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Historia para leer a plena luz – Alfred Hitchcock

BUENOS días. Digo buenos días en lugar de mis acostumbradas buenas noches como simple medio de advertencia. Estas historias sólo se deben leer por la noche si padece usted de un insomnio incurable y no puede quedarse durmiendo de ningún modo. Desde luego, si trabaja durante el día no le queda otra elección, a menos que su jefe sea extremadamente tolerante. En cualquier caso, puede usted leerlas siempre que halle el tiempo necesario y esté anhelando encontrar un rato de relax. Corrección. No deseo que llegue a conclusiones erróneas. El contenido de este libro difícilmente puede ser considerado como relajante. Quizá sea sobrecogedor, horripilante y, sin duda alguna, entretenido. Lo sé porque soy considerado un experto. Con una característica falta de modestia, he permitido ser anunciado como un maestro del suspense. De hecho, la descripción es exacta, y debe usted admitir que está totalmente, justificada. Al igual que sucede con todos los llamados expertos, mi consejo es solicitado a menudo por entrevistadores que buscan definiciones. Me preguntan simplemente qué es este asunto del suspense. Bien, hace años consulté uno de esos enormes y completos diccionarios, que sólo puede uno mover con ayuda de una grúa. Definía el suspense como incertidumbre acompañada de aprehensión. Bastante justo. En mis películas, trato de intensificar esa aprehensión hasta un punto en que se convierta en insoportable. Ese es el nombre del juego. Y creo que los autores de esta colección han alcanzado un resultado similar con notable éxito. Todos ellos son artífices prácticos en esta siniestra profesión y aquí ofrecemos una fuerte muestra de su arte tenebroso. Una última advertencia. Antes de pasar a la página siguiente, por favor, hágase un chequeo con su cardiólogo. No acepto ninguna responsabilidad. El riesgo es suyo.


Después de todo, deben gustarle esta clase de cosas, pues, en caso contrario, no estaría leyendo lo que acaba de leer. ALFRED HITCHCOCK 1 MUERTE FUERA DE TEMPORADA MARY BARRETT Miss Witherspoon se inclinó hacia el suelo y con su pequeño transplantador removió un poco de tierra en la hierba de su jardín. Se dijo en silencio que no debía cultivar ni remover la tierra demasiado cerca de las plantas, para no dañar las delicadas raíces de la hierba. Miss Witherspoon era una jardinera muy cuidadosa, como atestiguaban los resultados conseguidos. Sus flores y césped eran de lo más lozano de la ciudad; en realidad, eran la envidia de todo el mundo, aunque sus vecinos no tuvieran la elegancia de confesarlo. «Britomar» restregó su lomo contra el tobillo de miss Witherspoon, ronroneando. Miss Witherspoon intentó apartar inútilmente a la gata negra, con un suave golpe de su enguantada mano izquierda. —Hola, miss Witherspoon —saludó una mujer desde la acera situada al otro lado de la blanca cerca de vallas. Se trataba de mistress Laurel, la divorciada, siempre elegantemente vestida, que se había instalado desde hacía poco en el vecindario. —¿Está usted arreglando esos pequeños macizos de flores de mayo de los que tanto he oído hablar? —preguntó con un fingido tono amistoso que no podía ocultar su desdén. Miss Witherspoon abandonó su tarea, enderezándose. —Sí, lo estoy haciendo —contestó con fría amabilidad. Mistress Laurel sonrió condescendientemente y siguió su camino. Por su parte, miss Witherspoon continuó su trabajo sin hacer el menor caso de la interrupción. Tenía cosas mucho más importantes en qué pensar que en la impertinencia de mistress Laurel. De todos modos, miss Witherspoon estaba acostumbrada a las burlas, pues, durante el transcurso de los años, había adquirido la fama de ser la persona más excéntrica de la ciudad. Cierto es que otras personas de la ciudad se desviaban de diversas formas del comportamiento usual…, borrachos, personas de actitudes imbéciles, e incluso un asesino, si se contaba a aquel Jake Holby que golpeó a su delgada esposa hasta causarle la muerte, cuando la descubrió en el pajar del establo con su empleado. Sin embargo, ninguno de estos aberrantes comportamientos era considerado tan peculiar como la insistencia de la anciana miss Witherspoon en mantener el más completo aislamiento. Ninguna persona había penetrado nunca en el interior de su pequeña casa, y únicamente los chicos más temerarios, incitados por los riesgos más irresistibles, se aventuraban a traspasar la puerta o a saltar sobre la verja blanca, para penetrar en su bien cuidado césped, aunque esto lo hacían sólo en la oscuridad de la noche, una vez que la anciana se había dormido. Años atrás, los chicos de la ciudad habían compuesto un sonsonete burlón que todavía se cantaba con regocijo: «Miss Witherspoon es un tostón.» Aunque los chicos pensaban que era una frase ingeniosa, muy pocos de ellos se atrevieron jamás a pronunciarla ante la anciana, pues, aunque odiaban admitirlo ante sí mismos y ante los demás, la verdad es que todos se sentían atemorizados ante ella. En la ciudad, nadie recordaba que miss Witherspoon se hubiera dirigido espontáneamente a ninguna persona que pasara por la acera: tampoco se recordaba que hubiera saludado alguna vez a un vecino a través de la verja. Nunca había llevado sopa a los enfermos, ni pasteles a los afligidos. En resumen, no observaba ninguna de las costumbres sociales habituales. Si alguna vez alguien se atrevió a preguntarle el porqué, y si ella decidió contestar, habría dicho que prefería las plantas a la gente, principalmente porque las plantas no pecaban y eran incapaces de causar mal, y además porque, manteniendo su aislamiento, podía observar mejor y objetivamente los delitos cometidos por quienes la rodeaban.

Sin embargo, miss Witherspoon observaba un ritual propio, más o menos social, que realizaba fielmente una vez al año, la Noche de Walpurgis. Mistress Laurel se había referido precisamente a este acontecimiento anual, pero ella no conocía, como no lo conocía ninguna otra persona, el ritual completo. Por primera vez, miss Witherspoon estuvo jugando este año con el pensamiento de alterar ligeramente su modelo de actuación. Después de todo, se estaba haciendo vieja y la artritis de sus dedos empezaba a ser un serio y creciente inconveniente. Puede que no le quedaran muchos años más para llevar adelante todo el programa. Quizá este año, y sólo por una vez, debiera preocuparse de cuidar a dos personas, en lugar de a una sola. Pero finalmente decidió lo contrario. Una vez que se ha seguido con éxito un modelo de conducta, es mucho mejor mantenerlo. La Noche de Walpurgis era la única fecha del año que tenía algún significado para miss Witherspoon, la única que ella marcaba en su calendario. Era la víspera del Día de Mayo, nombrado según una misionera y abadesa inglesa que había alcanzado gran renombre expulsando a las brujas. Como saben todos aquellos que hayan leído a sir James Frazer, ésa es la noche preferida por las brujas para salir. La víspera de Walpurgis de cada año miss Witherspoon preparaba exactamente diez canastillas de flores de mayo. Y cada año, durante aquella noche, las colgaba a hurtadillas de los pomos de las puertas de diez casas distintas. Nunca eran las mismas casas, aunque, como consecuencia del paso de los años, se había visto obligada a repetir en ocasiones. Y cada año, una y sólo una de las canastillas de mayo era especialmente elegida para contener algo particularmente interesante. Naturalmente, los habitantes de la ciudad sabían perfectamente quién era su benefactor del Día de Mayo. Sólo el jardín de miss Witherspoon podía proporcionar una variedad tan abundante de flores y hierbas. Para los habitantes de la ciudad, era una especie de juego especular sobre quién se vería favorecido con las pequeñas canastillas de flores y hierbas que, inevitablemente, iban acompañadas por un verso o un dicho escrito por la cuidadosa mano de miss Witherspoon. Todo el mundo se burlaba disimuladamente de esta prueba anual de la excentricidad de la anciana. De lo que no solían darse cuenta era de que, cada año, el destinatario de una de las canastillas se encontraba con un extraño e inesperado destino. Pero eso no importaba. Miss Witherspoon no buscaba fama ni crédito por su trabajo. Mientras escogía y arrancaba cuidadosamente las flores para cada canastilla, el sol le daba cálida y reconfortantemente sobre su espalda. Ella saboreaba en su mente sus queridos nombres latinos —Lathyrus odoratus (guisante de olor), Lobularia marítima (aliso de olor), Convallaria majalis (lirio de los valles), y, desde luego, el fabuloso jacinto que surgió de la sangre del amigo moribundo de Apolo—, «esa flor sanguínea dedicada con dolor». Las canastillas quedaron finalmente llenas y las colocó a la sombra fresca del arce.

Y ahora, para terminar, debía tomar la decisión más importante. ¿Qué hierba debía elegir para la favorecida décima canastilla? Miss Witherspoon podía utilizar el rizoma de la manzana de mayo; pero eso quizá no fuera lo bastante bonito como para captar el interés. La espuela de caballero podría servir, pero eso significaría secar las semillas y quizá supondría más trabajo del necesario. En consideración al simbolismo, se sintió tentada de utilizar la flor «hermosa dama», belladona, o, por la misma razón, el acónito. Pero no. La mejor elección sería la Digitalis purpurea, la dedalera. Cierto que su jardín sólo contenía la variedad americana, la Phytolacca americana, y que a ella no le gustaba el feo sonido de su nombre americano. Pero, a pesar de todo, las oscuras bayas moradas eran bonitas y servirían igualmente para su propósito. Así pues, fueron a parar a la décima canastilla, junto con un verso de Rudyard Kipling, que copió con su primorosa escritura: Excelentes hierbas tenían nuestros antiguos padres… Excelentes hierbas para aliviar su dolor. Como idea adicional, ella añadió: «Las bayas moradas, servidas en cualquier forma, harán que hasta un holgazán en el amor se transforme en una persona ardiente, y un ardiente en un amante apasionado increíble.» Miss Witherspoon sentía tener que recurrir a una mentira tan franca, pues era una verdadera artista y habría preferido que su ritual anual fuera perfecto en todo. Sin embargo, tendría que olvidarse de este falso detalle en beneficio de su más amplio plan. Aquella noche, miss Witherspoon salió a la calle, acompañada únicamente por «Britomar». La luz de la luna era brillante y el aire, cálido y húmedo daba una sensación primaveral. Sintiéndose feliz, miss Witherspoon recordó unas estrofas de El Mercader de Venecia: En una noche así, Medea recogió las hierbas encantadas. Nueve canastillas quedaron colgadas y, después, la décima fue a parar… a la puerta de mistress Laurel. Dos días después, Edward Johnston, el sastre, falleció de una muerte dolorosa e inexplicable, víctima de algún violento vomitivo ingerido accidentalmente y que, al parecer, le fue servido en una comida preparada por la atractiva divorciada. Porque, lo más extraño del caso fue que no murió en su propia casa, rodeado de su esposa y de sus cuatro hijos, sino en casa de la encantadora vecina de miss Witherspoon. Por su parte, miss Witherspoon fue la única de la ciudad que no se sorprendió de que muriera allí, pues sólo ella había observado las frecuentes visitas clandestinas del sastre, y sólo ella suponía cuál de los diez mandamientos estaba siendo transgredido en el interior de la casa de mistress Laurel. A la mañana siguiente, después de que estas terribles noticias se extendieran por la ciudad, miss Witherspoon estaba trabajando tranquilamente en su jardín, como siempre, cuando llegó un visitante muy poco usual. El sherif se acercó a ella andando sobre las piedras planas del camino. —Buenos días, miss Witherspoon —saludó desde el camino, junto al césped. —Buenos días, sherif —contestó ella, mirándole desde un macizo de flores, sobre el que había estado inclinada—. ¿Desea usted hablar conmigo? —Así es. El vacilante tono de voz del sherif puso al descubierto sus dudas y lo incómodo que se sentía.

Ahora que la podía mirar directamente, le pareció una persona absolutamente inocente, incapaz de hacer daño a nadie. Y, sin embargo, cuando su teoría había terminado por confirmarse aquella mañana, le pareció firme… aunque de una forma extraña. —Entremos —sugirió miss Witherspoon—. Allí podremos hablar tranquilamente. Los dos penetraron en la fría y débilmente iluminada sala de estar y se acomodaron en sendas sillas, una frente a la otra, con la mesa de té en medio. «Britomar» saltó al regazo de miss Witherspoon, y la anciana acarició a la gata mientras habló: —Le he estado esperando desde hace años —dijo. —¿De verdad? —preguntó el sherif , claramente desconcertado por aquellas palabras. —¡Oh, sí! Sabía que no era usted un estúpido, y que algún año llegaría a darse cuenta de la verdad acerca de mis pequeños rituales. —¿Quiere decir que ha… ¡eh!… hecho esto antes? Miss Witherspoon asintió con la cabeza. —¿Sabía usted que acabaría por ser descubierta y sin embargo, continuó haciéndolo? —Claro que seguí haciéndolo. No abandonaría usted fácilmente su trabajo, su misión en la vida, ¿verdad, sherif ? —la anciana se detuvo, aunque la pregunta era evidentemente retórica—. Claro que no lo haría —se contestó a sí misma—, y tampoco lo haría yo. Después de todo, trabajamos en lo mismo, y ninguno de nosotros podría abandonar honorablemente su tarea. El mundo necesita de nuestros esfuerzos. El sherif , que ya empezaba a comprender, preguntó con amabilidad: —¿Y cuál cree usted que es nuestro trabajo? —¡Cómo! —exclamó—. Limpiar la ciudad de malhechores —afirmó, como la cosa más natural del mundo—. Hay demasiados para que usted solo se encargue de todos, y muchos de ellos no despiertan su atención. Eso es por lo que todos los años selecciono a un solo candidato para su extinción. El sherif no supo qué responder. Miss Witherspoon apartó a la gata de su regazo y se levantó. —Perdóneme. Haré el té. Al cabo de unos minutos regresó de la cocina con una bandeja sobre la que había colocado los elementos necesarios para servir el té. Durante su ausencia, el sherif había decidido cuál sería su próxima pregunta. —¿Cómo escogía usted sus…, ¡ejem!…, sus candidatos para la extinción? —preguntó.

—Muy simple: tomaba nota de las personas que violaban uno de los diez mandamientos y las disponía por orden. Este año había llegado al séptimo mandamiento —se miró las manos, plegadas sobre su regazo, como si no se atreviera a pronunciar en voz alta las palabras ante la presencia de un hombre—: No cometerás adulterio. —¿Quiere usted decir con eso que…, que ya ha eliminado a otras seis personas? —preguntó el sherif . —Así es —el orgullo con que contestó miss Witherspoon fue evidente—, empezando por la persona que violó el primer mandamiento con un mayor descaro… John Leger, el presidente del Banco, que tanto adoraba el dinero… y así seguí con la lista hasta llegar al número siete. Se detuvo un momento, como si esperara un elogio, pero al ver que no escuchaba ninguno, continuó: —Mi mayor dificultad se me presentó el año pasado… para encontrar un candidato para el número seis. Usted hace un trabajo muy eficiente cuando se trata de detener a los pocos que matan —ahora adoptaba el tono de un profesional que está hablando con otro—. Pero al fin conseguí lo que buscaba. Como comprenderá, el mandamiento no especifica lo que no se debe matar, y todo el mundo sabía que Edna Fairbanks solía preparar carne envenenada para que se la comieran los gatos. —¡Así es que fue eso! —exclamó el sherif , dando un suspiro al haber podido resolver de pronto aquel enigma que le atormentaba desde hacía un año. Y entonces preguntó—: Pero ¿qué sucede con usted, miss Witherspoon? ¿No ha estado violando usted misma el sexto mandamiento?

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