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Historia Argentina – Rodrigo Fresan

Chivas y Gonçalves llevaban tanto tiempo cabalgando que ya no sabían dónde terminaban ellos y dónde empezaban sus caballos. Cabalgaban días y noches y otra vez días y el lugar por donde volaban sus caballos no era tan importante porque ni siquiera tenía nombre definitivo. Le cambiaban el nombre todas las mañanas como quien se cambia de ropa. Una pampa inmensa, apenas importunada por un árbol o dos. Árboles que aún nadie se había detenido a catalogar, árboles que desde hacía siglos esperaban sus nombres; y el olor era el de la tierra recién hecha, vuelta y vuelta. Sea suficiente afirmar que, si las desventuras de Chivas y Gonçalves fueran una gran película, una de esas superproducciones tan de moda en estos tiempos azarosos, el galope compulsivo de estos dos apenas ocuparía la parte de los títulos. Nada más. Los que sí tenían nombre eran los cumplidores caballos de Chivas y Gonçalves. El caballo del primero se llamaba Blanco y, detalle atendible por lo contradictorio, se trataba de un animal pesado y negro como la noche. El caballo del segundo se llamaba Caballo. Gonçalves aseguraba que no tenía demasiado sentido perder el tiempo bautizando a un caballo que, por otra parte, jamás llegaría a comprender por qué alguien se había demorado en ponerle un nombre. Además, Gonçalves era un minimalista. Y se estaba muriendo. Un pedazo de lanza le crecía en su hombro izquierdo. Los médicos habían aconsejado dejarlo ahí, esperar a ver cómo se resolvía la cosa. Y por esta sencilla razón, Gonçalves cargaba con el pedazo de lanza desde hacía dos años, tal vez tres, como quien viste una prenda que desentona. El lanzazo se lo había encajado con envidiable gracia y estilo el más bajo de los caciques gigantes (me estoy refiriendo a los que hoy por hoy conocemos como indios patagones), una noche en que Chivas y Gonçalves, discutibles caballeros de fortuna, habían decidido alzarse con la legendaria belleza de la Princesa Anahí. La Princesa Anahí era una india de piel blanca y mirada oscura. Muchos aseguraban que corría sangre holandesa por las venas de esta bruja infalible quien, en el momento culminante de la carnicería, maldijo a Gonçalves con palabras extrañas, puras consonantes. Así fue como Gonçalves se convirtió en el hombre condenado que yo supe conocer y frecuentar. Meses después del infausto episodio, uno de los tantos misioneros que fatigaban este paisaje huérfano de mapa y brújula había aprovechado la curiosa disposición de la lanza de Gonçalves para cruzarla con una sólida rama de olivo en forma perpendicular; razón por la cual ahora Gonçalves cabalgaba a lo ancho y a lo largo del Virreynato como una suerte de Cristo recién desclavado. Un Cristo con la sombra de la cruz todavía firme y mordiéndole las espaldas como el perro del convento de los padres jesuitas. Así era el mal que aquejaba a Gonçalves: el hombre caía prisionero de sudores fríos y convulsiones impredecibles, levantaba el polvo marrón del piso apenas domesticado por los españoles de turno y, entonces, Gonçalves hablaba. Chivas, diligente, tomaba notas en el papel que tenía más a mano. O en los faldones de su camisa.


O en los flancos de su cabalgadura. De este modo, Blanco fue ennegreciéndose hasta convertirse en el primer caballo/libro de toda la historia argentina, de toda la historia de este mundo que es ahora redondo como una naranja china, me dicen. Pero estábamos en la maldición de Gonçalves. Después de gemir, gritar y cantar canciones de su patria tan lejana, Gonçalves se derrumbaba de cuerpo entero y sin escalas, hasta alcanzar una duermevela del tipo impermeable. Era entonces cuando abría la boca como si quisiera tragarse este planeta que ahora resulta que gira alrededor del sol. Y hablaba como nunca lo había hecho antes. Permítaseme recordarles que tanto Chivas como Gonçalves no eran hombres lo que se dice muy cultos. Chivas conocía los favores y virtudes de la escritura, es cierto; pero le eran ajenas las maravillas de las matemáticas, tan de moda, y las particularidades de la arquitectura del universo, cuando sostenía a viva voz, soberbio, que todo, hasta el mismísimo Tiempo, era relativo. Y Gonçalves, lo que se dice una verdadera bestia, no sabía más de lo que hoy dice saber un egresado en Ciencias de la Comunicación. Pero, misterio, durante el tiempo que duraban sus trances, Gonçalves se expresaba con elegancia, tacto y un envidiable poder de síntesis, nada frecuente en estas orillas recién desembarcadas. Así hablaba el minimalista Gonçalves: —A las 20.25 ha pasado a la inmortalidad… Eso, o: —La suerte de nuestra selección depende, una vez más, del genio salvador de Diego Armando Ma-ra-do-na… O: —Hay veces en que el mundo resulta mucho más fácil de ser asimilado si contemplamos nuestra vida en tercera persona. O quizás: —En la presente jornada la divisa norteamericana volvió a experimentar una fuerte alza… Pasaban horas, a veces la noche entera, antes de que Gonçalves volviera a encontrarse con sus sentidos. Y Chivas anotaba todo. Hasta que un día Chivas, Blanco, Caballo, el pedazo de lanza bendita y la maldición de la Princesa Anahí decidieron volver al Viejo Mundo y hacerse ricos exhibiendo a Gonçalves como un fenómeno inédito, como un digno representante de la poderosa imaginería de las novísimas tierras del novísimo continente. El espectáculo, decidió Chivas, iba a llamarse El Formidable Realismo Mágico de Gonçalves y su Fiel Amigo Chivas. Se embarcaron una mañana de julio en el Doncella de Palestina. Allá era verano y aquí era invierno (Blanco y Caballo nunca terminaron de entender el porqué de todo esto), y Gonçalves entretuvo a los pasajeros hablando y hablando con precisión por entre las cortinas descorridas de su fiebre autóctona. Vamos a hacernos ricos, pensaba Chivas mientras Gonçalves cerraba los ojos y decía: —Mickey… el roedor Miguelito. O: —No nos une el amor sino el espanto… O quizás: —… habiendo hundido al destroyer de bandera británica HMS Shef ield en horas de la… Pero lo cierto es que lo que terminó hundiéndose fue el Doncella de Palestina. Ocurrió en la séptima jornada del viaje, no sé muy bien por qué. Tal vez las calderas, tal vez la pésima educación de uno de los tantos monstruos marinos que supieron entretener las aguas de estos mares. Todos murieron. Sólo yo, un humilde grumete cuyo nombre no es digno de figurar en página alguna, sobrevivió para contar esta y tantas otras historias. EL APRENDIZ DE BRUJO Nos embarcamos en una serie de horribles acontecimientos en los que, de algún modo, influyó la divina providencia.

MAYOR GUY SHERIDAN, Diary, 42 Commando, April 1982 Así: como uno de esos barcos que, después de bailar toda la noche con un iceberg al compás de música desarreglada por Mr. Stokowski, descubre que se hunde por entre pasajes disonantes de viento ártico. Así es. A veces hasta puedo hilvanar una frase entera con cierta gracia, mis palabras ofrecen una coreografía discernible y, por un tiempo muy limitado, dejo de ser la persona que soy y me convierto en la persona que el resto del mundo querría que fuera. Me explico: soy de esas impresentables aberraciones de la naturaleza que, si se les pregunta dónde está, lo más probable es que contesten «En el planeta Tierra». Con esto quiero decir que no soy lo que se considera una persona muy ubicada en el contexto real de las cosas. Seguro que no es la primera vez que oyen referirse a alguien como yo, individuos a los cuales las diferentes formas del arte pretenden redimir y presentar como criaturas encantadoras, diferentes, antihéroes, cuando en realidad somos auténticas basuras: formas originales de lo monstruoso que lo único que hacen es alterar lo establecido. Pérdidas de tiempo en constante movimiento. En este momento, por ejemplo, no tengo la menor idea de mi ubicación geográfica. Pero, a propósito del barco, pienso que, por una vez, tengo una historia que, sí, transcurre en el planeta Tierra y, sí, merece ser contada. No sé si fue hace mucho o poco tiempo; por favor, no pidan ese tipo de precisiones. Recuerdo que el vapor de las ollas dificultaba la visión y que al principio no sabíamos si era de noche o de día. De estar en uno de esos titánicos transatlánticos en picada hacia el fondo del mar, nos ubicaríamos en la sala de máquinas, ajenos a la catástrofe hasta el inevitable colapso final, preguntándonos con risitas nerviosas por qué todo empieza a inclinarse para un lado sin que nadie nos haya avisado nada. Recuerdo también que a veces alguien reía a carcajadas, a veces alguien lloraba. La relación con el espacio fue lo último que cambió. Siva nos había advertido acerca de esto, así que no nos tomó por sorpresa. Nos acostumbramos enseguida a la furiosa economía de movimientos, al desplazamiento armónico. «En el gesto preciso descansa el secreto de la perfección del Todo», decía Siva moviéndose por el espacio hecho a su medida. De algún modo, lo que terminó ocurriendo no hizo más que rubricar lo acertado de su credo privado. Así, todo gesto inútil fue olvidado, me acuerdo. Y me acuerdo de Mike. —Algún día alguien va a filmar mi vida, Argie —dice Mike. Mike es australiano. Mike está llorando. Mike es el héroe de esta historia.

Mike está pelando una cebolla. —Y yo no voy a ir a ver esa película —le contesto. Yo estoy limpiando un horno. Y la conversación, o lo que por estos lados se entiende como una conversación, termina más o menos ahí. La puesta en marcha del músculo de la lengua, nos ha sido advertido, es accesoria y no tiene justificación, no es útil para la perfección del Todo. Mike tiene que pelar varios kilos de cebollas y a mí me quedan un par de hornos sucios por lavar. El plato para el que Mike está trabajando se llama «Seaside Fantasy» y a las cebollas hay que cortarlas con la forma de esas pequeñas estrellas que se mueven por el fondo del mar. El fondo del mar, ese lugar lleno de agua hacia donde, de una manera u otra, tarde o temprano, iremos a dar todos nosotros. A los ocho años me prohibieron ver la película Fantasía. Voy a ser más preciso: a los ocho años me prohibieron volver a ver la película Fantasía. Ya la había visto cinco veces. Pero no fue por eso que me prohibieron volver a verla. Fantasía es esa película de Walt Disney. La que tiene música clásica, y al ratón Mickey, y a las escobas embrujadas cargando baldes y baldes de agua hasta que el castillo del hechicero se inunda y parece el fondo del mar. El aprendiz de brujo. Porque, en realidad, El aprendiz de brujo es lo único que me interesa de toda la película. No me acuerdo del resto de la película, como no me acuerdo de casi nada más allá de El aprendiz de brujo. En serio, el asunto es que la escena de las escobas embrujadas me convirtió en la persona que el resto del mundo no querría que fuera, y de algún modo hay un antes y un después de El aprendiz de brujo en mi vida. Porque, sépanlo, yo era diferente antes de ver Fantasía. Al menos eso dice mi madre. Me volví loco por culpa de una película de Walt Disney, dice. El restaurante se llama Savoy Fair y queda en Londres. Hasta aquí voy bien. Lo que no termino de entender del todo es qué mierda hago yo en el Savoy Fair. Creo que ya lo dije: limpio hornos.

Estoy haciendo un stage en el Savoy Fair. En un stage uno paga para hacer de esclavo, aunque suene bastante mejor en los papeles, claro. Mis padres pagaron para que yo, en Londres, en el Savoy Fair, en un gastronomic stage, sea esclavo de esa deidad llamada Siva encarnada en un mortal llamado Roderick Shastri. En realidad, esto del stage viene a ser una especie de castigo por algo que hice o dejé de hacer dos o tres meses antes de mi llegada a Londres. No voy a entrar en detalles sórdidos. Alcance con decir (voy a utilizar aquí la versión oficial, la de mi madre) que «no me porté nada bien con la hija de un amigo de papá». Versión discutible, entre otras cosas, porque mi madre no conoce a Leticia, no conoce a la verdadera Leticia. La «hija de un amigo de papá con la que yo no me porté nada bien» es, a mi insano juicio, una forma bastante simplista de ver las cosas. Pero no importa. Me mandaron castigado a un restaurante de Londres. Tía Ana vive en Londres y yo vivo con Tía Ana. Perfecto, en lo que a mí respecta. Siempre me llevé bien con Tía Ana y fue Tía Ana quien me llevó a ver Fantasía por primera vez. Con esto intento decir que mi deuda con Tía Ana es inmensa, por más que, cada vez que toque el tema, ella mire para otro lado y se ponga a hablar de automóviles. La casa de Tía Ana queda cerca de Saville Road. Yo duermo ahí, en el cuarto de arriba del taller, pero paso la mayoría del tiempo en el Savoy Fair. Fines de semana incluidos. Lo del restaurante se le ocurrió a mi madre. Se supone que me gusta cocinar; que la cocina, junto con el ratón Mickey en El aprendiz de brujo, es una de las pocas cosas que me interesan. El plan es que vuelva curado a Buenos Aires y que abra mi propio restaurante con capitales de lo que me corresponde de la herencia del abuelo, y que me case con Leticia, con la Leticia que mi madre —y el resto del mundo— conoce desde el día que nació, no con la Leticia que sólo yo conozco, la verdadera Leticia. La verdadera Leticia se rio a carcajadas todo el camino al aeropuerto y no paraba de hablarme de Laurita, Laurita querida, su hermana mayor muerta. Me acuerdo; Leticia me grita en el oído algo así como que Laurita no se ahogó en Punta del Este. Ésa es otra de las tantas versiones oficiales que caracterizan a nuestra ilustre casta, me dice. Laura, la perfecta Laurita Feijóo Pearson, está desaparecida, entendés, se mezcló con el hijo único de Daniel Chevieux, el socio de papá en el estudio de abogacía, ¿te acordás?, y parece que se los chuparon a los dos, que aparecieron ahogados, es cierto, pero en el Río de la Plata y no en Punta del Este. Los tiraron desde un avión.

Hace cinco años. Desaparecidos y todo eso. Yo dije no entiendo nada y entonces Leticia frena el auto a un costado del camino y me empieza a pegar con sus hermosos puñitos. Me pega y me pide que le pegue y, después, que «no me porte nada bien» con ella. Abre una valijita y me va pasando las… todas esas cosas. Cuero, metal, seda; ya saben. Con mirada cómplice y sonrisa sabia. Así es la historia, y la verdad es que extraño un poco a Leticia; hay momentos en que todo el tema me desborda y es como si me viese desde afuera. Toda mi vida, quiero decir. La veo como si fuese la de otra persona. Una vez leí en una revista que los que estuvieron clínicamente muertos por algunos segundos sienten lo mismo. Se ven desde afuera. Tal vez esté clínicamente muerto desde hace años, quién sabe, desde que vi Fantasía por primera vez, y lo que veo en momentos así hace que estos veinticinco años de edad no tengan demasiado sentido. Como si le faltaran partes importantes a la historia. Me cansa mucho buscar esas partes que faltan. Cuando ocurre esto, nada mejor que ponerse a pensar en El aprendiz de brujo. Escobas y baldes fuera de control ante la mirada perpleja de un ratón que acaba de alterar el orden del universo. Por más que el psiquiatra decía que no tengo que pensar en eso, juro que me siento mucho mejor cuando lo hago. En serio. Mike, el australiano, por si a alguien le interesa, asegura que las revistas especializadas se equivocan: la cuisine de Roderick Shastri no es tan «creativa», ni «sublime», ni «plena de encantadoras sugerencias». Lo de Roderick Shastri, me explica Mike, es sencillamente una forma de seducción culposa tanto para el británico snob anti-Thatcher como para el defensor del Imperio que llora cuando ve todas esas miniseries sobre el Raj. Precisamente por eso, más allá de lo que diga Mike, una cosa hay que reconocerle a Roderick Shastri: apareció en el lugar justo en el momento justo. Igual que Hitler, si lo piensan un poco. Roderick Shastri es el head-chef del Savoy Fair. También es un perfecto hijo de puta.

La historia del hombre es más o menos así: hijo de una pareja de voluntariosos inmigrantes que adoraban más a la Reina Madre que a Khali, Roderick Shastri terminó siendo el protégé de la anciana dama a la que servían sus padres. Conoció entonces los mejores colegios y las ambiguas disculpas de un reino desunido con serios problemas de identidad. Todo esto me lo explica mi tía desde abajo de un Rolls Royce. Tía Ana es una experta cirujana de autos de marca. La gente importante le trae sus automóviles para que descubra el porqué de ese ruidito annoying, ese particular e irritante sonido que desafina en la banda sonora del armonioso nirvana y Todo Mecánico. A Tía Ana le gustan los autos desde joven, desde que unió Buenos Aires y Tierra de Fuego en un Range Rover sin puertas. Así fue como mi tía obtuvo, con honores y sin preocuparse demasiado, su licenciatura habilitante como loca de la familia. —Por suerte ahora llegaste vos para relevarme —se ríe Tía Ana. Es una gran tía, mi tía. Una persona con suerte. Roderick Shastri es una persona con suerte, me explica Mike mientras selecciona duraznos apenas rozándolos con los dedos. Digamos que le pudo haber tocado a él como a cualquier otro inglés con ascendencia india. Le tocó a él. Y —a veces pasa— los tipos con suerte viven con el terror de que se les corte la racha, de que la suerte decida favorecer a otro. Este terror modifica día tras día a los tipos con suerte, pienso yo; los convierte en otra cosa, los convierte en perfectos hijos de puta con suerte. Estos perfectos hijos de puta con suerte necesitan entonces rodearse de inmensas cantidades de tipos con mala suerte. La historia contemporánea está llena de perfectos hijos de puta con suerte, si lo piensan un poco. Pasen y vean. —Buenos días, mis basuras —dice Roderick Shastri. —Bienvenido, amo —contestamos a coro. Es cierto, parece un chiste. Pero no. Roderick Shastri nos exige que lo llamemos amo. Puede que no lo sepan, pero la humillación, no me pregunten por qué, es uno de los aspectos más importantes del trabajo formativo en una cocina. La cosa es así: la preparación de una comida consiste en cientos de pequeñas tareas, y cada una incluye diferentes y sutiles niveles de degradación.

El orden en una cocina es tan rígido como complejo y está bien que así sea, me dice Mike. No tiene que insistir demasiado porque no es precisamente lo que a mí me interesa de la cocina; el fenómeno en sí, eso es lo que me interesa: el orden que, observado desde el lugar correcto y con la mirada correcta, ofrece las claves para la comprensión del universo. Traté de explicárselo a Mike en su momento. Es una lástima que yo no haya insistido con el tema. Pero mejor no pensar en eso.

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