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Iluminacion Y Fulgor Nocturno – Carson Mccullers

La memoria de un tiempo convertido en ficción. Escrita al dictado meses antes de morir con tan sólo cincuenta años de edad. Saltándose todas las pautas cronológicas de una autobiografía al uso, McCullers sigue el curso espontáneo de las asociaciones de ideas de un soliloquio confidencial. Por deseo expreso de la autora, se incluye el epistolario que durante la Segunda Guerra Mundial mantuvo con su marido, Reeves McCullers. Con prólogo de Elena Poniatowska.


 

Carson McCullers registra y anota en su libreta cosas en las que nadie se fija, cosas de gente pobre, cosas de gente común y corriente. Es la escritora de las cosas. Esa palabra «cosa» que no sabemos bien qué es y sin embargo repetimos con enorme frecuencia es el fundamento de su obra. «¡Qué cosa!», «Te traje unas cosas», «Olvidé mis cosas», «No sé en qué cosa estaba yo pensando», «Me robaron todas mis cosas», «Yo no soy una cosa». Las de Carson McCullers son las cosas del alma y las de personajes que son poca cosa, hombres, mujeres, viejitos, negritos que se quedaron a medio camino o mejor dicho nunca supieron cuál es el camino. Todos avanzan sobre la cuerda floja, son frágiles, pacientes, simples, carecen de todo. Ni buenos ni malos, viven a la intemperie, cada día más frágiles. La autora nunca los salva porque ¿qué salvaría? Son sólo unas pobres cosas a merced de su pluma y sobre todo a merced de la guerra de Secesión que partió en dos lo que antes se llamaba América. Curiosamente, Estados Unidos es el país de las cosas y nosotros, los del resto del mundo, también hemos ido detrás de cosas tan diversas e improbables como los gadgets, los dientes postizos, las servilletas de papel, los Kleenex, los Tampax, los cubiertos y las uñas de plástico, la bomba atómica, el napalm, los elevadores, las ametralladoras, los cohetes de guerra, las lavadoras eléctricas que convierten a las gringas en las reinas del hogar, los tractores. Estados Unidos cosificó a Marilyn Monroe y chupó el café de Cuba, el de los cítricos de toda América Latina, el petróleo de México, el cobre de Chile y el cerebro de Jorge Luis Borges que Woody Allen puso en su película en boca de Diane Keaton, habitante de Manhattan, la Gran Manzana. Así como Reeves, su marido soldado y estafador, se vuelve «su cosa» y adquiere «su deshonestidad honestamente» puesto que es a ella a quien roba, Carson se apropia de su nombre y cambia el Smith por el McCullers. Así también John Houston y Tennessee Williams son sus cosas: los maneja a su antojo. No sólo son admiradores o mecenas generosos, también pueden convertirse en episodios tormentosos. Son creadores, pertenecen por su talento a la beautiful people, a la crème de la crème, a la élite de Nueva York. El Harper’s Bazaar, Saturday Evening Post, Esquire, el New York Times, Mademoiselle, Redbook, Vogue, el Philadelphia Inquire, Theatre Arts la publican porque Carson McCullers también es beautiful, atrevida, altísima, delgada, poética, original y da pequeños cócteles en los que sólo se sirve caviar beluga con limón, cebolla y huevo. John Houston la invita a Europa a pesar de que tiene que guardar cama durante casi toda su estancia por su pierna lisiada ya que su vida llegará a ser un verdadero calvario de hospital en hospital que aguanta con estoicismo así como su amiga Isak Dinesen (Out of Africa) aguantó su sífilis. Lula Carson Smith nació el 19 de febrero de 1917 en Columbus, Georgia, y a los diecisiete años abandonó Georgia para viajar a Nueva York con la esperanza de entrar en la Juilliard, aunque ya tenía la inquietud de escribir «sus cosas». Una infección respiratoria, añadida a una fiebre reumática contraída en la niñez, la obligó a volver a Georgia y entonces escribió «Wunderkind», un relato autobiográfico que publicó en la revista Story en diciembre de 1936, dos años después de cumplir los diecinueve años, que son muy pocos para una gran escritora y una mujer que siempre fue demasiado alta. Yo anhelaba una sola cosa: irme de Columbus y dejar huella en el mundo. Al principio quise ser concertista de piano.


La señora Tucker me animaba a ello. Luego me di cuenta de que papá no podía enviarme a estudiar a Juilliard ni a ninguna otra gran escuela de música. Sé que a papá esto le preocupaba, y, como yo le quería, no dije nada al respecto, pero dejé de pensar en una carrera musical y le comuniqué que había cambiado de «profesión», que sería escritora. Era algo que podía hacer en casa, y me puse a escribir todas las mañanas. Mi primer libro se tituló A Reed of Pan. Se trataba, por supuesto, de un músico que sí estudiaba y lograba hacer cosas. Pero como no estaba satisfecha con el libro, no lo envié a Nueva York, pese a que me habían hablado agentes y todas esas cosas. Tenía dieciséis años y seguí escribiendo. El siguiente libro se llamó Brown River. Apenas lo recuerdo, salvo que tenía una marcada influencia de Hijos y amantes. Con su propia obra, Carson hizo lo que quiso desde el primer momento, lo cual no le ha sucedido a ninguna autora de América del Norte o de América Latina. Su vida refleja una libertad sin más límites que los de su pésima salud. Ninguna inseguridad en sus memorias recogidas en Iluminación y fulgor nocturno. Ninguna queja, ningún lamento a pesar de que sus ataques debieron de haberle causado mucho tormento. Carson tenía una personalidad muy libre, muy segura de su talento, quizá porque conoció el éxito muy tempranamente y exigió un trato excepcional de sus editores y de los empresarios que convertían sus letras en obras de teatro. Así como se apropió del triunfo inmediato, Carson McCullers se apropió del apellido de su marido. Sus obras la honraron casi sin que ella moviera un dedo. El autobiográfico «Wunderkind» giró sobre las fallas físicas de su corazón y le granjeó la amistad de las celebridades de la época: John Houston, Tennessee Williams y más tarde Arthur Miller, Marilyn Monroe, Isak Dinesen, Edward Albee, Faulkner, Lillian Hellman, Elizabeth Bowen, Edith Sitwell, a quien visitaba en Inglaterra, siguieron su obra con devoción. También vivió con George Davis y W. H. Auden emulando al Jules et Jim de François Truffaut que se filmaría años más tarde. Annemarie Clarac-Schwarzenbach se enamoró de ella y Gypsy Rose Lee, la del showaddywaddy y las canciones picantes, inspiró uno de sus cuentos. De Nyack (a sesenta kilómetros de Nueva York) a París hay un largo trecho pero Carson McCullers tomó un avión como quien levita, sube al cielo y ve el mundo a través de luces que se abren paso entre las nubes porque ella vivió de iluminaciones. Vivió dos guerras, la Segunda Guerra Mundial, en la que su marido fue soldado, y las consecuencias de la guerra de Secesión, que tanto en el Sur como en el Norte de Estados Unidos hizo que los estadounidenses bebieran muchísimo. La mala salud de McCullers le abrió la puerta a la escritura.

Quizá la única enfermedad que verdaderamente la molestó fue el alcoholismo que compartía con Reeves McCullers. Ni siquiera el reumatismo cardíaco de su infancia impidió su escritura y, salvo la de sus memorias —ésas sí, dictadas—, toda su vida fue de escritura y de amor al destino de los que viven en los estados del Sur. Después de la prohibición y los gánsteres de Chicago tipo Al Capone, Estados Unidos convirtió el hard liquor, el whisky y el gin en bebidas comunes y corrientes que se ingerían en cantidades industriales. Incluso las familias más distinguidas acostumbraban los cocktails before lunch y entre las seis y las siete de la tarde los cocktails before dinner y todavía después de cenar subían a su recámara con su nightcap en la mano. Al día siguiente volvían a lo mismo. Claro que a los pocos años ya eran alcohólicos y flotaban a sus quehaceres de una copa a la otra. En su oficina, el magnate ofrecía un drink, el ama de casa también se lo brindaba a su plomero. Have a drink. Es sorprendente ver en las películas de esa época que todos —hombres y mujeres— traen una copa en la mano. Escasean las escenas en las que no figure en el lugar de honor una botella de whisky. El alcoholismo también campeó en Rusia pero los tragos de vodka tenían una explicación: la nieve durante el largo invierno, el frío diurno y nocturno, la ausencia de luz sólo pueden paliarse con un trago. Otra escritora sureña con la que Carson tiene mucho en común —a pesar de que ambas se detestaban— es Flannery O’Connor, quien nació ocho años más tarde, también en Georgia. ¡Quién sabe qué tendrá el estado de Georgia que produjo a dos escritoras de esa talla! Al igual que McCullers, O’Connor muy pronto se convirtió en una extraordinaria escritora que centraba sus relatos en un pavo, una casa decrépita, un muchacho al que es fácil partirle el corazón, un retrasado mental o una negra que dice verdades como la Berenice de McCullers en una cocina sureña. Ambas escritoras compartieron la misma fragilidad y el mismo éxito tempranero. A la rubia Flannery O’Connor la buscaron hombres célebres como Arthur Koestler, quien la cobijó a lo largo de su vida, Robie Macauley, Tennessee Williams, Truman Capote y John Houston (quien filmó Wise blood, publicada en 1952), entre otros. Ambas, McCullers y O’Connor, aquejada de lupus, enfrentaron con gran entereza una muy mala salud y por esa razón supieron captar el dolor ajeno, la violencia, la desadaptación y el brutal rechazo a los negros. Imposible no recordar también a Eudora Welty, autora del cuento «Death of a travelling salesman» escrito en 1936. Al igual que las demás extraordinarias cuentistas sureñas, Carson hizo del Misisipi y lo sureño el pivote de su obra y al igual que ellas llamó poderosamente la atención de otra escritora, Katherine Ann Porter, quien prefirió México a Estados Unidos. La aceptación de la colored people hizo que Eudora Welty ganara el Pulitzer por La hija del optimista en 1973, cosa impensable en tiempos anteriores: cuando Margaret Mitchell publicó Lo que el viento se llevó en 1936, aun y vender un millón de ejemplares, la criticaron por defender a los negros en Tara, la espléndida casa sureña de porche y columnas blancas de Scarlett O’Hara. El Sur fue protestante y recuerdo con asombro y deleite la película basada en esa inmensa novela, que hizo famosa la respuesta de Clark Gable/Rhett Butler a una Vivien Leigh/Scarlett O’Hara desesperada quien pregunta qué va a ser de ella: «Francamente, querida, eso no me importa» es quizá la respuesta más célebre de la literatura emocional de nuestra tierra. Matar a un ruiseñor, de Harper Lee, fue una de las obras más impactantes y esclarecedoras de la persecución de los negros en el Sur. La terrible guerra de Secesión norteamericana se cobró muchas vidas, pero también permitió que afloraran escritores de la talla de Richard Wright (amigo de Carson), William Faulkner (su conocido) y de sus hermanas de letras Flannery O’Connor y Eudora Welty. En su Iluminación y fulgor nocturno, Carson McCullers recuerda a Marielle Bancou, quien vivía a dos manzanas de mi tía Elena Amor de Celani en la rue Casimir Périer, en París. Marielle Bancou es casi tan inolvidable como McCullers porque su capacidad de entrega estaba muy por encima de la de los demás. Experta en arte, diseñadora de telas y vestidos, la tía Bichette quiso y admiró a Marielle, quien la acompañaba a tomar el autobús en París al igual que lo hizo con Carson cuando iba a Nueva York y escribía acerca de la espantosa tiranía de la compasión.

Nueva York queda a unos sesenta kilómetros de Nyack y el único medio de transporte es el autobús. Fue en el autobús donde conocí a Marielle —escribe Carson—. Es una de mis amigas más encantadoras y pacientes. Es francesa, hija de padres rumanos que, después de casarse, se fueron a vivir a Francia. En ella se mezclan la loca extravagancia de los rumanos con el buen sentido y el buen paladar de los franceses. Pero fue muy tímida como para abordarme. Se sentó en la parte trasera del autobús y, justo cuando me disponía a bajar, viendo mi renquera, se ofreció a ayudarme. Nos preguntamos mutuamente adónde nos dirigíamos. Era la época de Square Roots of Wonderful [1957] y yo iba a Saint Subbers. Ella iba más lejos, al corazón del barrio de los modistos y las boutiques. Me dijo que éramos vecinas y la invité a que viniera a tomar algo, o lo que fuera, al día siguiente por la tarde. Por intuición, deduje que bebía solamente vino y afortunadamente había una botella de vino rosado en el frigorífico. Nuestra amistad fue creciendo y, prácticamente, no pasaba día sin que nos visitáramos. Como las dos pasiones de Carson eran la escritura y el Sur, también se apasionó por «un negro americano extraordinariamente dotado para el lenguaje», Richard Wright, a quien llama Dick. Los miembros del partido comunista «no entendieron la dedicación completa de Dick al arte, ni su independencia, y cuando el partido empezó a dictarle lo que debía escribir, como si fueran tareas escolares, se puso furioso y dejó el partido. […] Yo nunca sentí deseos de afiliarme. Por un solo motivo: no soy de naturaleza gregaria. El único club al que pertenezco es la Academia Americana de Artes y Letras. La mayor parte de sus miembros son mayores que yo, pero todos son personas sumamente prestigiosas. No hay demasiada formalidad y me agrada acudir a sus reuniones cada vez que puedo. Al principio estaba totalmente de acuerdo con Marx y Engels, y cuando pienso en los disturbios de hoy, me da la impresión de que son pura aplicación del marxismo. Los comunistas han aprendido muy bien a explotar, exponer y debilitar socialmente ciertos sectores para sus propios fines». Su vocación fue la de la escritura aunque también la obsesionó la música (soñó con ser concertista), el arte, la literatura. Gran lectora, amó a Proust y a Isadora Duncan, a Hemingway y a Tennessee Williams. Me decepcionó enterarme de que el fascinante y exacto título de El corazón es un cazador solitario no es suyo sino de su editor.

Escribió: «Nadie es indispensable» pero se equivocó porque ella lo es.

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