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Homenaje a Tolkien, 19 Relatos Fantasticos – Varios autores

El mago montaba una bicicleta roja, anticuada, de llantas anchas y una única marcha de piñón fijo. Delante, en un cesto de mimbre, iba una perrita mestiza con apariencia de terrier. Detrás del sillín, atada al portaequipaje, había una mochila marrón de aspecto raído que ocultaba la totalidad de sus posesiones mundanas a los ojos curiosos. No tenía mucho, pero sus necesidades eran pocas. Al fin y a la postre, era el mago y si le faltaba algo lo hacía aparecer con un conjuro. Era más robusto que delgado, con una larga barba canosa y una corona de cabello gris y crespo que sobresalía por debajo del sombrero, negro y de copa alta, como una hiedra enredada en un alero. Sujeto por la cinta del sombrero llevaba un ramillete de flores silvestres secas y tres plumas: una blanca, de un cisne; una negra, de un cuervo; una marrón, de un búho. La chaqueta era de un alegre tono azul, el color del cielo en una hermosa mañana estival. Bajo ella llevaba una camisa, tan verde como un prado recién segado. Los pantalones eran de pana marrón remendados con parches de cuero y piezas cuadradas de tartán; las botas tenían un color amarillo dorado intenso. Su edad era un enigma: sólo podía decirse que andaba entre los cincuenta y los sesenta. La mayoría de la gente suponía que era otro indigente más sin hogar —más pintoresco que la mayoría y, desde luego, más alegre, pero un indolente, de todas formas—; por consiguiente, el olor a manzanas que parecía seguirlo como una estela causaba siempre sorpresa, al igual que el buen humor que iba de la mano de una aguda inteligencia en sus vivos ojos azules. Cuando levantaba la cabeza y uno encontraba su mirada bajo el ala del sombrero, el impacto de esos ojos era una brusca sacudida, un diamante en bruto. Se llamaba John Windle, que podía significar, si uno era de los que atribuyen significado a los nombres, «favorecido de Dios» por su nombre de pila, en tanto que su apellido tenía diferentes interpretaciones, como «cesto» «zorzal de alas rojas» o «perder vigor y fuerza, consumirse». Todos podían ser verdad, pues llevaba una vida fascinante; su mente era un gran tesoro que guardaba un cúmulo de experiencia, rumores e historias a partes iguales; poseía una voz musical, de timbre agudo y claro. Cuando se vive en una ciudad, uno se va acostumbrando a sus personajes más estrafalarios y finalmente se los mira al pasar casi con familiar afecto: la señora de las palomas, con sus descoloridos vestidos y su carrito de la compra lleno de bolsas de alpiste y migas de pan. Papel Jack, el viejo negro, con sus horóscopos chinos y sus primorosas figuritas de papel… El vaquero alemán, vestido como un extra de una película del oeste italiana, que pronunciaba largos discursos en su lengua nativa a los que nadie prestaba atención. Y por supuesto, el mago. Wendy St. James lo había visto muchas veces —vivía y trabajaba en el centro, que era por donde el mago rondaba con más frecuencia— pero nunca había hablado con él hasta un día de otoño, cuando los árboles empezaban a vestirse con sus galas otoñales. Estaba sentada en un banco a orillas del río Kickaha; era una mujer pequeña, de aspecto frágil, vestida con pantalón vaquero y camiseta blanca, cazadora de piel marrón, con la cremallera desabrochada y zapatos de tacón. En lugar de bolso, llevaba una desgastada mochila que había dejado en el banco, junto a ella; se inclinaba sobre una libreta de tapas duras y pasaba más tiempo mirándolo que escribiendo en él. El cabello, tupido y rubio, con un centímetro y medio de raíces más oscuras, le llegaba a la base del cuello, al estilo paje. Mordisqueaba el extremo del bolígrafo, clavando los dientes en el plástico para inspirarse. Era un poema lo que la había hecho detenerse mientras paseaba y dejarse caer pesadamente en el banco.


Había brillado en su mente hasta que sacó la libreta y el bolígrafo. Entonces huyó, tan imposible de alcanzar como un sueño que se desvanece. Cuanto más empeño ponía en recobrar el impulso que había despertado su deseo de ponerse a escribir, más intangible se volvía, como si nunca hubiese existido. La molesta presencia de tres adolescentes haciendo payasadas en el césped, a pocos metros de donde ella se hallaba, no ayudaba tampoco. Los contemplaba iracunda cuando vio que uno de ellos tomaba un palo y lo arrojaba contra la rueda de la bicicleta del mago, que pasaba por el camino que bordeaba el río. El palo se metió entre los radios. La perrita saltó del cesto, pero el mago cayó en un revoltijo de piernas, brazos y ruedas que giraban. Los chicos se marcharon a la carrera, riendo; la perra los persiguió unos pocos metros al tiempo que ladraba estridentemente y luego regresó veloz a donde su amo había caído. Wendy había dejado la libreta y se había acercado al hombre cuando el animal llegó junto a su amo. —¿Se encuentra bien? —le preguntó al mago mientras lo ayudaba a desenredarse de la bicicleta. El mago no respondió de inmediato. Su mirada siguió a los muchachos que escapaban. —Quien siembra vientos… —musitó. Wendy siguió su mirada y vio que el chico que había arrojado el palo tropezaba y se iba de bruces al suelo. El batacazo del adolescente se produjo tan seguido a las palabras del mago que, por un instante, le dio la impresión de que en realidad él había provocado la caída del muchacho. Volvió la vista hacia el mago, pero éste se había sentado y manoseaba un desgarrón de sus pantalones de pana, que ya tenían un montón de remiendos. Él le dirigió una fugaz sonrisa que se reflejó en sus ojos y Wendy, sin saber por qué, pensó en papá Noel. La perrita empujó con el hocico la mano del mago y se la apartó del desgarrón. Pero el roto había desaparecido. Wendy se dijo que debía haber sido alguna arruga en la tela lo que había visto. Nada más. Ayudó al mago, que renqueaba, a llegar al banco y después volvió a recoger su bicicleta. La perrita subió de un brinco al regazo del mago. —Que perra tan lista —comentó Wendy mientras le daba unas palmaditas—. ¿Cómo se llama? —Jengibre —contestó el mago como si fuera algo tan evidente que no entendía que hubiese tenido que preguntarlo.

—Pero… si no es de color castaño ni por asomo —dijo Wendy sin pensar. El mago sacudió la cabeza en un gesto de negación. —Es de lo que está hecha… Es una perra de pan de Jengibre. Toma. —Arrancó un pelo de la espalda de la perra, que se sobresaltó. El viejo le ofreció el pelo a Wendy. —Pruébalo. —No gracias, respondió con un gesto de asco. —Como quieras. Se encogió de hombros, se metió el pelo en la boca y lo masticó con deleite. ¿De dónde crees que viene? —le preguntó el mago. —¿Se refiere a su perra? —No, a la especia. —No lo sé. De alguna clase de planta, supongo. —Ahí es donde te equivocas. Esquilan perros de pan de jengibre, iguales a nuestra pequeña Jengibre y muelen el pelo hasta que queda un polvo muy fino. Luego lo ponen a secar al sol durante un día y medio… que es como adquiere ese color castaño dorado. Wendy comprendió que era hora de poner punto final a este encuentro y escurrir el bulto. —¡Eh! —exclamó al ver que tomaba su libreta y empezaba a hojearla—. Eso es personal. Él rechazó la mano que se tendía hacia la libreta y siguió pasando hojas. —Poesía —dijo. Y son unos versos muy bonitos, por cierto. —Por favor… —¿Te han publicado alguna? —Dos recopilaciones —repuso y añadió—: Y unas cuantas vendidas a revistas literarias. Aunque rectificó para sus adentros, «vendidas» era quizás un término inadecuado puesto que la mayoría de las revistas sólo pagaban con ejemplares.

Y aunque tenía dos recopilaciones publicadas, las había impreso en East Street Press, una pequeña editorial local, lo que significaba que la librerías de Newford eran probablemente los únicos comercios de todo el mundo donde podían encontrar sus libros. —Románticas, pero con un toque muy optimista —comentó el mago mientras seguía hojeando la libreta donde todos sus comienzos fallidos y borradores incompletos quedaban expuestos a sus ojos —. Nada de ese Sturm und Drang del periodo prerrománico y más como las obras postreras de Yeats. O ¿Cómo lo llamaba Chesterton… Airetefact? Wendy no podía creer que estuviera manteniendo esta conversación. ¿Quién era este hombre? ¿Un profesor de literatura renegado que vivía en la calle como un filósofo de la vieja escuela? El mago se volvió para dedicarle una sonrisa encantadora. —Porque eso es lo que esperamos del futuro ¿no? Que la imaginación llegue más allá del presente, no para atisbar el sentido de cuanto nos rodea, sino para poder ver, simplemente… —Eh… no sé qué decir —contestó Wendy. Jengibre se había quedado dormida en su regazo. El viejo cerró la libreta y la miró largamente, sus ojos eran increíblemente azules y brillantes bajo el ala de su extraño sombrero. —John quiere enseñarte algo —dijo. —¿John? —Wendy parpadeó desconcertada y miró a su alrededor. Se dio unos golpecitos en el pecho con el pulgar. —John Windle es como me llaman los que saben mi nombre. —Oh. Le chocó el cambio de su forma de expresarse, había pasado de un lenguaje propio de un hombre instruido a otro mucho más elemental, llegando incluso a referirse a sí mismo en tercera persona. Por otro lado, si se paraba a pensarlo, todo en él era chocante. —¿Qué es ese algo? —preguntó Wendy con cautela. —No está lejos. Wendy miró su reloj. Su turno empezaba a las cuatro, es decir, dentro de dos horas, así que tenía tiempo de sobra. Pero estaba segura de que, por muy interesante que fuera su acompañante, no era la clase de persona con la que quería implicarse más de lo que ya lo había hecho. La dicotomía entre lo absurdo y lo trascendental que salpicaba su conversación la hacía sentirse incómoda. No es que creyera que el mago era peligroso. Era la sensación de estar caminandopor un terreno panatanoso que podía en, en cualquier momento, disolverse en arenas movedizas aql al dar un malpaso. A pesar de no conocerlo apenas, ya estaba segura de que escucharlo era el camino caso infalible para dar ese mal paso. —Lo siento —se disculpó—, pero no tengo tiempo.

—Es algo que creo que sólo tú puedes, si no comprender, sí al menos apreciar. —Estoy segura que es fascinante, sea lo que sea, pero… —Entonces, vamos. Le devolvió la libreta y se puso de pie, dejando resbalar a Jengibre, que saltó al suelo a la vez que emitía un agudo ladrido de protesta. El mago tomó a la perra, la metió de nuevo en el cesto de mimbre que colgaba del manillar y llevó rodando la bicicleta hasta la parte delantera del banco, donde se quedó esperando a Wendy. Ésta abrió la boca para protestar, pero luego pensó: bueno ¿y por qué no? En realidad no parecía peligroso y sólo tenía que asegurarse de permanecer en sitios frecuentados por la gente. Guardó la libreta en su mochila y después lo siguió por el paseo del parque hacia donde los jardines municipales daban paso el recinto de la Universidad Butler. Empezó a preguntarle si continuaba doliéndole la piuerna, puesto que antes había cojeado, pero el mago caminaba con pasos rápidos y firmes —los de un hombre con la mitad de la edad que él aparentaba—, así que supuso que no se había hecho mucho daño con la caída, después de todo. Dejaron el camino y atravesaron el recinto de la universidad por los jardines, hacia la biblioteca, sorteando los grupos de estudiantes dedicados a todo tipo de actividades. Cuando llegaron a la biblioteca, siguieron sus paredes tapizadas de hiedra para llegar a la parte trasera del edificio, donde el mago se detuvo. —Ahí tienes —dijo haciendo un gesto que abarcaba el área detrás de la biblioteca—. ¿Qué ves? La vista que tenían era un espacio abierto de terreno con edificios al fondo. Como había estudiado allí, Wendy los reconoció: el Centro de Estudiantes, el Pabellón de Ciencias y una de las residencias. El paisaje tenía el aspecto de haber experimentado recientemente una remodelación general. Todos los lilos y espinos blancos habían sido podados, las malezas ahora no eran más que una capa de rastrojo y justo en el centro se alzaba un enorme tocón. Habían pasado quince años por lo menos desde que Wendy había tenido alguna razón para venir aquí, detrás de la biblioteca, y todo estaba muy cambiado. Miró en derredor, con la pregunta «¿Qué hay en esta imagen que no encaja?» flotando en su mente. Esto había sido un pequeño reducto del bosque silvestre cuando ella asistía a Butler, apartado de los cuidados jardines y setos que daban un aire tan pintoresco al resto de la universidad. Pero recordaba haberse escabullido hasta aquí, con una libreta en la mano, y sentarse bajo el inmenso… —Todo está cambiado —dijo lentamente—. Han limpiado toda la maleza y han cortado el roble… Alguien le había dicho una vez que ese árbol era —había sido— una rareza. Pertenecía a una especie que no era nativa de América del Norte —el Quercus robur, o roble común de Europa— y se suponía que sobrepasaba los cuatrocientos años, lo que lo hacía más antiguo que la universidad, y más incluso que la propia Newford. —¿Cómo han podido talarlo así, sin más? —preguntó. El mago señaló con el pulgar por encima del hombro, hacia la biblioteca.

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