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Hellraiser – Clive Barker

Hellraiser es una de las mejores creaciones de Clive Barker. Una novela desgarradora sobre los grandes terrores y éxtasis que alberga en su reino infinito el corazón humano. Habla de la codicia y el amor, de la falta de amor y de la desesperación, del deseo y la muerte, de la vida y el cautiverio, de campanas y sangre. Es una de las historias más aterradoras que hayas leído jamás.


 

Tan concentrado estaba Frank en la resolución del enigma de la caja de Lemarchand que cuando comenzó a sonar la gran campana no la oyó. El artefacto había sido construido por un maestro artesano y el enigma era éste: que aunque le habían dicho que la caja contenía maravillas, le parecía que no había manera de introducirle nada; no había, en ninguna de las seis caras laqueadas, pistas que indicaran la ubicación de los puntos de presión que desenganchaban una pieza del rompecabezas tridimensional de la otra. Frank había visto rompecabezas similares —principalmente en Hong Kong, productos de la afición china por la fabricación de elementos metafísicos de madera dura— pero los franceses, en respuesta a la agudeza y al genio técnico de los chinos, habían desarrollado una lógica perversa que les era enteramente exclusiva. Si existía algún sistema para resolver este rompecabezas, Frank no lograba descubrirlo. Recién después de varias horas de prueba y error, una fortuita y uxtaposición de pulgares, dedos medios y meñiques dio sus frutos: un clic casi imperceptible y entonces… ¡victoria! Un segmento de la caja se proyectó hacia fuera, separándose de sus vecinos. Hubo dos revelaciones. La primera, que las superficies interiores estaban espléndidamente lustradas. El reflejo de Frank —distorsionado, fragmentado— se arrastraba por la laca. La segunda, que Lemarchand, en su tiempo fabricante de pájaros cantores, había construido la caja de tal manera que al abrirse ésta se disparaba un mecanismo musical, que entonces empezó a tintinear, ejecutando un breve rondó de sublime banalidad. Animado por su éxito, Frank se puso a trabajar en la caja más febrilmente, hallando pronto nuevas alineaciones de ranuras estriadas y aceitadas clavijas que, a su vez, iban revelando mayores intrincaciones. Y con cada solución —con cada nuevo tirón o media vuelta— se iba agregando un nuevo elemento melódico. La tonada comenzó a hacer contrapuntos y a desarrollarse, hasta que la fantasía inicial quedó casi perdida bajo los ornamentos. En algún momento de sus labores, empezó a sonar la campana… un tañido sombrío y constante. Él no la oyó, al menos conscientemente. Pero cuando el rompecabezas estaba casi resuelto, los espejados interiores de la caja desentrañados, advirtió que las campanadas le crispaban violentamente el estómago, como si hubiesen estado sonando desde hacía media vida. Apartó la vista de su trabajo. Por unos momentos, supuso que el ruido provenía de afuera, de algún lugar de la calle, pero rápidamente descartó esa idea. Había comenzado su tarea con la caja del fabricante de pájaros casi a medianoche; desde entonces, habían pasado varias horas, horas cuyo transcurso él no habría recordado de no ser por la evidencia de lo que marcaba el reloj. Ninguna iglesia de la ciudad, por más desesperada que estuviera de convocar adherentes, habría echado a volar las campanas a semejante hora. No. El sonido provenía de algún sitio mucho más distante; salía de la mismísima puerta (aún invisible) que la caja milagrosa de Lemarchand había sido construida para abrir.


¡Todo lo que Kircher, el vendedor de la caja, le había prometido era cierto! Estaba en el umbral de un nuevo mundo, de una provincia ubicada infinitamente alejada de la habitación en donde estaba sentado. Infinitamente lejos, pero ahora repentinamente cerca. La idea le aceleró la respiración. Había anticipado este momento con gran perspicacia; había planeado esta caída del velo con todo su ingenio. En unos momentos estarían aquí… los que Kircher había llamado Cenobitas, teólogos de la orden de la incisión. Emplazados a abandonar sus experimentos en los más altos límites del placer y trasladar sus cabezas sin edad a un mundo de lluvias y fracasos. Durante la semana anterior, había trabajado sin cesar para prepararles la habitación. Meticulosamente, había esparcido pétalos por el desnudo entablado del piso. Sobre la pared izquierda, había colocado una especie de altar dedicado a ellos y decorado con una miscelánea de ofrendas de apaciguamiento que, según Kircher le había asegurado, favorecerían sus buenos oficios: huesos, bombones, agujas. A la izquierda del altar había una jarra que contenía su propia orina — recolectada durante siete días—, por si le solicitaban algún gesto espontáneo de auto profanación. A la derecha, un plato con cabezas de paloma, que Kircher le había aconsejado tener a mano. No había dejado de observar ninguna parte del ritual de invocación. Ningún cardenal ansioso de calzarse las sandalias del pescador hubiese sido más diligente. Pero ahora, mientras el sonido de la campana se volvía cada vez más fuerte, ahogando la música de la caja, estaba asustado. Demasiado tarde, murmuró para sus adentros, deseando ser capaz de sofocar su creciente miedo. El artefacto de Lemarchand estaba abierto; el mecanismo final había girado. No había tiempo para la prevaricación o el arrepentimiento. Además, ¿no había arriesgado su vida y su cordura para hacer posible esta revelación? El umbral seguía abriéndose a los placeres cuya existencia solo un puñado de humanos había llegado a conocer, y muchos menos habían saboreado… placeres que iban a redefinir los parámetros de la sensación, que lo liberarían del insípido circuito del deseo, seducción y desencanto que lo había acosado desde los últimos años de la adolescencia. Esa nueva sabiduría iba a transformarlo, ¿verdad? Ningún hombre podía experimentar la profundidad de semejantes sentimientos y seguir siendo el mismo. La despojada bombilla de luz que colgaba en medio del cuarto languidecía y se hacía más brillante; se hacía más brillante y volvía a languidecer. Había adoptado el ritmo de las campanadas, ardiendo al máximo con cada tañido. En los espacios entre una campanada y otra, la oscuridad de la habitación se hacía completa; era como si el mundo que Frank había ocupado durante veintinueve años hubiese dejado de existir. Después, la campana volvía a sonar y la luz se encendía con tanta fuerza como si nunca hubiese vacilado, y durante unos preciosos segundos Frank se encontraba en un sitio familiar, con una puerta que conducía afuera, y abajo, y a la calle, y una ventana desde la cual —de haber tenido la voluntad (o la fuerza) de apartar las persianas— hubiese podido vislumbrar la incipiente mañana. Con cada tañido, la luz de la lámpara se volvía cada vez más reveladora. Gracias a ella, vio que la pared derecha se descascaraba; vio que los ladrillos, momentáneamente perdían solidez y explotaban; vio, en ese mismo instante, un lugar que estaba más allá de la habitación, del que provenía el clamor de la campana.

¿Era un mundo de pájaros, de inmensos mirlos atrapados en una tempestad perpetua? Era la única conclusión que podía sacar sobre la provincia de donde —también ahora— venían los hierofantes: que era una confusión y que estaba llena de objetos quebradizos, de cosas rotas que se elevaban y caían, colmando de espanto el aire oscuro. Y después la pared volvió a solidificarse, y la campana quedó en silencio. La lámpara parpadeó y se apagó. Esta vez, sin esperanzas de volver a reavivarse. Frank se quedó de pie en la oscuridad y no dijo nada. Aunque hubiese podido recordar las palabras de bienvenida que había preparado, su lengua no habría sido capaz de pronunciarlas. Estaba muerta en el interior de su boca. Y entonces la luz. Provenía de ellos: del cuarteto de Cenobitas que ahora, de espaldas a la pared sellada, ocupaba la habitación. Los acompañaba una fosforescencia, como el fulgor de los peces de las profundidades marinas: azul, fría, sin encanto. Frank se percató de que nunca había tratado de imaginar como serían. Su imaginación, aunque fértil para la estafa y el robo, era muy pobre en otros aspectos: la habilidad de imaginarse a estas eminencias estaba fuera de su alcance, de modo que ni siquiera lo había intentado. ¿Por qué entonces se sentía tan angustiado al posar sus ojos en ellos? ¿Era por las cicatrices que les cubrían cada centímetro del cuerpo; por la carne cosméticamente perforada, rebanada e infibulada, y luego empolvada con ceniza; era por el olor a vainilla que exhalaban, esa dulzura que disimulaba muy poco el hedor que cubría? ¿O era porque, al aumentar la luz, los estudió más detenidamente y no vio nada de alegría, de humanidad siquiera, en sus rostros mutilados, sino solo desesperación, y un apetito que le provocó unas ganas irrefrenables de vaciar los intestinos? —¿Qué ciudad es esta? —inquirió uno de los cuatro. A Frank le costaba adivinar con certeza el sexo del que había hablado. Sus ropas, algunas de las cuales estaban cosidas a la piel, atravesándola, escondían sus partes íntimas, y no había nada en el sedimento de su voz o en sus rasgos concienzudamente desfigurados que ofreciera la menor pista. Cuando hablaba, los anzuelos que le transfiguraban el rabillo de los ojos y que estaban unidos, por medio de un intrincado sistema de cadenas que le atravesaban la carne y los huesos por igual, a unos anzuelos similares que tenía en el labio inferior, eran agitados por el movimiento, y desgarraban y exponían la resplandeciente carne que había debajo. —Te hice una pregunta —dijo. Frank no respondió. El nombre de esta ciudad era lo último que podía recordar. —¿Nos entiendes? —exigió la figura ubicada detrás del que había hablado primero. Su voz, a diferencia de la de su compañero, era ligera y jadeante, como la voz de una muchacha excitada. Cada centímetro de su cabeza estaba tatuado, formando una intrincada red; en cada una de las intersecciones de los ejes verticales y horizontales tenía un alfiler enjoy ado, clavado en el hueso. Su lengua estaba decorada de manera similar—. ¿Sabes quiénes somos, por lo menos? — preguntó. —Sí —dijo Frank por fin—.

Lo sé. Por supuesto que lo sabía; él y Kircher habían pasado largas noches hablando de las insinuaciones deslizadas en los diarios de Bolingbroke y de Gilles de Rais. Todo lo que la humanidad sabía de la Orden de la Incisión, él también lo sabía. Y, sin embargo… había esperado encontrarse con algo diferente. Había esperado algún signo que hablara de los innumerables esplendores a los que tenían acceso. Había pensado que vendrían con mujeres, al menos; mujeres cubiertas de aceite, de leche, mujeres depiladas y con músculos especialmente hechos para el acto de amor, con labios perfumados, muslos que temblaban de ansiedad por separarse, nalgas rotundas, como a él le gustaban. Había esperado suspiros y lánguidos cuerpos desparramados entre las flores que tenía a sus pies, como alfombras vivientes; había esperado prostitutas vírgenes que le entregaran sus hendeduras con solo pedirlo y que, con pericia, lo llevaran —arriba, arriba— hasta un éxtasis nunca soñado. En sus brazos se olvidaría del mundo. En vez de despreciarlo por su lujuria, lo exaltarían. Pero no. No había mujeres, no había suspiros. Solo estas cosas sin sexo, con las carnes corrugadas. Ahora, habló el tercero. Sus rasgos estaban tan abundantemente llenos de cicatrices —heridas vueltas a abrir hasta que se hincharan como globos— que sus ojos no se veían y sus palabras salían deformadas de tan desfigurada que tenía la boca. —¿Qué quieres? —le preguntó a Frank. Frank escudriñó a este interrogador con más confianza que a los otros dos. El miedo se iba diluy endo a medida que pasaban los segundos. Los recuerdos del lugar aterrador que estaba detrás de la pared y a estaban retirándose. Se quedó solo con esos tres seres decadentes y decrépitos, con su hedor, su estrambótica deformidad, su evidente fragilidad. La única cosa a la que debía temer era la náusea. —Kircher me dijo que ustedes eran cinco —dijo Frank. —El ingeniero vendrá si el momento lo justifica —fue la respuesta—. Ahora, nuevamente, te preguntamos: ¿qué quieres? ¿Por qué no responderles directamente? —Placer —contestó—. Kircher dijo que ustedes saben de placeres. —Oh, así es —dijo el primero—.

Todo lo que siempre quisiste. —¿Sí? —Por supuesto. Por supuesto. —Lo miraba fijo con esos ojos excesivamente desnudos—. ¿Qué es lo que has soñado? —dijo. La pregunta, planteada con tanta crudeza, lo confundió. ¿Cómo podía ser capaz de articular la naturaleza de los fantasmas que su líbido había creado? Aún estaba buscando las palabras cuando uno de ellos dijo: —¿Este mundo… te decepciona? —Bastante —respondió. —No eres el primero que se cansa de sus trivialidades —fue la respuesta—. Existieron otros. —No muchos —terció el de rostro reticulado. —Cierto. Un puñado, como máximo. Pero unos pocos se atrevieron a usar la Configuración de Lemarchand. Hombres como tú, hambrientos de nuevas posibilidades, enterados de que poseemos habilidades desconocidas en tu región. —Había esperado… —comenzó Frank. —Sabemos lo que habías esperado —respondió el Cenobita—. Entendemos de cabo a rabo la naturaleza de tu frenesí. Nos es completamente familiar. Frank gruñó. —Entonces —dijo— y a saben lo que he soñado. ¿Pueden proporcionarme ese placer? El rostro de la cosa se partió en dos; sus labios se deslizaron hacia atrás, dibujando una sonrisa de mandril. —No como tú lo entiendes —respondió. Frank quiso interrumpir, pero la criatura elevó una mano para hacerlo callar. —Hay ciertos estados de las terminaciones nerviosas —dijo— que tu imaginación, por más afiebrada que sea, no podría soñar con evocar. —¿Sí? —Oh, sí.

Oh, con toda certeza. Tu perversión más apreciada es solo un juego de niños comparada con las experiencias que ofrecemos. —¿Quieres participar en ellas? —dijo el segundo Cenobita. Frankmiró las cicatrices y los anzuelos. Otra vez, su lengua era deficiente. —¿Quieres? Afuera, en algún sitio cercano, el mundo pronto estaría despertando. Él lo había visto despertar desde la ventana de esta misma habitación, día tras día, desperezándose y preparándose para otra ronda de actividades infructuosas, y el sabía, sabía, que allí no quedaba nada que lo entusiasmara. Nada de calor, solo transpiración. Nada de pasión, solo lujuria momentánea, y una indiferencia igualmente repentina. Le había dado la espalda a esas insatisfacciones. Si para hacerlo debía interpretar las señales que acompañaban a estas criaturas, entonces ese era el precio de la ambición. Estaba dispuesto a pagarlo. —Muéstrenme —dijo. —No hay retorno. ¿Comprendes eso? —Muéstrenme. No necesitaron de más invitaciones para levantar el telón. Frank oyó que la puerta se abría con un crujido, dio media vuelta y vio que el mundo que estaba del otro lado del umbral había desaparecido, para ser reemplazado por la misma oscuridad pavorosa de la que habían surgido los miembros de la Orden. Miró hacia atrás, en dirección a los Cenobitas, buscando alguna explicación para todo esto. Pero habían desaparecido. Su presencia, no obstante había dejado rastros. Se habían llevado las flores, dejando solo las tablas del piso; en la pared, las ofrendas que Frank había preparado se estaban poniendo negras, como si unas llamas feroces pero invisibles estuviesen consumiéndolas. Percibió el olor amargo de su destrucción; le aguijoneaba las fosas nasales con tanta agudeza que seguramente comenzarían a sangrar. Pero el olor a quemado solo fue el principio. Apenas lo hubo registrado, media docena de otros aromas colmaron su cabeza. Perfumes que, hasta ahora, apenas había notado resultaban de pronto abrumadoramente fuertes.

El aroma residual de los capullos robados, el olor de la pintura del cielorraso y el de la savia de la madera que tenía a sus pies: todos invadían su cabeza. Incluso podía oler la oscuridad que estaba del otro lado de la puerta, y en ella los excrementos de cien mil pájaros. Se cubrió la boca y la nariz con la mano, para evitar que la embestida lo superara, pero el hedor de la transpiración de sus dedos lo hizo sentir mareado. De no haber sido por las nuevas sensaciones que inundaban su sistema, penetrando por cada terminación nerviosa y cada papila gustativa, hubiese llegado a la náusea. Parecía que, súbitamente podía sentir la colisión de las motas de polvo contra su piel. Cada inspiración le escoriaba los labios; cada parpadeo, los ojos. En el fondo de su garganta ardía la bilis; un trocito de la carne de ayer, alojado entre sus dientes, le provocó espasmos en todo el organismo al exudar una gotita de salsa que fue a caer sobre la lengua. Sus oídos, no eran menos sensibles. En su cabeza resonaban un millar de ruidos, algunos de los cuales los producía él mismo. El aire que se estrellaba contra sus tímpanos era un huracán; la flatulencia de sus intestinos era un trueno. También lo asaltaban otros sonidos —innumerables sonidos— que procedían de lugares que estaban lejos de él. Voces que se elevaban furiosas, declaraciones de amor susurradas, rugidos y traqueteos, trozos de canciones, llantos. ¿Era el mundo lo que oía? ¿El amanecer en un millón de hogares? No tenía manera de ponerse a escuchar con detenimiento; la cacofonía expulsaba de su cabeza toda capacidad de análisis. Pero había algo peor. ¡Los ojos! Oh, Dios del Cielo, nunca había imaginado que pudiera existir un tormento semejante. Él, que había pensado que no quedaba nada en la tierra que pudiera conmoverlo… ¡ahora estaba espantado! ¡En todos lados, la vista! El yeso liso del cielorraso era una sobrecogedora geografía de pinceladas. La tela de su camisa lisa, una insoportable elaboración de hilos. En el rincón, vio que un ácaro caminaba por la cabeza de una paloma muerta y que pestañeaba al verlo, advirtiendo que él también lo veía. ¡Demasiado! ¡Demasiado! Abatido, cerró los ojos. Pero había más cosas adentro que afuera, recuerdos cuya violencia lo sacudió hasta llevarlo al borde de la insensatez. Mamó la leche de su madre y se atragantó; sintió que lo rodeaban los brazos de su hermano (¿era una pelea o un abrazo fraternal? De todos modos, lo sofocaba). Y más, muchísimo más. Toda una breve vida de sensaciones, inscriptas en su córtex con perfecta caligrafía, que lo despedazaban con su insistencia en ser recordadas. Se sentía a punto de explotar. Seguramente, el mundo que había afuera de su cabeza —la habitación, y los pájaros que estaban del otro lado de la puerta—, a pesar de todos sus excesos ensordecedores, no podía ser tan opresivo como sus recuerdos.

Mejor eso, pensó, y trató de abrir los ojos. Pero no querían despegarse; se los habían sellado con lágrimas, con pus o con aguja e hilo. Pensó en las palabras de los Cenobitas; los anzuelos, las cadenas. ¿Lo habían sometido a una cirugía similar, dejándolo encerrado detrás de sus ojos con el desfile de su propia historia? Temiendo por su propia cordura, Frank comenzó a hablarles, aunque ya no estaba seguro de que estuvieran lo bastante cerca para escucharlo. —¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué me hacen esto? El eco de sus palabras rugió en sus oídos, pero apenas le prestó atención. Otras impresiones sensoriales emergían del pasado para atormentarlo. La niñez aún se demoraba en su lengua (leche y frustración), pero ahora se agregaban sentimientos de adulto. ¡Había crecido! Era bigotudo y poderoso; de manos pesadas, de tripas grandes. Los placeres juveniles habían tenido el encanto de la novedad, pero a medida que avanzaban los años y la moderada sensación perdía potencia, había necesitado de experiencias cada vez más fuertes. Y ahí estaban de nuevo, más incisivas aún por estar en la oscuridad, en el fondo de su cabeza. Sintió sabores innombrables en la lengua: amargo, dulce, ácido, salado; sintió el olor de las especias, de la mierda y del cabello de su madre; vio ciudades y cielos; vio velocidad, vio profundidades; partió el pan con hombres ahora muertos y el calor de su saliva le escaldó las mejillas. Y, por supuesto, había mujeres. Siempre en medio del aturdimiento y la confusión, aparecían recuerdos de mujeres, asaltándolo con sus aromas, sus texturas, sus sabores. La proximidad de ese harén lo excitó, a pesar de las circunstancias. Se abrió los pantalones y se acaricio el miembro, más ansioso de derramar la simiente para librarse de esas criaturas que para sentir placer. Mientras se tocaba, era lejanamente consciente de que debía estar ofreciendo un panorama lamentable: un ciego en un cuarto vacío, excitado por un sueño. Pero el orgasmo malgastado, sin gozo, no logró atemperar la inexorable exhibición. Le flaquearon las rodillas y su cuerpo se derrumbo sobre el piso de madera, donde había caído el semen. Al tocar el suelo sintió un espasmo de dolor, pero la reacción fue arrastrada por otra ola de recuerdos. Rodó hasta quedar de espaldas y gritó, gritó y rogó que todo terminara, pero las sensaciones se intensificaron todavía más; a cada oración implorando que se detuvieran, respondían disparándose hacia nuevas alturas. Las súplicas se volvieron un solo sonido; el pánico eclipsaba las palabras y su significado. Parecía que todo esto nunca tendría fin, sino locura. Ninguna esperanza, sino la pérdida de toda esperanza. Mientras formulaba este último y desesperado pensamiento, el tormento acabó.

De golpe, todo junto. Desapareció. La vista, el sonido, el tacto, el gusto, el olor. Abruptamente, lo habían despojado de todos ellos. Entonces transcurrieron unos segundos durante los cuales dudó de su propia existencia. Dos latidos de su corazón; tres; cuatro. En el quinto latido, abrió los ojos. La habitación estaba vacía, las palomas y los frascos con pis habían desaparecido. La puerta estaba cerrada. Cautelosamente, se sentó. Le hormigueaban las extremidades; le dolía la cabeza, también las muñecas y la vejiga. Y entonces… un movimiento que vio en el lado opuesto del cuarto le llamó la atención.

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