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Jesús me Quiere – David Safier


La historia de una mujer, Marie, que se enamora de un carpintero llamado Jesús. Un trozo de pan… Un desastre de marido. Marie tiene un gran talento para enamorarse del hombre equivocado. Poco después de cancelar su boda, conoce a un carpintero. Es un hombre diferente a todos los que ha conocido antes: sensible, atento, desinteresado. Desafortunadamente, en su primera cita él le confiesa que es Jesús. Al principio, Marie piensa que está completamente loco, pero poco a poco se da cuenta de que su historia es cierta. Se ha enamorado del Mesías, que ha venido a la Tierra poco antes del Juicio Final. Marie deberá hacer frente no sólo al fin del mundo, previsto para el próximo martes, sino a la historia de amor más descabellada de todas las que ha vivido.


 

Jesús nunca tuvo ese aspecto, pensé al mirar una Santa Cena que había en el despacho del pastor protestante. Si era un judío árabe, ¿por qué en la mayoría de las imágenes parece uno de los Bee Gees? No seguí con mis pensamientos porque entró en el despacho el pastor Gabriel, un señor may or con barba, ojos de mirada intimidatoria y la frente surcada por unas profundas arrugas de preocupación que deben de salirle a todos los que se pasan treinta años teniendo que cuidar ovejas. —¿Le quieres, Marie? —me preguntó sin antes saludar. —Sí… Ejem… Pues claro que quiero a Jesús…, un hombre magnífico… — respondí. —Me refiero al hombre con quien quieres casarte en mi iglesia. —Oh… El pastor Gabriel siempre hacía preguntas así de indiscretas. La mayoría de los vecinos de nuestro pequeño pueblo, Malente, lo atribuía a que se preocupaba en serio por la gente. Yo, en cambio, creía que era, ni más ni menos, un fisgón increíble. —Sí —repliqué—, claro que le quiero. Mi Sven también era un hombre encantador. Un hombre tierno. Con el que podía sentirme protegida. Al que no le importaba lo más mínimo estar con una mujer cuy o índice de masa corporal ofrecía motivos para unas cuantas oraciones de lamentación. Y, ante todo, con Sven podía estar segura de que no me engañaría con una azafata como había hecho mi ex, Marc, al que le deseaba que acabara asándose en el infierno. A cargo de unos demonios la mar de creativos. * * * —Siéntate, Marie —me indicó Gabriel, y acercó su butaca de lectura al escritorio.


Me senté y me hundí en la piel oscura de los años setenta, mientras él se sentaba a la mesa. Tenía que levantar la vista para mirarlo y enseguida lo comprendí: aquel ángulo de visión estaba muy estudiado. —Así que quieres casarte en mi iglesia —preguntó Gabriel. No, en un gallinero, le habría contestado con retintín, pero en el tono más correcto posible repliqué: —Sí, por eso quería hablar con usted. —Sólo te haré una pregunta, Marie. —¿Cuál? —¿Por qué quieres casarte por la Iglesia? La respuesta sincera habría sido: porque no hay nada menos romántico que una boda civil. Y de pequeña ya soñaba con casarme de blanco, y lo sigo soñando, aunque mi cabeza me dice que no hay nada más cursi, pero ¿a quién le interesa la cabeza en una boda? Sin embargo, me pareció que admitir todo eso no era precisamente lo más conveniente para mi petición. Por eso, con la mejor sonrisa que conseguí esbozar, balbuceé: —Yo… Necesito casarme sin falta por la Iglesia…, ante Dios… —Marie, nunca te veo en misa tanto como antes. —Me cortó Gabriel. —Yo… Yo… tengo mucho trabajo. —El séptimo día hay que descansar. Yo descansaba el séptimo día y también el sexto, y a veces incluso me hacía la enferma para descansar uno de los cinco primeros días, pero seguramente Gabriel no se refería a eso. —Hace veinte años, y a dudaste de Dios en las clases de confirmación. —Me recordó Gabriel. El hombre tenía buena memoria. ¡Aún se acordaba! Por aquel entonces, yo tenía trece años y salía con el guapo de Kevin. En sus brazos me sentía como en el cielo, y mi primer beso con lengua fue con él. Pero, por desgracia, él no se conformaba con besarme, siempre quería meterme mano por debajo del jersey. Yo no se lo permitía porque pensaba que y a habría tiempo para eso. Una opinión que él no compartía. Por eso, en una fiesta de confirmandos, metió la mano debajo del jersey de otra, justo delante de mis ojos. Y el mundo que y o conocía acabó en aquel momento. No me consoló que Kevin hubiera tratado los pechos de la otra con la misma sensibilidad que demuestran los panaderos al elaborar la masa del pan. Ni siquiera mi hermana Kata, dos años may or que y o, consiguió calmarme, por mucho que me dijera cosas como: « No te merece» , « Es un imbécil» o « Tendrían que fusilarlo» . Así pues, fui a hablar con Gabriel y, con lágrimas en los ojos, le pregunté: « ¿Cómo puede haber un dios si en el mundo hay cosas tan vomitivas como las penas de amor?» .

* * * —¿Recuerdas qué te contesté? —preguntó Gabriel. —Dios permite las penas de amor porque ha dado libre albedrío al hombre — repliqué, recitando un poco de carrerilla. También recordé que, en aquella época, pensé que Dios ya podría haberle quitado el libre albedrío a Kevin. —Yo también tengo libre albedrío —explicó Gabriel—. Estoy a punto de jubilarme y ya no tengo por qué casar a nadie si no estoy convencido de que teme a Dios. Espera a mi sustituto. Llegará dentro de seis meses. —¡Pero nosotros queremos casarnos ahora! —¿Y eso es problema mío? —preguntó en tono provocador. Callé y me pregunté: ¿puedes pegarle a un pastor? —No me gusta que utilicen mi iglesia como un local de fiestas —explicó Gabriel, y me lanzó una mirada penetrante. Estuve a punto de sentirme culpable, pero la rabia borró mi vaga mala conciencia. —Ya sabes que hay otra iglesia protestante en el pueblo —dijo Gabriel. —Pero… y o no quiero casarme allí. —¿Y por qué no? —Porque… porque… —no sabía si decírselo. Pero, de hecho, tanto daba; era evidente que el pastor Gabriel no tenía una buena opinión de mí. Así pues, dije tímidamente—: Porque en esa iglesia se casaron mis padres. Para mi perplejidad, Gabriel se mostró más suave: —Tienes más de treinta años, ¿no deberías haber superado ya la separación de tus padres? —Claro…, claro, la he superado, sería una tontería que no fuera así — respondí. Al fin y al cabo, tenía a mis espaldas unas cuantas horas de terapia, estuve y endo hasta que me resultaron demasiado caras. (De hecho, todos los padres deberían estar obligados a abrir una libreta de ahorros a sus hijos justo al nacer, para que luego pudieran pagarse el psicólogo). —Pero tienes miedo de que te traiga mala suerte celebrar tu boda en la iglesia donde se casaron tus padres —insistió Gabriel. Después de dudar un poco, asentí: —Es que soy supersticiosa. Me dedicó una mirada sorprendentemente comprensiva. Por lo visto, su amor cristiano al prójimo acababa de movilizarse. —De acuerdo —dijo—. Podéis casaros aquí. No me lo podía creer.

—Es… ¡es usted un ángel, pastor! —Lo sé —contestó sonriendo con una extraña melancolía. Cuando Gabriel se dio cuenta de que yo lo había notado, me indicó que me marchara. —Deprisa, antes de que me lo repiense. Aliviada, me levanté de golpe y me apresuré hacia la puerta. Entonces, mi mirada se topó con otra pintura, esta vez de la Resurrección de Cristo. Y pensé que realmente tenía pinta de ponerse a cantar Staying Alive. Capítulo 2 —Ya te lo dije, el pastor Gabriel es un buen hombre —comentó Sven mientras me daba un masaje en los pies sobre el sofá de nuestro pequeño apartamento, una buhardilla monísima. Al contrario que a los demás hombres, a él le encantaba hacerlo, cosa que y o atribuía a un extraño defecto genético. Mis exnovios me habían hecho masajes de diez minutos como mucho y siempre esperando sexo a cambio de ese magnífico trabajo. Sobre todo Marc, el amante de azafatas, al que deseaba que acabara en medio de unos demonios muy, muy creativos, y expertos en el venerable arte de la castración. * * * Antes de conocer a Sven a los treinta y tantos, yo era single y mi vida sexual brillaba por su ausencia. Siempre que veía a una mujer con hijos, notaba que mi reloj biológico hacía tictac. Y siempre que esas madres agotadas me sonreían compasivas y me explicaban que sólo teniendo hijos podías ser una mujer feliz, realizada y en paz contigo misma, mi seguridad en mí misma, frágil de por sí, se veía afectada. En esos momentos, sólo conseguía tranquilizarme con una cancioncilla que había compuesto especialmente para esas situaciones: « Yo no tengo estrías, ¡chincha, rabia! Yo no tengo estrías, ¡chincha, rabia!» . El día que conocí a Sven, ya estaba procurando hacerme a la idea de que acabaría como una de esas viejas a las que encuentran fiambres en su apartamento de una sola habitación cuando ya llevan siete meses muertas. Poco antes, en una cafetería de Malente, le había cantado demasiado alto mi canción de las estrías a una madre flamante extremadamente nerviosa. La feliz madre realizada me enseñó de inmediato lo muy en paz que estaba consigo misma: me tiró el café a la cara. Tropecé, me caí y me golpeé contra el canto de una mesa. Me abrí una herida en la frente, cogí un taxi para ir al hospital y allí me recibió Sven. Trabajaba de enfermero y no era una belleza extraordinaria: en eso hacíamos muy buena pareja. Cuando lloré mientras me cosían la herida, me dio un pañuelo. Cuando me lamenté de las manchas que tenía en mi preciosa blusa, me consoló. Y cuando le di las gracias por todo, me invitó a una pizza. Quince pizzas después me fui a vivir con él, contentísima de perder de vista mi apartamento de una sola habitación. Ochenta y cuatro cenas después, Sven me pidió matrimonio como es debido: de rodillas y con un precioso anillo que al menos le había costado el sueldo de un mes.

Además, pidió al equipo de fútbol infantil al que entrenaba en su tiempo libre que hiciera un corazón gigante de rosas y cantara Tuyo es mi corazón. —¿Quieres casarte conmigo? —me preguntó. Por un momento pensé: « Si digo que no, estos niños quedarán traumatizados de por vida» . —¡Claro que quiero! —respondí entonces, profundamente conmovida. * * * Sven empezó a frotarme los pies con un aceite Extra Sensitive que olía a rosas, cuando mi mirada se posó en el Malenter Kurier, el periódico local. Había señalado un anuncio inmobiliario. —Tú… ¿has marcado eso? —Es que hay una nueva promoción de viviendas, a un precio que podemos permitirnos. —Y… ¿por qué tendríamos que ir a verla? —pregunté alarmada. —Bueno, no estaría mal algo más grande… si queremos tener hijos. ¿Hijos? ¿Acababa de decir « hijos» ? En mis tiempos de single miraba a las madres con envidia, pero desde que estaba con Sven pensaba que aún tenía tiempo antes de ponerme a explicar en plan zombie con ojeras lo muy realizada que me sentía. —Yo… creo que deberíamos disfrutar un poco más de la vida en pareja — apunté. —Yo tengo treinta y nueve años y tú treinta y cuatro. Con cada año que esperemos, aumentará la posibilidad de tener un hijo disminuido —explicó Sven. —Bonita manera de convencer a una mujer para que tenga hijos —repliqué intentando esbozar una sonrisa. —Perdona. —Sven siempre se disculpaba enseguida. —No pasa nada. —Pero… Tú también quieres tener hijos, ¿no? —preguntó. No supe qué contestar. ¿Quería tenerlos de verdad? Mi paréntesis se acercó amenazadoramente al minuto de silencio y Sven, cada vez más inseguro, insistió: —¿Verdad, Marie? Como no podía soportar ver sufrir a aquel encanto de hombre, bromeé: —Claro que sí, quince. —Un equipo de fútbol, más los reservas —dijo sonriendo feliz. Luego me besó en el cuello. Así solía empezar él los preliminares. Pero, en c o n tr a d e l o h a b i tu a l , l e c o s t ó m u c h o p o n e r m e a t o n o. Capítulo 3 « La depuradora de aguas residuales cumplirá treinta años» , tecleé como titular de mi nuevo artículo de portada sin el más mínimo brío.

Al acabar los estudios de Periodismo, aún esperaba conseguir trabajo en una revista de la categoría de Spiegel, pero seguramente tendría que haber sacado mejores notas. Así pues, al principio fui a parar a Múnich, a la revista Anna, una publicación para la mujer moderna, de la que, como mucho, podías leer con interés media página. No era un trabajo de ensueño, pero en los días buenos me sentía casi como Carrie, la de Sexo en Nueva York. Para ser como ella, sólo me faltaba un presupuesto de cinco cifras para ropa de marca y una liposucción. A lo mejor me habría quedado eternamente en Anna. Pero, por desgracia, Marc pasó a ser el redactor jefe. Por desgracia, era superencantador. Por desgracia, nos hicimos pareja. Por desgracia, me engañó con una azafata esbelta y, por desgracia, y o no reaccioné con tanta serenidad como debería: intenté atropellarlo con el coche. Bueno, no iba realmente en serio. Pero él tuvo que dar un pequeño salto para apartarse del camino. Después de esa acción, me despedí de Anna y, con mi currículum poco óptimo, el único trabajo que encontré en el trillado mercado de periodistas fue precisamente en el Malenter Kurier, y sólo porque mi padre conocía al editor. Regresar a mi pueblo a los treinta y un años fue como pasearme con un cartel que dijera: « Hola, he fracasado por completo en la vida» . * * * La única ventaja de trabajar en una redacción tan trasnochada era que tenía tiempo de pensar en la distribución de los invitados a la boda, que ya se sabe que es toda una ciencia. Me preocupaba sobre todo la cuestión de cómo tenía que colocar a mis padres divorciados. Mientras me estrujaba la cabeza, mi padre entró en la oficina y me complicó aún más la distribución de los invitados. Lo complicó hasta causarme migraña. —Tengo que explicarte urgentemente una cosa —me saludó. Me sorprendió verle la cara radiante, en vez de pálida como de costumbre. Se había echado un buen chorro de colonia y, cosa rara, se había peinado el poco pelo que le quedaba. —¿No puedes esperar un poco, papá? —pregunté—. Ahora no tengo tiempo, hoy me toca escribir un artículo sobre lo que nunca habría querido saber de la eliminación de excrementos. —Tengo novia —soltó. —E… E… Eso es fantástico —balbuceé, y me olvidé de los excrementos. ¿Mi padre tenía novia? Eso era sin duda una sorpresa.

Conjeturé quién sería esa mujer: ¿quizá una mujer mayor del coro de la iglesia? O una paciente de su consulta de Urología (aunque preferí no imaginar con demasiada exactitud su primer encuentro). —Se llama Swetlana —dijo mi padre radiante. —¿Swetlana? —repetí mientras intentaba apartar de mi mente todos los prejuicios contra los nombres de mujer que sonaban a eslavo—. Suena… agradable… —No sólo es agradable. Es fantástica —dijo aún más radiante. Dios mío, ¡estaba enamorado! Por primera vez en veinte años. Y, aunque siempre se lo había deseado, no estaba segura de cómo debía valorarlo. —Seguro que te entenderás muy bien con Swetlana —dijo mi padre. —¿Ah, sí? —Tenéis la misma edad. —¿Qué? —Bueno, casi. —¿Qué quieres decir? ¿Que tiene cuarenta años? —pregunté. —No, veinticinco. —¿Cuántos? —Veinticinco. —¿CUÁNTOS? —Veinticinco. —¿¿¿CUÁNTOS??? —¿Por qué lo preguntas tantas veces? Porque, ante la idea de que mi padre tenía una novia de veinticinco años, mi cerebro estaba a punto de sufrir una fusión nuclear. —¿De… de… de dónde es? —pregunté esforzándome por contenerme. —De Minsk. —¿Rusia? —Bielorrusia —me corrigió. Desconcertada, eché un vistazo a mi alrededor, esperando descubrir una cámara oculta en algún rincón. —Ya sé qué estás pensando —dijo mi padre. —¿Que tiene que haber una cámara oculta? —De acuerdo, no sé qué estabas pensando. —¿Y qué pensabas que estaba pensando? —pregunté. —Que Swetlana va detrás de mi dinero porque la conocí en Internet, en una página de contactos… —¿Que la conociste DÓNDE? —lo interrumpí. —En www.amore-esteuropa.

com. —Oh, www.amore-esteuropa.com, ¡parece muy serio! —Eres muy irónica, ¿no? —Y tú, ingenuo —repliqué. —La página www.portalescontactos-test.com tiene los mejores ratings — argumentó. —Ah, bueno, si www.portalescontactos-test.com lo dice, seguro que Swetlana es una mujer muy noble y no le interesa ni tu dinero ni la nacionalidad alemana —dije con acritud. —¡Tú no conoces a Swetlana! —exclamó mi padre muy ofendido. —¿Tú sí? —El mes pasado estuve en Minsk… —Para, para, para; ¡frena el carro! —Me levanté de un salto de la silla y me planté delante de él—. A mí me contaste que ibas a Jerusalén con el coro de la parroquia. Te hacía mucha ilusión ver la iglesia del Santo Sepulcro. —Mentí. —¿Le mentiste a tu propia hija? No me lo podía creer. —Porque me lo habrías impedido. —¡Hasta empuñando un arma! Mi padre respiró hondo. —Swetlana es una criatura arrebatadora. —Sí, te creo. Amí y a me está dando un arrebato —repliqué. —Pero… —¡Pero nada! ¡Liarse con una mujer así es de locos! Mi padre me contestó con una mezcla de obstinación y tristeza: —No te alegras de mi felicidad. Eso me tocó. Pues claro que me alegraba de su felicidad. Desde que tenía doce años, desde el día en que mi madre lo abandonó, siempre quise volver a verlo feliz.

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