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Historias de Reyes y Reinas – Carlos Fisas

«De tal manera atormentaban al emperador Carlos I de España los progresos de la Reforma y los dolores reumáticos que sentía que más de una vez le oyeron lamentarse de esta manera: —¡Qué bien dormiría yo sin Lutero y sin la gota!». «A Felipe II se le proponía con gran empeño para su nombramiento de obispo a un eclesiástico de noble casa pero de vida deshonesta, ya que se comentaba que tenía varios hijos. El rey desechó la propuesta diciendo: —Si le hiciéramos obispo, precisaríamos saber primero cuál de los hijos había de heredar el obispado del padre». «Se cuenta que durante una corrida de toros en la que rejoneaba el conde de Villamediana (personaje guapo y rico al que se le atribuían amores con la reina), doña Isabel dijo a su esposo, Felipe IV: —Qué bien pica el conde. A lo que el rey respondió: —Pica bien, pero muy alto». «Un día, Carlos II el Hechizado anunció que había consumado el matrimonio y se permitió bromas sobre el hecho. Pero el heredero no llegaba. Se culpó a la reina María Luisa de estéril. Probaron entonces el remedio sobrenatural y llovieron estampas, novenas y reliquias. Pero, con muy buen sentido, la reina dijo a su amiga la embajadora de Francia: —¿Creéis verdaderamente que esto es cuestión de rogativas?». Anécdota: f. Relación breve de algún suceso curioso y notable. Anecdotario: m. Colección de anécdotas. Anecdótico, ca: adj. Perteneciente o relativo a la anécdota. Anecdotista: com. Persona que escribe, refiere o gusta de contar anécdotas. Prólogo Repetidas veces he escrito que un anecdotario histórico puede ser muchas cosas, pero lo que nunca podrá ser es original, y ello es lógico puesto que el anecdotista no puede inventar las anécdotas y atribuirlas sin ton ni son a personajes más o menos conocidos, y aun así se encuentran en los libros de historia anécdotas de un rey o de un personaje célebre que en otros libros se atribuyen a personajes diferentes. Tal vez sea ello debido a la coincidencia de situaciones que a lo largo de los siglos se han ido produciendo, pero aun así nunca es correcto inventar rasgos de ingenio, frases afortunadas o situaciones curiosas a personajes célebres, por verosímiles que sean. He procurado en este libro citar con escrupulosidad aquello que me ha parecido más curioso, entresacado de los libros de historia que figuran en la bibliografía, escritos por historiadores de solvencia y dignos de ser creídos. Doy a la palabra «anécdota» el sentido más amplio que se le pueda dar. No sólo es anécdota para mí una determinada respuesta o una determinada frase que demuestren el ingenio de quien las pronunció. Considero anécdota también curiosidades históricas tales como la receta de la olla podrida, plato favorito de Carlos I, los menús de la corte de Felipe IV o descripciones de vestidos, comitivas o saraos que ilustren, a mi modo de ver, las costumbres y el talante de tal o cual rey y su corte. Al pie de cada anécdota encontrará el lector el nombre del autor en cuya fuente he bebido.


Si alguna vez lo he olvidado ruego al perjudicado que me lo indique para subsanar el error en próximas ediciones, si las hay como deseo. Únicamente carecen de nombre de autor aquellas anécdotas procedentes de otros libros míos publicados por esta misma editorial. De todos modos considero que mi libro no puede ser otra cosa más que un simple aperitivo que abra las ganas de leer los libros que cito en la bibliografía y otros muchos cuya importancia quiero subrayar, escritos no por un simple anecdotista como yo sino por historiadores serios y eruditos que merecen la compra y lectura de sus obras. Una cosa más. He empezado este anecdotario con Juana la Loca porque los Reyes Católicos, pese a lo que se ha dicho con patrioterismo antihistórico, no fueron nunca reyes de España o de las Españas, como sería más correcto decir. Isabel era reina de Castilla; Fernando, de Aragón. Hasta el punto que cuando murió la Reina Católica, su esposo no fue nombrado rey de Castilla sino sólo regente. Más aún, a la muerte de Isabel, Fernando casó en segundas nupcias con Germana de Foix para tener hijos a los que ceder el reino de Aragón: Cataluña, Valencia, Mallorca y los reinos italianos. Al no tener descendencia, su corona pasó a su hija Juana, que fue en realidad la primera reina de las Españas y de las Indias, así, en plural, tal como firmaron durante siglos nuestros reyes. Juana I la Loca Doña Juana nació el 6 de noviembre de 1479 en el viejo Alcázar de Toledo. Se le impuso el nombre de Juana en recuerdo de su abuela Juana Enríquez, madre del rey católico don Fernando, a la que llegó a parecerse tanto que, en broma, la reina Isabel la llamaba «suegra» y don Fernando «madre». No era hermosa, pero, según los retratos de Juan de Flandes, tenía un rostro ovalado muy fino, ojos bonitos y un poco rasgados; el cabello fino y castaño, lo que la hacía muy atractiva. Se conservan dos retratos hechos por el mismo pintor, uno en la colección del barón ThyssenBornemisza, en que aparece vestida muy pacatamente, tal como correspondía al ambiente de la corte española. El otro, actualmente en el Museo de Viena, la muestra ya provista de un generoso escote, tal como correspondía al ambiente más liberal de la corte borgoñona. Este último fue realizado, naturalmente, cuando doña Juana ya estaba en Flandes, después de su casamiento. De que Juana estaba loca no hay duda, aunque algunos historiadores opinen lo contrario. Su abuela Isabel, madre de Isabel la Católica y que reinó en Castilla desde 1447 hasta 1454, acabó sus días en total locura. También por otros antepasados la enajenación mental pudo recurrir en Juana. Desde pequeña dio muestras de tener un carácter muy extremado. Educada piadosamente, a veces dormía en el suelo o se flagelaba siguiendo las historias de los santos que le contaban. Como es lógico, sus padres y sus educadores procuraban frenar estas tendencias. Por otra parte aprendió no sólo a leer y a escribir, sino que tuvo una educación esmerada, y a los quince años leía y hablaba correctamente en francés y en latín: no en balde había tenido como maestra en esta última lengua a la conocida Beatriz Galindo, llamada «la Latina», fundadora del convento que después dio su nombre a un conocido barrio de Madrid. A Felipe se le conoce con el sobrenombre de «el Hermoso», aunque parece seguro que este apodo se lo pusieron posteriormente. Según nuestros cánones de belleza no nos parece tan hermoso como decían, pero sin duda debía tener mucho sex appeal, puesto que sólo al verse y pensando que la boda tenía que celebrarse cuatro días después decidieron, de común acuerdo, llamar al sacerdote Diego Villaescusa para que los casara aquella misma tarde y poder adelantar la noche de bodas; lo que indica la prisa que debían de tener los jóvenes, especialmente él, que había sido educado en un ambiente más liberal que el de la corte española y había tenido varias aventuras, si no sentimentales, por lo menos sexuales; y por lo que sucedió después no parece que el matrimonio le reprimiese sus impulsos, lo que provocó desde los primeros momentos escenas de celos, peleas y recriminaciones. Al parecer, doña Juana se sintió herida en su amor o, tal vez, para ser más precisos, en su amor propio, que a veces estos dos sentimientos se confunden.

La vida en la corte flamenca era muy distinta a la española, hasta el punto de que la reina Isabel, a la que habían llegado noticias de que Juana se confesaba con clérigos franceses tachados en España de «frívolos, libertinos y bebedores empedernidos», envió a Flandes a un fraile de su confianza para que la informase. A su regreso, fray Tomás de Matienzo, que tal era su nombre, aseguró a la reina que la religiosidad de su hija no corría peligro, aunque el ambiente chocaba un poco y aun un mucho con las costumbres hispanas. Desde los primeros momentos ya dio muestra Juana de un notable desequilibrio sentimental. Bien conocida es la anécdota acaecida con una de sus damas, muy bella, joven y rubia, a la que Juana descubrió con un billete en su mano y, suponiéndolo —seguramente con fundamento— escrito por su consorte, le exigió que se lo entregara. La damita, por un exceso de coraje o de miedo, desobedeció la orden, prefiriendo comerse la misiva, a lo que respondió la archiduquesa de Austria abalanzándose sobre la chica y produciéndole daño que algunos cronistas reducen a una bofetada y otros elevan a un corte de trenzas y posterior señalización del bello rostro con las mismas tijeras utilizadas para el corte [1] .

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