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Huesos en el Jardín – Henning Mankell

En octubre de 2002, un Kurt Wallander cansado y refunfuñón va a visitar la que podría ser la casa de sus sueños, en la campiña de Löderup. Sin embargo, mientras deambula a solas por el jardín de la casa, rumiando si comprarla o no, tropieza con algo semioculto entre la hierba. Para su sorpresa, son los huesos de una mano. Esa misma noche, cuando los técnicos encienden sus focos y cavan alrededor, sale a la luz un cadáver o, mejor dicho, un esqueleto que, según los forenses, presenta signos de ahorcamiento y que lleva más de cincuenta años enterrado en ese jardín. Muy poco antes de Navidad, y pese a los recortes presupuestarios en la policía de Escania, Wallander, Martinsson y Stefan Lindman (el protagonista de El retorno del profesor de baile) echan horas para investigar lo que parece ser un asesinato muy antiguo. Pero ¿cómo investigar una desaparición ocurrida hace unos sesenta años? ¿Es posible esclarecer un crimen cometido tanto tiempo atrás? Cuando ya están a punto de darse por vencidos, Wallander regresa al jardín de lo que podría ser su futura casa. Y algo suscita en él nuevas sospechas que se convertirán en un nuevo hallazgo.


 

El sábado 26 de octubre de 2002, el inspector Kurt Wallander se sentía muy cansado. Había sido una semana terrible, debido a la gripe devastadora que había causado estragos entre el personal de la comisaría de policía de Ystad. Wallander, que siempre era el primero en contagiarse, había sido en esta ocasión, por alguna razón insondable, uno de los pocos que no cay ó enfermo. Dado que aquella semana habían tenido un caso de violación en Svarte y varios de agresión grave en Ystad, tuvo que emplearse a fondo y durante muchas horas. Estuvo ante el escritorio hasta bien entrada la noche del sábado. Tenía la cabeza demasiado cargada para trabajar, pero no le apetecía lo más mínimo irse a su casa, en la calle de Mariagatan. Al otro lado de la ventana de la comisaría soplaba un fuerte viento racheado. De vez en cuando se oía a alguien por el pasillo. Wallander confiaba en que no llamaran a su puerta. No quería que lo molestaran. Que lo molestaran… ¿con qué?, se preguntaba. « Puede que mi mayor deseo sea que no me moleste mi propio yo, esa sensación creciente de desazón que me acompaña últimamente.» La hojarasca se arremolinaba golpeando la ventana del despacho. Durante un rato sopesó la posibilidad de tomarse parte de los días de vacaciones acumulados y tratar de encontrar un viaje barato a Mallorca o a algún otro destino, pero ni siquiera llegó a terminar de pensarlo. Ni bajo el sol resplandeciente de una isla española sería capaz de serenarse. Miró el calendario de mesa. Año: 2002. Mes: octubre.


Llevaba más de treinta años en el cuerpo de policía. Después de patrullar por las calles de Malmö, se convirtió en un policía judicial experto y respetado, con muchos éxitos cosechados a la hora de resolver casos muy complejos de delitos graves. Por más que no pudiera sentirse satisfecho con su vida privada, al menos sí podía estarlo con su vida profesional. Había cumplido con su obligación como policía y quizá, quién sabe, también había contribuido a que la gente se sintiera más segura. Oyó que un coche recorría la calle a todo gas, derrapando. « Será un joven el que va al volante» , pensó Wallander. « Seguro que es perfectamente consciente de que está pasando por delante de la comisaría. Y lo que pretende es irritarnos, por supuesto. Pero conmigo no lo conseguirá. Ya no.» Se asomó al pasillo. Estaba vacío. Oy ó vagamente a alguien que reía. Fue en busca de una taza de té y volvió a su despacho. Sabía raro. Miró la etiqueta y se dio cuenta de que había cogido un té de jazmín dulzón. No le gustaba. Tiró la bolsita a la papelera y vertió el té en una maceta que le había regalado Linda, su hija. Pensó en cómo habían cambiado las cosas a lo largo de todos esos años que llevaba en el cuerpo de policía. Cuando empezó a patrullar las calles, había un abismo entre lo que ocurría en una ciudad como Malmö y los sucesos registrados en una ciudad de provincias como Ystad. Ahora, en cambio, apenas se observaba la menor diferencia. Y ello se debía sobre todo a la delincuencia vinculada a los estupefacientes. Cuando él llegó a Ystad, muchos de los drogadictos se desplazaban a Copenhague para comprar la droga. Sin embargo, en la actualidad, uno podía encontrar cualquier tipo de estupefacientes en la misma Ystad. Wallander lo comentaba a menudo con sus colegas: en los últimos tiempos, ser policía era mucho más difícil.

No obstante, en ese momento, en el despacho, mientras la hojarasca otoñal se adhería a los cristales de la ventana, se preguntó de pronto si de verdad era así. ¿No sería una excusa para no tener que molestarse en estudiar los cambios que sufría la sociedad y, por tanto, también la criminalidad? « Nadie me ha acusado nunca de ser perezoso» , pensó, « pero quizás en el fondo lo sea, a pesar de todo.» Se levantó, cogió la cazadora que había dejado en la silla, apagó la luz y salió del despacho. Sus pensamientos se quedaron rezagados en la habitación; las preguntas, sin respuesta. Cruzó la ciudad a oscuras camino de casa. El agua de lluvia se extendía sobre el asfalto como una película irisada. De pronto, se le quedó la mente en blanco. Al día siguiente, domingo, Wallander podía descansar. En sueños oyó a lo lejos el teléfono de la cocina. Su hija Linda, que el otoño anterior, después de terminar los estudios en la Escuela Superior de Policía de Estocolmo, se había incorporado a la comisaría de Ystad, seguía viviendo con él, en el apartamento de Mariagatan. En realidad, debería haberse mudado ya, pero aún no había podido firmar el contrato de alquiler. Wallander oyó que Linda contestaba al teléfono y pensó que no tenía por qué preocuparse. El día anterior, Martinsson se encontraba mejor del resfriado y le había prometido que no lo molestaría. Por lo general, no lo llamaba nadie más que él, y menos aún en domingo y a aquellas horas de la mañana. Linda, en cambio, se pasaba el día hablando por el móvil. Wallander había reflexionado mucho sobre ello. Su propia relación con el teléfono era complicada. Cada vez que sonaba, él daba un respingo, a diferencia de Linda, que parecía capaz de llevar gran parte de su vida a través de ese aparato. Suponía que era indicio de una verdad tan simple como que ambos pertenecían a distintas generaciones. Se abrió la puerta del dormitorio y Wallander se estremeció de rabia. —¿Es que no sabes llamar a la puerta? —Si sólo soy y o… —Ya. ¿Y qué dirías si y o abriera la puerta de tu dormitorio sin llamar? —Es que yo cierro con llave. Te llaman. —Amí no me llama nunca nadie. —Pues ahora sí.

—¿Quién es? —Martinsson. Wallander se incorporó en la cama. Linda observó con disgusto la barriga que sobresalía, pero no dijo nada. Era domingo. Habían llegado al acuerdo de que, mientras ella viviera en su casa, los domingos serían una zona franca en la que ninguno podría criticar al otro. Habían proclamado el domingo día reservado para la amabilidad. —¿Qué quiere? —Pues no lo ha dicho. —Ya, pero yo hoy no trabajo. —Te digo que no sé lo que quiere. —¿Y no puedes decirle que he salido? —¡Pero por Dios! Linda volvió a su habitación. Wallander fue arrastrando los pies hasta la cocina y cogió el auricular. Miró por la ventana y comprobó que llovía, pero las nubes, dispersas, dejaban entrever pinceladas de un cielo azul. —Oy e, ¡creía que hoy tenía el día libre! —Y lo tienes —respondió Martinsson. —¿Qué ha pasado? —Nada. Wallander se dio cuenta de que estaba empezando a enfadarse. ¿Lo había llamado Martinsson sin motivo? Le parecía impropio de él. —Entonces, ¿por qué me llamas? Estaba durmiendo. —¿Y tú por qué pareces tan cabreado? —Porque estoy cabreado. —Pues llamaba porque creo que he encontrado una casa ideal para ti. En el campo. No muy lejos de Löderup. Wallander llevaba muchos años pensando que, a estas alturas de la vida, lo que quería era dejar el apartamento de Mariagatan, en el centro de Ystad. Quería irse a vivir al campo, quería tener un perro. Tras la muerte de su padre, unos años atrás, y cuando Linda se independizó, había empezado a sentir una necesidad creciente de cambiar radicalmente de vida. En más de una ocasión había ido a ver algunas de las casas que las inmobiliarias tenían a la venta.

Sin embargo, no encontraba la casa adecuada. En alguna de esas visitas tuvo la sensación de que la vivienda en cuestión era casi lo que buscaba, pero el precio estaba fuera de su alcance. Su salario y sus ahorros no se lo permitían. Un policía jamás podía ahorrar grandes sumas de dinero. —¿Sigues ahí? —Sí, aquí estoy. Dime más. —Ahora mismo no puedo. Al parecer, esta noche se ha cometido un robo en los grandes almacenes Åhléns. Pero si te pasas por aquí, te doy más detalles. Incluso tengo las llaves. Martinsson se despidió. Linda entró en la cocina y se sirvió una taza de café. Lo interrogó con la mirada y le sirvió otra a él. Luego, los dos se sentaron a la mesa. —¿Tienes que ir a trabajar? —No. —Entonces, ¿qué quería? —Enseñarme una casa. —Pero… si él vive en una casa adosada… y tú quieres vivir en el campo, ¿no? —Es que no me escuchas cuando te hablo. Quiere enseñarme una casa. No su casa. —¿Y qué casa es? —No lo sé. ¿Quieres acompañarme? Linda negó con la cabeza. —Tengo otros planes. Wallander no preguntó qué planes eran aquéllos. Sabía que, en esas cuestiones, su hija se parecía a él. No daba más explicaciones de las necesarias.

Y si la pregunta no se formulaba, tampoco había que responderla. 2 Poco después de las doce, Wallander decidió ir a la comisaría. Una vez en la calle, por un instante dudó si coger el coche. Pero enseguida empezó a remorderle la conciencia. Apenas hacía ejercicio. Además, seguramente Linda estaría observándolo desde la ventana. Si iba en coche, antes o después tendría que oír sus reproches. Empezó a caminar. « Somos una especie de matrimonio de toda la vida» , pensó. « O un policía de mediana edad con una mujer demasiado joven. Primero estuve casado con su madre. Y es como si mi hija y yo viviéramos un matrimonio de lo más extraño. Totalmente decente, pero nos sacamos de quicio mutuamente, y cada vez más.» Martinsson estaba en su despacho cuando Wallander llegó a la comisaría, donde apenas había nadie. Mientras el agente terminaba su conversación telefónica, que, por lo que pudo oír, trataba de un tractor desaparecido, Wallander se dedicó a hojear unos documentos que había sobre la mesa, una nueva normativa de la Dirección Nacional de la Policía sobre el uso del espray de pimienta. Según un estudio reciente realizado en el sur de Suecia, y a la luz de sus conclusiones, el arma objeto de estudio había resultado ser una herramienta extraordinaria para tranquilizar a personas violentas. De pronto Wallander se sintió viejo. Era un tirador pésimo y siempre había temido verse en situaciones en las que tuviera que disparar. Le había ocurrido, e incluso, unos años atrás, se había visto en la tesitura de tener que matar a un hombre en defensa propia. Pero la idea de ver incrementado el arsenal privado con irritantes botecillos de espray de pimienta no le agradaba lo más mínimo. « Me estoy haciendo demasiado viejo hasta para mí mismo» , pensó. « Demasiado viejo para mí, y también para mi profesión.» Martinsson colgó el teléfono con decisión y se levantó de un salto. Wallander recordó de repente al joven que había empezado en la comisaría de Ystad unos quince años atrás. Martinsson dudaba ya entonces de que encajara en la policía.

A lo largo de todo aquel tiempo, casi había hablado en serio de dejarlo en varias ocasiones. Pero al final se quedó en el Cuerpo. Ya no era tan joven, pero no había engordado, como Wallander, sino que, al contrario, había adelgazado. El cambio más notorio era que había perdido el abundante pelo castaño que tenía en su juventud y se había quedado calvo. Martinsson le dio un llavero. Wallander vio que la mayoría de las llaves eran antiguas. —Es de un primo de mi mujer. El hombre es muy mayor, la casa está deshabitada y él se ha negado a venderla mientras ha sido posible, pero ahora se encuentra en una residencia y es consciente de que nunca saldrá vivo de allí. Hace un tiempo me pidió que me encargara de la venta. Y ha llegado el momento. He pensado en ti de inmediato. Martinsson señaló la silla desvencijada del despacho. Wallander se sentó. —He pensado en ti por varias razones —siguió—. En parte, porque sé que estás buscando una casa en el campo, pero también por dónde está situada la casa en cuestión. Wallander esperó a que continuara. Pensó que Martinsson tenía la mala costumbre de darle largas a todo, de complicar lo que debería ser facilísimo de explicar. —Está en la calle de Vretsvägen, en el municipio de Löderup —prosiguió Martinsson. Wallander sabía en qué estaba pensando su colega. —¿Qué casa es? —El hombre, el primo de mi mujer, se llama Karl Eriksson. Wallander rebuscó en su memoria. —¿No era el que tenía la herrería junto a la gasolinera? —Exacto. Wallander se levantó y cogió las llaves. —He pasado por allí con el coche muchas veces. No sé si será buena para mí… ¿No estará demasiado cerca de donde vivía mi padre? —Tú ve a verla.

—¿Cuánto quiere por ella? —Creemos que es mejor que eso lo propongas tú. Pero dado que la que cobrará el dinero es mi mujer, tendré que venderla a precio de mercado. Wallander se detuvo en el umbral. De repente lo embargaron las dudas. —¿No podrías darme alguna indicación sobre el precio? No tiene mucho sentido que vaya a verla si luego resulta que es tan cara que no puedo ni plantearme comprarla. —Anda, vete a verla de una vez —dijo Martinsson—. Podrás permitírtela. Si quieres. 3 Wallander volvió a Mariagatan. Se sentía eufórico y atribulado al mismo tiempo. No se había sentado todavía en el coche cuando empezó a caer una lluvia torrencial. Salió de Ystad, tomó la circunvalación de Österleden y, de repente, pensó en el tiempo que había pasado desde la última vez que había recorrido aquel trayecto para ir a visitar a su padre. ¿Cuánto hacía que había muerto? Tardó unos minutos en recordar en qué año fue. Quedaba todo tan atrás… Habían transcurrido muchos años desde que fueron a Roma, el último viaje que hicieron juntos. Recordó cómo había seguido a su padre, a escondidas, mientras éste paseaba solo por las calles de Roma. Todavía se avergonzaba al pensar que lo había espiado para ver adónde iba, porque el que su padre fuera mayor y la cabeza no le funcionara del todo bien no justificaba que lo hubiese vigilado. ¿Por qué Wallander no dejó que recorriera las calles de Roma y evocara sus recuerdos en paz? ¿Por qué lo había seguido? No podía decir que lo hubiese movido la preocupación de que a su padre le sucediera algo… Aún se acordaba de cómo se sintió entonces. No se había sentido preocupado. Simplemente, había actuado movido por la curiosidad. Era como si el tiempo se hubiera encogido. Como si hubiese sido ay er la última vez que había recorrido aquella carretera para ir a ver a su padre, para jugar con él a las cartas, tomar un trago y luego enzarzarse en una discusión sobre cualquier minucia. « Echo de menos al viejo» , reconoció. « Después de todo, era el único padre que iba a tener en la vida. Por lo general era un hombre terrible, y me sacaba de quicio a la mínima, pero lo echo de menos, eso es incuestionable.» Wallander giró para tomar aquel camino que tan bien conocía y atisbó el tejado de la que fue la casa de su padre, pero pasó de largo el desvío que llevaba hasta ella y volvió a girar, aunque en dirección opuesta.

Tras recorrer unos doscientos metros se detuvo y salió del coche. Había dejado de llover. La casa de Karl Eriksson se encontraba enclavada en medio de un jardín asilvestrado. Era una finca antigua, típica de la zona de Escania, que en su día había tenido dos edificios. Uno de ellos había desaparecido, tal vez a causa de un incendio, o quizá lo hubiesen derribado. Lo único que quedaba era la casa y el jardín, rodeado de una valla. Wallander oyó a lo lejos el ruido de un tractor. La tierra del jardín parecía esperar que la cubriera el invierno. La verja emitió un chirrido cuando Wallander la abrió, antes de entrar en la explanada. Era obvio que el sendero de tierra llevaba muchos años sin ver un rastrillo. Unas cornejas graznaban posadas en un castaño altivo que se erguía frente a la casa. Tal vez fuese el árbol protector de la familia, según la antigua creencia. Wallander se quedó allí parado, atento. Antes de empezar a plantearse vivir en aquella casa, debía comprobar que le complacían los sonidos que la rodeaban. Si el rumor del viento o el silencio no eran de su agrado, y a podía dar media vuelta y marcharse. Sin embargo, lo que oía le infundía serenidad. Era la calma propia del otoño, el otoño de Escania, que presagia la llegada del invierno. Wallander rodeó la casa. En la parte trasera había unos manzanos, algunos groselleros, y una mesa y bancos de piedra bastante deteriorados. Se abrió paso entre la hojarasca otoñal, tropezó con algo que había en el suelo, tal vez un rastrillo, y volvió a la parte delantera de la casa. Adivinó cuál de las llaves sería la de la puerta principal, la introdujo en la cerradura y abrió. Allí dentro olía a moho y a aire viciado. Al aroma agrio que desprende un hombre viejo. Echó un vistazo a las habitaciones. Tenían muebles antiguos y, en las paredes, cuadros con refranes.

Vio un televisor antediluviano en lo que debió de ser el dormitorio del anciano propietario. Después se dirigió a la cocina. Había un frigorífico desconectado y, en el fregadero, los restos de un ratón muerto. Subió a la primera planta, donde no había más que un desván sin acondicionar. La casa necesitaría muchos arreglos, eso estaba claro. Y no saldría barato, aunque quizá él pudiera hacer gran parte de las reparaciones sin ayuda. Bajó de nuevo, se sentó lentamente en un viejo sofá y marcó el número de la comisaría de Ystad. Martinsson tardó unos segundos en responder. —¿Dónde estás? —preguntó su colega. —Antes preguntábamos cómo estaba la persona que nos llamaba —observó Wallander—. Ahora, en cambio, preguntamos dónde se encuentra. Desde luego, la forma de saludarse ha sufrido una revolución en nuestro tiempo. —¿Y me has telefoneado para hacerme esa observación? —Estoy en la casa. —Ah, vale. ¿Y qué te parece? —No sé. Me parece extraña. —Hombre, es la primera vez que la ves, es lógico que te resulte extraña. —Bueno, me gustaría saber cuánto pensabais pedir por ella. No quiero empezar a plantearme nada antes de saberlo. Supongo que eres consciente de que requiere muchísimo trabajo, ¿no? —Sí, la he visto. Lo sé perfectamente. Wallander aguardaba mientras oía la respiración de Martinsson. —No es fácil hacer negocios con un buen amigo —dijo éste al fin—. Acabo de darme cuenta. —Pues imagínate que soy un enemigo —respondió Wallander con una sonrisa—.

Pero un enemigo pobretón. Martinsson se echó a reír. —Habíamos pensado en un precio de ganga. Quinientas mil coronas. Regateo incluido. Wallander y a había decidido que podía pagar un máximo de quinientas cincuenta mil. —Demasiado caro —dijo. —Y una mierda. ¿Por una casa en la zona de Österlen? —Es un barracón. —Ya, pero con una inversión de cien mil coronas, la casa valdrá bastante más de un millón. —Puedo pagar cuatrocientas setenta y cinco mil. —No. —Entonces no hay trato. Wallander se apresuró a cortar la comunicación y esperó con el móvil en la mano, contando los segundos. Había llegado a veinticuatro cuando llamó Martinsson. —Podemos dejarlo en cuatrocientas noventa mil. —Pues cerramos el trato con un apretón de manos telefónico —respondió Wallander—. O mejor dicho: la casa está en mis manos durante veinticuatro horas. Tengo que hablar con Linda. —De acuerdo, tienes hasta esta noche. —¿A qué viene tanta prisa? Te digo que necesito veinticuatro horas. —Bueno, te las concedo, pero ni una más. Concluyeron la conversación. Wallander sintió un escalofrío de felicidad. ¿De verdad estaba a punto de adquirir la casa de campo con la que tanto tiempo llevaba soñando? Y, además, cerca de la casa de su padre, en la que había pasado infinidad de horas.

Subió a toda prisa la escalera y recorrió la vivienda una vez más. Empezó a derribar paredes mentalmente; a renovar la instalación eléctrica, a empapelar, a amueblar. Sintió deseos de llamar a Linda, pero logró contenerse. Era demasiado pronto para contárselo. Todavía no estaba convencido del todo. Examinó de nuevo la planta baja, deteniéndose de vez en cuando a escuchar el ruido antes de pasar a la siguiente habitación. En las paredes colgaban fotografías de personas que una vez vivieron allí. Y entre dos de las ventanas de la habitación más amplia, una fotografía de la finca a vista de pájaro, coloreada. Tuvo la sensación de que en las paredes aún latía la respiración de las personas que la habían habitado con el correr del tiempo. « Pero aquí no hay fantasmas» , se dijo. « No los hay, puesto que yo no creo en fantasmas.» Salió al jardín. Las nubes se habían disipado. Tiró varias veces de la manivela de una bomba de agua que había en medio de la explanada delantera. Tras emitir un chirrido, se oy ó un borboteo de agua que al principio salió marrón y, después, clarísima. La probó y casi pudo ver a un perro bebiendo agua de un cuenco puesto allí mismo, a su lado. Dio otra vuelta alrededor de la casa y volvió al coche. Acababa de abrir la puerta cuando se detuvo en seco. Allí pasaba algo. En un primer momento no supo qué lo hacía detenerse en lugar de sentarse al volante. Frunció el ceño. Había empezado a rumiar algo. Algo que había visto. Algo que no encajaba. Se volvió a mirar la casa.

Ese algo se le había quedado grabado en la memoria. Y entonces cayó en la cuenta. Cuando llegó, al rodear el edificio, había tropezado con un objeto que había en el suelo, detrás de la casa. Los restos de un viejo rastrillo, quizá la raíz de un árbol. Eso era lo que lo retenía allí. Algo que había visto. Sin verlo

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  1. fantástico autor. Sólo me faltaba este título

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