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Homenaje – Domingo Santos

Homenaje es un recorrido sentido y emocionado a través de algunos de los mejores autores del género fantástico y de ciencia ficción de los siglos XIX y XX. Domingo Santos, uno de los más importantes autores españoles de ciencia ficción, nos conduce a través de 12 relatos a volver a vivir y asombrarnos con los referentes con los que todos los amantes del fantástico hemos crecido y nos hemos ilusionado. En las páginas de Homenaje podremos encontrar, entre otras, la distopía de un Fahrenheit 451 actualizado a nuestra sociedad; efectuar un recorrido por la vida y la obra de H.G. Wells y su particular viajero a través del tiempo; enfrentarnos a una misteriosa nave de piedra que surca incansable el espacio profundo; o una nueva visión del Pequod y su capitán Ahab. En total, doce relatos escritos en homenaje a aquellos escritores que marcaron a generaciones de lectores, vistos bajo el prisma de toda la maestría y originalidad de Domingo Santos: Servir al hombre (homenaje a Isaac Asimov); Memoria del pasado (homenaje a J.G. Ballard); El lector de libros (homenaje a Ray Bradbury); La nave de piedra (homenaje a Arthur C. Clarke); La caza de la ballena blanca (homenaje a William Hope Hodgson): El hombre de la arena (homenaje a E.T.A. Hoffmann); El despertar de Cthulhu (homenaje a H.P. Lovecraft); Extraño (homenaje a Richard Matheson); Amar al Gran Hermano (homenaje a George Orwell); El cuervo (homenaje a Edgar Alian Poe); El sueño del anillo (homenaje a J.R.R. Tolkien); y La máquina del tiempo (de Herbert George Wells) (homenaje a H.G. Wells). Una selección destinada a hacer historia… Domingo Santos Homenaje ePub r1.1 Dr. Doa 30.12.14 Título original: Homenaje Domingo Santos, 2012 Retoque de cubierta: Dr. Doa, en base a la ilustración de Dimitri Dubinski, utilizada en la edición original Editor digital: Dr.


Doa ePub base r1.2 El maestro de la Ciencia ficción española rinde homenaje a ISAAC ASIMOV, J.R.R. TOLKIEN, J.G. BALLARD, RAY BRADBURY, ARTHUR C. CLARKE, H.P. LOVECRAFT, GEORGE ORWELL, EDGAR ALLAN POE, RICHARD MATHESON, E.T.A.HOFFMAN, WILLIAM HOPE HODGSON y H.G. WELLS Existen toda una serie de autores cuya obra me impresionó profundamente en mi juventud y que, en buena medida, orientaron mis pasos hacia la literatura y, más concretamente, hacia la fantasía y la ciencia ficción en todos sus aspectos. Jamás podré agradecérselo lo suficiente, más allá de este humilde homenaje a algunos de ellos, los que más me impactaron. Domingo Santos SERVIR AL HOMBRE En homenaje a Isaac Asimov y sus relatos de Robots Las tres leyes de la robótica: 1. Un robot no puede causar daño a un ser humano o, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes dadas por los seres humanos excepto cuando tales órdenes entren en conflicto con la Primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia en tanto que esta protección no ente en conflicto con la Primera o la Segunda Ley. —Isaac Asimov EL AMO AGONIZABA. El robot se sentó al lado de la cama y durante largo rato permaneció inmóvil, contemplando con fijeza la figura yacente. Puede que alguien interpretara el brillo de sus facetados ojos como dolor, pese a que todo el mundo sabe que los robots no pueden experimentar dolor.

Al fin, adelantó una mano metálica y la apoyó sobre la inerte mano orgánica posada encima de la colcha. Los ojos del amo apenas aletearon. —Amo, ya es la hora —dijo el robot. ¿Podía interpretarse el silencio del amo como una afirmación? El amo siempre había sido un hombre de decisiones enérgicas, pero en los últimos meses la decisión lo había abandonado por completo. Ahora le correspondía al robot tomar la iniciativa. Dicen que, en el momento de la muerte, el ser humano revive, en tan sólo una fracción de segundo, la totalidad de su vida. En estos momentos el robot se consideraba en cierto modo como una extensión de su amo, de modo lúe asumió para él esa tarea. La vida del amo había sido plena y fructífera. Durante años había gozado e la fama de ser uno de los mejores neurocirujanos del mundo. Y el robot la tenido el honor, el privilegio, el orgullo y la satisfacción de ser su primer y más fiel ayudante a lo largo de más de cuarenta de esos años. Con él había vivido los honores y los reconocimientos, pero también las dificultades, las as y los fracasos. Había sido testigo de cómo, tras la muerte de un paciente muy querido, el amo había abandonado definitivamente la práctica de la medicina para dedicarse de lleno a la investigación, en un intento por comprender el funcionamiento de ese maravilloso órgano que es el cerebro humano. Y a lo largo de todos estos fructíferos años él había estado a su lado, había sido su auxiliar, su amigo y su confidente, hasta el punto máximo en que un robot puede ser cualquiera de estas tres cosas con respecto a un ser humano. Pero, hacía cinco años, al amo le había sido diagnosticada la enfermedad. Neurológica, degenerativa, incurable. Había sido un mazazo que lo había hundido total y definitivamente, puesto que por su propia especialización dentro de la medicina sabía muy claramente y más allá de toda duda la naturaleza, el alcance y la letalidad de su dolencia. El robot pudo darse cuenta claramente de ello. El amo abandonó por completo toda investigación, se dejó arrastrar por la desesperación y la impotencia, perdió el interés por todo, se limitó a contar los días que faltaban para el inevitable desenlace. El robot fue testigo, con dolor y preocupación (¿puede un robot sentir alguna de esas dos cosas?), del lento declive del hombre, de la forma en que se iba sumiendo en una letargia depresiva que invadía progresivamente todo su ser, haciéndole abandonar todos los anhelos que habían guiado hasta entonces su vida. Lo cual era en sí una terrible aflicción, porque en el momento en que le fue diagnosticada la enfermedad las investigaciones del amo estaban ya casi a punto de alcanzar su fruto. Fue por eso por lo que el robot, sintiéndose más que nunca una extensión de su amo, decidió proseguir por su cuenta esas investigaciones. A lo largo de los últimos dos años, mientras su amo yacía en la cama esperando su fin, sin deseos de levantarse, dejándose consumir por su enfermedad, el robot trabajó día y noche (los robots no necesitan descansar ni dormir), con la velocidad propia de la electrónica más avanzada de la que estaba dotado, y en poco menos de dieciocho meses completó el trabajo que a su amo tal vez le hubiera requerido diez, veinte años. E incluso fue más allá. Y cuando hubo completado su tarea se sintió completamente satisfecho y realizado por ella (si es que un robot puede sentirse satisfecho y realizado por algo), como sin duda debió de sentirse Dios al séptimo día, tras dar por terminada la ingente tarea de la Creación. Ahora, en los últimos momentos de la vida de su amo, notando cómo los últimos estadios de la enfermedad lo abocaban de forma inminente a la muerte, el robot se dispuso a poner en práctica, antes de que fuera demasiado tarde, los resultados de sus investigaciones, que eran en el fondo las investigaciones de su amo, con la extensión de su propio perfeccionamiento.

Fue a la habitación contigua y trajo al lado de la cama la gran consola que había preparado. Aplicó sensores al cráneo del amo, a sus muñecas, a sus tobillos, a su pecho. Los conectó a la entrada de la consola, luego conectó la salida al puerto de entrada de su propio cuerpo metálico. Dudó unos instantes, como si en el último momento se sintiera invadido por algún escrúpulo o duda. Pero los robots no tienen escrúpulos, jamás dudan. Adelantó la mano y, sin el menor temblor en ella, conectó el aparato. El cuerpo del amo apenas se estremeció. Las investigaciones del amo se basaban en la teoría de que la esencia humana, la consciencia, el alma o como quiera llamársele, no está ligada indisolublemente a la materia. Y que por lo tanto no tiene por qué morir con la muerte física del cerebro. Su hipótesis era que la esencia humana reside no en las circunvoluciones cerebrales en sí, sino en las diminutas diferencias de tensión eléctrica a las que el cerebro está constantemente sometido, y que son las que constituyen en sí mismas el núcleo de la consciencia del hombre. El alma humana moría en el momento de la denominada «muerte cerebral» simplemente porque el cuerpo dejaba de enviar al cerebro la energía necesaria para mantener el flujo eléctrico y esas diferencias de tensión. Si se pudieran recoger antes de la muerte, sin alterarlas, esas fluctuaciones fuera del cerebro, en una red de neuronas artificiales, una «esponja» lo llamaba él, que pudiera empaparse de ellas como se empapaba el propio tejido cerebral, el órgano podría ser reproducido en un medio ajeno, y la esencia del individuo poseedor de ese cerebro no se perdería con la muerte de la materia. Esa era la parte de la investigación del amo que había terminado con éxito en su nombre el robot. Pero había hecho algo más: había ideado la forma práctica de conservar ese flujo eléctrico, esas diferencias cerebrales de tensión, y almacenarlas en otro medio, en esa «esponja» de la que hablaba el amo, y hacer que siguieran operativas. Y había ido un poco más lejos aún. Ahora, conectada la consola, captó el fluir de la mente del amo que lentamente estaba siendo sorbida en forma de tensión eléctrica por el aparato. Y captó también el otro fluir, el que la introducía en la rejilla bioelectrónica especial que había creado e instalado en su propio cerebro para recibirla. Lentamente se fue efectuando la transferencia. El proceso requeriría varias horas, pero no importaba: nadie les apresuraba. En la cama, el cuerpo del amo seguía tendido inmóvil, con tan sólo un leve estremecimiento ocasional a medida que su esencia lo iba abandonando cuando aún era tiempo, antes de que la enfermedad acabara definitivamente con la materia de su cuerpo. Tenía los ojos abiertos, y el robot hubiera podido jurar (claro que los robots nunca juran) que le estaba mirando. No sabía si comprendía o no lo que estaba ocurriendo, pero no importaba. Pronto terminaría el proceso. Y, finalmente, el proceso terminó. La gran consola dejó escapar un ligero zumbido y en ella se encendió, brillante, una luz verde.

Luego la propia consola, automáticamente, se desconectó. El robot contempló durante unos instantes el sereno rostro del amo, completamente inerte ahora. Adelantó una mano y buscó la arteria en su cuello; luego la apoyó sobre su pecho. No había pulso, no había respiración; el corazón, al no recibir ya órdenes del cerebro, que ahora tan sólo era un cascarón vacío, había dejado de latir. El amo parecía estar mirándole aún con fijeza, aunque sus ojos estaban como vidriados. Lentamente se los cerró. Y ahora venía la última fase del proceso: conectar el cerebro del amo a su cuerpo de robot. Para ello tenía que desconectarse él para dar a la nueva entidad acceso a la totalidad de su cuerpo. Por un momento pensó en que aquello era para él el equivalente a un suicidio. Dejaría de existir. Pero, se dijo, ¿qué mejor forma de servir al hombre que sacrificarse por él? Mientras efectuaba el cambio creyó sentir por unos momentos el flujo del cerebro del amo inundar su cuerpo metálico hasta sus últimos rincones. Fue una sensación extraña pero agradable, que apenas duró unos nanosegundos. Pero fue suficiente para él. Su último pensamiento fue que, con aquella transferencia, le había hecho al amo su último regalo: no sólo le había dado su cuerpo sino que lo había curado también de su enfermedad, que sólo afectaba a la parte orgánica de su ser. Se sintió orgulloso de ello. Y, antes de que su consciencia desapareciera para siempre, ahogada por la nueva consciencia al ser desconectado definitivamente su cerebro de robot, aún tuvo tiempo de decir, de cerebro a cerebro, casi sin palabras: —Bienvenido, amo.

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