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Hielo negro – Becca Fitzpatrick

Esta novela ha sido escrita por muchas manos. Gracias a Zareen Jaffery, mi editora, por tu sabiduría y dedicación. Algunas de las mejores partes de esta novela son mérito tuyo. Christian Teeter y Heather Zundel, una escritora no podría tener unas primeras lectoras ni hermanas mejores. Nunca me preocupó que no me dijerais, exactamente, lo que opinabais de Hielo negro. Al fin y al cabo, siempre, desde que era pequeña, me habéis dicho lo que opináis sobre mi ropa, mi cabello, mis novios y mis gustos sobre la música y el cine. ¡Sois lo mejor de lo mejor! No puedo dejar de mencionar a Jenn Martin, mi asistente, cuyo cerebro funciona de un modo muy diferente al mío: el suyo es organizado. Jenn, gracias por ocuparte de todo lo demás para que yo pudiera concentrarme en escribir. Gracias a mis amigos de Simon & Schuster. Entre ellos, a Jon Anderson, Justin Chanda, Anne Zafian, Julia Maguire, Lucy Ruth Cummins, Chrissy Noh, Katy Hershberger, Paul Crichton, Sooji Kim, Jenica Nasworthy y Chava Wolin. No podría haber encontrado un equipo editor mejor. ¡Chocad esos cinco y un montón de abrazos a todos! Katherine Wiencke, gracias por corregir Hielo negro. Como siempre, valoro la perspicacia y visión para los negocios de mi agente, Catherine Drayton. Y, hablando de agentes, también tengo el placer de trabajar con la mejor agente de derechos en el extranjero de la industria. Gracias, Lyndsey Blessing, por poner mis novelas a disposición de los lectores en otras partes del mundo. Erin Tangeman, del bufete de abogados Nebraska Attorney General’s Office, merece todas mis alabanzas por su gestión de las cuestiones legales relacionadas con mis novelas. Cualquier error es responsabilidad mía. Gracias a Jason Hale por la idea de las pegatinas de la pesca con mosca en el parachoques del Wrangler de Britt. Sé que Josh Walsh, como hombre modesto que es, está cansado de que lo mencione en mis libros, pero valoro profundamente sus conocimientos farmacéuticos. Por último, querido lector, la verdad es que, en última instancia, esta novela está en tus manos gracias a ti. Nunca te estaré lo bastante agradecida por leer mis novelas. Abril La oxidada camioneta Chevy se detuvo. Lauren Huntsman se dio un golpe en la cabeza contra la ventanilla del copiloto y se despertó bruscamente. Parpadeó varias veces con somnolencia. Tenía la cabeza llena de fragmentos rotos y desparramados de recuerdos que, si lograba unirlos, formarían una unidad; una ventana que le permitiría acordarse de lo que había ocurrido aquella noche, pero ahora esa ventana estaba rota en mil pedazos en el interior de su dolorida cabeza.


Se acordaba de una ruidosa música country, de risas estridentes y de un televisor que, colgado de una pared, emitía los momentos más importantes de unos encuentros de la NBA. Una iluminación tenue. Unas estanterías con docenas de botellas de color verde, ámbar y negro. Negro. Ella pidió un trago de aquella botella porque le producía una agradable borrachera. Una mano firme vertió el licor en su vaso y ella se lo bebió de un trago. —Otro —pidió, y dejó el vaso vacío sobre la barra. Se acordaba de que se había balanceado pegada a las caderas del vaquero mientras bailaban al son de una música lenta. Le quitó el sombrero. Le quedaba mejor a ella. Se trataba de un Stetson negro que hacía conjunto con su ajustado vestido negro, su bebida negra y su humor de perros. Afortunadamente, resultaba difícil estar de malhumor en un antro cutre como aquel. El bar constituía una rara piedra preciosa en el ambiente estirado y cursi de Jackson Hole, Wyoming, donde estaba pasando las vacaciones con su familia. Había salido a hurtadillas y sus padres nunca la encontrarían en aquel lugar. Esta idea fue, para ella, como un faro en el horizonte. Pronto iría demasiado pedo para recordar su aspecto. Sus críticas miradas ya empezaban a diluirse en su memoria, como la pintura aguada que resbala sobre la tela. Pintura. Color. Arte. Ella había intentado huir allí, a un mundo progresista de tejanos y dedos manchados de pintura, pero ellos no se lo habían permitido y la habían apartado de aquellos ambientes. No querían a una artista de espíritu libre en la familia. Querían una hija con un diploma de Stanford. Si la quisieran, ella no se pondría vestidos baratos y ajustados que enfurecían a su madre ni se apasionaría por causas que atentaban contra el egoísmo y la rígida y elitista moral de su padre. Casi deseó que su madre estuviera allí para verla bailar y deslizarse por la pierna del vaquero; cadera con cadera; mientras le murmuraba al oído las cosas más escandalosas que se le ocurrían.

Solo dejaron de bailar cuando él se fue a la barra para conseguirle otra copa. Ella habría jurado que sabía de un modo diferente a las anteriores. O quizás estaba tan pedo que se imaginaba que tenía un sabor amargo. Él le preguntó si quería ir a algún lugar privado. Lauren solo titubeó durante unos segundos. Si su madre lo desaprobaría, entonces la respuesta era obvia. La portezuela del copiloto se abrió y la visión de Lauren dejó de balancearse el tiempo suficiente para centrarse en el vaquero. Por primera vez, se fijó en que tenía el puente de la nariz torcido. Probablemente, era un recuerdo de una pelea de bar. Saber que tenía un carácter explosivo debería haber hecho que lo deseara más, pero, extrañamente, deseó conocer a un hombre que supiera dominarse en lugar de dejarse llevar por arrebatos infantiles. Este era el tipo de actitud civilizada que su madre defendería. Lauren se fustigó interiormente y culpó al cansancio de su irritante sensiblería. Necesitaba dormir. ¡Pero ya! El vaquero le quitó el Stetson y volvió a ponérselo sobre su enmarañado pelo rubio. —Quien lo encuentra, se lo queda —quiso protestar ella, pero las palabras no salieron de su boca. Él la levantó del asiento y la colgó de su hombro. Se le subió la falda del vestido y ella intentó bajarla, pero las manos no le obedecían. Notaba la cabeza tan pesada y frágil como uno de los jarrones de cristal de su madre. De repente, y de una forma alucinante, su cabeza se volvió más ligera y pareció separarse de su cuerpo. No recordaba cómo había llegado hasta allí. ¿Había sido en una camioneta? Lauren contempló los talones de las botas del vaquero, que avanzaban por la embarrada nieve. Su cuerpo rebotaba con cada paso, lo que hacía que se le revolviera el estómago. El aire helado y el penetrante olor de los pinos hicieron que le escociera el interior de la nariz. Las cadenas de un columpio rechinaron y el viento silbó levemente en la oscuridad. Aquel sonido la hizo suspirar.

Y estremecer. Lauren oyó que el vaquero abría una puerta. Intentó mantener los párpados abiertos el tiempo suficiente para percibir su entorno. Por la mañana, llamaría a su hermano y le pediría que fuera a buscarla. ¡Siempre que pudiera darle alguna indicación!, pensó irónicamente. Su hermano la llevaría de vuelta al hotel. Le daría una bronca por ser alocada y autodestructiva, pero iría a buscarla. Siempre lo hacía. El vaquero la dejó de pie y la agarró por los hombros hasta que se mantuvo en equilibrio. Lauren miró lentamente alrededor. Estaba en una cabaña. Él la había llevado a una cabaña de troncos. El salón en el que se encontraban estaba amueblado con muebles rústicos de madera de pino, del tipo que parecían horteras en cualquier lugar menos en una cabaña. Una puerta abierta que se hallaba situada al fondo del salón conducía a un pequeño trastero cuyas paredes estaban cubiertas de estanterías de plástico. El trastero estaba vacío salvo por un poste que iba del suelo al techo y una cámara con trípode que lo enfocaba. A pesar del aturdimiento que sentía, el miedo se apoderó de Lauren. Tenía que pirarse. Algo muy malo iba a suceder. Pero sus pies no la obedecieron. El vaquero la colocó de espaldas al poste y, cuando la soltó, las piernas de Lauren se doblaron. Los tacones de aguja de sus zapatos se rompieron cuando sus piernas se estiraron en el suelo. Estaba demasiado borracha para volver a ponerse de pie. La cabeza le daba vueltas y parpadeó frenéticamente mientras intentaba localizar la puerta del trastero. Pero cuanto más se esforzaba en concentrarse, más deprisa giraba la habitación a su alrededor. Sintió náuseas y se inclinó a un lado para que el vómito no le manchara el vestido.

—Te dejaste esto en el bar —declaró el vaquero, y le puso su gorra de béisbol de los Cardinals. La gorra se la había regalado su hermano unas semanas antes, cuando la admitieron en Stanford. Seguramente, sus padres se lo habían contado. De una forma sumamente sospechosa, se la regaló poco después de que ella les anunciara que no pensaba ir a Stanford ni a ninguna otra universidad. Su padre se puso tan rojo y contuvo tanto la respiración que Lauren creyó que le saldría humo de las orejas como a un personaje de dibujos animados. El vaquero le raspó la mejilla con los nudillos de la mano mientras le quitaba la cadena de oro que colgaba de su cuello. —¿Es valioso? —le preguntó mientras examinaba de cerca el medallón con forma de corazón. —… mío —declaró ella a la defensiva. Podía quitarle su apestoso Stetson, pero el medallón era de ella. Sus padres se lo habían regalado doce años atrás, la noche de su primer espectáculo de ballet. Fue la primera y única vez que aprobaron una de sus iniciativas. Era la única prueba de que, en el fondo, ellos la querían. Aparte del ballet, su infancia había estado dominada y moldeada por ellos. Dos años antes, cuando ella tenía dieciséis, empezó a tener una visión de la vida propia. Arte, teatro, música indie, provocación, danza contemporánea, manifestaciones con activistas políticos e intelectuales que dejaron la universidad para realizar estudios alternativos (¡nada de marginados!) y un novio con una mente brillante y torturada que fumaba hierba y garabateaba poesía en las paredes de las iglesias, los bancos de los parques, los coches y en la hambrienta alma de Lauren. Sus padres dejaron clara su oposición al nuevo estilo de vida de Lauren. Respondieron con toques de queda más severos, normas más estrictas, menos libertad y más represión. La rebeldía fue la única manera que se le ocurrió de plantarles cara. Lloró cuando abandonó el ballet, pero lo hizo porque quería hacerles daño. No podían elegir las partes o aspectos de ella que querían. O la aceptaban incondicionalmente, o la perderían por completo. Este fue el trato. Cuando cumplió dieciocho años, su determinación era firme como el hierro. —… mío —repitió. Tuvo que hacer uso de toda su capacidad de concentración para pronunciar esta palabra.

Tenía que recuperar el medallón y tenía que pirarse. Lo sabía. Pero una extraña sensación se había apoderado de ella; era como si, a pesar de ver lo que ocurría, no sintiera ninguna emoción. El vaquero colgó el medallón en el pomo de la puerta y, cuando tuvo las manos libres, le ató las muñecas con una áspera cuerda. Apretó el nudo y Lauren realizó una mueca de dolor. No podía hacerle esto, pensó ella con un sentimiento de desapego. Había accedido a ir allí con él, pero no había accedido a aquello. —Suél… tame —balbuceó. Su exigencia sonó tan débil y poco convincente que Lauren se ruborizó. Le encantaba el lenguaje; todas las palabras que guardaba en su interior: palabras bonitas, claras, cuidadosamente elegidas, vigorizantes… Deseó sacarlas de su mente en aquel instante, pero cuando hurgó en su interior, solo encontró un agujero. Las palabras habían caído de su desordenado cerebro. Inclinó el cuerpo hacia delante, pero fue inútil. Él la había atado al poste. ¿Cómo conseguiría recuperar el medallón? La idea de perderlo para siempre hizo que el pánico creciera en su interior. ¡Si su hermano le hubiera devuelto la llamada! Para ponerlo a prueba, le había dejado un mensaje en el que le decía que iba a salir de copas. Lo ponía a prueba continuamente, casi todos los fines de semana, pero aquella era la primera vez que él no respondía su llamada. Ella necesitaba saber que se preocupaba por ella hasta el punto de impedir que cometiera una estupidez. ¿La había dado finalmente por perdida? El vaquero se iba. Cuando llegó a la puerta, levantó ligeramente el ala de su Stetson. La miró con suficiencia y codicia. Lauren se dio cuenta de la enormidad de su error. Ella ni siquiera le gustaba. ¿Le haría chantaje amenazándola con difundir unas fotos comprometedoras? ¿Por eso había una cámara en la habitación? Debía de saber que sus padres pagarían lo que fuera para evitarlo. —Tengo una sorpresa para ti en el cobertizo que hay en la parte de atrás —comentó él arrastrando las palabras—. No te largues de aquí, ¿me oyes? Lauren empezó a respirar deprisa y caóticamente.

Quería explicarle lo que pensaba de su sorpresa. Pero sus ojos se cerraron un poco más y cada vez le costaba más volver a abrirlos. Se echó a llorar. Ya se había emborrachado otras veces, pero nunca como ahora. Seguramente, él la había drogado. Debió de echar algo en su bebida que la hacía sentirse torpe y confusa. Frotó la cuerda contra el poste. O lo intentó. El sueño hacía que le costara moverse. Tenía que evitar dormirse. Algo terrible sucedería cuando él regresara. Tenía que convencerlo de que no lo hiciera. Antes de lo que esperaba, su figura oscureció el vano de la puerta. Las luces del salón lo iluminaban por detrás y proyectaban una sombra que lo doblaba en altura en el suelo del trastero. Se había quitado el Stetson y parecía más robusto de lo que recordaba, pero no fue en eso en lo que Lauren se fijó. Su mirada se dirigió a las manos de él. Tiraba de una cuerda entre ellas, como si quisiera comprobar que resistiría. Se acercó a ella y, con manos agitadas, le rodeó el cuello con la cuerda. Estaba detrás de ella y utilizó la cuerda para presionar su cuello contra el poste. Unas lucecitas brillaron en el interior de los párpados de Lauren. Él tiraba de la cuerda con fuerza. Ella supo, instintivamente, que estaba nervioso y excitado. Lo notó en el intenso temblor de su cuerpo. Percibió los jadeos entrecortados de su respiración, que cada vez era más intensa, pero no debido al esfuerzo, sino a la adrenalina. El terror hizo que se le revolviera el estómago.

Él estaba disfrutando. Un extraño sonido ahogado llenó sus oídos y se dio cuenta, horrorizada, de que se trataba de su voz. El sonido pareció asustarlo. Soltó una maldición y tiró de la cuerda con más fuerza. Ella gritó una y otra vez interiormente. Gritó mientras la presión en su garganta aumentaba y la arrastraba al borde de la muerte. Él no quería fotografiarla. Quería matarla. No permitiría que aquel espantoso lugar fuera su último recuerdo. Cerró los ojos, se desmayó y se sumergió en la oscuridad. Un año después 1 Si me moría, no sería por hipotermia. Llegué a esta conclusión mientras apretujaba el saco de dormir de plumas de ganso en la parte trasera del Wrangler y lo sujetaba junto con las cinco bolsas de ropa y equipo, las mantas polares, los forros de seda para los sacos de dormir, las botas de montaña y las esterillas. Cuando estuve convencida de que nada saldría volando durante el viaje de tres horas a Idlewilde, cerré la puerta trasera del jeep y me limpié las manos en mis shorts tejanos. La voz melodiosa de Rod Stewart cantó en mi móvil: «If you want my body…» Yo retuve la llamada para cantar con él: «… and you think I’m sexy». Al otro lado de la calle, la señora Pritchard cerró de golpe la ventana de su salón, pero yo, sinceramente, no podía desperdiciar un tono de llamada perfecto. —Hola, tía —me saludó Korbie mientras hacía explotar un globo de chicle—. ¿Vienes o qué? —Solo hay un pequeño problema. El jeep está a tope —le expliqué mientras exhalaba un suspiro exagerado. Korbie y yo éramos amigas íntimas de toda la vida, aunque nos tratábamos más bien como hermanas. Tomarnos el pelo formaba parte de la relación—. Ya he metido los sacos de dormir y el equipo, pero tendremos que dejar una de las bolsas, la azul marino con asas rosa. —¡Si no llevas mi bolsa, ya puedes despedirte de mi jodido dinero para la gasolina! —¡Sabía que utilizarías la carta de niña rica! —Si lo soy, ¿por qué esconderlo? En cualquier caso, deberías culpar a toda la gente que se divorcia y contrata a mi madre para el papeleo. Si la gente arreglara sus asuntos con un simple beso, mi madre estaría en el paro. —Entonces tendrías que mudarte. En lo que a mí concierne, el divorcio mola.

Korbie se rio. —Acabo de llamar a Bear. Ni siquiera ha empezado a empacar sus cosas, pero me ha prometido que se reunirá con nosotras en Idlewilde antes de que anochezca. La familia de Korbie era la propietaria de Idlewilde, una pintoresca cabaña situada en el parque nacional Grand Teton, y, durante la semana siguiente, Idlewilde sería lo más cerca que estaríamos de la civilización. —Le he dicho que si tengo que sacar a los murciélagos de los aleros yo sola, puede estar seguro de que tendrá unas largas y castas vacaciones de primavera —continuó Korbie. —Todavía me alucina que tus padres te dejen pasar las vacaciones con tu novio. —Bueno… —empezó Korbie titubeante. —¡Lo sabía! ¡Sabía que escondías algo! —Calvin irá de carabina. —¿Qué? Korbie realizó un sonido gutural. —Viene a casa para las vacaciones de primavera y mi padre lo obliga a acompañarnos. No he hablado con él, pero probablemente estará cabreado. Odia que nuestro padre le organice la vida. Sobre todo ahora que ya está en la universidad. Estará de un humor de perros y seguro que la tomará conmigo. Me flaquearon las rodillas y me apoyé en el parachoques del jeep. Respirar me dolía. De repente, el fantasma de Calvin estaba por todas partes. Me acordé de la primera vez que nos besamos. Fue mientras jugábamos al escondite junto al río que hay detrás de su casa. Calvin toqueteó el cierre de mi sujetador y metió su lengua en mi boca mientras los mosquitos silbaban junto a mis oídos. Malgasté cinco páginas de mi diario relatando hasta la saciedad lo que ocurrió. —Llegará a la ciudad en cualquier momento —añadió Korbie—. De acuerdo, que venga es un asco, pero tú ya lo has superado, ¿no? —Sí, sí, ya lo he superado —le contesté confiando que mi voz sonara despreocupada. —No quiero que te sientas incómoda, ¿sabes? —¡Por favor, hace siglos que no pienso en tu hermano! ¿Y si os vigilo yo? —solté a continuación —. Diles a tus padres que no hace falta que venga.

La verdad es que no estaba preparada para volver a ver a Calvin. ¿Y si me escaqueaba y no iba al viaje? Podía fingir que estaba enferma. Lo malo es que se trataba de mi viaje. Yo había trabajado duro para realizarlo y no permitiría que Calvin arruinara mis planes. Ya había arruinado demasiadas cosas en mi vida. —No colará —replicó Korbie—. Además, Calvin se reunirá con nosotros directamente en Idlewilde esta noche. —¿Esta noche? ¿Y sus cosas? No tiene tiempo de empacarlas —señalé yo—. Nosotras llevamos días empacando. —¡Estamos hablando de Calvin! Él es… medio montañero. ¡Espera… Bear está en la otra línea! Enseguida te llamo. Colgué y me tumbé en la hierba. «Inhala… Exhala…» Justo cuando había decidido seguir adelante, Calvin aparecía de nuevo en mi vida y me arrastraba al ring para un segundo asalto. Era para echarse a llorar. Para variar, Calvin tenía que decir la última palabra, pensé con cinismo. No me extrañaba que no necesitara tiempo para preparar sus cosas. La verdad es que, prácticamente, había crecido ejercitando el alpinismo en Idlewilde. Seguramente, ya tenía el equipo preparado en el armario; listo para utilizarlo en cualquier momento. Rebobiné mi memoria varios meses, hasta el otoño. Calvin ya llevaba cinco semanas en Stanford cuando me dejó. Por el teléfono. Una noche que yo realmente lo necesitaba a mi lado. Pero no quería pensar en ello. Me dolía demasiado recordar cómo se había desarrollado aquella noche. Y cómo había terminado.

Korbie sintió lástima por mí y, de una forma poco habitual y confiando en que esto me animara, me permitió planificar nuestras últimas vacaciones de primavera del instituto. Nuestras otras dos amigas íntimas, Rachel y Emilie, irían a Hawái. Korbie y yo hablamos de ir con ellas a las playas de Oahu, pero yo debía de ser masoca, porque dije adiós a Hawái y le anuncié que, al cabo de seis meses, empacaríamos nuestras cosas para hacer alpinismo en las Teton. Si, en aquel momento, Korbie adivinó por qué elegí ir a aquellas montañas, fue lo bastante sensible para no mencionarlo. Yo sabía que las vacaciones de Calvin se solaparían con las nuestras. También sabía que le encantaba acampar y hacer alpinismo en aquellas montañas, y esperaba que, cuando se enterara de que íbamos a ir allí, se apuntara a ir con nosotras. Deseaba, desesperadamente, pasar tiempo con él, conseguir que me viera de otra manera y que se arrepintiera de haber sido tan estúpido como para dejarme. Pero después de meses de no saber nada de él, por fin había captado el mensaje: Calvin no estaba interesado en pasar las vacaciones en las Teton porque yo ya no le interesaba. No quería volver a salir conmigo. De modo que dejé a un lado toda esperanza y endurecí mi corazón. Había terminado definitivamente con Calvin. Ahora realizaría el viaje solo por mí. Aparté los recuerdos de mi mente e intenté concentrarme en mis siguientes pasos. Calvin volvía a casa. Después de ocho meses, lo vería y él me vería a mí. ¿Qué le diría? ¿Resultaría incómodo? ¡Claro que resultaría incómodo!

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