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Intervenciones – Noam Chomsky

Desde 2002, Noam Chomsky ha escrito una columna para el servicio de noticias The New York Times, en la que de una manera crítica y contundente analiza los temas más candentes del mundo de hoy. Estos artículos han sido publicados en todo el mundo y han contribuido a que las opiniones de Chomsky sean conocidas a nivel global. En esta impactante colección de agudos ensayos, Chomsky analiza la invasion y la ocupación de Irak, la presidencia de Bush, la invasión de Israel al Líbano y otros temas clave de nuestros días. Una oportuna, asequible y excelente contribución de uno de los intelectuales y disidentes politicos más destacados del mundo.


 

He aquí una prueba de que los grandes medios masivos de comunicación de los Estados Unidos no son tan omnipotentes como creen que son. Según ellos, Noam Chomsky no existe. Pero este fantasma tiene una enorme influencia sobre el mundo entero y su voz, su contravoz, se las arregla para llegar, también, a los jóvenes de su país, a pesar de la censura que quiere reducirlo al silencio. Está condenado por hereje. Él comete el pecado de creer en la libertad de expresión. Quienes detentan la propiedad privada de la libertad de expresión, y la reducen a libertad de presión, le niegan el derecho a la palabra. Y así, lo elogian. Éste no es un intelectual domesticado, uno más entre los muchos del rebaño: con toda la energía de su razón, esta peligrosa oveja negra denuncia la sinrazón dominante, y desenmascara las hipocresías del poder que en nombre de la Democracia practica el matonismo universal. Sospecho que Chomsky conoce la llave que abre las puertas prohibidas. Ha de saberlo por ser sabio en lingüística. Abracadabra, la mágica fórmula que se usa en el mundo entero, proviene de la lengua hebrea, abreq ad habra, y significa: «Envía tu fuego hasta el final». INTRODUCCIÓN PETER HART Hay muchísimas maneras de estudiar los medios de comunicación de masas: comparar lo que se informa con lo que se omite o se sepulta en las últimas páginas, o analizar las fuentes y expertos que dominan los comentarios sobre acontecimientos importantes. Esa clase de trabajo contribuye a medir la distancia que hay entre la retórica de los ejecutivos de los medios y los grandes gurús, y lo que aparece en la página impresa o en la pantalla del televisor. Esa brecha entre los valores que los jerarcas de los medios corporativos dicen defender —una prensa sólida, escéptica y controversial— y el producto que venden, suele ser considerable, pero al parecer en los círculos de élite cuenta más rendirle un tributo verbal a los principios más apreciados de la libertad de expresión que vivir realmente de acuerdo con ellos. Nada de raro tiene que en las secciones de comentarios de los periódicos pase lo mismo. Se repite hasta la náusea el compromiso de hacer llegar a los lectores un debate sin ataduras: «una gran variedad de voces y perspectivas», afirma un periódico; «una diversidad de opiniones que estimulen y promuevan el pensamiento de los lectores», dice otro. Un artículo académico describió la sección como un lugar «en el cual puede surgir, libre de ataduras, el discurso público, por mediación de un editor». El New York Times aspiraba a que fuese una página que «reflejase los grandes debates sociales, culturales y políticos del momento». La mayoría de las páginas de columnas de opinión distan mucho de alcanzar tan elevados objetivos, aunque la definición de su misión del Times se acerca a la descripción de lo que realmente ocurre. En los periódicos de élite —los de mayor circulación, que ejercen más influencia sobre los poderosos (primordialmente el Los Angeles Times, el Washington Post y el New York Times— la página de opinión representa un lugar más en el cual se delinean con claridad los parámetros del debate aceptable. Lo que puede publicarse de manera regular está, obviamente, dentro de sus límites, y las ideas que nunca o casi nunca aparecen desde luego no lo están.


Por eso el Times puede decir sin exagerar que su página, y muchas otras similares, «refleja» cierto tipo de debate público: el que toleran las élites de las clases políticas y los intereses corporativos. El debate que tiene lugar en el Washington oficial puede no parecerse demasiado al debate público real sobre cuestiones de importancia, pero es el que supuestamente cuenta y, por lo tanto, es el que aparece en el periódico. El campo relacionado de los gurús de la televisión —ese puñado de periodistas y comentaristas que se ganan la vida brindando medulosas parrafadas sobre casi cualquier cosa— padece, y no por casualidad, del mismo espectro muy limitado, y con frecuencia cuenta con las mismas personas para dar opinión y hacer análisis. La página de artículos de opinión y la columna sindicada no son características especialmente nuevas de los medios de comunicación de masas, aunque su historia precisa es bastante oscura. El New York Times se atribuye el crédito de haber creado el formato, hoy tan familiar, en 1970: una página pareada con los editoriales del periódico, que incluye mayormente artículos redactados por autores ajenos al mismo. Como suele ocurrir en el mundo del periodismo de élite, otros grandes periódicos siguieron el ejemplo del Times y la página se volvió relativamente común en todo el país. Si bien podemos considerar responsable al Times de haber hecho más popular el formato, parece poco probable que el periódico, como supone humildemente, hubiese «dado a luz una nueva criatura llamada página de opinión». (Así la definió el propio Times en 1990, bajo el modesto encabezado de «Todas las opiniones apropiadas para imprimirse»). Los especialistas David Croteau y Bill Hoynes, en la revista Extra! (junio de 1992), de la organización Justicia y Exactitud en la Información (FAIR, «Justo», por sus siglas en inglés), señalaron que las columnas políticas y económicas sindicadas aparecían ya en los años veinte; otro estudio descubrió que periódicos de todo el país afirman que sus respectivas secciones de opinión son anteriores a la del Times. Pero más importante que quién «parió» el formato es qué hicieron con él. Claro que un debate libre y amplio suena muy bien, pero eso no es lo que aparecía en el Times. El ex columnista de este periódico Anthony Lewis, por ejemplo, explicó en una ocasión que la página era claramente hija del Times, amistosa con el establishment, y que la idea de que él representaba un punto de vista de izquierda progresista que pudiese contrabalancear opiniones como las de William Safire era absurda. Cuando Ben Bagdikian hizo una prospección de las páginas de opinión, a mediados de los sesenta, observó que la afirmación de los editores en el sentido de que buscaban mantener una gran gama ideológica de columnistas no cuadraba muy bien con el hecho de que los periódicos tenían «una preponderancia de columnistas conservadores». Al examinar el terreno, casi treinta años después, Croteau y Hoynes encontraron un sesgo similar hacia la derecha en la distribución de los columnistas políticos. De los siete con mayor circulación, cuatro eran conservadores bien conocidos (George Will, James Kilpatrick, William Safire y William F. Buckley). Redondeaban la decena el reportero político de centro David Broder y el columnista Mike Royko, con Ellen Goodman como única liberal. Los dos investigadores llegaron a la conclusión de que «Los columnistas más ampliamente distribuidos del momento siguen transmitiendo mensajes que se hacen eco de la derecha, y aún no hay una presentación coherente del ‘otro punto de vista’». Unos diez años más tarde otra revisión llevada a cabo por FAIR encontró prácticamente lo mismo; el espectro ideológico casi no se había modificado, pero algunos nombres habían cambiado de lugar. Los archiconservadores James Dobson y Cal Thomas encabezaban la lista (lo que se calculó por el número de periódicos que incluían su columna), y sus compañeros conservadores Robert Novak y George Will los seguían de cerca. Desde luego siempre ha habido algunas excepciones a la regla. Hasta su muerte, a principios de 2007, la progresista populista Molly Ivins, por ejemplo, se publicaba en más de trescientos periódicos. Pero en términos generales las páginas de opinión de los diarios son un espacio más del universo de las corporaciones mediáticas en el que dominan las voces de la derecha, y el debate general abarca desde la extrema derecha hasta el centro, pese a las excepciones ocasionales. Esto no da la impresión de estar muy abierto al debate serio, sin importar lo que tengan que decir los expertos más conservadores y los conductores de los noticieros de cable acerca de las presuntas tendencias izquierdistas de la prensa corporativa. Adam Meyerson, el editor del boletín del think tank conservador Heritage Foundation, explicó en una ocasión (noviembre de 1988): Hoy las páginas de opinión están dominadas por los conservadores.

Tenemos una cantidad tremenda de opinión conservadora, pero esto le crea un problema a los que están interesados en escoger como carrera el periodismo después de la universidad… si Bill Buckley saliese hoy de Yale nadie le prestaría demasiada atención. No sería tan raro… porque probablemente haya centenares de personas con esas ideas [y] ya tienen sus columnas sindicadas. Pero los jóvenes conservadores que se mueren por tener la oportunidad de aparecer en las páginas de comentarios importantes no tienen por qué perder toda esperanza. En 1995 el presidente del grupo The New York Times observó que, si bien «había muy pocos mercados competitivos, y menos periódicos», todavía hay espacio para algunas cosas… sobre todo «columnas conservadoras escritas por autores de las minorías o por mujeres». Y las lamentaciones de Meyerson se confirman si se echa una mirada a los sitios web de los grandes grupos periodísticos. Si el editor de una página de opinión realmente llegase a desear presentarles a sus lectores comentarios de inclinaciones izquierdistas, no le resultaría fácil hacerlo basándose sólo en los principales grupos de información sindicada. Uno de los más grandes, Creators, ofrece por lo menos dos docenas de conservadores conocidos; los escritores verdaderamente de izquierda o progresistas pueden contarse con los dedos de una mano. Esto es sólo una parte de la historia. Desde hace unos diez o doce años los grandes periódicos han expulsado a los pocos autores de opinión con tendencias izquierdistas que habían logrado abrirse paso en los medios de élite. En julio de 1995 USA Today despidió a su única columnista progresista, Barbara Reynolds. Dos años más tarde el Washington Post se deshizo de la sola voz que se expresaba en forma coherente en pro de la paz y la justicia, Colman McCarthy, que escribía para el periódico desde finales de los sesenta. ¿La razón? «El mercado ha hablado», de acuerdo con el editor gerente del Post, Robert Kaiser. El periódico seguía encontrando «mercado» para colaboradores como esos baluartes de la ultraderecha, Charles Krauthammer y George Will, cuyas opiniones no parecían necesitar jamás validación alguna en el mercado, por mucho que discrepasen del sentimiento público. En 2005 Los Angeles Times despidió al columnista de tendencias de izquierda Robert Scheer, quien fuera un elemento constante del periódico durante casi treinta años. Como la guerra de Iraq fue el tema político definitorio de sus últimos años como columnista del Times, Scheer fue uno de los pocos expertos de la prensa de circulación nacional que se mostró decididamente escéptico ante las afirmaciones de la Casa Blanca al respecto. Antes de que a los figurones de los medios les resultara conveniente asegurar que «todos» se habían equivocado acerca de las armas de destrucción masiva de Iraq, Scheer escribía (6 de agosto de 2002) que el «consenso de los expertos» le había dicho al Senado que los arsenales químicos y biológicos de ese país habían sido «casi totalmente destruidos durante ocho años de inspecciones». Meses más tarde el periodista diría que los pretextos de la Casa Blanca para la guerra eran una «gran mentira». A finales de 2003 Scheer pedía el retiro de tropas de Iraq, posición que todavía tres años más tarde seguiría estando casi ausente del análisis de la élite. El despido del periodista puede atribuirse a muchos factores: una campaña derechista contra él por personajes como Bill O’Reilly, de la empresa Fox, o que el periódico pasase a ser propiedad de la Tribune Company. El mismo Scheer señaló que el nuevo editor del Times le había dicho que «aborrecía hasta la última palabra que escribía». Tras deshacerse de su autor progresista más conocido, el Times reforzó su oferta del lado derecho del espectro político: el neoconservador Max Boot, el historiador Niall Ferguson y Jonah Goldberg, de la National Review. Entre algunas de las contribuciones notables de Goldberg al debate público figura burlarse de los franceses llamándolos «monos queseros que se rinden», por oponerse a la guerra en Iraq, y su intento de inducir a un académico, crítico de la ocupación de ese país, a apostar mil dólares a que no se produciría una guerra civil en Iraq, y a que a principios de 2007 la mayoría de los norteamericanos y los iraquíes pensarían que la guerra «valía la pena». Es poco probable que Goldberg —o que cualquiera de los otros conservadores encaramados muy alto en los medios corporativos— se pase muchas noches en blanco, inquieto por la seguridad de su empleo en los medios presuntamente de izquierda. Uno de los beneficios de la sapiencia derechista es no tener que preocuparse jamás por las consecuencias adversas de equivocarse sobre algo (o, en ciertos casos, sobre mucho). Por ejemplo, en 1992 el columnista ampliamente sindicado George Will alteró completamente los resultados de una encuesta Gallup para ridiculizar las opiniones de Al Gore sobre el calentamiento global, y afirmó que la mayoría de los científicos no creía que estuviese produciéndose ese fenómeno.

La misma empresa Gallup hizo una declaración corrigiendo el egregio error de Will —su encuesta había puesto en claro lo contrario de lo que aquél escribía—, pero la mayor parte de los lectores de Will no la vieron, y el mismo columnista jamás corrigió su distorsión. Los errores fácticos son una cosa, pero con más frecuencia los pronunciamientos y prescripciones que emanan de los grandes expertos tienen otros problemas. Tom Friedman, el columnista de asuntos internacionales de The New York Times ha hecho toda una carrera ofreciendo tontos lugares comunes sobre la globalización y el triunfal entusiasmo empresarial de los directores ejecutivos de las grandes corporaciones… claro, cuando no redoblaba los tambores de guerra y exhortaba a Estados Unidos a ejercer violencia sobre la gente que vive en naciones más débiles. Sin embargo Friedman goza de la nada merecida reputación de ser una de las mentes más agudas del periodismo (lo que resulta insólito en vista de su trabajo, pero que tal vez sea menos sorprendente si se lo ve en relación con sus colegas columnistas y expertos). En una conversación del año 2006 con el conductor de NBC Tim Russert, Friedman reconoció que sabía muy poco sobre uno de los temas a los que le dedica un tiempo considerable. Al recordar una pregunta para la cual en una ocasión se sacó de la manga la respuesta, sobre si se opondría a cualquier movimiento denominado de «libre comercio», citó su contestación: «No, definitivamente no… Escribí una columna en defensa de CAFTA, la iniciativa de Libre Comercio del Caribe. Ni sabía de qué se trataba. Sólo conocía dos palabras: libre comercio». Vale la pena señalar que Friedman ni siquiera fue capaz de llamar por su nombre correcto al acuerdo comercial que apoyó: la «CA» de CAFTA se refiere a Centroamérica, no quiere decir Caribe. El consenso de la élite respecto a cuestiones como el comercio significa que los columnistas muy leídos, como Friedman, pueden limitarse a repetir la teología de las muchas virtudes de la globalización para dar la impresión de estar bien informados. Es poco probable que los lectores encuentren mucha información que pueda cuestionar esa ortodoxia, ya que hay escaso desacuerdo dentro del limitado espectro del debate en los medios corporativos. Resulta útil comparar ese consenso con la opinión pública, que desde hace mucho tiempo se muestra escéptica ante tratados comerciales como el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). La oposición de los ciudadanos a la política del comercio global dilecta de las élites difícilmente se considera un punto de vista legítimo. En el año 2000 los movimientos de masas contra las recetas neoliberales del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional (FMI) llevaron a decenas de miles de activistas a la ciudad de Washington… y provocaron la sorna de los autores de columnas de opinión en el New York Times. En menos de un mes el Times publicó cinco columnas que criticaban las protestas y ninguna que las apoyara, o que por lo menos tratara con respeto las inquietudes que expresaban. Eso se veía claramente en los encabezados («Salvar al mundo perdido», «Aprendan a querer al FMI» y «Una verdadera chifladura»), pero los textos son más histéricos que sus títulos. El gurú de derecha (y poco después redactor de discursos para la Casa Blanca) David Frum afirmó que los manifestantes «odian las presas y los aeropuertos y a los economistas». Los críticos de las políticas del Banco Mundial/FMI, según el columnista del Times Paul Krugman, propagaban argumentos «raras veces verificados» que representaban «a una minoría pequeña y relativamente privilegiada». Thomas Friedman, periodista del Times, que no se iba a dejar superar en su propio territorio, llegó a la iracunda conclusión de que los manifestantes eran «despreciables», un grupo de «chiflados económicos» que merecían ser conocidos como «La Coalición para Mantener Pobre a la Gente Pobre del Mundo» y recibir «una buena bofetada». Para el Times las voces de oposición sólo existían como objeto de sorna elitista. Hay otros momentos históricos en los cuales un análisis cuidadoso de las columnas de opinión brinda una útil instantánea del discurso permisible. Por ejemplo, en el mes posterior a los ataques del 11 de septiembre FAIR contabilizó 44 columnas del Washington Post y el New York Times que exigían una respuesta militar; sólo dos se inclinaban por alternativas no bélicas. Si bien las encuestas públicas realizadas en ese momento demostraron una inclinación hacia algún tipo de acción militar, había una opinión considerable que propugnaba ataques limitados o el uso del sistema internacional de justicia para llamar a cuentas a los responsables de los ataques. (El hecho de que este punto de vista quedase esencialmente silenciado significa que no era algo que tomasen en serio en los círculos políticos de las élites). Años antes, en su libro Necessary illusions, Noam Chomsky estudió todo el espectro del debate permitido acerca de la política hacia Nicaragua y encontró que, de 85 columnas aparecidas en el New York Times y el Washington Post durante los tres primeros meses de 1986, todas eran críticas de los sandinistas.

Se permitió mayor debate respecto a la política del financiamiento a los contras, lo que reflejaba la discusión política en Washington. Pero la denuncia de los sandinistas parecía ser un requisito de los medios. La falta de diversidad de las páginas de opinión nacionales resulta —casi sin importar cómo se la mida— apabullante. La cuestión de la diversidad de género, por tomar sólo un ejemplo, se volvió tema de debate público cuando la autora/experta Susan Estrich le reclamó a Los Angeles Times por publicar un número ínfimo de columnas de opinión escritas por mujeres. El editor de la página, Michael Kinsley, movió la cabeza consternado ante las dificultades matemáticas de cualquier esfuerzo por ampliar el debate y el 20 de marzo de 2005 escribió en su periódico: Si tiene éxito la presión para que haya más mujeres —como lo tendrá— habrá menos voces negras, menos latinas y demás. ¿Y por qué tendría que ser así? ¿No hay mujeres negras y latinos conservadores? Claro que sí. Hasta puede haber una conservadora latina lesbiana discapacitada, que escriba maravillosamente, y a la que nadie había descubierto porque no forma parte de la confortable red de la gente del medio. Pero probablemente no haya dos. No es problema de esfuerzo, es de matemáticas. Cada variable que se añade a la ecuación subvierte los esfuerzos por maximizar todas las demás variables. Lamentablemente ese tipo de pensamiento es común. En 1990 Anna Quindlen recordó, en el New York Times, que un editor le había dicho: «me encantaría publicar tu columna, pero ya aparece la de Ellen Goodman»; presumiblemente una mujer escritora era lo más que podía soportar la página. Clarence Page, el columnista negro del Chicago Tribune, comentó que el grupo que manejaba la sindicación de su columna solía oír respuestas por el estilo respecto a su trabajo: los editores mencionaban a los autores negros que aparecían ya en sus periódicos. Por eso puede resultar útil leer las columnas recopiladas en este volumen en referencia con su telón de fondo histórico. Los textos de Noam Chomsky —a diferencia de lo que dicen los clarividentes y gurús aprobados que son parte constante de los programas de entrevistas en televisión— no se documentan en los susurros de anónimos funcionarios, los bares frecuentados por las élites ni la conversación en la fiesta de Navidad de Donald Rumsfeld (sí, sí existe, y al parecer ha estado muy concurrida en los últimos años por la élite de los medios). Estas columnas se basan en la obtención de hechos disponibles —muchas veces inconvenientes para las clases dominantes, y por lo tanto en gran medida ignorados por los periodistas profesionales— así como las palabras y acciones de funcionarios poderosos. Es exactamente la clase de labor que lo excluye a uno de los recintos del poder; pecado mortal en el mundo del periodismo de élite, y manera perfecta de perder el empleo. También puede resultar útil —o frustrante— que uno trate de imaginarse que estas columnas aparecen en el periódico local de manera bastante regular. La probabilidad de que eso ocurra puede oscilar en algún punto entre lo imposible y lo inimaginable. Así que lo que hay que preguntarse entonces es por qué. Hace algunos años Noam Chomsky apareció en el principal noticiero de PBS, MacNeil/Lehrer New Hour. Poco después en las páginas de Extra!, la revista de FAIR, se publicó un encabezado: «Chomsky aparece en MacNeil/Lehrer; la civilización occidental sobrevive». Y sobrevivió. Pero tal vez uno deseara ver, en lugar de la mera supervivencia de la democracia norteamericana, su florecimiento, y eso es imposible si no se expanden las ideas que se ponen a disposición del público de masas. Con una Casa Blanca patas arriba y con un George W.

Bush que goza de niveles de aprobación históricamente bajos, en los medios corporativos son más frecuentes las valoraciones críticas de la política presidencial. Sin embargo esta apertura aparente puede ser ilusoria. El 3 de abril de 2006, en el programa Democracy Now!, de la emisora Pacífica, Chomsky evaluó el desempeño de los medios estadounidenses en relación con la guerra de Iraq en el momento en que la prensa estaba empezando a recibir elogios por haber expresado finalmente su escepticismo: Prácticamente no hay crítica alguna de la guerra en Iraq. Me imagino que eso sorprenderá a los periodistas. Creen que están siendo muy críticos, pero no lo son. Lo que quiero decir es que la clase de crítica sobre la guerra de Iraq que se nos permite en el sistema doctrinario, en los medios y demás, es como las críticas que se oían, digamos, en el estado mayor alemán después de Stalingrado: no está funcionando; está costando demasiado; cometimos un error, deberíamos buscar a otro general, y cosas por el estilo. En realidad está más o menos en el nivel de un periódico escolar que alienta a su equipo de fútbol. Uno no pregunta «¿Ganarán?». Lo que pregunta es «¿Cómo vamos?». Ya sabes: «¿Se equivocaron los entrenadores? ¿Deberíamos intentar otra cosa?». Eso se llama crítica… Comprendes, no se trata de cómo vayan a ganar, se trata de qué carambas están haciendo ahí. Los periodistas, escritores y gurús políticos cuyas opiniones resultan aceptables para los intereses de las élites, y que por consiguiente son considerados dignos de compartir sus opiniones en los escenarios más prestigiosos de los medios, saben quedarse dentro de sus límites. Las columnas que aparecen en esta compilación no siguen esas reglas y por lo tanto han estado fuera de las páginas nacionales de la élite. Tal como ocurre con tantas otras cosas que vale la pena saber, nos vemos obligados a leerlas en otros lugares.

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