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Historia De Las Despedidas – Pedro Sorela

¿Dónde comienzan los viajes?, se pregunta Crispín Rueda en el primer relato de esta Historia de las despedidas. Pero muy bien podría preguntarse: ¿y cómo se cuentan? Pues estos relatos no cuentan el viaje en sí mismo sino lo que inspiran, una suerte de creación surgida del escenario, experiencia literaria en la que Pedro Sorela se adentra un poco más, tras sus libros Ladrón de árboles y Cuentos invisibles. Los cuentos de Pedro Sorela podrían caracterizarse por una ausencia de fronteras. Del desierto del Sahara a las manadas de nubes de Nuevo México, de un París no contado aún a una sutil venganza en Hungría y a la lluvia de Portugal, que tiene efectos como en ninguna otra parte, se termina por comprender que estos episodios, narrados con una mirada sin duda original en su refinado humor y en su nostalgia, componen a la postre una sola historia, y que todas las despedidas de las que habla son las de un solo viaje.


 

¿Dónde comienzan los viajes? «Aquí», piensa Crispín Rueda en el momento de entregar su pasaje en el aeropuerto de Madrid y pedir un asiento de ventanilla. O mejor dicho no dice «aquí», pero lo siente, que es cuando de verdad comienzan: cuando un hombre en el frágil equilibrio de los 40, un poco mayor pero todavía joven, se dispone a tomar un avión de madrugada para viajar a Puerto Rico a conocer a su hijo. Se lo imagina allí en la isla, pequeño pero sin sujetar la mano de nadie, serio aunque no triste, mirando hacia el cielo en el momento del alba, que es cuando llegará su avión. ¿Conocerlo? Bueno… ¿qué es lo que ocurre entre un padre y un hijo cuando con dieciséis meses de edad la madre se lo lleva a una isla al otro lado del mar y luego recorta por las puntas las conversaciones por teléfono y durante seis años impide las visitas? —Ya no quedan. —¿Perdón? —Que ya no quedan asientos de ventanilla, dice la azafata, guapa y seca como tantas españolas, piensa Crispín. Pero él lo piensa porque tuvo un hijo de amor con una caribe que entrecerraba los ojos para no andar quemando a la gente, y su nostalgia quedó fijada en la mujer que se mueve como si la vida fuese un merengue, un bolero…; en cualquier caso un baile. Sólo así Agueda, la azafata de tierra, puede parecer dura. Lo de guapa es más discutible pues no a todo el mundo le gusta el retrato místico de cuello largo, pelo retinto, nariz delgada, labios y perfil trazados a lápiz, pero… ¿dura? Lo que sucede es que la medianoche ha quedado atrás y Águeda está, más que cansada, triste: no hace ni cuatro horas que el hombre con el que había pasado la tarde en la cama abrió la puerta de la ducha y le dijo: —Me voy. —Bueno, sonrió ella por entre el agua con una dulzura que luego, en el aeropuerto, no se le verá: «¿Adónde vuelas? Tráeme algo bonito». —No, no vuelo. Digo que me voy de ti. No volveremos a vernos. Y ella se quedó de pronto fría, ya con la carne de gallina de la soledad debajo del agua caliente. Sucede 1.870.653 veces por minuto en el mundo, según las estadísticas, pero a cada uno de esos abandonados les parece que es la primera vez, desde la expulsión del Paraíso, y que el mundo se va a acabar. Algo debe de ocurrir porque por alguna razón no se acaba. —Aquí tiene —dice Agueda en inglés a otro pasajero, y tras devolverle los documentos, le desea buen viaje con una sonrisa de labios para afuera que ni siquiera le roza. Y no es que sea un canalla, el piloto. Salvo por la cobardía de despedirse a traición de la mujer indefensa bajo la ducha (nadie puede protegerse de nada si el champú le está entrando en los ojos), lo que pasa es que hace dos meses el piloto se encontró con una esquina del destino que, como siempre, no tenía prevista. El destino está escrito, sin duda, pero en tinta invisible y para leerlo hay que vivirlo.


Caminaba un día cerca de su hotel en París, sin saber —empachado ya de los restaurantes caros de las rutas de su aerolínea— qué hacer con dos días de soledad puestos delante como dos domingos seguidos, cuando algo le hizo darse la vuelta y sentarse en uno de los diez mil cafés que en París sirven no sólo para tomar café y cobran un suplemento por las poesías escritas por la lluvia en las ventanas. Era una mujer, claro, aunque no cualquiera, y por ahí no hay que imaginarse la clásica mujer que, aunque parece de ciencia ficción, existe en verdad fuera de las revistas (yo una vez vi una). Marie Claude era una mujer en apariencia normal. La sospecha de que tenía algo más era lo que hacía darse la vuelta. Y en efecto: un mes más tarde el piloto ha decidido dejar atrás todo, carrera, dinero, un Porsche de museo y Águeda, la azafata de Madrid, echar el ancla en París y si es preciso hacer de garçon de café para estar más cerca de Marie Claude. No sabe que en ese momento la perderá. Sí, así son las cosas. Porque si aceptó que se sentase junto a ella en el café y le hiciese una pregunta era precisamente por su condición de piloto —una cosa móvil que se ve en el fondo de los ojos—, es decir alguien como la lluvia del mediodía, efímero, volátil y de improbable recuerdo. Aquí es preciso saber que Marie Claude no es libre y en realidad utiliza sus salidas a los cafés como una forma de vengarse, en su terreno, del hombre que la tiene… ¿enamorada? No, no enamorada ni solamente casada. Es mucho más que eso. Es más bien una adicción, una obsesión, un vicio. Y si sólo fuera un vicio… Lo que termina de enredar el asunto es que, además, a cada rato su hombre la está cambiando. Ah, o sea que era eso… ¿Por otra? Ni siquiera. Si fuese un simple asunto de faldas rivales se resolvería como se resuelven estas cosas en las novelas, y entre tantas y tantas hay muchas fórmulas para elegir… Pero es que el hombre, a cada rato, por razones no del todo visibles, entra en trance y no pasa mucho tiempo antes de que cambie a Marie Claude… ¡por poesía! Habrase visto. Es un hombre, Serge, que en el momento menos esperado —como un tigre desperezándose en la bañera mientras uno se está afeitando, por ejemplo—, cuelga sus ojos en la lejanía y, en trance, al cabo de un rato saca una libreta y escribe con tinta de color de vino tinto al dictado de sus dioses: La noche es el invento de Dios para protegemos de la fealdad ¿Se puede competir con eso? Bien pensado, alguien sí que podría: el poeta que trastornó a Serge y lo metió en la secreta pero muy extendida secta de los poetas: Mijail Lichinsk, un húngaro que escribía en francés y autor de aquellos versos tan conocidos, Si el relámpago sube y el trueno rueda no habla Dios sino ella, que son, si bien se mira, ripios dictados (en un día nada propicio) por los mismos dioses que le dictan a Serge. Lo cual no es asunto baladí. De acuerdo, la coincidencia pone una vez más sobre la mesa la inacabable discusión de si estamos hechos de libertad o de destino, pero no tendremos la inocencia de entrar en ella: es una discusión sin fin, inventada por el redactor de pasatiempos de un periódico noruego. Lo que interesa saber es que mientras Serge dejaba a Marie Claude, secuestrado por el vicio de las rimas fáciles nada más leer los versos sobre truenos rodantes y blasfemos, el culpable de su adicción, el maestro Mijail Lichinsk, abandonaba a su vez la poesía. Era como si ambos poetas fuesen vasos comunicantes: el uno entraba en el vicio de los sonsonetes mientras el otro salía, y además, al parecer, sin remordimientos como suele ocurrir cuando se abandona una pasión por otra. Y en eso hay interpretaciones. La mayor parte de los autores dicen que si Lichinsk abandonó la poesía fue para hacerse rico traficando con seda por Oriente. Lo que no se atreven a explicar es que del tráfico de la seda lo fueron apartando los ojos del guía de la caravana. ¿Pero por qué? Un reputado profesor de la universidad de Cornell ha demostrado que, cuando Lichinsk decía que la tormenta no era de Dios, sino de ella, se lo creía. Ella existía en carne y hueso, incluso en varias carnes y en varios huesos, como el profesor demuestra a través de unas cuantas fotografías en las que lo borroso parece deberse a la deficiente calidad de la fotografía de la época pero en realidad es la bruma de sensualidad que desprendían los personajes. ¿Entonces? Entonces, y perdón por acudir a Freud, el yo, el ello y todo el bazar, que es como hablar del día para explicar que los tiburones cazan de noche, entonces lo que sucede es que los ojos del traficante de seda en cuestión, negros y lentos como una noche sin luna, eran idénticos a los de la primera novia de Lichinsk.

Hay que ponerse en el pellejo de Lichinsk, en medio de los calores, camellos y espejismos de la ruta de la seda y, antes de emitir cualquier juicio, moral o académico, hay que imaginarse los bailes de estrellas en las noches de Afganistán. Entonces es fácil confundir los ojos de un guapo jinete con los de la primera novia, ya saben: la niña de ojos grandes y con brillos desconocidos que, cuando Lichinsk era ya un muchacho y todavía un niño —sí, como Crispín Rueda a los 40, pero él a los 10—, y arrinconada tras una puerta por un prematuro instinto de donjuán que luego habría de contribuir a una fama tipo Lord Byron, a punto estuvo de besar al poeta. (Que quién sabe si lo hubiese sido de no haber vivido aquella tarde). Era en una fiesta infantil, ya se habían comido el ponqué y tomado el jugo de naranja, y con la excusa de que el payaso era para niños, Lichinsk había cogido a la muchacha de la mano (aún las tenían ambos sudorosas) y la había arrastrado tras una puerta. Y ahí, cuando a punto estaba de calmar su sed en el aliento de menta de la niña, los desbordó sin avisar una horda vociferante que corría por toda la casa. Eran los niños de la fiesta, enviados por el payaso con el triste engaño de buscar por toda la casa unos huevos de Pascua inexistentes, y así tirarse en un sofá, comer pastel de chocolate y robarle media hora de sueldo a la mamá del cumpleaños. Porque es que el payaso no era tal. No tenía vocación, lo que resulta lamentable en general pero muy triste para un payaso. Le aburría hacer reír y ni siquiera sabía organizar bien sus pobres trucos de mago para no tener que hacerlo. Lo que él hubiese querido era pilotar aviones y ser un héroe del béisbol aclamado por las muchedumbres de los estadios, pero no podía porque cuando ya estaba en primer año a su padre le tocó uno de los periódicos desastres de la Bolsa y se arruinó, y aunque no se arrojó como otros a las grises aguas del Danubio, no pudo pagar los estudios de piloto, que ya por entonces comenzaban a ser muy caros. Lo que el payaso no supo nunca es que la ruina de la Bolsa de su padre se llamaba Sofía. Cuando aún estaban en la etapa de las miraditas intensas y los regalos de perfumes, y mientras daba sorbitos de champán en el reservado de un restaurante de Budapest, Sofía le había dicho que por supuesto pasaría con él una semana en Montecarlo —una y las que tú quieras, chéri—, siempre y cuando pudiese disponer de cierta cantidad para una operación que devolviese la vista a su adorado hermano Karl. Y en un papelito perfumado le escribió la cantidad, una cuenta corriente y el nombre de su banco, como si fuesen las tres palabras claves del cuento en que se resumía un destino. Nunca, ni bajo tortura ni rebosante de vino, hubiese podido el padre sospechar, mientras condenaba a su hijo con vocación de piloto a una triste existencia de payaso, que lo del hermano de Sofía era cierto. Superviviente de la Primera Guerra Mundial y de la batalla de Verdún (casi un millón de muertos que nadie ha terminado de contar), Karl, el hermano de Sofía, regresó del frente con la convicción de que había vuelto a nacer y de que en la primera vida se había ganado más que de sobra el derecho a dilapidar la segunda. Y en efecto: él fue uno de los que se subió a la parranda del charlestón a bordo de una trompeta llena de jazz. Y en ésas andaba, distraído por una muchacha que le impedía conducir con las dos manos, cuando no vio una pelota brincando delante de él en una carretera, y mucho menos el niño que venía detrás. Pudo esquivarle en el último segundo, pero a costa de anillar un roble con su coche. Su amiga quedó ensartada en una rama. Él rompió el parabrisas con la cara. O sea que si en este instante un niño ha salido a una terraza del aeropuerto de San Juan de Puerto Rico para mirar el cielo de la madrugada y ver si por ahí baja su padre, por entre las primeras luces del amanecer, cuando parece que al mundo lo acaban de hacer durante la noche, es porque una vez hace cien años otro niño dejó escapar una pelota en una carretera de Hungría frente a alguien que conducía con una sola mano. Hasta ahí al menos nuestras pesquisas. Aunque también habría que averiguar por qué se le escapó la pelota al niño. No se escapan, las pelotas, así como así… Deslices Un cuervo suelta un cagarruto ácido y verde que, tras dos días secándose a la intemperie en la explanada de un templo de Nueva Delhi, va a pegarse en el calcetín de un turista. Una vez lavado con cuidado con el jabón del hotel, y para evitar que toque el lavamanos, el calcetín es colocado sobre una bolsa de aseo.

1. El calcetín se impregna del intenso aroma del jabón de lujo de tercera del hotel, cuyo resto irá a parar a la joven hija quinceañera de uno de los camareros. 2. Lo que había en el calcetín, y que no logró quitar el jabón, se mete en la bolsa de aseo y se desliza hasta: 1) el cepillo del pelo 2) y el de los dientes. 2.a: Este pasa a 2.a: una garganta y 2 a”: un estómago 2.a” 1: Y mata al propietario de esos dientes y de ese estómago. 2.a” 2: Pero antes el propietario ha besado a una joven más fuerte que, después de presagios, granos, fiebres, sudores, delirios, queda 5 kilos más débil (y guapa). Esos 5 kilos, en parte, se han evaporado. a) Se han ido por las alcantarillas, y después de varias peripecias tipo a, a’, a”…, alimentan el estómago de una de esas ratas que se pasean por entre las vías de la New Delhi Train Station (y por casi cualquier lugar de la India), sin que nadie las moleste, pues hacen de basureros y de dioses, y por pura conciencia social: nadie les paga. Una de esas ratas, gordas, lentas, conscientes de su importancia, sale un día de septiembre a las vías y ve a un sujeto encima del andén. En realidad ve a muchos pero lo elige a él. Se lo queda mirando. Y parece que no pero así, a través del aire, al sujeto le llega… Lo que cuelga de los ojos Veterano viajero, y además, tacaño, podía resistirse a todo tipo de ofertas pero no a los ojos. Los ojos de los indios y sobre todo las indias le salían al paso, siempre negros, siempre brillantes, y en todos y cada uno le parecía reconocer su destino, y un destino, en todo caso, mejor que el de las muchachas Nike que le estaban reservadas, el de esposas de televisor, el de divorciadas de Club Mediterrannée, desesperadas. O sea que se compró un par. No buscó mucho porque la oferta era abundante y casi todo le satisfacía, pero tacaño como era (y viajero veterano) regateó duramente hasta hacerse con un par de ojos a un precio incontestable en Madrid, Estocolmo, Nueva York y Buenos Aires. Una vez en casa los puso sobre el televisor, para verlos. No era lo mismo. Instalados sobre el televisor, los ojos seguían brillando, pero ya no era lo mismo. Ya no había destino en ellos, no sé si me explico. O sea que tan pronto pudo volvió a la India y, tras estudiar lo que fallaba, se compró unos dientes. Cierto: llegó a pensar que lo suyo era comprarse una sonrisa entera pero, avaro como era (y viajero experto) pensó que teniendo ojos y dientes, él ya se encargaría de poner la sonrisa.

Las cosas no funcionan así, y tampoco esta vez funcionaron. Y por una vez la obsesión pudo más que la avaricia: una y otra vez regresó a la India y se fue trayendo sonrisa, orejas, párpados (para la caída de ojos), pechos, para rellenar los vestidos con curvas (perturbación que les faltaba a los primeros pechos pues también aquí regateó), vestidos, colores para los vestidos, y así hasta ir completando por piezas una india bellísima que cuando quedó terminada (al final resultó mucho más cara que si se la hubiese llevado entera) no le sedujo como le seducían las mujeres en la India sino que se puso a bailar y a cantar como los cantantes de los concursos de sábado por la noche que emitían todos los canales de la televisión sobre la que había sido criada, que la había, por así decir, amamantado. El suegro hindú Regresa de India (como dice él), con la luz de la verdad en los ojos y en la frente. Ha dejado de comer carne, bebe yogur y se emborracha con especias que le arden en el corazón y le hacen echar llamas por la boca. Hasta ahí, todo normal. Lo difícil es que ahora su novia le parece estúpida o, peor, previsible — con lo inalcanzable que le resultó—, y el negocio ganadero de su padre, una empresa conservera, un asesinato, un robo legalizado. Y éste se da cuenta. —¿Te pasa algo?, pregunta un día, al caer en la cuenta al fin de que su hijo no come carne. —Pasa que matas. Y que robas. Suena tan fuerte que a su madre se le paraliza la mandíbula con un trocito de solomillo, mitad trocito mitad papilla, entre las muelas de la derecha. —¿Cómo dices? —Que matas, se ratifica él, y seguidamente, armado de vegetarianismo y la obligación de tener buenos pensamientos y decir la verdad, le explica a sus padres y a su hermana que habitamos la última reencarnación y no podemos matar nada ni comernos a nadie. —¿Ni un huevo?, pregunta su hermana, parece tonta pero lo suyo ya no cabe en esa palabra sencilla. —Ni un huevo, confirma él con fervor. Y lo explica durante días, semanas, meses, hasta que parece que en su casa el choque de generaciones ha cicatrizado al fin en tedio y aburrimiento. Comer un bistec o una simple salchicha provoca una filípica sobre la metempsicosis o transmigración de las almas, y una minifalda de la hermana, nostálgicas evocaciones sobre la discreción de las mujeres del Rajastán (pronunciado Rajshtan), que no necesitan provocar al hombre para convertirse en alegres siluetas del desierto, vestidas con las más bellas telas del mundo, rivalizando en gracia con las gacelas, el trote de los camellos y las curvas de las dunas que modula el viento. Y así. Una auténtica pesadez que viene a reavivar viejísimas sospechas del marido inspiradas por la aguileña curva en la nariz del muchacho —en su familia las narices son chatas—, y enconar los típicos rencores pues la mujer toma partido por su hijo vegetariano, como siempre hacen las mujeres y en particular con los hijos vegetarianos. Todo parece haber entrado en el cumplimiento de una de esas existencias sentenciadas cuando un miércoles de agosto un lejano monzón parece reventarle al padre a distancia una venita en la frente. —Está bien. Has ganado, se rinde. —Qué quieres decir, pregunta el joven, nunca se lo habría esperado. —Que nos convertimos todos al Hinduismo. Y así es. Y una vez convertidos, vende su matadero y se concentra en su nueva obligación de buscarle una esposa a su hijo.

Insomnio de escarabajo Llegados ante el hotel, tras un agradable paseo por las dunas, el escarabajo del desierto no quería bajarse del camello porque le daba miedo. —¿De qué?, preguntó el escéptico camello; tenía ganas de ir a doblar las rodillas sobre la suave arena y contemplar el crepúsculo. —De los mosquitos. —¿Mosquitos? —El camello no se lo podía creer del todo—. Pero si yo tengo mil que andan conmigo y no te han molestado. —Sí, pero los tuyos son de casta inferior y jamás se atreverían a meterse conmigo, dijo el escarabajo, que viajaba por primera vez a la ciudad y era un poco inocente. Yo le tengo miedo al anofeles que vive en los sitios como éste y sale cuando menos se lo espera. —En efecto, el hotel Mandir Palace de Jaisalmer era mitad palacio de maharajá y la otra mitad hotel siniestro, con retratos de maharajás casposos, polvo centenario, hormigueros en las duchas y todo el aspecto de tener anófeles como mínimo. El aguante del camello es casi infinito, como es sabido, pero no su paciencia, que es de aristócrata, así que a eso de las nueve de la noche, que en la India es como medianoche, el camello propuso: —¿Quieres que llame a una amiga para que te haga compañía y te proteja del anófeles? Por la calle, fuera de los muros del castillo, circulaba una apretujada muchedumbre de ratas, cuervos, cerdos salvajes con el pelo alborotado, perros mudos, elefantes sometidos, lagartos, cabras y otras castas inferiores, así que el escarabajo aceptó y al poco se acercó una amable dama contoneándose que aceptó acompañarle hasta la habitación. Distraído por el porte real de su acompañante, el escarabajo debiera haberse fijado en que el mono que les conducía llevaba la casaca blanca más bien sucia y tenía la típica sonrisa insolente de tantos porteros de noche en hoteles sospechosos. Pero no se fijó y sólo una vez llegados a la habitación, y bajo una luz tuberculosa, pudo ver que su acompañante era una cobra real de ojos dorados, que preguntaba, amable: —¿Prefieres el lado derecho o el izquierdo? —Pero cómo: ¿vamos a dormir juntos?, preguntó el escarabajo, viejo solterón porque sus padres no habían logrado conseguirle una esposa a la altura de su casta, y además pudoroso. —¿Cómo quieres, si no, que instalemos el único mosquitero que traes en tu equipaje? —¿Pero a ti también te puede atacar el mosquito anofeles?, preguntó el escarabajo: al fin de cuentas el camello le dijo que ella le protegería del mosquito… —¿Y a quién no?, preguntó la cobra. En cualquier caso, prefiero no hacer la prueba. Así que se tendieron y apagaron la luz. Y a medianoche, el pobre escarabajo, que no había pegado ojo, vio que la cobra tampoco y preguntó: —¿Duermes? —No. —¿Y qué haces? —Espero. —¿A qué? —A que te piquen. —Pero cómo va a entrar aquí, con el mosquitero… —Ya estoy dentro. —Pero tú eres una cobra, no un anófeles. —Lo era en la última reencarnación, cuando me gané el castigo de reencarnarme en cobra. Sin embargo, en algo he progresado: mi picadura es ahora más rápida que la de antes. Los títeres Ashok Solanki, secundario en tres películas, galán en 32, ya no galán en otras 12, conquistador de un número indefinido de mujeres conquistables y al menos de cuatro inconquistables —entre ellas una maharaní—, llegó al Naraim Niwas Palace, de Jaipur, y se encontró con la inaudita circunstancia de que no había habitación para él. —¿Cómo dice? —Que no hay habitación, sire, le respondió el conserje, o mejor, el ayudante del conserje: era inconcebible que ningún conserje le negase una habitación en la India, aunque tuviesen que desalojar a un millonario americano. «Son las fiestas por Malmiti, y todas las habitaciones están reservadas desde hace meses». Y en particular las del Naraim, el típico hotel Heritage, con retratos de maharajás en las paredes, grandes jardines con pavos reales graznando y piscina con escudo en los azulejos del fondo para que los mediopelos se puedan sentir aristócratas durante un fin de semana.

Como se ve, su humor no era el mejor. Y no se identificó, ni protestó, quién sabe por qué. Quizá porque, si se sabía que le habían negado una habitación, el responsable perdería su empleo, aunque no era ese el tipo de cosa que en el pasado le hubiese importado. —Yo conozco un hotel… propuso entonces, vacilante, el conductor que le había traído desde el aeropuerto. Y eso era un atrevimiento que también antes le habría impacientado y que ahora ya no. —Sí, por qué no, dijo. Media hora después, con la única compañía de dos matronas indias en una mesa vecina, una de ellas con una pierna recogida y haciéndose algo en una uña, el actor comía un pulao de pollo en el jardín del Rajastán Palace, el hotel universal de clase media, con piscina, jardín con mesitas y camarero servicial que tampoco le reconoció: Solanki era tan inimaginable allí como un tigre en un restaurante vegetariano. Fue entonces, entre arroz y arroz, y mientras por la calle pasaba la fanfarria de una boda, cuando vio que al fondo del jardín sucedía algo, a la sombra de una pálida música de tambor, y al terminar su té fue a ver. Lo que sucedía, quién lo habría dicho, era él mismo, hacía mucho. Dos muchachos, uno de ellos apenas más grande que su tambor, representaban con marionetas las historias más viejas de la India: la del encantador de serpientes, la del amor imposible, la de la danza del vientre. Algo en ésta levantó una esquina en la curiosidad del viejo actor. Algo: una cadencia en la mano del muchacho moviendo el títere, cierta melancolía en la voz del niño, el ritmo primitivo y sutil que marcaba el otro con los dientes… nada especial, bien mirado, pero que como una pócima le colocaba en una esquina del jardín y le permitía verse en él, y verse también en el lugar del niño, y el del joven, y también, por qué no, en el de los amantes imposibles, en la serpiente que termina mordiendo a su encantador, en la inocente bailando. —¿Señor? ¿Quiere que cantemos algo?, preguntaba como desde muy lejos el muchacho mayor. El actor salió de su ensimismamiento y habló con los muchachos un rato para ver si conseguía averiguar al fin si el tiempo gira en curvas o en órbitas. Lo que no sabía, o no recordaba, es que el tiempo también tiene eclipses, accidentes, grandes estallidos de estrellas. El de Solanki sucedió cuando el muchacho imitó a un japonés comentando los títeres a su esposa. En ese accidente celeste el actor terminó de recordar lo que es el teatro y, sobre todo, el talento. Ya se iba, de nuevo ensimismado, pero algo le hizo regresar y darle varios billetes a los muchachos, que se quedaron mudos, paralizados con los billetes en las manos como si se los hubiese traído un cometa. Y eso era, a fin de cuentas. El actor entró en su habitación, rebuscó en su sobado maletín de piel de camello, sacó su antigua navaja de afeitar y ahí mismo se degolló. Neura de tigre en Rantampoor Todo el mundo anda preocupado en Rantampoor porque el tigre no quiere salir. —Es una cuestión de suerte: a veces se le ve, y a veces no se le ve, dice el conserje del hotel, pero se puede percibir un temblorcillo de nervios en su sonrisa, igual a las descritas en Muerte en Venecia o en Un enemigo del pueblo. Y no es difícil averiguar que no, que al tigre no se le ve desde hace rato, no es normal, que se sabe que el tigre no está enfermo pero algo le pasa. Y es ya el tercer día de los nueve que duran las fiestas de octubre, y los viajeros indios que han llegado desde Jaipur, Delhi y hasta Bombay se están impacientando, y para qué hablar de los europeos. —¿Sabe usted desde dónde venimos?, pregunta un español barbado con el tono dramático característico, siempre parece que los españoles están en el teatro.

Le acompaña una joven muy bella que podría ser árabe, o india de Bombay, o también española… en cualquier caso se la siente igual de decepcionada por haber hecho todo ese viaje y no ver al tigre. —No, ¿desde dónde?, pregunta el conserje, que lo sabe pero procura ser amable. —Desde el otro lado del mundo, exagera el español. Pero ni por esas. Al tigre le importa un pito, sigue sin salir, o sea que el viernes por la noche se convoca asamblea. —Esto no puede seguir, hay que enviar una embajada, concluye el director de nuestro hotel, un tipo gordo ya muy mimado por los buenos negocios. —Sí, claro, pero para eso hay que encontrarle, dice un tipo altísimo y jorobado, con mirada escéptica. —La única capaz es Rekha, pero… —¿Pero?, interrumpe el gordo. —… sigue con la depresión. No quiere ver a nadie. —¡Lo que nos faltaba!, se impacienta el gordo. ¡Un tigre que no quiere salir y un águila con depresión! ¡Y en octubre, con el aire ya transparente del otoño, y la primera riada de turistas en años! Deprimida y todo, pero buena persona, el águila Rekha acepta ir y regresa con una noticia desoladora. —Ni siquiera me contestó. Un silencio cubre la asamblea. Si el tigre ni siquiera le responde a Rekha, que es la más cercana a su casta inalcanzable, la situación es grave. Muy grave. —¿Y qué esperabais?, interviene Kamini, la vaca de ojos profundos como lagos sagrados. ¿Acaso creéis que a un tigre se le puede molestar con turistas? ¿No habéis visto que camina pisando nubes y que su mirada atraviesa la noche? —¿Y por qué no le enviamos al recién llegado?, pregunta un mono como si no hubiese oído a la vaca. Tiene inconfundible pinta de banquero rapaz de Calcuta. Pronto caigo en que soy yo a quien miran. —Quién, ¿yo? ¿Y por qué yo? —Porque le podrías convencer —explica lentamente el tipo alto y jorobado, con la paciencia de los camellos, que no es mucha—. De un modo u otro. Y lo sabes. Sí, pero yo no quiero problemas. Estoy de vacaciones.

Me niego. O sea que aquí estamos, tropecientos turistas de Jaipur, Jodphur, Delhi, Bombay y más lejos… a la espera de que el tigre salga para darle vida al parque de Rantampoor. O a que yo intervenga.

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