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Historia de las historias de Amor – Carlos Fisas

El amor es un no sé qué que empieza no se sabe cómo y termina no se sabe cuándo. Esta frase, de una dama francesa del siglo XVIII, es, a mi parecer, una de las más acertadas definiciones del amor. Y lo sería totalmente si no fuese por su última parte. Cuando se ama no se piensa, ni se puede pensar, que ese sentimiento pueda terminar. Mientras dura, el amor es eterno, y no se tome esta afirmación como una frase más o menos ingeniosa. Cuando se ama, cuando se ama de verdad, no se puede pensar en que el amor que se siente pueda tener fin. Si ello se imagina el sentimiento será ilusión, pasión, deseo, lo que se quiera, pero no amor. El amor es sublime, total, absoluto, es invencible, es avasallador; ¿cómo imaginar que lo que sentimos con tanta ansia, con tanto ardor, pueda terminar un día? Y, a veces, sí, termina. Con dolor, con sufrimiento, con desilusión. Aquello que habíamos imaginado eterno tiene, como otras cosas, un final. Pero ¿en realidad es así? Creo que el enamorado, el que siente la pasión de amar hasta lo más recóndito del corazón, hasta los tuétanos, continúa amando. El amor se lleva dentro y es tal la fuerza del amor que es fácil que, después de su muerte aparente, surja con más ímpetu, aplicado a otro ser. Hoy la palabra amor ha sufrido una desvalorización extraordinaria: se dice hacer el amor para referirse al simple coito. Pero el amor, primero se siente, luego se piensa y por fin se hace. Se hace incluso sin contacto carnal. El amor no es producto de unas determinadas glándulas sino que es, en esencia, espiritual. Pero si el alma, el espíritu es la base del amor, el cuerpo tiene sus exigencias y sus deseos. En este libro, amigo lector, encontrarás ejemplos de una y otra actitud. ¡Se confunden tantas veces amor y sexo! En el mundo actual, en España, como en otros sitios, se habla mucho de romances o uniones sentimentales. Las revistas del corazón, que generalmente apuntan más abajo y que a mi entender deberían llamarse cardio-vaginales, están llenas de esas historias que hacen las delicias de millones de lectores de todo el mundo; nombres célebres unos, desconocidos otros, a no ser por los fanáticos de la televisión o de la música rock, pop u otros, aparecen en las citadas publicaciones una semana sí y otra también. Estas falsificaciones del amor son la peor publicidad del amor verdadero. Creo que, en el fondo, lo que se busca en el amor es el placer, sea espiritual o físico, eso depende de cada cual. He comparado muchas veces a la mujer con un violín y al hombre con un violinista. Para tocar el violín los dos son necesarios. Si violín y violinista son malos, el resultado es un fracaso.


Si los dos son excelentes el resultado es un concierto. Y ello vale tanto en el campo del espíritu como en el del cuerpo. Incluso con un mal violín un buen violinista puede ejecutar una bella melodía. Sabrá escoger las mejores cuerdas, las mejores notas, las mejores resonancias. Pero incluso con el mejor violín del mundo, un aprendiz de violinista no obtendrá más que sonidos desagradables. Claro está que si el violín no tiene cuerdas, el violinista es inútil; pero si el violín es bueno, aunque el violinista no tenía arco, podrá obtener de él maravillosos, armónicos y seductores pizzicatti. Por ello se ven Stradivarius que pasan de mano en mano hasta el momento en que caen en las de un buen maestro. Éste es el único que puede tocar en tan bello instrumento. Los otros deben contentarse con violines de segunda o tercera categoría. Cuando un violinista toca, no piensa en el violín, piensa en la música. Sus dedos se mueven con independencia de su cerebro. No piensa más que en la melodía, parece mecánico pero no lo es. Para llegar a ese resultado ¡cuántas horas de estudio, de sacrificios, de voluntad y de vocación ha necesitado! Y sin genio, todo ello no es nada. Se nace músico o no y el que nace músico, si tiene vocación, se perfecciona día a día. En amor la igualdad no existe. El placer espiritual o corporal es una aristocracia de los sentidos. La democracia burguesa o industrial —hablo siempre refiriéndome al amor y no a una clase social—es incapaz de provocarlo y el proletariado sexual o del espíritu no pueden producir más que productos masificados. El placer, el amor, son arte, refinamiento. Un buen amante, un buen enamorado —como un buen músico—, no toca para el público, sino para sí mismo y, sobre todo, para conseguir una buena música. Hace los gestos necesarios, no tiene necesidad de dar en espectáculo. Ello es precisamente lo contrario del donjuán, para quien la música no tiene ningún interés y sólo actúa para el público. El hombre debe crear el placer, la mujer debe sumergirse en él. Por ello la combinación ideal es la de una mujer sensual y un hombre voluptuoso. Llamo sensual a toda persona que goce espiritualmente con un placer corporal y corporalmente con un placer espiritual; por ejemplo, escuchando música el cuerpo se relaja y puede llegar al goce y, al revés, saboreando un vino de gran categoría el espíritu se eleva y disfruta. Llamo voluptuoso a quien necesita o prefiere gozar en compañía.

Y repito, por enésima vez, que todo lo dicho debe aplicarse por igual en el campo espiritual como en el físico o corporal. El amor es como una chimenea, que cuando es más bonita es cuando se enciende. Brotan las llamas iluminando la habitación y alegrándola con el chisporroteo de las ramas, pero cuando calienta es cuando todo ello ha desaparecido y quedan las brasas. De todos modos hay que cuidar del hogar aportando leña con asiduidad. En esta chimenea son dos los que han de cuidar del fuego, pues si sólo lo hace uno es muy probable que el otro se canse y lleve la leña a otra chimenea. En otros libros míos he hablado de historias de amor. En la primera serie de mis Historias de la Historia escribí sobre los celos y una complicada historia de amor bizantina; en la segunda serie, del oficio más antiguo del mundo y los amores de Carlos I, amén de cuatro sonetos de amor y una expresión desesperada, y de Lola Montes. En la tercera serie se habló de Isabel II, Catalina la Grande de Rusia, la condesa sangrienta, Teodora de Bizancio y la Paiva y, por fin, en la cuarta serie salían a la palestra Abelardo y Eloisa, Ninon de Lénclos y una historia de amor y medicina psicosomática. Este libro que tienes en tus manos, amigo lector, habla de amores, unos espirituales y platónicos, otros puramente carnales y algunos simplemente prostituidos. Pero el amor es tan bello que incluso sus sucedáneos son hermosos. Año 30 a. J.C. DE CÓMO, SEGÚN PASCAL, LA NARIZ DE UNA REINA HUBIESE PODIDO CAMBIAR LA HISTORIA DEL MUNDO CLEOPATRA, LA AMANTE EXOTICA César era todavía un niño cuando Sila, que le conocía bien, quiso exiliarlo de Roma y lo inscribió en una de sus muchas listas de proscripción. Amigos de César y de Sila convencieron a este último para que revocase la orden, lo que hizo Sila diciendo: —Haré lo que queréis, pero este muchacho nos dará más quehacer que varios Mario. Aludía con ello a su más grande enemigo. Era hombre audaz y valiente. Una vez fue capturado por unos piratas que le dijeron que pedirían veinte talentos por su rescate. —¿Veinte talentos? ¿En tan poco me valoráis? Yo os pagaré cincuenta por mi libertad. Pero, eso si, en cuanto esté libre os lo haré pagar. Y, efectivamente, cuando recobró la libertad armó una flota, persiguió a los piratas y los hizo ahorcar. Siempre ambicioso, dijo un día pasando por un pequeño pueblecito: —Preferiría ser el primero en este villorrio que el segundo en Roma. Un día frente a una estatua de Alejandro Magno no pudo contener las lágrimas y sus acompañantes le preguntaron por qué lloraba. —Porque a mi edad Alejandro había ya conquistado la mitad del mundo y yo todavía no. Poco tiempo le faltaba para ello.

Tras las guerras civiles y la de las Galias, de las que nos ha dejado testimonio en sus escritos, César volvió sus ojos al mundo que rodeaba Roma. Una por una iba reduciendo las naciones vecinas. Algunas en forma tan rápida que le permitieron dar el comunicado que se ha hecho célebre: Veni, vidi, vinci, llegué, vi y vencí. El vencido era Farnaces, hijo de Mitrídates, rey del Ponto. Pero Roma se iba engrandeciendo y cada vez eran mayores sus necesidades. El abastecimiento de la ciudad se hacía más difícil cada año. Si el trigo llegaba a faltar, Roma se hundiría. Y la mayor parte del trigo llegaba de Egipto. Fuerza era, pues, conquistar este país. Y así se hizo. La lucha era desigual. Por un lado las experimentadas legiones romanas, por otro un ejército, valiente, sí, pero sin un general de valía. César venció, según su costumbre, y se estableció en Alejandría, la ciudad fundada por su admirado Alejandro Magno. La reina Cleopatra había huido y no se sabía dónde estaba, cosa que preocupaba poco a César. ¿Qué podía temer de una jovencita inexperta que gobernaba desde los diecisiete años un país de un millón de súbditos sin tener ninguna experiencia sobre ello? Cleopatra se había casado con su hermano Tolomeo XII, que, accidentalmente, o así se dijo, había muerto ahogado en el Nilo. Luego había contraído nuevas nupcias con otro hermano, Tolomeo XIII, con el que vivía cuando César conquistó su reino. El incesto de los reyes era ritual y obligatorio. ¿No eran descendientes de los dioses? y ¿con quién podían emparentar dignamente sino con ellos mismos? Un día avisaron a César. —Hay aquí un tal Apolodoro, sirviente de Cleopatra, que quiere verte. Trae consigo una alfombra para ofrecértela. Llegado Apolodoro frente a César, desenrolló la alfombra y de su interior apareció una joven mujer: —Ave, César, soy Cleopatra.

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