que su gallo no estaba en venta. Sofía estaba tumbada en la oscuridad y se rió en silencio con el recuerdo. Le gustaban tanto el señor Temba como la señora Mukulela.


Probablemente no era por el gallo por lo que discutían. Seguramente el señor Temba estaba enfadado porque la señora Mukulela no quería mudarse a su choza. Los dos estaban solos. El marido de la señora Mukulela se había marchado a las minas de Sudáfrica y había encontrado otra mujer con la que se había ido a vivir. El señor Temba era viudo, ya que su mujer había muerto unos años antes. « Discuten porque se gustan el uno al otro» , pensó Sofía. Luego se rió otra vez. La señora Mukulela tenía los pechos muy grandes. Cada vez que se molestaba por algo, se los recolocaba, como si fueran un obstáculo para su enfado. Rosa estaba durmiendo a su lado sobre el suelo. Sofía podía oír su respiración en la oscuridad. En el otro cuarto, tras la tela que colgaba de la puerta, dormía su madre junto a los dos hermanos pequeños. Era un sonido que le daba seguridad. A Sofía le gustaba este momento cuando era la única que estaba despierta. Estaba tumbada a oscuras pensando en lo que le esperaba a lo largo del día. Primero se pondría las dos piernas de plástico que llevaba desde aquel día en que pisó la mina y murió su hermana María. Mientras se ponía las piernas hablaría con María. Lo hacía cada mañana. Aunque hacía cuatro años que María se había quedado atrás en el tiempo, era como si de todos modos apareciera cada mañana para decirle hola a Sofía. Lo único raro era que María no había crecido. En la mente de Sofía seguía teniendo la misma cara que la mañana en que sucedió aquello tan terrible. Sofía pensaba que María venía a visitarla desde el otro mundo, aquel al que se llegaba desde debajo de la tierra. Te enterraban en el suelo y luego se abría una puerta en lo profundo y oscuro de allí abajo hacia el reino de los muertos. O a lo mejor era un río que lentamente comenzaba a filtrarse y a hacerse más y más ancho, y había un barco con una vela que se henchía con el viento subterráneo y te encaminaba hacia otra tierra, aquella en la que estaban los muertos. Solía imaginarse que le preguntaba a María cómo era estar en ese otro mundo y que podía oír la respuesta de María.

Era igual allí que en la aldea en la que vivía Sofía. Todo era como de costumbre. En realidad, no había diferencia entre estar muerto y estar vivo. Después María desaparecía. Llevaba un vestido blanco y se deslizaba sol adentro, como si los rayos de luz la absorbieran. Todas las mañanas empezaban de la misma manera. Las piernas estaban apoy adas contra la pared. María aparecía. Después Sofía salía al patio y se lavaba. El agua la cogía del pozo de la aldea, que estaba junto al camino que llevaba a la ciudad. Aunque iba todavía con muletas, había aprendido a mantener en equilibrio el cubo de agua sobre la cabeza. Cuando se había lavado y se había visto la cara en el trozo de espejo que se encontró un día de camino a la escuela, llegaba el turno de ayudar a su madre Lydia. Ella había encendido ya el fuego y preparaba el desay uno antes de irse a la machamba [1] , donde cultivaba hortalizas y maíz. Sofía barrería el patio. Cuando estuviera listo, Rosa ya habría empezado a trabajar en el pequeño huerto que tenían junto a la casa, entre la de la señora Mukulela y el camino que llevaba al mercado. Por la tarde Sofía le arreglaría unos pantalones al señor Temba y también empezaría a cortar una tela para hacerle un vestido a Rosa. Todo sería como de costumbre. Lo único distinto era que no tenía que ir a la escuela. Un día de la semana anterior la profesora, la señorita Adelina, había venido a explicar que el techo de la escuela, que goteaba, por fin se iba a arreglar. De algún sitio había llegado dinero. Por eso los niños tendrían unos días libres. Pensó que podía estar bien tener un día libre. Pero no más. A Sofía le gustaba la escuela. Muy adentro, en sus sueños, se veía a sí misma con ropa blanca.

Doctora Sofía. A nadie, ni siquiera a Rosa, le había contado su sueño. A veces era tan grande y lejano que casi la asustaba. Pero volvía cada día. Era como si tuviera una mariposa tozuda y hermosa en la cabeza que se negaba a abandonarla… Pronto sería de día. Pero antes, cantaría el gallo. Se subió la manta hasta la barbilla y se preguntó qué cosa extraña sucedería justo ese día. Quizá se fuera a enamorar. Quizás apareciese un chico por el camino al que no le importase que tuviera dos piernas ortopédicas. Sintió calor por todo el cuerpo y trató de imaginárselo delante de ella. En ese mismo instante el gallo se puso a cantar. Rosa se dio la vuelta sobre el suelo sin despertarse. Sofía le palpó el pelo con una mano. Llevaba trenzas. De todos los hermanos, Rosa era a quien ella quería más. Rosa tenía diecisiete años, tres más que ella. Con ella Sofía podía hablar de todo y reían a menudo. Se estaba haciendo de día. Continuó pasando la mano por el pelo de Rosa. Nada hacía sospechar lo terrible que iba a ser el día que acababa de empezar. 2 Sofía había pensado a menudo que uno desconoce de antemano la mayor parte de las cosas que componen la vida. Aunque planificaras lo que ibas a hacer, siempre ocurría algo inesperado. Sofía recordaba con plena claridad cuándo había empezado a pensarlo. Fue después de la gran catástrofe. Aquella mañana, aquel día totalmente normal, cuando Sofía pisó la mina que estaba enterrada en el suelo y su hermana María murió y ella perdió las dos piernas; fue entonces cuando aprendió que nada era cierto y seguro de antemano.

Valía para todo en la vida. Cuando te ibas a dormir no sabías si al día siguiente, al despertar, estaría lloviendo. No sabías cuándo ibas a tener dolor de barriga o una picadura de mosquito en un lugar del cuerpo donde tú no alcanzas y hay que pedirle a otro que te rasque. No sabías nunca cuándo iba a ser un buen o un mal día. Sólo podías desear. Sofía había intentado varias veces hablar con Rosa sobre ello. Pero a Rosa no le importaba. Pensaba que Sofía era infantil. Además, Rosa estaba casi siempre enamorada. En ese caso sólo tenía tiempo para pensar en el chico nuevo. Cuando Sofía le hacía trenzas estaban más juntas que nunca. Era entonces cuando compartían sus pensamientos más profundos. Pero no todos. Sofía sabía que Rosa tenía sus secretos, del mismo modo que ella tenía los suyos. Seguramente no te unías tanto a otra persona como para compartir todos tus sentimientos y todos tus sueños. Siempre había alguna pequeña cueva de la que no revelabas la entrada. Aun así, era como si compartieran todo lo que era importante. Rosa era mayor que Sofía. Había vivido más tiempo y había tenido más experiencias. Podía contarle a Sofía cosas que todavía no le habían pasado. En especial cuando tenían que ver con aquello que llamaban amor. Y Sofía escuchaba y guardaba en la memoria lo que Rosa le decía. Pero también había algo que hacía de frontera invisible entre las dos. Rosa nunca había pisado una mina. Todavía tenía las piernas con las que había nacido.

No los trozos de plástico con zapatos adheridos que Sofía se sujetaba cada mañana y se quitaba cada noche. A veces, Sofía pensaba que no era sólo ella la que había perdido a su hermana María. María también había sido la hermana de Rosa. Pero, de todos modos, era como si Rosa no pudiera llorar a María tanto como Sofía. María tampoco iba nunca a visitar a Rosa por las mañanas. Al menos Rosa nunca había contado nada sobre el particular. Y si hubiera sucedido, lo habría hecho. Sofía siempre se lo pensaba dos veces antes de revelar un secreto. Pero Rosa era distinta. En el mismo momento en que algo le pasaba por la cabeza se transformaba en palabras que salían de su boca. También había cosas de las que era difícil hablar. A menudo Sofía sentía que estaba celosa de Rosa por tener piernas de verdad. Nunca aprendería a caminar con la misma belleza que Rosa, nunca podría mecer las caderas como ella. Sofía necesitaría siempre el apoyo de al menos una muleta y siempre caminaría tiesa, como si tuviera unos zancos debajo de las rodillas. Se le hacía difícil reconocer que estaba celosa. Rosa no podía remediar que hubiese sido Sofía la que jugaba con María cuando pisaron la mina. A veces, Sofía podía sentirse avergonzada de sentir celos de Rosa. En ocasiones, por la mañana, mientras esperaba a que cantara el gallo, sus pensamientos podían enfadarla de tal manera que sentía ganas de pegar a Rosa mientras ésta seguía allí tumbada durmiendo. Además, Rosa era más hermosa que ella. Aunque Sofía hubiese tenido sus piernas nunca habría tenido una cara tan bonita y un cuerpo tan bello como el de Rosa. Sofía era de complexión fuerte, mientras que Rosa era alta y delgada. Sofía tenía los pechos más grandes que Rosa, que los tenía de un tamaño perfecto. Aunque a veces se reían tontamente, antes de acostarse comparaban minuciosamente sus cuerpos desnudos. Encendían una vela y se pellizcaban y se palpaban una a la otra. De vez en cuando, Ly dia se irritaba en el otro cuarto y preguntaba qué estaban haciendo.

Pero en cuanto Lydia empezaba a roncar ellas comenzaban a susurrar en la oscuridad. Había tantas cosas de las que hablar. Por lo menos de todos los chicos que se peleaban por estar cerca de Rosa. Sofía se levantó, se ató las piernas, se vistió y salió. Lydia y a estaba concentrada en encender el fuego. Sofía se lavó la cara. Rosa salió de la choza. Bostezó y estiró el cuerpo. Se había untado la cara con una crema que alguno de sus novios le había regalado. Cuando levantaba la cara hacia el sol la piel le brillaba. Al instante Sofía sintió la picadura de la envidia otra vez. La piel de Sofía nunca sería tan bonita y brillante como la de Rosa. Además, seguramente nunca conocería a un chico que le regalara una crema como la que tenía Rosa. Rosa se acercó a Sofía. –No entiendo que esté tan cansada –dijo. –Es porque duermes muy poco –dijo Ly dia severa–. Sales hasta demasiado tarde por las noches. Hay demasiados chicos corriendo detrás de ti. Lydia removía el agua que hervía en la cazuela de hierro. Pero Sofía vio cómo lanzaba una mirada rápida a la barriga de Rosa. Lo hacía cada mañana. Sofía se preguntaba qué estaría mirando. ¿Si Rosa estaba embarazada? Con mamá Lydia nunca podías estar segura. Rosa se sentó en cuclillas a la sombra de la choza. Sofía fue hasta ella y se apoyó en la pared.

–Estoy tan cansada –dijo otra vez–. Por mucho que duerma. Es como si no tuviera fuerzas para nada. –¿Estás enferma? Rosa negó con la cabeza. –No me duele nada. Después no hablaron más del tema. El desayuno estaba listo. La familia se reunió junto al fuego. Lydia repartió la comida, gachas de maíz para cada uno. Sofía ayudaba a darle de comer al hermano más pequeño, Faustino, que aún no había cumplido cuatro años. Alfredo, que tenía seis, comía despacio para que la comida le durara más. Sofía no estaba segura de quién era el padre de Faustino. El padre de Alfredo, de María, de Rosa y de ella había sido asesinado por los bandidos durante la guerra. Había una foto suya, en blanco y negro, descolorida y rota. Lydia les había contado que se la había hecho un fotógrafo, de recién casados, cuando trabajaba en las minas de diamantes en Sudáfrica. A veces, cuando estaba decaída, Sofía solía sacar la foto, que estaba en el libro de Salmos de Lydia, para mirarla. Varias veces le había preguntado en sus pensamientos a María si ahora estaba viviendo con su padre, que también estaba muerto. Pero María no le había contestado nunca. Pero quién era el padre de Faustino, lo desconocía. Era un secreto que Ly dia no revelaba. De vez en cuando, Rosa y Sofía hablaban de ello. Una noche, antes de dormirse, Rosa le había susurrado a Sofía que a lo mejor era el señor Temba el padre de Faustino. Sofía se había quedado estupefacta. ¿Habría dejado su madre Lydia, un día en que se hubiera sentido sola, que el señor Temba durmiera encima de ella en la choza? Que a Sofía le gustara el señor Temba era una cosa. Pero imaginar que se hubiera acostado con Ly dia y que fuera él el padre de Faustino era totalmente distinto.

Sofía protestó y Rosa le contestó esquiva que quizá no era como ella pensaba. Una vez Sofía le preguntó a Lydia. Como era una pregunta difícil y Lydia tenía a veces un temperamento irritable y se podía encolerizar, Sofía había escogido un momento en el que Lydia estaba de buen humor. Entonces había lanzado la pregunta, como si no fuera importante en absoluto, lo mismo que la respuesta que pudiera obtener. Lydia sólo se había reído y contestado: –Un hombre agradable que pasó por aquí. Y que luego desapareció otra vez. Sofía no había hecho más preguntas. A Ly dia no le gustaba que sus hijos la atosigaran. Pero a Sofía no le gustaba que su hermano Faustino tuviera un padre que ella no conocía. La mañana transcurrió como de costumbre. La señora Mukulela se acercó para dar los buenos días. Era curiosa y siempre se fijaba en si el patio estaba limpio y cuidado, o si alguno de los niños llevaba un jersey nuevo. Casi nunca la señora Mukulela se quedaba satisfecha cuando volvía a su casa. A la señora Mukulela no le gustaba que se cambiara nada en casa de sus vecinos. En cualquier caso, no para mejor. La señora Mukulela quería ser siempre la que tenía la tela más bonita liada al cuerpo y las gallinas más ponedoras. Por el camino solía detenerse un rato a discutir con el señor Temba que, y a al amanecer, solía sentarse ante su choza, a trabajar con sus cestos. Ly dia se sujetó a Faustino a la espalda, cogió la azada y se dirigió a la machamba, que estaba a unos pocos kilómetros de allí, en dirección a las altas montañas que apenas se distinguían entre la calina. Caminaba rápido, como si el día fuese demasiado corto como para tener tiempo de hacer todo lo que debía. Sofía la siguió con la mirada. Lydia era flaca y estaba desgastada. Nueve hijos había parido. Ahora quedaban cuatro con vida. Cinco habían muerto, entre ellos María. Sofía la miraba mientras ella avanzaba velozmente por el camino y se preguntó en qué estaría pensando.

Paría hijos que morían y cada día se apresuraba a ir a su campo de cultivo para echarle un ojo a las hortalizas que luego vendería para ganar un poco de dinero. Ly dia desapareció en el sol. « Igual que María» , pensó Sofía. Y se preguntó si algún día sería como Lydia. A pesar de que nunca pudiera caminar tan deprisa. Las muletas no las podría dejar nunca de lado. Y tampoco era seguro que fuera a tener hijos. Miró hacia el camino, que por un momento quedó vacío. Entornó los ojos al mirar el sol por donde Lydia había desaparecido. Pero nadie llegó. Ningún chico que fuera a detenerse para mirarla sin que le importase que no tuviera piernas y llevara muletas bajo los brazos. Sofía suspiró y se dio la vuelta. Rosa se había levantado del sitio junto a la pared de la choza y se agachó para coger su azada, que estaba en el suelo. Sofía arrugó la frente. Cuando Rosa levantó la azada, parecía que tenía que hacer un gran esfuerzo. Como si de repente pesara el doble que el día anterior. Pero se la puso al hombro y recompuso la espalda. Comenzó a caminar hacia el pequeño huerto que limitaba con el terreno de Mukulela, donde las gallinas deambulaban picoteando. Sofía se quedó de pie mirando a Rosa. Al principio no sabía por qué. Luego se dio cuenta de que algo era diferente. Rosa no caminaba como solía, con pasos ágiles, la espalda recta y meciendo las caderas. Era como si avanzara a rastras, como si cada paso fuese un suplicio. Sofía entornó los ojos y continuó mirándola. Rosa ya había llegado al huerto.

Levantó la azada. Y se le cayó. Rosa se hundió de rodillas. Sofía contuvo la respiración. Luego cogió las muletas y saltó hasta donde estaba Rosa. –¿Qué ocurre? –preguntó. –No lo sé –respondió Rosa–. Es que me siento tan cansada. Sofía la miró. Pensó entonces que Rosa había adelgazado desde hacía un tiempo. Y fue entonces cuando cay ó en la cuenta. Fue como si se le encogiera el estómago. Era el miedo. « No es verdad» , pensó. « Rosa no, mi hermana no.» Rosa alzó la mirada para ver a Sofía. Su cara todavía relucía. Pero no era por la crema que le había regalado alguno de sus novios lo que le hacía brillar la cara. Era sudor. Sofía se inclinó hacia delante. La mano le temblaba cuando la posó sobre la frente de Rosa. Rosa tenía fiebre. Estaba enferma. Sofía sintió cómo le crecía el frío en el estómago. Era como si el sol hubiese desaparecido y la noche hubiese vuelto otra vez, de repente.

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