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Historia de las tierras y los lugares legendarios – Umberto Eco

Nuestra imaginación está poblada de tierras y lugares que nunca han existido, de la cabaña de los siete enanitos a las islas visitadas por Gulliver, del templo de los Thugs de Salgari al piso de Sherlock Holmes. Por lo general, sabemos que estos espacios son tan solo producto de la fantasía de un narrador o de un poeta. En cambio, y desde tiempos muy remotos, la humanidad ha fantaseado con lugares que se han considerado reales, como la Atlántida, Mu, Lemuria, las tierras de la reina de Saba, el reino del Preste Juan, las Islas Afortunadas, El Dorado, la última Thule, Hiperbórea y el país de las Hespérides, el lugar donde se conserva el santo Grial, la roca de los asesinos del Viejo de la Montaña, el país de Jauja, las islas de la utopía, la isla de Salomón y la tierra austral, y el misterioso reino subterráneo de Agartha. Muchos de estos lugares han sido el origen de fascinantes leyendas y han inspirado algunas de las espléndidas representaciones visuales que aparecen en esta obra; otros han alimentado la fantasía trastornada de los cazadores de misterios, y los hay que incluso han estimulado viajes y exploraciones. Así, persiguiendo una ilusión, viajeros de todos los países han descubierto otras tierras y ahora el lector podrá vivir estas aventuras de la mano del gran maestro Umberto Eco.


 

Este libro está dedicado a las tierras y a los lugares legendarios: tierras y lugares porque a veces se trata de auténticos continentes, como la Atlántida, y otras veces de pueblos, castillos o (en el caso de la Baker Street de Sherlock Holmes) viviendas. Existen muchos diccionarios de lugares fantásticos y ficticios (el más completo es la excelente Breve guía de lugares imaginarios de Alberto Manguel y Gianni Guadalupi), pero aquí no vamos a ocuparnos de lugares « inventados» , porque en ese caso deberíamos incluir la casa de madame Bovary, la madriguera de Fagin en Oliver Twist, o la fortaleza Bastiani de El desierto de los tártaros. Se trata de lugares novelescos, que algunos lectores fanáticos intentan en ocasiones identificar con escaso éxito. Otras veces se trata de lugares novelescos inspirados en espacios reales, donde los lectores pretenden descubrir las huellas de los libros que han amado, del mismo modo que los lectores del Ulises cada 16 de junio tratan de identificar la casa de Leopold Bloom en Eccles Street, en Dublín, visitan la Torre Martello convertida hoy en un museo dedicado a Joyce, o desean comprar en una determinada farmacia el jabón de limón adquirido por Leopold Bloom en 1904. Ocurre incluso que algunos lugares ficticios han sido identificados con lugares reales, como la casa de piedra arenisca rojiza de Nero Wolfe en Manhattan. Paisaje fantástico, en Albrecht Altdorfer, Susana en el baño, 1526, Munich, Alte Pinakothek. Pero lo que aquí nos interesa son las tierras y los lugares que, ahora o en el pasado, han creado quimeras, utopías e ilusiones, porque mucha gente ha creído realmente que existen o han existido en alguna parte. Una vez dicho esto, debemos establecer todavía bastantes distinciones. Ha habido leyendas sobre tierras que desde luego ya no existen, pero que no hay que excluir que hayan existido en tiempos muy remotos, como por ejemplo la Atlántida, cuyos últimos restos muchas mentes no delirantes han tratado de identificar. Hay tierras de las que hablan numerosas leyendas y cuya existencia (aunque sea remota) es dudosa, como Shambhala, a la que algunos atribuyen una existencia totalmente « espiritual» , y otras que son producto indiscutible de una ficción narrativa, como Shangri-La, pero de la que surgen a menudo imitaciones para turistas contentadizos. Hay tierras cuya existencia solo está atestiguada por fuentes bíblicas, como el Paraíso terrenal o el país de la reina de Saba, aunque son muchos, incluido Cristóbal Colón, quienes creyendo en ellas se lanzaron al descubrimiento de tierras que existían en realidad. Hay tierras cuya creación es obra de un falso documento, como la tierra del Preste Juan, pero que incitaron a los viajeros a recorrer Asia y África. Hay, por último, tierras que realmente existen todavía hoy, si bien solo en forma de ruinas, pero en torno a las que se ha creado una mitología, como Alamut, sobre la que planea la sombra legendaria de los Asesinos, o como Glastonbury, vinculada ya al mito del Grial, o como Rennes-le-Château o Gisors, que han adquirido un carácter legendario debido a especulaciones comerciales muy recientes. En resumen, las tierras y los lugares legendarios son de distinto género y solo tienen en común una característica: tanto si dependen de leyendas antiquísimas cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos, como si son producto de una invención moderna, han originado flujos de creencias. Y de la realidad de estas ilusiones es de lo que se ocupa este libro. Mapa en T, Mapamundi en La Fleur des histoires, 1459-1463, París, Bibliothèque Nationale de France. 1 LA TIERRA PLANA Y LAS ANTÍPODAS En distintas mitologías, la Tierra adopta formas poéticas, a menudo antropomórficas, como la Gea griega. Según una leyenda oriental, la Tierra se apoy aba sobre el dorso de una ballena, sostenida a su vez por un toro, que descansaba sobre una roca, y esta era sustentada por polvo, bajo el que nadie sabía lo que había, solo el gran mar del infinito. En otras versiones la Tierra se apoy aba sobre el dorso de una tortuga. LA TIERRA PLANA.


Cuando se empieza a reflexionar « científicamente» sobre la forma de la Tierra, la opción más realista para los antiguos era creer que se trataba de un disco. Para Homero, el disco estaba rodeado por el Océano y cubierto por el casquete de los cielos, y —según los fragmentos de los presocráticos, a veces imprecisos y contradictorios según los testimonios— para Tales era un disco plano; para Anaximandro tenía forma cilíndrica y Anaxímenes hablaba de una superficie plana, rodeada por el Océano, que navegaba sobre una especie de cojín de aire comprimido. Parece que solo Parménides intuyó la esfericidad de la tierra, y Pitágoras la consideraba esférica por razones místico-matemáticas. En cambio, las posteriores demostraciones de la redondez de la Tierra se basaban en observaciones empíricas; véanse, a tal efecto, los textos de Platón y Aristóteles. Subsisten dudas sobre la esfericidad en Demócrito y Epicuro, y Lucrecio niega la existencia de las Antípodas, pero en general para toda la Antigüedad posterior la esfericidad de la Tierra no es objeto de discusión. Que la Tierra era redonda lo sabía por supuesto Ptolomeo, pues de no ser así no habría podido dividirla en trescientos sesenta grados de meridiano; lo sabía también Eratóstenes, quien en el siglo III a. C. había calculado con bastante aproximación la longitud del meridiano terrestre, considerando la distinta inclinación del Sol, a mediodía del solsticio de verano, cuando se reflejaba en el fondo de los pozos de Alejandría y de Siena, en Egipto, cuya distancia entre sí conocía. A pesar de las numerosas ley endas que todavía circulan por internet, todos los estudiosos de la Edad Media sabían que la Tierra era una esfera. Hasta un estudiante de bachillerato puede deducir fácilmente que, si Dante penetra en el embudo infernal y sale por el lado opuesto viendo estrellas desconocidas al pie de la montaña del Purgatorio, esto significa que sabía perfectamente que la Tierra era redonda. Y de la misma opinión habían sido Orígenes y Ambrosio, Alberto Magno y Tomás de Aquino, Roger Bacon y Juan de Sacrobosco, por citar tan solo algunos nombres. En el siglo VII, Isidoro de Sevilla (que no era precisamente un modelo de precisión científica) calculaba la longitud del ecuador en ochenta mil estadios. Quien se plantea el problema de la longitud del ecuador sin duda sabe y cree que la Tierra es esférica. Por otra parte, la medida de Isidoro, aunque aproximada, no difiere tantísimo de las actuales. Si esto es así, ¿por qué se ha creído durante tanto tiempo, y todavía hoy lo siguen crey endo muchos, incluso autores de libros muy serios sobre la historia de la ciencia, que el mundo cristiano de los orígenes se había alejado de la astronomía griega y había recuperado la idea de la Tierra plana? Intenten hacer un experimento y pregunten a una persona incluso culta qué quería demostrar Cristóbal Colón cuando pretendía llegar al este por el oeste, y qué se obstinaban en negar los sabios de Salamanca. La respuesta, en la mayoría de los casos, será que Colón creía que la Tierra era redonda, mientras que los sabios de Salamanca creían que era plana y que tras un breve trecho las tres carabelas se precipitarían en el abismo cósmico. Sandro Botticelli, El abismo infernal, ilustración para la Divina comedia, c. 1480, Ciudad del Vaticano, Biblioteca Apostólica Vaticana. Reconstrucción del cosmos en forma de tabernáculo, en Topographia christiana, de Cosmas Indicopleustes. El pensamiento laico del siglo XIX, irritado por el hecho de que varias confesiones religiosas se oponían al evolucionismo, atribuyó a todo el pensamiento cristiano (patrístico y escolástico) la idea de que la Tierra era plana. Se trataba de demostrar que, del mismo modo que se habían equivocado respecto a la esfericidad de la Tierra, también las Iglesias podían equivocarse respecto al origen de las especies. Así que se aprovechó el hecho de que un autor cristiano del siglo IV como Lactancio (en Institutiones divinae), basándose en que en la Biblia el universo es descrito sobre el modelo del tabernáculo, y por tanto de forma cuadrangular, se opusiera a las teorías paganas de la redondez de la Tierra, porque además no podía aceptar la idea de que existieran las Antípodas, donde los hombres deberían caminar cabeza abajo. Por último, se descubrió que un geógrafo bizantino del siglo VI, Cosmas Indicopleustes, en Topografía cristiana, inspirándose también en el tabernáculo bíblico, había sostenido que el cosmos era rectangular, con una bóveda que se elevaba sobre la superficie plana de la Tierra. En el modelo de Cosmas, la bóveda curva permanece oculta a nuestros ojos por el stereoma, esto es, por el velo del firmamento. Por debajo se extiende el ecumene, es decir, toda la tierra sobre la que habitamos, que se apoya sobre el Océano y asciende por una pendiente imperceptible y continua hacia el noroeste, donde se alza una montaña tan alta que su presencia escapa a nuestra vista y su cima se confunde con las nubes.

El Sol, movido por los ángeles —causantes asimismo de las lluvias, los terremotos y todos los demás fenómenos atmosféricos—, por la mañana cruza de este a sur, por delante de la montaña, e ilumina el mundo, y por la tarde sale de nuevo por el oeste y desaparece por detrás de la montaña. La Luna y las estrellas realizan el ciclo inverso. Como ha demostrado Jeffrey Burton Russell (1991), muchos libros autorizados de historia de la astronomía que todavía se estudian en las escuelas afirman que la Edad Media no tuvo conocimiento de las obras de Ptolomeo (algo que es históricamente falso) y que la teoría de Cosmas fue la que dominó hasta el descubrimiento de América. Sin embargo, el texto de Cosmas, escrito en griego (lengua que en la Edad Media cristiana solo conocían unos pocos traductores interesados en la filosofía aristotélica), no se dio a conocer en el mundo occidental hasta 1706 y se publicó en inglés en 1897. Ningún autor medieval lo conocía. Tierra en T, en Bartholomaeus Anglicus, De proprietatibus rerum, 1372. ¿Cómo se ha podido sostener que la Edad Media consideraba que la Tierra era un disco plano? En los manuscritos de Isidoro de Sevilla (que, como hemos visto, hablaba del ecuador) aparece el llamado mapa en T, cuya parte superior representa a Asia, arriba, porque, según la leyenda, en Asia se encontraba el Paraíso terrenal, la barra horizontal representa por un lado el mar Negro y por el otro el Nilo, la vertical el Mediterráneo, de modo que el cuadrante inferior izquierdo representa a Europa y el derecho a África. Alrededor se extiende el gran círculo del océano. La impresión de que la Tierra era vista como un círculo nos la proporcionan asimismo los mapas que aparecen en los comentarios al Apocalipsis del Beato de Liébana, un texto escrito en el siglo VIII pero que, ilustrado por los miniaturistas mozárabes en los siglos siguientes, tuvo una gran influencia en el arte de las abadías románicas y de las catedrales góticas, y el modelo se encuentra en muchos otros manuscritos miniados. ¿Cómo era posible que personas que creían que la Tierra era esférica hicieran mapas donde se veía una Tierra plana? La primera explicación es que nosotros también lo hacemos. Criticar que estos mapas son planos es lo mismo que criticar que nuestros atlas contemporáneos son planos. No era más que una forma ingenua y convencional de proyección cartográfica. Mapamundi de San Severo, en L’Apocalisse di San Severo, 1086, París, Bibliothèque Nationale de France. Sin embargo, debemos tener en cuenta otros elementos. El primero nos lo sugiere san Agustín, que tiene bien presente el debate suscitado por Lactancio sobre el cosmos en forma de tabernáculo, pero que al mismo tiempo conoce las opiniones de los antiguos sobre la esfericidad del globo. La conclusión de Agustín es que no hay que dejarse impresionar por la descripción del tabernáculo bíblico, porque ya se sabe que las Sagradas Escrituras hablan a menudo por medio de metáforas, y tal vez la Tierra es esférica. Pero puesto que saber si es esférica o no de nada sirve para lograr la salvación del alma, se puede dejar de lado la cuestión. Esto no quiere decir, como se ha insinuado a menudo, que no hubiese una astronomía medieval. Entre los siglos XII y XIII, se tradujeron el Almagesto de Ptolomeo y luego el Del cielo de Aristóteles. Como todos sabemos, una de las materias del Quadrivio que se enseñaba en las escuelas medievales era la astronomía, y del siglo XIII es el Tractatus de sphaera mundi de Juan de Sacrobosco que, siguiendo a Ptolomeo, constituiría una autoridad indiscutible durante unos siglos. Tabula peutingeriana, sección. Copia medieval del siglo XII. La Edad Media era época de grandes viajes; sin embargo, como los caminos estaban destruidos y había que atravesar bosques y cruzar estrechos confiando en la habilidad de un navegante de la época, era imposible trazar mapas adecuados. Estos eran puramente indicativos, como las instrucciones de la Guía del peregrino a Santiago de Compostela, y decían aproximadamente: « Si quieres ir de Roma a Jerusalén avanza hacia el sur y pregunta por el camino» . Ahora bien, piensen por un momento en el mapa de las líneas ferroviarias que aparece en los viejos horarios.

A partir de aquella serie de nudos, clarísima si hay que tomar un tren de Milán a Livorno (y enterarse de que habrá que pasar por Génova), nadie podría extrapolar con exactitud la forma de Italia. La forma exacta de Italia no le interesa al que tiene que ir a la estación. Los romanos trazaron una red de carreteras que conectaban todas las ciudades del mundo conocido, pero hay que ver de qué modo estaban representadas esas carreteras en la Tabula peutingeriana, llamada así por el nombre de quien la redescubrió en el siglo XV. La parte superior representa a Europa y la inferior a África, pero nos encontramos exactamente en la misma situación que con el mapa ferroviario. En este mapa se pueden ver las carreteras, de dónde parten y adonde llegan, pero es imposible adivinar ni la forma de Europa, ni la del Mediterráneo, ni la de África. Sin duda los romanos debían tener conocimientos geográficos bastante más precisos, porque navegaban a lo largo y ancho del Mediterráneo, pero al trazar aquel mapa a los cartógrafos no les interesaba la distancia entre Marsella y Cartago, sino la información de que había una carretera que unía Marsella y Génova. Por otra parte, los viajes medievales eran imaginarios. La Edad Media produce enciclopedias, Imagines mundi, que tratan sobre todo de satisfacer el gusto por lo maravilloso, hablando de países lejanos e inaccesibles, y todos estos libros están escritos por personas que jamás habían visto los lugares de los que hablaban, porque la fuerza de la tradición contaba entonces más que la experiencia. Un mapa no pretendía representar la forma de la Tierra, sino enumerar las ciudades y pueblos que se podían encontrar. Mapa de Rudimentum novitiorum, de Lucas Brandis, Lübeck, 1475, Oxford, Oriel College Library. Además, la representación simbólica era más importante que la representación empírica. En el mapa del Rudimentum novitiorum de 1475, lo que preocupaba al miniaturista era representar Jerusalén en el centro de la Tierra, y no cómo se llegaba a Jerusalén. Esto no quita que hubiera mapas de aquel mismo período que representaran y a con bastante exactitud Italia y el Mediterráneo. Una última consideración: los mapas medievales no tenían una función científica, sino que respondían a la demanda de lo fabuloso por parte del público, del mismo modo que hoy las revistas de papel cuché nos demuestran la existencia de platillos volantes y en la televisión nos cuentan que las pirámides fueron construidas por una civilización extraterrestre. En el mapa de Las crónicas de Nuremberg, que data de 1493, junto a una representación cartográficamente aceptable, aparecen representados los misteriosos monstruos que se decía que habitaban aquellos lugares. El mapa del mundo según Hartmann Schedel, en Liber chronicarum, Nuremberg, 1493. Por otra parte, la historia de la astronomía es curiosa. Un gran materialista como Epicuro cultivaba una idea que sobrevivió tanto tiempo que en el siglo XVII todavía era discutida por Gassendi, y que en cualquier caso aparece testimoniada por el De la naturaleza de Lucrecio: el Sol, la Luna y las estrellas (por muchos motivos muy serios) no pueden ser ni más grandes ni más pequeños de cuanto aparecen a nuestros sentidos. De ahí que Epicuro juzgase que el Sol tenía un diámetro de unos treinta centímetros. De modo que, si bien algunas culturas antiquísimas creían realmente que la Tierra era plana, muchos contemporáneos nuestros, en contra de lo que afirman Antípodas según Crates de Malos, en K. Miller, Mappae mundi, Stuttgart 1895. nuestros conocimientos históricos actuales, todavía opinan que los antiguos y los medievales creían que la Tierra era plana. De lo que se deduce que la propensión a las ley endas es más propia de los modernos que de sus antepasados. Por no hablar de los modernos y de los contemporáneos, y son muchos —más de los que se cree (véanse Blavier, 1982, y Justafré, s.d.

, para una hilarante bibliografía [*] )— los que todavía hoy escriben libros contra la hipótesis copernicana o, como sucede en el caso de Voliva, han sostenido que la Tierra es un disco plano. LAS ANTÍPODAS. Los pitagóricos elaboraron un complejo sistema planetario en el que la Tierra no ocupaba siquiera el centro del universo. También el Sol se hallaba en la periferia, y todas las esferas de los planetas giraban en torno a un fuego central. Además, cada esfera al girar producía un sonido de la gama musical, y para establecer una correspondencia exacta entre fenómenos sonoros y fenómenos astronómicos, se introdujo incluso un planeta inexistente: la Antitierra. Esta Antitierra, invisible desde nuestro hemisferio, solo podía ser vista desde las Antípodas. En el Fedón de Platón, se sugiere que la Tierra es muy grande y que nosotros ocupamos tan solo una pequeña parte, de modo que otros pueblos podrían vivir en otras partes de su superficie. Esta idea la recuperó en el siglo II a. C. Crates de Malos, quien defendía la existencia de dos Tierras habitadas en el hemisferio norte y dos en el hemisferio sur, separadas por una especie de canales marítimos dispuestos en forma de cruz. Crates suponía que los continentes meridionales estaban habitados pero que no eran accesibles desde nuestras Tierras. En el siglo I d. C., Pomponio Mela aventuraba que la isla de Taprobana (de la que hablaré) representaba una especie de promontorio de la tierra meridional desconocida. También aparecen alusiones a la existencia de las Antípodas en las Geórgicas de Virgilio, en la Farsalia de Lucano, en el Astronómica de Manilio y en la Historia natural de Plinio. Al hablar de esta Tierra surgía obviamente el problema de cómo sus habitantes podían vivir con la cabeza abajo y los pies arriba, sin precipitarse en el vacío. [1] A esta hipótesis se opuso y a Lucrecio. Lambert de Saint-Omer, Liber floridus, siglo XI, ms. lat. 8865, fol. 45r, París, Bibliothèque Nationale de France. El globo en la mano del emperador representa un mapa en T. Los adversarios más decididos de las Antípodas eran, por supuesto, los que negaban la esfericidad del globo, como Lactancio y Cosmas Indicopleustes. Pero ni siquiera una persona juiciosa como Agustín podía soportar la idea de unos hombres cabeza abajo. Porque además, si se presumiera la existencia de seres humanos en las Antípodas, habría que pensar en criaturas que no descenderían de Adán y que por tanto no habrían sido afectadas por la redención.

Sin embargo, ya en el siglo V d. C., Macrobio utilizó argumentos razonables para demostrar que no tenía nada de irracional creer en seres que muy bien podían vivir al otro lado del globo. Y la misma postura comparten Lucio Ampelio, Manilio y hasta Pulci (muy sensible a la polémica planteada) en su Morgante. La desconfianza hacia las Antípodas, y justamente porque no podían explicar la universalidad de la redención, se prolongó incluso después de Macrobio, cuy a postura consideró herética el papa Zacarías, que en el año 748 d. C. hablaba de « perversa e inicua doctrina» , y en el siglo XII Mangoldo de Lautenbach todavía la impugnaba de manera enérgica. Sin embargo, puede decirse que en general la Edad Media aceptaba la idea de las Antípodas, de Guillermo de Conches a Alberto Magno, de Gervasio de Tilbury a Pietro d’Abano y Cecco d’Ascoli hasta (con algunas vacilaciones) Pedro de Ailly, que con su Imago mundi inspiraría el viaje de Colón. Y por supuesto creía en las Antípodas Dante Alighieri, y a que precisamente situaba en la otra parte del globo la montaña del Purgatorio, a la que podía subir sin precipitarse cabeza abajo en el vacío, y desde la que accedía al Paraíso terrenal. Lambert de Saint-Omer, Liber floridus, siglo XI, ms, lat. 8865, fol. 35r, París, Bibliothèque Nationale de France. A la derecha la zona Austral, o sea, las Antípodas. Las Antípodas fueron utilizadas durante la época romana para justificar la expansión hacia tierras desconocidas, y esta idea reapareció con las exploraciones geográficas de la época moderna. Al menos a partir de Colón y a no se pusieron en duda, porque se empezaron a conocer tierras del hemisferio sur que antes eran consideradas inaccesibles, y de ellas habla Vespucio con la naturalidad de quien las ha visitado. En todo caso empezó a abrirse camino otra idea, que sobrevivió hasta el siglo XVIII: la de una Tierra Austral situada en el extremo sur del globo. Pero de esta hablaré en otro capítulo. No obstante, incluso cuando las Antípodas son accesibles, sigue persistiendo otro aspecto de la ley enda, de orígenes antiquísimos, y de la que hallamos testimonio en Isidoro de Sevilla (entre muchísimos otros): si bien las Antípodas no albergan seres humanos, son en todo caso la tierra de los monstruos. E incluso después de la Edad Media, los exploradores (incluido Pigafetta) siempre estarán preparados para enfrentarse en sus viajes a los seres espantosos y deformes, o bien bondadosos pero curiosos, de los que hablaba la leyenda, y que todavía hoy, al ser excluidos de la Tierra que hoy conocemos hasta en su último detalle, la narrativa de ciencia ficción sitúa en otros planetas como bug-eyed-monster, monstruos de ojos de insecto, o como el entrañable ET. Monstruos marinos de Cosmographia, de Sebastian Münster, Basilea, 1550. LA TORTUGA STEPHEN HAWKING Historia del tiempo. Del big bang a los agujeros negros (1988) Un conocido científico (algunos dicen que fue Bertrand Russell) daba una vez una conferencia sobre astronomía. En ella describía cómo la Tierra giraba alrededor del Sol y cómo este, a su vez, giraba alrededor del centro de una vasta colección de estrellas conocida como nuestra galaxia. Al final de la charla, una simpática señora ya de edad se levantó y le dijo desde el fondo de la sala: « Lo que nos ha contado usted no son más que tonterías. El mundo es en realidad una plataforma plana sustentada por el caparazón de una tortuga gigante» .

El científico sonrió ampliamente antes de replicarle: « ¿Y en qué se apoy a la tortuga?» . « Es usted muy inteligente, joven, muy inteligente — dijo la señora—. ¡Pero hay infinitas tortugas una debajo de otra!» LA TIERRA PLANA DE LOS PRESOCRÁTICOS ARISTÓTELES (siglo IV a. C.) Del cielo, 294a Otros creen que [la Tierra] es plana y tiene la forma de un tambor, y aducen como prueba que, cuando el Sol se pone o sale, la parte que es ocultada por la Tierra tiene un perfil rectilíneo y no curvo, mientras que si la Tierra fuese esférica, la secante debería ser curva. […] Otros afirman que descansa sobre el agua. Esta es la versión más antigua que se nos ha transmitido, formulada, según dicen, por Tales de Mileto. En su opinión, la Tierra se mantiene en reposo porque flota, como si fuera un madero o algo semejante; pues ninguna de estas cosas se mantiene en el aire en virtud de su propia naturaleza, pero sí en el agua. HIPÓLITO (siglos II-III) Refutatio, I, 6 [Para Anaximandro] la Tierra está suspendida y no está sostenida por nada. […] Es hueca y redonda y semejante a una columna de piedra; nosotros vivimos en una de sus dos caras, y la otra se halla en la parte opuesta. HIPÓLITO (siglos II-III) Refutatio, I, 7 La Tierra es plana y cabalga sobre el aire. De modo semejante el Sol, la Luna y los demás astros ígneos cabalgan en el aire porque también son planos. […] Anaxímenes dice que los astros no se mueven debajo de la Tierra, como han supuesto otros, sino alrededor de ella, como gira el gorro de fieltro alrededor de nuestra cabeza. […] El Sol no se oculta por estar debajo de la Tierra sino porque lo cubren las partes más elevadas de la Tierra. LA TIERRA ESFÉRICA PLATÓN (siglos V-IV a. C.) Fedón, 99c y 109a El uno implantando un torbellino en torno a la tierra hace que así se mantenga la tierra bajo el cielo, en tanto que otro, como a una ancha artesa le pone por debajo como apoy o el aire. […] Estoy convencido y o, lo primero, de que, si está en medio del cielo siendo esférica, para nada necesita del aire ni de ningún soporte semejante para no caer, sino que es suficiente para sostenerla la homogeneidad del cielo en sí idéntica en todas direcciones y el equilibrio de la tierra misma. Pues un objeto situado en el centro de un medio homogéneo no podrá inclinarse más ni menos hacia ningún lado, sino que, manteniéndose equilibrado, permanecerá inmóvil. ARISTÓTELES (siglo IV a. C.) Del cielo, II, 14, 298a Además, por la forma como aparecen los astros no solo resulta patente que la Tierra es esférica, sino también que su tamaño no es grande; en efecto, realizando un pequeño desplazamiento hacia el mediodía o hacia la Osa, surge ante nuestra vista un círculo de horizonte distinto, de modo que los astros situados sobre nuestra cabeza cambian considerablemente y hacia la Osa y hacia el mediodía no aparecen y a los mismos cuando uno se desplaza; pues en Egipto y en las inmediaciones de Chipre se ven ciertos astros, mientras que en las regiones situadas hacia la Osa ya no se ven, y los astros que en las regiones situadas hacia la Osa aparecen todo el tiempo se ponen, en cambio, en aquellos lugares. De modo que no solo es evidente a partir de estas observaciones que la figura de la Tierra es redonda, sino también que dicha figura es la de una esfera no muy grande; pues, si no, no haría patentes tan deprisa aquellos cambios al desplazarse uno tan poca distancia. Tierra esférica en una representación de Dios que mide el mundo con un compás, en una Bible moralisée, c. 1250.

DIÓGENES LAERCIO (siglos II-III) Vidas de filósofos ilustres (IX, 21) Parménides fue el primero que demostró que la Tierra es esférica y que está situada en el medio. DIÓGENES LAERCIO (siglos II-III) Vidas de filósofos ilustres (VIII, 24-25) Alejandro en las Sucesiones de los filósofos dice haber hallado en los escritos pitagóricos también las cosas siguientes […] el mundo [es] animado, intelectual, esférico, que abraza en medio a la Tierra, también esférica y habitada en todo su alrededor. Que hay antípodas, nosotros debajo y ellos encima. EL MUNDO ES UN TABERNÁCULO COSMAS INDICOPLEUSTES (siglo VI) Topografía cristiana (III, 1 y 53) Cosmas Indicopleustes, El cosmos rectangular, ms. plut. 9.28, c.95v, Florencia, Biblioteca Medicea Laurenziana. Después del Diluvio, en tiempos de la construcción de la torre [de Babel], que constituía un desafío a Dios, cuando los hombres, una vez llegados a gran altura, empezaron a observar continuadamente los astros, por primera vez concibieron la idea errónea de que el cielo era esférico. […] Entonces Dios ordenó a Moisés construir el Tabernáculo según el modelo que había visto en el Sinaí, un tabernáculo que sería la imagen del mundo entero. Moisés lo construy ó, tratando de imitar al máximo la forma del mundo, y le dio una longitud de treinta codos y una anchura de diez. Entonces, interponiendo un velo en el centro del Tabernáculo, lo dividió en dos compartimientos, de los cuales el primero fue llamado el Santo y el segundo detrás del velo el Santo de los Santos. El tabernáculo exterior, según el Apóstol divino, era la imagen del mundo visible, desde la Tierra hasta el firmamento. Allí estaba la mesa, y sobre ella había doce panes; sobre la mesa, símbolo de la Tierra, había todo tipo de frutos, uno por cada uno de los meses del año. Alrededor de la mesa había una moldura labrada que representaba el mar que se llama Océano, y alrededor del Océano había a su vez un borde de un palmo de ancho, que representa la tierra más allá del Océano, en cuy a parte oriental se encuentra el Paraíso y donde las extremidades del primer cielo, en forma de bóveda, por todas partes se apoyan en las extremidades de la Tierra. Y finalmente Moisés puso en la parte sur un candelabro que iluminaba la Tierra del sur al norte, y puso en él siete lámparas para indicar la semana, y estas lámparas simbolizan todas las luminarias del cielo. LA TIERRA PLANA DE VOLIVA L. SPRAGUE DE CAMP Y WILLY LEY Las tierras legendarias (1952) Si los pensadores del período anterior a los grandes viajes de descubrimiento podían tener algún argumento a su favor —por lo general, la autoridad de las Sagradas Escrituras, o más bien la interpretación que de ellas daban—, los intentos posteriores de revivir el concepto de un mundo plano murieron al nacer. El más reciente, y sin duda el más famoso, fue el llevado a cabo entre 1906 y 1942 por Wilbur Glen Voliva, jefe de la Iglesia cristiana católica apostólica de Zion, en Illinois. El fundador de esta secta fue un menudo e inquieto escocés, un tal John Alexander Dowie, que renunció a su ministerio de pastor congregacionista en Australia para fundar una asociación para la renovación de la fe. En 1888 partió hacia Inglaterra para implantar una sucursal en aquel país pero, al pasar por Estados Unidos, percibió el olor de prados más verdes y fundó de inmediato una iglesia en Chicago. Perseguido, se vio obligado a replegarse hacia Zion, a unos sesenta kilómetros más al norte, donde reinó sin oposición durante casi cuatro lustros, gracias a sus dotes de « consejero de almas» , unidas a la habilidad comercial y a la firme oposición a todas las formas de vicio, entre las que se incluía el humo, las ostras, la medicina y los seguros de vida. El declive de Dowie comenzó cuando se autoproclamó Elias III (es decir, la segunda encarnación de Elias, el profeta; Juan Bautista habría sido la primera), e intentó el asalto a Nueva York. Con este fin, se lanzó sobre la pecaminosa metrópoli junto con sus seguidores apretujados en ocho trenes, y alquiló durante una semana el Madison Square Garden. Los neoy orquinos acudieron en masa a ver al hombre del milagro, pero ante sus ojos apareció una especie de Papá Noel que vociferaba sartas de improperios con un fuerte acento irlandés.

Acabaron aburriéndose y se marcharon, dejando plantado al profeta que seguía profiriendo amenazas e insultos. Pero su destino se lo marcó Dowie con la venta de « acciones» (en realidad obligaciones al diez por ciento de interés), destinada a su vez al pago de intereses sobre acciones y a vendidas. Como era inevitable, quedó atrapado en las leyes de la matemática. Wilbin Voliva, al que Dowie había nombrado imprudentemente su apoderado, mientras él se encontraba en México para comprar una propiedad a la que pretendía retirarse, aprovechó su poder para organizar una rebelión entre los dirigentes de la secta, y de un solo golpe arrebató a Dowie el poder y el dinero. Al poco tiempo Elias III subió al cielo. Voliva, el sucesor, era un hombre de austera belleza y espesas cejas que, tras haber comenzado su carrera como aprendiz en una fábrica de Indiana y convertirse luego en ministro de la Iglesia, colgó los hábitos y se entregó al dowieísmo. Bajo su férula, se dio una nueva vuelta de tuerca a las y a siniestras y rigurosísimas leyes de la comunidad de Zion, por las que quien fuera sorprendido fumando o mascando chicle por las calles embarradas de la pequeña ciudad se exponía a acabar en la cárcel. Una vez consumado su golpe de Estado, Voliva se dispuso a reorganizar las maltrechas finanzas de la comunidad, y lo hizo tan bien que hacia 1930 el beneficio de las empresas industriales de Zion, que incluían, además de la fábrica de encajes creada por Dowie, una fábrica de barnices, otra de golosinas y otras más, ascendía a seis millones de dólares anuales. […] En la cosmogonía de Voliva, aparecía el concepto de una Tierra en forma de disco, con el polo norte situado en el centro y a cuyo alrededor se levantaba un muro de hielo. Los que circunnavegaban la Tierra (y el propio Voliva lo hizo varias veces) avanzaban en círculo en torno al centro del disco. Cuando se le preguntaba qué diablos había más allá del muro de hielo que correspondía a la Antártida de los réprobos, Voliva respondía que « no hace falta saberlo» ; si se le hacía observar que, según su concepción, el círculo polar antártico (y con él la línea costera del continente antártico) tendría unos sesenta y ocho mil kilómetros, mientras que los que habían circunnavegado la Antártida habían registrado distancias bastante más modestas, Voliva simplemente cambiaba de tema.

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