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Infelices – Javier Pena

Dicen que la gente feliz se parece, pero que la infeliz lo es cada una a su manera. Un asesor político ve en su progresiva decadencia física la prueba tangible de su fracaso moral. Una madre incapaz de comprender a su hija acumula fracasos sentimentales por miedo a enamorarse de verdad. Un escritor obsesivo ha dedicado tanto tiempo a contar la vida de los demás que ha olvidado vivir la suya. Una optimista insobornable insiste en buscarle el lado bueno a la quimioterapia, de concierto en concierto. Un periodista de éxito quema sus últimos cartuchos de galán mientras se pregunta si perdió al amor de su vida. Se conocieron en la universidad, cuando aún hacían grandes planes. La vida los separó y desde entonces todo ha ido de mal en peor. Puede que solo reunirse después de tantos años salve a estos infelices de serlo para siempre. Javier Peña logra, con una técnica narrativa prodigiosa, cruzar todas estas existencias infelices para crear una experiencia feliz: leer este debut deslumbrante.


 

Se llamaban a sí mismos el Círculo del Viena, aunque la razón era tan prosaica como que el café en el que se reunían cuando se saltaban una clase se llamaba Viena, un local con mesas macizas donde los jubilados se juntaban a jugar al dominó y te servían un churro seco con cada consumición. No solo habían bautizado su pequeño grupo, también se habían dado un apodo para cada uno. Eran Rudolph, Hans y Moritz, quien como fundador ostentaba el honor de llevar el nombre de Moritz Schlick, el promotor del verdadero Círculo de Viena. A ella, más adelante, la llamarían Karl, por Popper, que colaboró con el Círculo sin llegar a ser nunca un miembro de pleno derecho. En un primer momento protestó porque la llamasen Karl siendo una mujer; parecía como si les molestase tanta feminidad en su club particular. Desoyeron sus quejas y poco a poco fue asumiendo el sobrenombre que hoy sigue presente en sus recuerdos. Conoció a los miembros del Círculo en Santiago en el primer año de facultad, no pasaban desapercibidos ni se esforzaban por caer simpáticos. Asunción, que compartía cuarto con ella en la residencia universitaria, solía llamarlos simplemente gilipollas número uno, gilipollas número dos y gilipollas número tres. Santiago era entonces, a finales de los noventa, un enjambre de estudiantes que zumbaba al ritmo de los días lectivos. Hace ocho años que no recorre sus calles, desde que en 2007 se mudó a Madrid. Le han contado que ya no hay estudiantes, que solo hay turistas. Le han contado que el Viena ya no es un café, sino la recepción de un hotel. ¿Es posible que una ciudad de piedra esté tan cambiada? Si ocho años han hecho eso con Santiago, qué no habrá hecho el tiempo con ellos, con esos tres infelices de carne y hueso y traumas. El nombre de Círculo del Viena era la típica broma de Moritz; le encantaban los juegos de palabras. Aquel cuatrimestre habían estudiado a Schlick, Carnap, Hahn y Popper en una materia absurda llamada Métodos de Investigación, que, como tantas otras de la licenciatura, nunca les serviría de nada en la práctica del periodismo.


No cree que ni siquiera entonces, cuando la realidad aún no había apagado sus ambiciones, se considerasen filósofos, científicos ni genios, pero, a decir verdad, no ha vuelto a encontrarse con un grupo de seres humanos tan extraños y pagados de sí mismos como aquellos Moritz, Hans y Rudolph, aquellos tres gilipollas que disertaban de casi todo porque de casi todo sabían, mientras sostenían las tazas de café americano, menta poleo (Hans, que siempre ha sufrido del estómago) o cacao soluble. Era Moritz quien dirigía el rumbo de las conversaciones, ya entonces un torrente de creatividad con jerséis de ochos desgreñados como sus rizos; no resultaba difícil intuir que acabaría convirtiéndose en escritor, lo que no imaginaban era que un día utilizaría ese talento para desnudar sus miserias, las de todos ellos. El pequeño Hans apenas hablaba en el Viena, aunque tampoco es que abriese demasiado la boca fuera de allí; visto en retrospectiva, se hace natural encajar a aquel hombrecillo paticorto de pantalones escurridos, los bajos deshilachados de tanto pisárselos, en el oscuro gabinete en el que terminaría trabajando, arrinconado como asesor mientras sus entradas se convertían en calvicie, pelo por pelo. Pero quien de verdad concentraba el interés de Karl en aquellos primeros meses de universidad era Rudolph, el más alto de los tres, en la actualidad cronista de criminales, el gilipollas número uno en la nomenclatura de la compañera de residencia de Karl, con la tez morena y una magnífica cicatriz que le recorría media cara de arriba abajo. No era una de esas cicatrices rojizas y dubitativas que avanzan a trompicones, sino un hachazo perfecto integrado en el rostro por un artista de la costura; camisas impecables a las que levantaba el cuello, la voz grave y el aplomo de quien detecta que quieres acostarte con él; y lo cierto es que ella, a punto de cumplir los dieciocho, se moría de ganas por perder la virginidad. En las novelas americanas que leía Karl, las quinceañeras se lo hacían con el capitán del equipo de lucha en una fiesta clandestina con mucho alcohol y algo de marihuana, pero ella entonces no bebía, no le había dado una calada a un porro, y nunca se había cruzado con un miembro del equipo de lucha. No es que fuera una estrecha, un calificativo que rehuía como a la peste, más bien al contrario: le costaba decirle que no a los chicos, pero nunca pasaba a mayores, que era lo que decían sus amigas para indicar si habían practicado sexo. Ese era el problema: no encontraba el momento de pasar a mayores. A los pocos días de llegar a Santiago, Karl había aceptado la invitación para dormir con un compañero de residencia al que todos llamaban Mofeta (no hace falta explicar el motivo del apodo ni por qué nadie quería compartir cuarto con él). Sabía que ir a dormir, como pasar a mayores, era un eufemismo, y que en absoluto significaba dormir. Se habían besado un buen rato y él le había palpado (apretujado más bien) las tetas por encima del jersey, pero eso era todo lo que ella estaba dispuesta a permitir de un tipo al que llamaban Mofeta. Nadie podía culpar a Mofeta de querer algo más (y ella desde luego no lo hacía), ni de que cogiera la pequeña mano de Karl y se la llevase a la entrepierna, donde permaneció posada durante algo más de un segundo, lo suficiente para notar la dureza y darse cuenta de que medio segundo más significaría una aceptación tácita del pasar a mayores. Por eso la retiró con brusquedad y tal mueca de disgusto que el pobre Mofeta se quedó sin ganas de una segunda intentona, apagó la lamparita de estudio oxidada que colgaba sobre la cama y se durmió dándole la espalda y roncando rítmicamente. No quería perder la virginidad con Mofeta. No es que pensara que en el futuro fuera a recordarlo con lágrimas en los ojos: «Le regalé mi flor a un maloliente». Lo que recorrió entonces su cabeza fue una experiencia de ese verano, que no había sido en sí pasar a mayores, pero tampoco se había limitado al besuqueo de costumbre. Sucedió en unas fiestas de pueblo en las que se celebraba una victoria insignificante contra Napoleón, la noche anterior al día grande en que carrozas, fusileros, húsares, dragones, caballos engalanados y guerrilleros con trabucos tomaban las calles. Era agosto, pero llovía a cántaros y las carrozas estaban guardadas bajo una lona para evitar que el cartón se deshiciera como un terrón de azúcar en una taza de café. Bajo la lona la condujo de la mano un francés un año más joven que la había besado en el bar. Ella le pidió con los ojos a su hermana gemela que la esperase en un portal para acompañarla después al hostal donde se alojaban. Estaban empapados y se reían tontamente como si estar calados fuese algo gracioso. El francés tenía un incipiente bigote pelirrojo que le restregó por la cara y le provocó un sarpullido que tardó días en desaparecer. Besaba fatal, metía la lengua tan adentro que Karl apenas podía respirar y de vez en cuando tenía que quitárselo de encima de un pequeño empujón. Cuando empezó a toquetearla por debajo de la camiseta, ella se dejó hacer pensando si por fin había llegado el momento de dar un paso más. Pero su pensamiento no duró demasiado.

Antes de que se diera cuenta, él ya había deslizado la mano bajo su falda y se las había apañado para introducirle un dedo en la vagina; el corazón rápidamente acompañó al índice. Por supuesto, ya había tenido dedos alojados allí dentro, pero era la primera vez que esos dedos pertenecían a una persona distinta a ella misma. La sensación no fue agradable, ni en absoluto placentera, si hubiera tenido que definirla entonces, hubiera dicho que era como un bastoncillo para las orejas que se cuela más adentro de la cuenta. «¡Quita!», gritó dándole un empujón al francés que lo hizo trastabillarse e hincar una rodilla en tierra. Los dedos intrusos se retiraron bruscamente dejando tras de sí un aguijonazo de dolor. El chaval estaba perplejo, debía de esperar gemidos, jadeos, un sí sí, un sigue sigue, un dios dios, o como poco cierta indiferencia, lo que de ninguna manera esperaba era acabar estampado contra una carroza. Se hizo un silencio que rompió Karl diciéndole: «Prefiero hacértelo yo» (que fue la mejor traducción que encontró del no soy una estrecha). Con torpeza, a oscuras bajo la carpa que repelía la lluvia estruendosa, manipuló por primera vez un pene. Al tacto el miembro le resultó decepcionante; también le resultó extraño que, antes de correrse, el francés sacase del bolsillo de los dockers marrones una pequeña linterna para que ella pudiera contemplar su sexo en apogeo; supuso que estaba orgulloso de él, a pesar de que no era gran cosa (pero eso Karl entonces aún no lo sabía). Al día siguiente, cuando por fin dejó de llover y pudieron salir las carrozas, Karl vio al pelirrojo en el otro extremo de la avenida que el desfile dividía por la mitad. Se saludaron con un movimiento de cabeza antes de que los fuegos artificiales iniciasen sus silbidos y explosiones. Eso fue todo. Es posible que debajo del bigote, en la sonrisa del francés, hubiera expresión de victoria, de venganza napoleónica, de allons enfants, pero ella estaba demasiado ocupada intentando descubrir en qué parte de qué carroza desfilaba la salva de semen que había caído propulsada por tres certeros cañonazos. Han transcurrido diecisiete años desde aquel día pero, incluso hoy, con treinta y cinco, pocas cosas ha contemplado Karl que le hayan sorprendido tanto como aquella estampida biológica que ella misma había provocado. (Cuando más adelante le confesó el episodio a Moritz, él se encogió de hombros, le robó un cigarrillo del bolsillo trasero de los vaqueros, y comentó que, en su opinión, la prohibición del lanzamiento de enanos con casco en el estado de Florida atentaba contra la eyaculación masturbatoria). La velocidad inhumana del líquido blanquecino cruzó su cabeza durante el segundo y medio en que su mano permaneció posada en la erección de Mofeta, y si algo tuvo claro era que no deseaba otro allanamiento de vagina. Al Rudolph de entonces, en cambio, con sus dedos largos y callosos de tocar la guitarra, estaba dispuesta a mostrarle el cartel de entren sin llamar. Cuando invitó al Círculo del Viena a unirse a la fiesta de cumpleaños de Asun en la residencia universitaria, provocó el enfado de su compañera de habitación, que pasó dos semanas sin hablarle. Solo le levantó el castigo para saber si había pasado a mayores con el gilipollas número uno. ¿Quién le iba a decir entonces que acabaría teniendo una hija con uno de aquellos tres gilipollas? 2. Primera parte del testimonio de un asesor A lo largo de mi vida he sido parco en palabras, pero hoy pienso usarlas todas. Hoy escribiré palabras alojadas en mi cabeza que nunca han atravesado mi boca. Hoy hablaré con mi voz tras quince años hablando con la de otros. Dejaré a un lado la máscara y traeré al hombre: he aquí. Traeré ante vosotros al hombre al que llaman Óscar, aunque durante años, por un motivo u otro, me conocieron como Hans, quizá porque asociar mi persona al nombre de un premio les parecía poco pertinente.

Una pequeña indisposición me obliga a escribir lo que debía decir de viva voz; nadie en el juzgado lamentará la pérdida, nunca he sido agradable a la vista. Es probable que en el proceso se escuche de mí que soy raro o que carezco de cualquier atisbo de inteligencia emocional: no me preocupa. Durante un tiempo creyeron que era superdotado y no me fue mejor. Siempre he pensado que no es más listo el que más habla: suele ocurrir lo contrario. ¡Y qué aburridos son todos! Me asusta pensar que llegue el día en que pueda aburrir a alguien tanto como ellos me aburren a mí. Espero que hoy no sea ese día. Odio a los verborreicos que se acercan a mí y me saludan y me preguntan a qué me dedico. En el fondo, les importa una mierda lo que hago o dejo de hacer. Lo único que quieren es una excusa para contarte su vida. No es que lo intuya, es que lo he comprobado empíricamente. Lo anoto en la libreta que llevo siempre en el bolsillo de mi trenca gris. En el último año me han interrogado acerca de mi puesto de trabajo un ingeniero de minas, un abogado laboralista, el rector de una universidad privada, un farmacéutico con el negocio en el centro y un funcionario del Grupo A —de entre todas las taxonomías humanas, la más inmodesta—. Yo, la verdad, prefiero pasar por antipático, aunque admito que tal vez «pasar por» no sea la expresión más adecuada, tal vez sencillamente sea antipático. La verbosidad es enemiga del intelecto, y sin embargo en mi entorno los que más hablan coinciden con los de carrera más exitosa, los más valorados por los jefes. Pienso ahora en un bocazas que tenía por compañero, un gracioso que cuando salíamos de cañas intentaba ligar con trucos de magia. Hacía una mierda con un cigarrillo encendido y un pañuelo que las dejaba boquiabiertas. Admito que ignoro dónde estaba la trampa, pero aunque fuera capaz de levitar o teletransportarse seguiría pareciéndome lamentable preparar trucos en casa para impresionar a chicas fáciles de impresionar. A esas cañas, lo confieso, me apuntaba por ella —y no muy a menudo—, por la chica del cáncer, la artífice de este testimonio, aunque entonces estaba convencido de que mis opciones de introducirme en su cuerpo deteriorado eran escasas. Sé que a algunos os ofenderá que la llame así: la chica del cáncer; sé que hay palabras, como cáncer, que os asustan. Si os acobardan las palabras, mejor que abandonéis la lectura de este testimonio, porque hoy pienso usarlas todas. Las palabras acotan, esculpen como el cincel, pocas lo hacen mejor que la chica del cáncer, y yo admito mi extraño culto por las palabras, tan maltratadas, utilizadas en exceso y excesivamente mal. El Prestidigitador —si no os importa, lo llamaré así, el asunto ya es suficientemente desagradable como para dar nombres que no me han requerido— contaba un chiste que he podido oír cientos de veces. Comienza pidiendo perdón, diciendo que es muy malo, aunque en realidad está deseando soltarlo, está convencido de que tiene gracia y, lo que es peor, a él se la hace y se ríe dando palmas cuando lo cuenta. Lo mismo me ocurría en la universidad cuando un amigo me venía con sus relatos —léelos, por favor, sé que no son buenos, pero necesito tu opinión—. ¡Venga ya! Si pensara que eran tan malos para qué iba a torturarme.

Me pone enfermo. Mi amigo de la facultad decía que era un recurso retórico, yo lo llamo darse importancia y el Prestidigitador vive de eso. Pero bueno, el chiste en cuestión dice algo así: «Mamá, tengo que confesarte algo: soy un asesino». Y la madre: «Hijo, qué susto, pensaba que ibas a decir asesor». Lamentándolo mucho, no estáis ante un asesino. Si así fuera, este testimonio ganaría en interés, dónde va a parar. Pero no, soy asesor del Gobierno autonómico. Quiero decir: era asesor en el Gobierno autonómico. Aunque admito que cada vez que el otro contaba el chiste sentía un punto de envidia de los asesinos. De un buen asesino, no de un yonqui con el mono y una navaja de mariposa. De un Ted Bundy, un Ed Gein, un Charles Manson. Estaréis conmigo en que hay asesinos que son verdaderos artistas en lo suyo, tipos con un atractivo por encima de lo normal. El otro día leí que hay una tarada de veintipocos que quiere casarse con Manson, lleva años enviándole cartas, y mientras sus compañeras de instituto perseguían a cantantes adolescentes ella gastaba su paga semanal en un autobús a la prisión de Corcoran. No puedo imaginarme a nadie peleándose con sus padres, perdiendo a sus amigos o huyendo de casa para casarse con un asesor. Por otra parte, ¿cómo iban a hacerlo si nadie sabe qué es en realidad un asesor? El concepto en sí es muy vago, agrupa a expertos en protocolo con periodistas y licenciados en Ciencias Políticas; abundan también, es cierto, los familiares del Partido. Que nadie tenga ni idea de qué es un asesor no excluye que se les culpe de la corrupción, el paro o la crisis económica. Seguro que lo habéis oído alguna vez. ¡Por supuesto! El culpable de la crisis es este asesor que hoy escribe un alegato con su voz como antes escribía discursos con la voz de otros. O eso dicen, porque yo me niego a considerar discurso al martilleo compulsivo de ideas banales que me obligaban a repetir una decena de veces por semana y que, como trabajaba en el departamento de Bienestar, variaban en su temática entre el alzhéimer, el síndrome de Down, la parálisis cerebral, la pobreza infantil, la adicción a las drogas o el descenso de la natalidad. El Prestidigitador siempre decía lo mismo: «Con el discurso del alzhéimer no te mates, total no se van a acordar». Lo peor es que tenía razón. La Consejera cuando visitaba a los enfermos llevaba consigo los folios que yo había escrito ¡y se los leía! A los críos con síndrome de Down, a los de la parálisis que apenas se tienen en pie, a los drogadictos que solo piensan en la próxima dosis de metadona. Les leía las plazas que se habían creado para ellos, el porcentaje de crecimiento, el dinero que se había invertido. Era admirable porque lo decía de tal forma que hasta ella misma se convencía de que había salido de su bolsillo; repasaba con ellos equipamientos y reformas, refuerzo del personal y avances tecnológicos, tantos por ciento, número enteros, números con decimales, números primos, números simpáticos, cifras y más cifras, cifras infinitas, la sucesión de Fibonacci. Lo decía arrastrando la erre, porque encima la tía no sabe decir la erre.

Tal vez, con suerte, brevemente, antes de la despedida, le dedicase unas palabras a lo bonito que era trabajar para ellos mientras la cuidadora le limpiaba la baba teatralmente a uno de los niños con parálisis. Un día en mitad de un discurso un viejo se cagó del modo más ruidoso y oloroso que se pueda imaginar. Por primera vez en mi vida me atraganté reprimiendo una carcajada, hasta el punto de que un enfermero intentó hacerme la maniobra de Heimlich.

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