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Joyland – Stephen King

Tenía coche, pero en aquel otoño de 1973 casi todos los días iba paseando hasta Joyland desde la Pensión Beachside de la señora Shoplaw en la ciudad de Heaven’s Bay. Parecía lo más adecuado. La única opción, en realidad. A principios de septiembre la playa de Heaven estaba prácticamente desierta, lo cual encajaba con mi estado de ánimo. Puedo afirmar, aun cuarenta años después, que aquel otoño fue el más hermoso de mi vida. Aunque jamás me he sentido más desdichado que entonces; eso también lo aseguro. La gente cree que el primer amor es dulce, y más aún cuando esa primera relación se rompe. Habrás escuchado mil canciones de música pop y country que así lo demuestran; canciones sobre algún tonto al que han partido el corazón. Sin embargo, ese primer corazón roto es siempre el que más duele, el que más tarda en curarse, el que deja la cicatriz más visible. ¿Qué tiene eso de dulce? Durante septiembre, y hasta bien entrado octubre, los cielos de Carolina del Norte se mantuvieron prácticamente despejados y el aire era cálido incluso a las siete de la mañana, la hora a la que abandonaba mi apartamento del primer piso por las escaleras exteriores. Si salía con una chaqueta puesta, antes de haber recorrido la mitad de los cinco kilómetros que separaban la ciudad y el parque de atracciones ya la llevaba atada a la cintura. Mi primera parada era la panadería Betty, donde compraba un par de cruasanes recién hechos. Mi sombra, de por lo menos seis metros de largo, caminaba conmigo por la playa. El olor de los bollos envueltos en papel atraía a las gaviotas, que me sobrevolaban esperanzadas. Y cuando regresaba, por lo general hacia las cinco (aunque a veces me quedaba hasta más tarde, pues no había nada ni nadie esperándome en Heaven’s Bay, una ciudad que prácticamente hibernaba cuando el verano tocaba a su fin), mi sombra caminaba conmigo sobre el agua. Al subir la marea, oscilaba cadenciosamente en la superficie y parecía bailar un lento hula. No estoy seguro del todo, pero creo que la mujer, el chico y su perro ya estaban allí la primera vez que tomé ese camino. La orilla entre la ciudad y la intermitente iluminación, chabacana y alegre, de Joyland estaba bordeada de casas de verano, muchas de ellas de lujo; la mayoría estaban cerradas a cal y canto después del primer lunes de septiembre, el día del Trabajo, pero la más grande, la que parecía un castillo de madera verde, no. Una pasarela de madera conducía desde su amplio patio trasero hasta donde la hierba marina daba paso a una fina arena blanca. Al final de la pasarela había una mesa de picnic a la sombra de una sombrilla verde brillante bajo el cual se colocaba el chico, en silla de ruedas, con una gorra de béisbol y cubierto de cintura para abajo por una fina manta incluso por las tardes, cuando la temperatura rondaba los veinte grados. Calculaba yo que tendría unos cinco años; de siete no pasaba seguro. El perro, un jack russell terrier, o bien se tumbaba a su lado o bien se sentaba a sus pies. La mujer ocupaba uno de los bancos de la mesa de picnic, a veces leyendo un libro, casi siempre con la vista perdida en el agua. Era muy hermosa. A la ida o a la vuelta, siempre los saludaba, y el chico me devolvía el saludo.


Ella no, al principio. 1973 fue el año del embargo petrolero de la OPEP, el año en que Richard Nixon anunció que él no era un maleante, el año en que Edward G. Robinson y Noel Coward murieron. Fue el año perdido de Devin Jones. Yo era un chico de veintiún años, virgen y con aspiraciones literarias. Tenía tres pares de pantalones vaqueros, cuatro pares de calzoncillos Jockey, un Ford que era una chatarra (pero con una buena radio), ocasionales pensamientos suicidas y un corazón roto. Dulce, ¿eh? La rompecorazones fue Wendy Keegan. No me merecía. He tenido que pasar la mayor parte de mi vida para llegar a esa conclusión, pero ya lo dice el refrán: mejor tarde que nunca. Ella era de Portsmouth, New Hampshire; yo, de South Berwick, Maine. Eso la convertía prácticamente en la vecina de al lado. Habíamos empezado a «estar juntos» (como solíamos decir) durante nuestro primer año en la Universidad de New Hampshire; de hecho, nos conocimos en la fiesta de bienvenida a los alumnos nuevos, ¿es o no dulce? Es exactamente igual que en una de esas canciones pop. Durante dos años fuimos inseparables, íbamos juntos a todas partes y lo hacíamos todo juntos. Bueno, todo menos «eso». Ambos estudiábamos y trabajábamos. Ella tenía un empleo en la biblioteca y yo en la cafetería del campus. Nos ofrecieron la oportunidad de conservar esos trabajos durante el verano de 1972, y aceptamos, por supuesto. El salario no era gran cosa, pero estar juntos era impagable. Supuse que ocurriría igual en el verano de 1973, hasta que Wendy anunció que su amiga Renee había conseguido trabajo para las dos en Filene’s, en Boston. —¿Y qué pasa conmigo? —le pregunté. —Podrás venir de visita cuando quieras —respondió ella—. Te echaré de menos una barbaridad, pero la verdad, Dev, puede que nos venga bien estar un tiempo separados. Una frase que con mucha frecuencia es una sentencia de muerte. Es posible que viera esa idea reflejada en mi rostro, porque se puso de puntillas y me besó. —La ausencia aviva el amor —dijo—.

Además, como voy a tener mi propio piso, seguro que podrás quedarte a dormir. Sin embargo, habló sin mirarme directamente a la cara. Nunca me quedé a dormir. Demasiados compañeros de piso, decía. Demasiado poco tiempo. Por supuesto, ese tipo de problemas pueden superarse, pero por alguna razón no lo hicimos, lo cual debería haberme dicho algo; en retrospectiva, me dice mucho. Ella siempre se echaba atrás, y yo nunca la presioné. Por Dios, me estaba comportando como un caballero. Desde entonces, me he preguntado a menudo qué habría cambiado (para bien o para mal) de no haberlo hecho. Lo que ahora sé es que los caballeros raramente mojan. Borda esta frase en un paño, enmárcalo y cuélgalo en la cocina. La perspectiva de otro verano fregando suelos y cargando los anticuados lavavajillas de la cafetería de la universidad con platos sucios no me resultaba muy atractiva —no con Wendy a más de cien kilómetros disfrutando de las emociones que ofrecía Boston—, pero era un trabajo fijo, y lo necesitaba; tampoco tenía alternativa. Entonces, a finales de febrero, me llegó literalmente una, por la cinta transportadora de platos. Alguien había estado leyendo Carolina Living mientras engullía el menú especial del día, que a la sazón se componía de hamburguesas mexicali y patatas fritas caramba. Ese alguien se había dejado la revista en la bandeja, y la recogí al mismo tiempo que los platos. Estuve a punto de tirarla a la basura, pero no lo hice. Después de todo, una revista gratis era una revista gratis. (No olvidemos que tenía que trabajar para pagarme los estudios.) Me la guardé en el bolsillo de atrás y me olvidé de ella hasta que volví a la residencia. Una vez allí, al cambiarme los pantalones, se cayó al suelo abierta por la sección de clasificados del final. Quienquiera que hubiera estado leyendo la revista había rodeado con un círculo varias ofertas de empleo… aunque debió de decidir que ninguna de ellas le convencía del todo; de lo contrario, Carolina Living no habría acabado en la cinta transportadora. Casi al final de la página había un anuncio que llamó mi atención pese a que no estaba marcado. La primera línea, en negrita, rezaba: ¡TRABAJA CERCA DEL CIELO! ¿Qué estudiante de filología sería capaz de leer semejante reclamo y no seguir hasta el final? ¿Y qué chaval de veintiún años, melancólico, acosado por el creciente temor de perder a su novia, no se sentiría atraído por la idea de trabajar en un lugar llamado Joyland, el País de la Alegría? Había un número de teléfono y, en un arrebato, llamé. Una semana después llegó al buzón de mi residencia el formulario de la solicitud. La carta adjunta estipulaba que si deseaba un empleo de verano a jornada completa (que era el caso), desempeñaría muchos trabajos distintos, la mayoría de vigilante, aunque no solo de eso.

Era imprescindible tener carnet de conducir y había que pasar una entrevista. Podría hacerla en las vacaciones de primavera en lugar de ir a casa y quedarme esa semana en Maine, aunque había planeado pasar parte de esa semana con Wendy. A lo mejor incluso hacíamos «eso». —Ve a la entrevista —dijo Wendy cuando se lo conté. No dudó en ningún momento—. Será una aventura. —Estar contigo sí que sería una aventura —repuse. —Para eso ya tendremos tiempo el año que viene. Se alzó de puntillas y me besó (siempre se alzaba de puntillas). ¿Se estaba viendo ya entonces con el otro? No lo creo, pero apuesto a que ya se había fijado en él, porque estaba en su curso de sociología avanzada. Renee Saint Claire lo debía de saber, y probablemente me lo habría contado si le hubiera preguntado (contar cosas era la especialidad de Renee, estoy seguro de que dejaba agotado al sacerdote cada vez que se confesaba), pero hay cosas que uno nunca quiere saber, como por qué la chica a la que ama con todo el corazón no deja de decir que no, sin embargo se echa un novio nuevo y se va con él a la cama a la primera oportunidad. No creo que nadie olvide por completo a su primer amor, y lo que pasó todavía me duele. Una parte de mí quiere saber qué tenía yo de malo, qué no tenía. Ahora, he cumplido más de sesenta años, mi cabello es gris y he sobrevivido a un cáncer de próstata, pero aún quiero saber por qué no era lo bastante bueno para Wendy Keegan. Cogí un tren, de nombre Southerner, de Boston a Carolina del Norte (no tenía mucho de aventura, pero era barato), y un autobús de Wilmington a Heaven’s Bay. Mi entrevista fue con Fred Dean, quien desempeñaba —entre otras muchas funciones— el cargo de responsable de la selección de personal de Joyland. Tras quince minutos de interrogatorio, un vistazo a mi permiso de conducir y a mi certificado de socorrista de la Cruz Roja, me entregó una tarjeta de plástico sujeta a un cordón. Tenía impresa la palabra VISITANTE, la fecha de aquel día y un dibujo de un sonriente pastor alemán de ojos azules que lucía un ligero parecido con el famoso sabueso Scooby Doo. —Dése una vuelta —sugirió Dean—. Monte en la noria, la Carolina Spin, si le apetece. La mayoría de las atracciones todavía no están operativas, pero esa sí. Dígale a Lane que lo mando yo. Le he dado un pase de un día, pero lo quiero de vuelta aquí a… —miró su reloj— digamos que a la una. Contésteme entonces si quiere el trabajo. Tengo cinco puestos libres, pero todos son básicamente el mismo: Asistente Feliz.

—Gracias, señor. Asintió con la cabeza, sonriendo. —No sé lo que opinará usted de este sitio, pero a mí me va perfecto. Es un poco viejo y está un poco desvencijado, pero yo eso lo encuentro encantador. Probé Disney una temporada, pero no me gustó. Es demasiado… no sé… —¿Demasiado corporativo? —aventuré. —Exacto. Demasiado corporativo. Demasiado lustroso y brillante. Así que volví a Joyland hace años. Jamás me he arrepentido. Aquí improvisamos un poco más, este sitio tiene algo del aroma a feria de los viejos tiempos. Eche un vistazo. Mire a ver qué piensa y, lo más importante, cuáles son sus sensaciones. —¿Puedo hacerle antes una pregunta? —Faltaría más. Jugueteé con el pase diurno. —¿Quién es el perro? Su sonrisa se transformó en risa. —Ese es Howie, el Perro Feliz. La mascota de Joyland. Bradley Easterbrook construyó este sitio y el Howie original era su perro. Ya hace tiempo que murió, pero lo verás por todas partes si trabajas aquí este verano. Lo hice… y no lo hice. Un acertijo sencillo, pero la explicación tendrá que esperar un poco.

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