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It (eso) – Stephen King

El terror, que no terminaría por otros veintiocho años —si es que terminó alguna vez—, comenzó, hasta donde sé o puedo contar, con un barco hecho de una hoja de un diario que flotaba a lo largo del arroyo de una calle anegada de lluvia. El barquito cabeceó, se ladeó, volvió a enderezarse en medio de traicioneros remolinos y continuó su marcha por Witcham Street hacia el semáforo que marcaba la intersección de ésta y Jackson. Las tres lentes verticales a los lados del semáforo estaban a oscuras y también todas las casas, en aquella tarde de otoño de 1957. Llovía sin cesar desde hacía ya una semana y dos días atrás habían llegado también los vientos. Desde entonces, la mayor parte de Derry había quedado sin corriente eléctrica y aún seguía así. Un chiquillo de impermeable amarillo y botas rojas seguía alegremente al barco de papel. La lluvia no había cesado, pero al fin estaba amainando. Golpeteaba sobre la capucha amarilla del impermeable sonando a los oídos del niño como lluvia sobre el tejado de un cobertizo… un sonido reconfortante, casi acogedor. El niño del impermeable amarillo era George Denbrough. Tenía seis años. William, su hermano, a quien casi todos los niños de la escuela primaria de Derry (y hasta los maestros, aunque jamás habrían usado el apodo frente a él) conocían como Bill el Tartaja, estaba en su casa pasando los restos de una gripe bastante seria. En ese otoño de 1957, ocho meses antes de que comenzasen realmente los horrores y veintiocho años antes del desenlace final, Bill el Tartaja tenía diez años. Era Bill quien había hecho el barquito junto al cual corría George. Lo había hecho sentado en su cama, con la espalda apoyada en un montón de almohadas, mientras la madre tocaba Para Elisa en el piano de la sala y la lluvia barría incansablemente la ventana de su dormitorio. A un tercio de manzana, camino de la intersección y del semáforo apagado, Witcham Street estaba cerrada al tráfico por varios toneles de brea y cuatro caballetes color naranja. En cada uno de esos caballetes se leía: AYUNTAMIENTO DE DERRY – DEPARTAMENTO DE OBRAS PÚBLICAS. Tras ellos, la lluvia había desbordado alcantarillas atascadas con ramas, piedras y cúmulos de pegajosas hojas otoñales. El agua había ido picando el pavimento al principio, arrancado luego grandes trozos codiciosos; todo esto, hacia el tercer día de las lluvias. Hacia el mediodía de la cuarta jornada, grandes trozos de pavimento eran arrastrados por la intersección de Jackson y Witcham como témpanos de hielo en miniatura. Muchos habitantes de Derry habían empezado por entonces a hacer chistes nerviosos sobre el Arca. El Departamento de Obras Públicas se las había arreglado para mantener abierta Jackson Street, pero Witcham estaba intransitable desde las barreras hasta el centro mismo de la ciudad. Todos estaban de acuerdo, sin embargo, en que lo peor había pasado. El río Kenduskeag había crecido casi hasta sus márgenes en los eriales y hasta muy pocos centímetros por debajo de los muros de cemento del canal que constreñía su paso por el centro de la ciudad. En esos momentos, un grupo de hombres —entre ellos Zack Denbrough, el padre de George y de Bill— estaba retirando los sacos de arena que habían lanzado el día anterior con aterrorizada prisa. Un día antes, la inundación y sus costosos daños habían parecido casi inevitables.


Bien sabía Dios que ya había ocurrido anteriormente —la inundación de 1931 había sido un desastre con un costo de millones de dólares y de más de veinte vidas—. De aquello hacía ya mucho tiempo, pero aún quedaba gente por ahí que lo recordaba para asustar al resto. Una de las víctimas de la inundación había sido hallada en Bucksport, a unos cuarenta kilómetros de distancia. Los peces le habían comido a ese infortunado caballero los ojos, tres dedos, el pene y la mayor parte del pie izquierdo. Agarrado por lo que restaba de sus manos, había aparecido el volante de un Ford. Ahora, sin embargo, el río estaba retrocediendo y cuando se elevara la nueva presa hidráulica de Bangor, corriente arriba, dejaría de ser una amenaza. Al menos eso decía Zack Denbrough, que trabajaba en Hidroeléctrica Bangor. En cuanto a los demás… bueno, las inundaciones futuras esperarían. Lo importante era salir de ésta, devolver la corriente eléctrica y después olvidarla. En Derry, eso de olvidar la tragedia y el desastre era casi un arte, tal como Bill Denbrough llegaría a descubrir con el tiempo. George se detuvo justo detrás de las barreras al borde de una profunda grieta que se había abierto en la superficie de alquitrán de Witcham Street. Este barranco discurría casi exactamente en diagonal. Terminaba al otro extremo de la calle, a unos doce metros de donde él se encontraba, colina abajo hacia la derecha. Rió en voz alta —el sonido de la solitaria alegría infantil salvando metas en aquella tarde gris—, mientras un capricho del agua desbordada llevaba su barco de papel hasta unas cataratas a escala formadas por otra grieta en el pavimento. El agua había abierto con su urgencia un canal que corría a lo largo de la diagonal y por ello el barco iba de un lado a otro de la calle arrastrado tan deprisa por la corriente que George tuvo que correr para seguirlo. El agua se extendía bajo sus botas, formando láminas de lodo. Sus hebillas sonaban con un jubiloso tintineo mientras George Denbrough corría hacia su extraña muerte. Y el sentimiento que le colmaba en ese momento era, clara y simplemente, amor hacia su hermano…, amor y también una cierta tristeza porque Bill no podía estar allí para ver aquello y compartirlo. Claro que él trataría de describírselo cuando volviese a casa, pero sabía que jamás podría hacer que Bill lo viese, tal como Bill se lo hubiese hecho ver a él en situación inversa. Bill destacaba en lectura y redacción, pero aun a su edad George tenía capacidad suficiente como para comprender que no sólo por eso obtenía Bill las mejores notas; tampoco era el único motivo de que a los maestros les gustaran tanto sus composiciones. La forma de contar era sólo una parte del asunto. Bill sabía ver. El barquito casi silbaba a lo largo de aquel canal, sólo una página arrancada de la sección de anuncios clasificados del News de Derry, pero George lo imaginaba como una torpedera en una película de guerra de esas que solía ver en el Teatro Derry con Bill, en las matinées de los sábados. Una película de guerra en la que John Wayne luchaba contra los japoneses. La proa del barco de papel levantaba olas a cada lado mientras seguía su precipitado curso hacia la cuneta del lado izquierdo de la calle.

En ese punto, un nuevo arroyuelo corría sobre la grieta abierta en el pavimento creando un remolino bastante grande. George pensó que el barco volcaría yéndose a pique. Escoró de modo alarmante pero luego se enderezó, giró y navegó rápidamente hacia la intersección. George lanzó gritos de júbilo y corrió para alcanzarlo. Sobre su cabeza, una torva ráfaga de viento otoñal hizo silbar los árboles, casi completamente liberados de su carga de hojas a causa de la tormenta, que ese año había sido un segador implacable. 2 Incorporado en la cama, con las mejillas aún sonrojadas (pero con la fiebre retirándose finalmente, como el Kenduskeag), Bill había terminado el bote, pero cuando George alargó la mano para cogerlo, Bill lo puso fuera de su alcance. —Ahora t-t-tráeme la p-p-parafina. —¿Qué es eso? ¿Dónde está? —Está en el es-t-t-tante del s-s-sótano, al bajar —dijo Bill—. En una caja que dice G-gu-Gulf. Tráeme eso, junto con un cuchillo y un c-c-cuenco. Y una c-c-caja de f-fósforos. George había ido, obediente, en busca de esas cosas. Oyó que su madre seguía tocando el piano, pero ya no era Para Elisa, sino algo que no le gustaba tanto, algo que sonaba seco y alborotado; oyó la lluvia azotando las ventanas de la cocina. Ese sonido era reconfortante, pero no así la idea de bajar al sótano. No le gustaba el sótano ni le gustaba bajar por sus escaleras porque siempre imaginaba que allí abajo, en la oscuridad, había algo. Era una tontería, por supuesto, lo decía su padre, lo decía su madre, y, lo que era aún más importante, lo decía Bill, pero aun así… No le gustaba siquiera abrir la puerta para encender la luz, porque siempre tenía la idea (era algo tan exquisitamente estúpido que no se atrevía a contárselo a nadie) de que, mientras estuviera tanteando en busca del interruptor, una garra espantosa se posaría ligeramente sobre su muñeca… y lo arrebataría hacia esa oscuridad que olía a sucio, a humedad y a hortalizas podridas. ¡Qué estupidez! No existían monstruos con garras peludas y llenos de furia asesina. De vez en cuando, alguien se volvía loco y mataba a mucha gente —a veces, Chet Huthley contaba cosas de ésas, en el informativo de la noche—, y también estaban los comunistas, por supuesto, pero ningún monstruo horripilante vivía allí abajo, en el sótano. No obstante, la idea persistía. En aquellos momentos interminables, mientras buscaba a tientas la llave de la luz con la mano derecha (el brazo izquierdo enroscado con fuerza a la jamba de la puerta), ese olor a sótano parecía intensificarse hasta llenar el mundo entero. Los olores a sucio, a humedad y a hortalizas podridas se mezclaban en un olor inconfundible e ineludible; el olor del monstruo, la apoteosis de todos los monstruos. Era el olor de algo que él no sabía nombrar; el olor de Eso [1] agazapado, acechando y listo para saltar. Una criatura capaz de comer cualquier cosa, pero especialmente hambrienta de carne de niño. Esa mañana, había abierto la puerta para tantear interminablemente en busca del interruptor, sujetando el marco de la puerta con la fuerza de siempre, los ojos apretados, la punta de la lengua asomando por la comisura de los labios como una raicilla agonizante buscando agua en un sitio de sequía. ¿Gracioso? ¡Claro! ¿Qué te apuestas? Mira a Georgie ¡Georgie le tiene miedo a la oscuridad! ¡Vaya tonto! El sonido del piano llegaba desde lo que su padre llamaba sala de estar y su madre sala de visitas.

Sonaba a música de otro mundo, lejana, como deben de sonar las conversaciones y risas de una playa abarrotada al nadador exhausto que lucha contra la corriente. ¡Sus dedos encontraron el interruptor! ¡Ah! Lo accionaron… nada. No había luz. ¡Hostia! ¡La corriente eléctrica! George retiró el brazo como de un cesto lleno de serpientes. Retrocedió desde la puerta abierta, el corazón apresurado en el pecho. No había corriente, por supuesto; había olvidado que la corriente estaba cortada. ¡Jolín! ¿Y ahora qué? ¿Decirle a Bill que no podía llevarle la caja de parafina porque no había luz y tenía miedo de que algo lo cogiese en las escaleras del sótano, algo que no era comunista ni un asesino loco, sino una criatura mucho peor que esas dos cosas? ¿Algo que simplemente deslizaría una parte de su podrido ser entre los peldaños para cogerle por el tobillo? Sería una pasada. Otros podrían reírse de esas fantasías, pero Bill no se reiría. Bill se pondría furioso. Bill diría: «A ver si creces, Georgie… ¿Quieres este barquito o no?». Como si le leyera el pensamiento, Bill gritó desde el dormitorio: —¿Te has muerto allí abajo, G-Georgie? —No, ya lo llevo, Bill —respondió George de inmediato. Se frotó los brazos para que desapareciese la delatora carne de gallina y la piel volviese a quedar lisa—. Sólo me he entretenido en tomar un poco de agua. —Bueno, pues date prisa. Así que George bajó los cuatro escalones que faltaban para llegar al estante del sótano, el corazón golpeando en su garganta como un martillo caliente, el vello de la nuca en posición de firmes, los ojos ardiendo, las manos heladas y la seguridad de que, en cualquier momento, la puerta del sótano se cerraría sola tapando la luz blanca que caía desde las ventanas de la cocina y entonces oiría a Eso, algo peor que todos los comunistas y los asesinos del mundo, peor que los japoneses, peor que Atila el huno, peor que los seres de cien películas de terror. Eso, gruñendo profundamente —George oiría el gruñido en esos segundos demenciales antes de que Eso se abalanzase sobre él y le despanzurrara las entrañas—. A causa de la inundación, el hedor del sótano estaba ese día peor que nunca. La casa se había salvado por encontrarse en la parte alta de Witcham Street, cerca de la cima de la colina, pero abajo aún seguía el agua estancada que se había filtrado por los cimientos de piedra. El olor era terroso y desagradable, haciendo que sólo apeteciesen las inhalaciones más superficiales. George examinó los chismes del estante tan rápidamente como pudo: latas viejas de betún Kiwi y trapos para limpiar zapatos, una lámpara de queroseno rota, dos botellas de limpiacristales Windex casi vacías, una vieja lata de cera Turtle. Por alguna razón, esa lata le impresionó y contempló la tortuga de la tapa con perplejidad hipnótica. La apartó luego hacia atrás… y allí estaba, por fin, una caja cuadrada con la inscripción GULF. George arrancó de allí y corrió escaleras arriba tan rápido como pudo, dándose cuenta de repente de que llevaba por fuera los faldones de la camisa y de que esos faldones serían su perdición: la cosa del sótano le permitiría llegar casi hasta arriba y entonces le cogería por el faldón de la camisa y tiraría hacia atrás y… Alcanzó la cocina y cerró la puerta a su espalda. La puerta sonó como si la hubiese cerrado un golpe de viento. George se apoyó contra ella con los ojos cerrados, la frente y los brazos cubiertos de sudor, sosteniendo la caja de parafina apretada en una mano.

El piano se había callado y la voz de su madre le llegó flotando: —Georgie, ¿podrías golpear la puerta un poco más, la próxima vez? Tal vez podrías romper los platos del aparador si de verdad lo intentas. —Disculpa, mamá —dijo él. —Georgie, pedazo de inútil —llamó Bill, desde su dormitorio, con entonación grave para que la madre no le oyese. George rió bajito. El miedo había desaparecido, se había desprendido de él tan fácilmente como una pesadilla se desprende del hombre que despierta con la piel fría y el aliento agitado palpándose el cuerpo y mirando fijamente alrededor para asegurarse de que nada ha ocurrido en realidad y empezando enseguida a olvidarla. La mitad ha desaparecido ya cuando sus pies tocan el suelo; las tres cuartas partes, cuando sale de la ducha y comienza a secarse con la toalla; y la totalidad cuando termina el desayuno. Desaparecida por completo… hasta la próxima vez, cuando en el puño de la pesadilla todos los miedos volverán a recordarse. Esa tortuga —pensó George, acercándose al cajón donde se guardaban los fósforos—. ¿Dónde he visto una tortuga así? Pero no le llegó ninguna respuesta y descartó la pregunta. Sacó una caja de fósforos del cajón, un cuchillo del escurridor (sosteniendo el filo estúpidamente lejos de su cuerpo, como le había enseñado su padre) y un pequeño bol del aparador. Volvió entonces al cuarto de Bill. —Eres un inepto, G-georgie —dijo Bill bastante cordialmente mientras apartaba las cosas de enfermo que había en su mesilla de noche: un vaso vacío, una jarra de agua, kleenex, libros, un frasco de Vicks Vaporub —cuyo olor Bill asociaría toda su vida a pechos flemosos y narices tapadas—. También estaba allí la vieja radio Philco, pero no emitía ni a Chopin ni a Bach, sino una canción de Little Richard… aunque muy bajito, tan bajito que Little Richard perdía toda su cruda y elemental potencia. La madre, que había estudiado piano en Juilliard, detestaba el rock and roll. Más que detestarlo, lo abominaba. —No soy ningún culo —dijo George, sentándose en el borde de la cama y poniendo en la mesa las cosas que había traído. —Sí que lo eres —dijo Bill—. No eres otra cosa que un inepto culo gordo, negro y asqueroso. George trató de imaginar a un chico que sólo fuese un culo con piernas y comenzó a reírse. —Tienes un culo más grande que Augusta —dijo Bill, también riendo. —Tu culo es más grande que todo el estado —replicó George, lo que les hizo revolcarse de risa durante casi dos minutos. Siguió una conversación en susurros, de las que tienen muy poco significado para quien no sea un niño pequeño: acusaciones sobre quién tenía el culo más grande, quién tenía el agujero más negro, etcétera. Finalmente, Bill soltó una de las palabras prohibidas: acusó a George de ser un culo gordo, grande y lleno de mierda, con lo cual rieron a carcajadas. La risa de Bill se convirtió en un ataque de tos. Cuando por fin empezó a ceder (la cara de Bill había tomado un color de ciruela que George contemplaba con cierta alarma) el sonido del piano se interrumpió.

Los dos miraron en dirección a la sala, esperando el ruido del taburete al correrse hacia atrás y los pasos impacientes de la madre. Bill sepultó la boca en el hueco del codo, sofocando las últimas toses mientras señalaba la jarra. George le sirvió un vaso de agua y él se lo bebió entero. El piano volvió a empezar otra vez Para Elisa. Bill el Tartaja no olvidaría jamás esa pieza, y aún muchos años después no podría escucharla sin que se le pusiera carne de gallina en los brazos y la espalda; el corazón le daba un vuelco y recordaba: Mi madre estaba tocando eso el día en que murió Georgie. —¿Vas a seguir tosiendo, Bill? —No. Bill sacó un kleenex de la caja, carraspeó tronantemente con el pecho, escupió un poco de flema en el papel, lo arrugó y lo arrojó al cesto que tenía junto a la cama lleno de bollos similares. Por fin abrió la caja de parafina y dejó caer un cubo ceroso en la palma de su mano. George lo observaba con atención, pero sin hablar ni hacer preguntas. A Bill no le gustaba que le hablase mientras hacía cosas, pero él sabía que si mantenía el pico cerrado, su hermano acabaría por explicar lo que estaba haciendo. Bill usó el cuchillo para cortar un trocito del cubo de parafina. Puso el pedazo en el cuenco, encendió una cerilla y la apoyó sobre la parafina. Los dos niños observaron la llamita amarilla, mientras el viento agonizante impulsaba la lluvia contra la ventana en golpeteos ocasionales. —Hay que impermeabilizar el barco para que no se hunda al mojarse —dijo Bill. Cuando estaba con George tartamudeaba poco, a veces nada en absoluto. En la escuela, en cambio, tartamudeaba tanto que hablar le resultaba imposible. Cesaba la comunicación y los maestros miraban hacia otra parte, mientras Bill se aferraba a los lados de su pupitre con la cara casi tan roja como el pelo y los ojos apretados hasta reducirse a ranuras, tratando de arrancarle alguna palabra a su terca garganta. A veces, casi siempre, la palabra surgía. Otras veces simplemente se negaba. A los tres años había sido atropellado por un coche y arrojado contra la pared de un edificio; había estado inconsciente durante siete horas. Mamá decía que ese accidente le había provocado la tartamudez. A veces, George tenía la sensación de que el padre —y el mismo Bill— no estaba tan seguro. El trozo de parafina se había derretido casi completamente en el cuenco. La llama de la cerilla borboteó más baja poniéndose azul al abrazarse al trozo de cartón, entonces se apagó. Bill hundió el dedo en el líquido y lo sacó bruscamente con un leve silbido.

Luego miró a George con una sonrisa que pedía disculpas.

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