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Héroes Corrientes – Scott Turow

Cuando Steward Dubinsky, periodista jubilado descubre que su padre, David Dubin, fue juzgado por un tribunal militar en 1945, decide adentrarse en el misterio que siempre ha rodeado la vida de su progenitor. Decidido a averiguar qué ocurrió, Stewart consigue que su padre le relate sus experiencias durante la guerra. Como abogado agregado al tercer regimiento de Patty a finales de 1944, a David Dubin se le ordena investigar y arrestar al comandante Robert Martin, un elegante espía de la Oficina de Servicios Estratégicos acusado por el general de desobedecer órdenes, y de ser posiblemente un agente ruso. Sin embargo, David no lleva a cabo tal cometido. Martin se muestra esquivo, y los esfuerzos de Dubin para descubrir qué se esconde tras su resistencia lo llevan a la Bastogne sitiada durante la batalla del Bulge y a un campo de concentración recién liberado, donde David rescata del horror nazi a su futura esposa y comienza una comprometedora aventura con Gita, miembro polaco de la unidad de sabotaje de Martin. Héroes corrientes es el nuevo thriller de Scott Turow, prestigioso autor que nos cuenta el horror de una guerra, con un dilema moral y una historia familiar como marco.


 

STEWART: TODOS LOS PADRES GUARDAN SECRETOS Todos los padres ocultan secretos a sus hijos. Mi padre, al parecer, ocultaba más que la mayoría. Tuve la primera pista de ello cuando murió, en febrero de 2003, a los ochenta y ocho años, después de un interminable periplo de enfermedades —dolencia cardíaca, cáncer de pulmón y enfisema—, todas ellas más o menos atribuibles a sesenta años de fumar. Mi madre, como hacia siempre, se negó a confiar en mi hermana y en mí para los detal es del entierro, y fue con nosotros a ver al director de la funeraria. Escogió un ataúd grande, que exigió un adorno estilo capó de automóvil, y acto seguido fue considerando cada una de las palabras de la propuesta de esquela que leía el director. —¿Era David veterano de guerra? —preguntó. El director de pompas fúnebres era el hombre de aspecto más pulcro que había visto en mi vida; llevaba esmalte en las uñas, las cejas impecablemente perfiladas y tenía el cutis tan fino que me hizo sospechar que se depilaba mediante electrólisis. —De la Segunda Guerra Mundial —soltó Sarah, quien a los cincuenta y dos años seguía apresurándose para responder antes que yo. El director de la funeraria nos mostró el minúsculo motivo con las barras y las estrellas que aparecería en el periódico junto al nombre de mi padre, pero mamá agitaba ya su rala cabellera rizada y gris. —No —dijo—. Nada de guerras. Para este David Dubin, no. El inglés de mamá solía traicionaría. Y mi hermana y yo la conocíamos demasiado para intervenir cuando se ponía así. La guerra, a excepción de cuatro detal es sobre cómo mi padre, oficial estadounidense, y mi madre, recluida en un campo de concentración alemán, se habían enamorado, prácticamente a primera vista, había constituido algo tan desagradable que no había sido tratado en ningún momento de nuestras vidas. Pero yo siempre había dado por supuesto que el silencio era más motivado por ella que por él. Cuando se acabaron las visitas de condolencia, mamá estaba ya dispuesta a enfrentarse a la tarea de poner en orden las pertenencias de mi padre. Sarah anunció que estaba demasiado ocupada para echarnos una mano y regresó a Oakland, a su trabajo de contable, sin duda regodeándose al pensar en mi situación de parado. El lunes por la mañana, mi madre me adjudicó el armario de papá, e insistió en que debería quedarme con buena parte de su vestuario.


Prácticamente todo su contenido era de un pasado de moda estrepitoso, aparte de que solo mi madre era capaz de verme a mí, un gordito de toda la vida, encogiendo hasta el punto de meterme en alguna de aquellas prendas. Escogí alguna corbata para que no se enfadara y empecé a meter en cajas el resto de sus camisas y trajes para hacer donación de todo a Haven, la organización judía de ayuda en cuy a fundación había colaborado mi madre hacía unas décadas y que impulsó casi en solitario durante casi veinte años como directora. Pero no estaba preparado para la emoción que se apoderó de mí. Siempre había considerado a mi padre una persona distante, circunspecta, muy ordenada en casi todo, inteligente, aplicada, cortés en todas las circunstancias. Prefería el trabajo a los compromisos sociales, si bien poseía su propio y especial encanto. Con todo, cosechó los may ores éxitos en el interior de la imponente fortaleza de la ley. En ninguna otra parte se encontró nunca tan cómodo. Dejó que fuera mi madre quien llevara las riendas de la casa, soltando la misma broma trillada durante más de cincuenta años: según él, nunca sería lo suficientemente buen abogado para ganar en una discusión con mamá. El Talmud dice que un padre debe acercar a su hijo hacia sí con una mano y apartarlo con la otra. Papá no consiguió nunca ni lo uno ni lo otro. Sentí por él un interés constante, algo que tomé por afecto. Comparándolo con muchos otros padres, el mío era el mejor, sobre todo en una generación que consideraba que el padre ideal era el « perfecto sostén de la familia» . Sin embargo, en el fondo, era esquivo, casi se diría que no quería que le conociera demasiado. Solía responder a las típicas preguntas que le planteaba de niño con la retirada o bien pasándole la papeleta a mi madre. Tengo un imborrable recuerdo de las ocasiones en las que me quedaba a solas con él en casa, de niño, enfurecido por el silencio. ¿Sabía él que yo estaba allí? ¿O le traía sin cuidado? Ahora que mi padre ya no estaba, era muy consciente de todo lo que quedó sin resolver entre nosotros… en muchos casos, de lo que ni siquiera planteé. ¿Le molestaba que no fuera abogado como él? ¿Qué pensaba de mis hijas? ¿Consideraba que el mundo era un buen o un mal lugar, y cómo explicaba que los Trappers, por quienes sintió y mantuvo una gran pasión, nunca hubieran ganado la Serie Mundial durante el tiempo que vivió? Hijos y padres nunca terminan de ponerlo todo en orden. Pero era triste descubrir que incluso muerto siguiera siendo tan enigmático. Y así, el hecho de tocar lo que había tocado mi padre, de oler sus polvos de talco Mennen y su loción Canoe para después del afeitado, me inundaba de añoranza y nostalgia. Lo de tocar sus efectos personales era algo tan íntimo que, de estar él vivo, jamás me habría permitido. Estaba dolido, pero también cada vez más profundamente afectado, hasta que exploté y me entregué al llanto en un rincón del armario, esperando que mi madre no me oyera. Ella no había derramado una sola lágrima e indudablemente consideraba que aquel tipo de férreo estoicismo era algo mucho más apropiado para un hombre de cincuenta y seis años. En cuanto hube recogido la ropa, empecé a mirar entre el montón de cajas que había descubierto en un rincón oscuro. Guardaba allí una colección de objetos curiosos, muchos de los cuales llevaban el sello de un sentimentalismo que nunca habría atribuido a mi padre. Conservaba las sensibles postales de San Valentín que Sarah y yo le habíamos confeccionado en clase de dibujo de primaria, así como la medalla del campeonato del condado de Kindle, de natación estilo espalda, que había ganado en el instituto.

Un sinfín de cajitas con fotos en color que se estaban oscureciendo reflejaban la vida de su joven familia. En la caja del fondo encontré objetos de la Segunda Guerra Mundial, un fajo de frágiles papeles, unos cuantos brazaletes nazis de color rojo, capturados, imaginé, como trofeos de guerra, así como un montón de instantáneas de cinco por cinco, bonitas fotos en blanco y negro que debían de haber sido tomadas por otra persona, y a que mi padre aparecía con frecuencia en ellas, flaco y taciturno. Por fin di con un atado de cartas guardadas en una antigua caja de hojalata de caramelos, sobre la que había una nota sujeta con un cordón verde al que el tiempo había quitado el brillo. Estaba escrita con trazo preciso y fechada el 14 de may o de 1945. Querido David: Me dispongo a devolver a tu familia las cartas que has mandado desde el extranjero. Imagino que tendrán alguna importancia para ti en el futuro. Puesto que has decidido dejar de formar parte de mi vida, debo aceptar que, en cuanto pase el tiempo y disminuya mi dolor, no van a significar ya nada para mí. Confío en que tu padre te habrá comunicado que le devolví tu anillo el mes pasado. A pesar de todo, David, soy incapaz de enojarme contigo por la ruptura de nuestro compromiso. Vi a tu padre y me dijo que van a someterte a un consejo de guerra y que deberás enfrentarte a una pena de prisión. Me cuesta mucho creer que haya podido ocurrirle esto a alguien como tú, aunque tampoco hubiera imaginado nunca que fueras a dejarme. Mi padre dice que muchos hombres enloquecen en la guerra. Pero yo ya no puedo esperar más a que recuperes la razón. Cuando lloro de noche, David —y no voy a fingir ante ti que no lo hago—, hay algo que me preocupa sobremanera. He pasado horas pidiendo a Dios que volvieras ileso; le supliqué que te permitiera vivir y que se mostrara especialmente benévolo para hacer que regresaras sano y salvo. Ahora que ha terminado la guerra me parece imposible que mis ruegos hayan sido escuchados, y también haber sido tan estúpida de no pedir que, a tu vuelta, regresaras a mí. Te deseo toda la suerte del mundo en las dificultades por las que estás pasando. Grace Aquella carta fue un auténtico mazazo. ¡Consejo de guerra! Lo último que podía imaginar de un padre intachable como el mío era que le acusaran de un grave delito. Y que encima fuera por ahí destrozando corazones. En mi vida había oído una sola palabra sobre aquello. Pero, más que la sorpresa, lo que me sacudió a través del arco del tiempo, como una luz emitida por remotas estrellas de décadas pasadas, fue sobre todo el dolor de aquella mujer. De una forma u otra, su incomprensión se fundía con mi propia confusión, decepción y amor frustrado, y me llevaba a la apremiante curiosidad de descubrir qué había sucedido. La muerte de mi padre había llegado en un momento en el que me encontraba jadeando bajo una de las cascadas por las que uno pasa en la vida. A finales del año anterior, tras cumplir los cincuenta y cinco, me había jubilado anticipadamente del Tribune del condado de Kindle, el único empleo que había tenido como adulto.

Había llegado el momento. Creo que se me había considerado un excelente periodista —los premios que colgaban en la pared lo atestiguaban—, aunque nadie pretendiera, y yo mucho menos, que mi objetivo o mi mano izquierda con la gente me llevaran al puesto de director. Para entonces, había pasado casi veinte años al frente de la sección de tribunales. Teniendo en cuenta la naturaleza eterna de los defectos humanos, me sentía como un crítico de televisión obligado a ver solo reposiciones. Después de treinta y tres años en el Trib, la pensión que me quedó, junto con una buena transacción de acciones, se acercaba a mi salario, y mi impertérrito cinismo respecto al capitalismo había alimentado de una forma u otra una curiosa inclinación hacia la Bolsa. Con nuestras modestas aspiraciones, Nona y yo no tendríamos que preocuparnos por el dinero. Y como me quedaba aún energía, deseaba permitirme la fantasía de todo periodista: iba a escribir un libro. Aquello no funcionó. Para empezar, me faltaba el tema. ¿A quién demonios podía importar el prehistórico juicio por asesinato del ay udante del fiscal que en un principio consideré una trama tan interesante? Así pues, tres veces al día me encontraba mirando fijamente al otro lado de la mesa a Nona, mi novia del instituto, y pronto quedó claro que a ninguno de los dos le gustaba especialmente lo que tenía delante. Ojalá pudiera hablar aquí de algún melodrama, como una aventura o amenazas de muerte, para explicar qué había ido mal. Pero lo cierto es que hacía tanto tiempo que aquello estaba tan claro que ya casi formaba parte de la decoración. Después de treinta años, nos habíamos dejado llevar hasta convertirnos en uno de esos matrimonios que no recuperan la motivación una vez que han crecido los hijos. Nueve semanas antes de la muerte de mí padre, Nona y y o nos separamos. Cenábamos juntos un día a la semana, momento en el que charlábamos amistosamente de nuestros asuntos, nos frustrábamos mutuamente como habíamos hecho siempre y no manifestábamos señal alguna de nostalgia o de darse una segunda oportunidad. Nuestras hijas estaban destrozadas, pero yo creía que los dos nos merecíamos que se nos reconociera el mérito de tener agallas para buscar algo mejor a aquellas alturas. Sin embargo, yo ya me sentía mal antes de la muerte de mi padre. El día del entierro notó que algo me empujaba a saltar a la fosa, a su lado. Pero también sabía que tarde o temprano me recuperaría y seguiría adelante. Me habían ofrecido hacer colaboraciones en dos revistas, una local y otra nacional. Por otra parte, una persona que mide metro setenta y cinco y pesa noventa y cinco kilos no es exactamente lo que se llama un objetivo apetecible, a pesar de que las expectativas para los maduros sean siempre más halagüeñas para el sector masculino que para el femenino, y de que y a veía indicios de que podía encontrar compañía, caso de interesarme y en cuanto me interesara. De momento, sin embargo, ni trabajo ni amor: me interesaba mucho más hacer balance. Mi vida era como la de los demás. Cosas que habían ido bien, cosas que no. Pero en aquellos momentos me centraba en los fracasos, y estos parecían haber empezado con mi padre.

Y aquel lunes, mientras mi madre creía que me las veía y me las deseaba para ponerme los pantalones de papá, permanecí en el interior de su armario ley endo un montón de cartas de la época de la guerra, la mayoría correspondiente al correo enviado por los soldados desde el extranjero en forma de microfilm e impreso en las oficinas de correos de destino. Hice una pausa cuando mamá me llamó desde la cocina para sugerirme que me tomara un respiro. La encontré sentada a la mesa ovalada abatible, que conservaba las señales de miles de comidas familiares de la época de los cincuenta. —¿Sabías que papá estuvo prometido antes de conocerte? —le pregunté desde la puerta. Se volvió lentamente. Había estado tomando té, sorbiéndolo a través de un terrón de azúcar que agarraba entre sus dientes separados, una costumbre que conservaba de su pueblo. El bocado marrón restante se encontraba en el platito. —¿Quién te ha contado eso? Le expliqué lo de la carta de Grace. Propietaria como era de todo, pidió verla inmediatamente. A sus ochenta años, mi madre seguía siendo una mujer guapa; la edad le había quitado algo de lustre, pero sus facciones seguían siendo las mismas y su piel se mantenía tersa. Era un retaco —siempre le eché la culpa de no haber sido alto como mi padre—, pero pocos la veían así por la agresiva fuerza de su inteligencia; era como alguien que te recibe con espada y armadura. En aquellos momentos estudiaba la carta de Grace Morton con tanta vehemencia que parecía que de un momento a otro fuera a prender fuego al papel. Su expresión, al dejar la carta, puede que reflejara la levísima influencia de una sonrisa. —Pobre chica —dijo. —¿Sabías algo de ella? —¿Saber? Supongo. Cuando conocí a tu padre era y a agua pasada, Stewart. Eran tiempos de guerra. Las parejas permanecían años separadas. Las chicas conocían a otros. O al revés. ¿No has oído hablar de las típicas cartas de « Querido John, he conocido a otro» ? —Pero ¿y el resto? ¿Un consejo de guerra? ¿Tú sabías que papá fue sometido a un consejo de guerra? —Yo estaba en un campo de concentración, Stewart. Apenas hablaba inglés. Creo que sí tuvo algún problema legal. Fue un malentendido. —¿Malentendido? Ahí dice que lo querían mandar a la cárcel.

—Conocí a tu padre, me casé con tu padre y vine aquí con él en mil novecientos cuarenta y seis, Stewart. De ahí puedes deducir que no fue a la cárcel. —Pero ¿por qué no me lo mencionó nunca? He pasado veinte años ocupándome de los principales casos delictivos del condado de Kindle. ¿No te parece que en algún momento tenía que haber comentado que a él mismo le habían acusado de un delito? —Supongo que se sentía violento, Stewart. Un padre desea la admiración de su hijo. Por alguna razón, aquella respuesta resultó más frustrante que todo lo anterior. Había pasado por alto que a mi padre le hubiera importado alguna vez mi opinión sobre él. De nuevo con ganas de llorar, farfullé mi eterno lamento. ¡Menuda tumba humana, mi padre! ¿Cómo podía haber vivido y muerto sin dejar que llegara a conocerle? Ni un segundo de mi vida había dudado sobre las preferencias de mi madre. Sabía que le habría gustado que me hubiera parecido un poco más a mi padre, que controlara mejor mis emociones, pero también veía cómo absorbía mis sentimientos de forma maternal, como succionándolos desde la raíz. Soltó un suspiro que traslucía la pesada carga del Viejo Mundo. —Tu padre —dijo, y se detuvo para quitarse un trozo de azúcar de la lengua y recapacitar sobre sus palabras. Luego hizo la única concesión en su vida de saber lo que yo había pasado con él—. Stewart —siguió—, a veces tu padre tenía una relación complicada consigo mismo. Aquel mismo día me llevé de la casa las cartas de mi padre. Aun a mi edad, me resultaba más fácil engañar a mi madre que enfrentarme a ella. Y además necesitaba tiempo para reflexionar sobre lo que había allí. Papá había escrito sobre la guerra con un lenguaje muy gráfico. Sin embargo, en su correspondencia se notaba un aire de desastre tácito, algo así como la espeluznante música que aparece en la banda sonora de una película antes de que las cosas tomen un mal cariz. Capeó el temporal con Grace Morton, pero para cuando rompió bruscamente su relación en febrero de 1945, parece que la vida militar lo zarandeó de raíz, lo que relacioné inmediatamente con el consejo de guerra. Y lo más importante era que aquella impresión reafirmaba una sospecha mía de siempre no manifestada hasta entonces: algo le había pasado a mi padre. En el mundo de la abogacía, suponiendo que tenga algún peso la opinión de un hijo, mi padre era una persona muy admirada. Fue jefe del departamento legal de Moreland Insurance durante quince años, donde se hizo famoso por su seriedad, por su discreta cultura y su aguda capacidad para abrirse camino entre los mil vericuetos del derecho aplicado a los seguros. No obstante, tenía una vida privada como todo el mundo, y en casa siempre se vio rodeado por un hosco halo traumático. Estaban los cigarrillos que no podía dejar, y los tres dedos de whisky que se tragaba todas las noches como una medicina para poder dormir cuatro o cinco horas antes de que lo despertaran desagradables pesadillas.

La familia comentaba a veces que de joven había sido más abierto. La teoría de mi abuela, que rara vez guardaba para sí, era que Gilda, mi madre, había arrebatado en buena parte la voz de David al hablar siempre primero y con tanta autoridad. El caso es que mi padre pasó por la vida como si un demonio tuviera una mano puesta sobre su hombro, y lo echara hacia atrás. En cierta ocasión, cuando yo era pequeño, vio un coche que giraba la esquina a toda velocidad y que de milagro no se me llevó por delante mientras correteaba en bici con los amigos. Papá me cogió por el brazo y me apartó de la calzada, y me llevó así hasta soltarme en el césped de casa. A pesar de mi corta edad, comprendí que le había enfurecido más el pánico que y o le habla causado que el peligro al que me había expuesto. En aquellos momentos, la posibilidad de saber qué había perturbado a mi padre se convirtió en tema de investigación. Como periodista me había granjeado fama de incansable, de integrante de la « Escuela del Sabueso» , como la llamaba yo, pues persistía en mis pesquisas hasta que calan por su propio peso. Conseguí del Centro de Información Nacional del Personal, en Saint Louis, una copia del 201 de mi padre, su ficha personal del ejército, y a partir de ahí empecé a mandar cartas al Departamento de Defensa y a los Archivos Nacionales. En julio, la administrativa responsable de la Judicatura del Ejército en Alexandria, Virginia, confirmó que había localizado la documentación sobre el consejo de guerra de mi padre. No obstante, hasta que hube pagado lo estipulado por obtener una copia no me respondió precisando que los documentos se encontraban retenidos en calidad de secretos, y no por el ejército, sino nada menos que por la CIA. Me parecía totalmente absurda la afirmación de que mi padre hubiera hecho sesenta años atrás algo que mereciera ser considerado asunto de seguridad nacional. Empecé el aluvión de incendiarios faxes, llamadas telefónicas, cartas y correos electrónicos a distintos organismos de Washington, lo que atrajo el máximo interés de todo tipo de correo basura. Finalmente, mi representante en el Congreso, Stan Sennett, un viejo amigo, consiguió un acuerdo por el cual el gobierno me permitía acceder a unos cuantos documentos del consejo de guerra, mientras la CIA reconsideraba la categoría de secreto del expediente. Así pues, en agosto de 2003 viajé hasta el Archivo Nacional Central de Washington, en Suitland, Maryland. Su estructura recuerda un poco la de un portaaviones en dique seco, un edificio de ladrillo rojo de poca altura con un tamaño aproximado al de cuarenta campos de fútbol americano. Las zonas de libre acceso se limitan a un único pasillo que presenta una decoración de estilo gubernamental puro, el equivalente a unos zapatos incómodos: paredes de ladrillo, techos de revestimiento acústico y gran profusión de fluorescentes. Allí se me permitió leer —aunque no copiar— unas diez páginas extraídas del Archivo de Actas recopiladas en 1945 por la acusación del proceso, el fiscal del consejo de guerra. Aquellas hojas habían adquirido un tono pardusco y la textura del papel pintado, pero resplandecían ante mí como un tesoro. Por fin iba a saber lo ocurrido

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