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Hilda Y El Espacio De La Nada – Luke Pearson

Las motos iban zumbando de un lado a otro. Los coches pasaban por la calle a toda velocidad. Una niña con el pelo azul avanzaba deprisa por la acera de vuelta a casa después de haber hecho la compra. Llevaba una enorme bolsa llena de pepinos apoyada en el pecho. Mientras caminaba, el corazón se le llenó de emoción y cantó a voz en cuello: Iremos de acampada, iremos de acampada, montaremos una tienda, encenderemos una hoguera y huiremos de los trolls en desbandada. Un niño pálido iba detrás de ella con una bolsa en cada mano y un bicho en la cabeza. Al oír lo de los trolls, palideció aún más. —Hilda, cállate —le dijo entre dientes—. No deberías bromear con estas cosas. —Y tú no deberías preocuparte tanto, David —le contestó Hilda—. En cualquier momento podemos vivir experiencias traumáticas, pero preocuparse no sirve de nada. Dicho esto, bajó de la acera a la carretera, justo delante de un autobús. —¡Hilda! David corrió y tiró de ella justo a tiempo. El autobús rozó la nariz de la niña y le arrancó de los brazos la bolsa de la compra. Hilda cayó de espaldas en la acera y observó cómo los cientos de coches que pasaban pulverizaban sus preciosos pepinos. —No pasa nada —dijo—. Tengo muchos más en la mochila. Hacía seis meses, ella y su madre, que vivían en el campo, se habían trasladado a Trolberg, y a Hilda aún le costaba acostumbrarse a la vida en la ciudad. Los coches pasaban a toda velocidad y hacían ruido. Las personas pasaban a toda velocidad y hacían ruido. Hasta el río Björg, que atraviesa la ciudad, pasaba a toda velocidad y hacía ruido. Era complicado encontrar un momento de paz en algún sitio. Una de las razones por las que Hilda estaba tan emocionada con la acampada de aquella noche era que el campamento estaba en un gran bosque a las afueras de la ciudad. Allí, Hilda podría al menos imaginarse que estaba en el campo. Se levantó y se sacudió la ropa.


En cuanto el semáforo se puso en verde, los dos niños cruzaron la carretera y siguieron por la otra acera, con el local de los exploradores a su derecha. Hilda levantó la cabeza y vio la bandera de color rojo intenso de los Gorriones Exploradores ondeando en lo más alto del asta. Unirse a los Gorriones Exploradores había sido idea de su madre, por supuesto. Su madre había sido exploradora de niña y le encantaba la idea de que Hilda siguiera sus pasos. Cada martes por la noche, cuando Hilda volvía del local de los Gorriones Exploradores, la primera pregunta de su madre era siempre la misma: «¿Ya has ganado alguna insignia, cariño?». Y la respuesta de Hilda también era siempre la misma: «Aún no, mamá, pero estoy segura de que pronto conseguiré una». Lo que no le decía era que ya había intentado conseguir doce insignias, pero no lo había logrado. Se había perdido mientras intentaba conseguir la insignia de equitación, y otra vez con la de orientación, y de nuevo con la de búsqueda y rescate. Se había quemado con la de cocina y se había hecho un corte en el brazo con la de tallar madera. (Intentó coserse el corte ella misma, con la esperanza de conseguir la insignia de primeros auxilios, pero la ambulancia llegó antes de que hubiera terminado.) En cuanto Hilda salió del hospital, se apuntó para conseguir las insignias de habilidades circenses y mantenimiento de coches, pero la cuervo líder la borró de las dos listas y la apuntó a la de seguridad vial, seguridad contra incendios y otras tres seguridades. Hilda hizo lo posible por conseguir las cinco insignias, pero resultó que la seguridad no era su fuerte. La última insignia que había perdido había sido la de amiga del parque. Trabajó dos días enteros con sus amigos Frida y David limpiando la maleza de Gorrill Gardens, pero resultó que los extraños matorrales con forma de cebolla en realidad no eran maleza, sino vittra, amables criaturas con forma de bulbo que hibernaban al sol del verano. Cuando Hilda descubrió la verdad, ya se habían llevado a los vittra al Centro de Compost y Abono de Trolberg, donde avanzaban en una cinta transportadora hacia las cuchillas de la gran trituradora. Hilda, Frida y David tuvieron que correr para rescatar a las pobres criaturas antes de que las convirtieran en abono. Consiguieron rescatarlas, pero perdieron la insignia. Ahora nada de todo aquello importaba, por supuesto. En la acampada de esa noche Hilda conseguiría su primera insignia —la de acampada—, y después todo era posible. Sonrió y aceleró el paso jugando a la rayuela en las baldosas de la acera. —No corras tanto —se quejó David—. Hemos andado kilómetros. Estas bolsas van a arrancarme los brazos. No entiendo por qué no hemos traído las bicis. —Andar es bueno —le contestó Hilda.

—No si se te caen los brazos por el camino. —Mi bici es nueva —le dijo Hilda—. No quiero que se ensucie. Como en realidad Hilda no creía que David aceptara esta excusa, se preparó para recibir su respuesta sarcástica. Pero David no dijo nada. Cuando Hilda se giró, extrañada, vio que su amigo se había parado junto a un quiosco. Estaba mirando la portada del Diario de Trolberg, con la cara aún más pálida que antes. El titular decía: «¡HORROR EN EL MUELLE!, VISTO UN SABUESO NEGRO EN EL PUERTO DE TROLBERG». —No hagas caso —le dijo Hilda—. Es solo un rumor tonto para vender periódicos. —¿De verdad? —David señaló la foto de debajo del titular—. ¿Y esto qué es? La foto, un tanto borrosa, mostraba una enorme silueta negra agazapada detrás de un contenedor del muelle. —No es nada —le contestó Hilda—. Solo es la sombra del contenedor. —¿Una sombra con orejas? —Sí —le dijo Hilda—. Bueno, no. Seguramente una mosca muerta se quedó pegada en el objetivo de la cámara. Venga, vamos. Tiró de la manga de David, pero el niño se quedó clavado donde estaba, mirando el periódico. —Es aterrador —le dijo David—. ¿Crees que la cuervo líder cancelará la acampada cuando vea las noticias? —Claro que no —le contestó Hilda—. Llevamos semanas preparándola. —¿Y si la cancela? Hilda tragó saliva. —Si la cancela, perderé mi última oportunidad de conseguir una insignia de los Gorriones Exploradores, y mi madre descubrirá el viernes, en la ceremonia de entrega de insignias, que su hija es una inútil. —¿Crees que tu madre se sentirá decepcionada si no consigues ninguna insignia? —¿Decepcionada? —le preguntó Hilda—.

No, no se sentirá decepcionada. Se quedará totalmente hundida. En la esquina de la calle de Hilda había una zona cubierta de maleza, y justo en medio, encima de la hojarasca, estaba sentada una gran bola peluda con una nariz enorme. Tenía ramas y hojas pegadas al pelo, y su ropa era marrón como la tierra. Hilda se detuvo. —Hola —le dijo. La bola peluda levantó la cabeza y miró a Hilda. Al menos, parecía que la miraba. El pelo le tapaba totalmente los ojos. —Sigue andando, Hilda —murmuró David en voz muy baja—. Por lo que más quieras, no hables con él. —Hablaré con quien yo quiera —le contestó la niña, muy convencida. Entonces se giró hacia la criatura—. Buenos días, cara peluda. Qué buen tiempo hace, ¿verdad? —Un poco frío para mí, en realidad —le dijo la bola peluda—. Pero no estoy acostumbrado a estar en la calle. Me han expulsado de mi casa, ya ves. —¡Pobrecillo! —exclamó Hilda—. Espera, ¿qué eres exactamente? —¿Qué soy? —La bola de pelo suspiró—. Soy un alma en pena, con un montón de problemas y sin una estrella amiga que guíe mi camino. Eso es lo que soy. David tiró de Hilda. —Es un espíritu del hogar —le dijo—. También los llaman nisses. Los nisses viven en las casas de la gente y normalmente son invisibles.

Si a este lo han expulsado, será por una buena razón. Debe de haber hecho algo MALÍSIMO. —Parece que tiene hambre, ¿no crees? —dijo Hilda haciendo caso omiso de los consejos de su amigo—. Creo que le daré un pepino. —No —le insistió David—. No deberías hablarle, Hilda, y desde luego no deberías darle pepinos ni ningún otro tipo de comida. Los espíritus del hogar roban y dicen mentiras para que los compadezcamos. Hilda miró a su amigo, no se creía lo que estaba oyendo. —David, el juramento de los Gorriones Exploradores dice que tenemos que ser amigos de todas las personas, animales y espíritus, y que debemos hacer algo bueno cada día. Le voy a dar a este espíritu del hogar un pepino tanto si te gusta como si no, y luego voy a ver qué más puedo hacer por él. David se encogió de hombros y siguió andando. —¡Haz lo que quieras! —le gritó—. ¡Nos vemos en el campamento, a no ser que esa pobre alma en pena te robe todo lo que tienes y te tire por un pozo! En cuanto David se hubo marchado, Hilda cogió un pepino de la mochila y se lo ofreció al espíritu del hogar. El nisse aceptó el regalo de Hilda, pero no le dio las gracias. —Un pepino sin sal es como una casa sin espíritu del hogar: soso y aburrido —comentó suspirando. —En casa tenemos un montón de sal —le dijo Hilda—. Si quieres, ven conmigo. Cinco minutos después, Hilda y el nisse subían juntos los tres tramos de escalones que conducían al piso de la niña. A Hilda le encantaba hacerse amiga de criaturas mágicas y aprender cómo vivían. De momento había descubierto que su nuevo amigo se llamaba Tantú y que hasta entonces vivía en una planta baja cerca del puente Bronstad. Mientras andaban, el nisse intentaba explicarle algo llamado «espacio de la nada», pero por más que Hilda se concentraba, no terminaba de entenderlo. La niña se detuvo en el piso número 5 y abrió la puerta. —¿Hay alguien en casa? —gritó—. ¿Mamá? ¿Twig? Su madre todavía estaba en el trabajo, pero el zorro ciervo de Hilda sí estaba en casa. Llegó al pasillo saltando, aullando y gruñendo.

Era una bola de pelo blanco con cuernos puntiagudos. —¡Twig, tranquilo! —le gritó Hilda—. Tantú es nuestro invitado. Twig dejó de mordisquear los tobillos del nisse, pero siguió mirándolo con muy mala cara. —El comedor está por ahí —le dijo Hilda señalándoselo—. Ve y ponte cómodo, que voy a buscar la sal. Tantú entró en el comedor, pero, al cabo de tan solo un minuto, cuando Hilda llegó con el salero, no vio al nisse por ninguna parte. Miró detrás del sofá y debajo de la mesa. Buscó dentro del reloj de su abuelo y en la mesa de dibujo de su madre. Incluso se metió en la chimenea para ver si estaba dentro. Nada. —¡Tantú! —gritó—. ¿Dónde estás? Una mano asomó por detrás de la estantería y la saludó. Hilda la miró fijamente. Detrás de aquella estantería no había espacio ni para la nariz del nisse, así que mucho menos para su gran cuerpo redondo. —¿Eres tú, Tantú? —le preguntó Hilda—. ¿Qué demonios haces ahí? —Estoy inspeccionando vuestro espacio de la nada. La voz de Tantú se oía extrañamente lejana. —¿Puedes mostrármelo? —le preguntó Hilda llena de curiosidad. La mano desapareció y se produjo un largo e incómodo silencio, como si el nisse se resistiera a invitar a una humana a entrar en el espacio de la nada. Pero cuando Hilda estaba a punto de perder la esperanza, la mano volvió a aparecer y le indicó con un gesto que se acercara. Hilda extendió el brazo y cogió de la mano al nisse. Sintió un rápido y breve tirón, y una extraña sensación en el estómago, como si estuviera cayendo al vacío. El comedor empezó a dar vueltas y se plegó sobre ella como un paraguas roto.

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