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Hawking y los agujeros negros – Paul Strathern

El parecido entre Stephen Hawking y el Dr. Strangelove, el extraño personaje de la película de Kubrick, es algo más que una mera y pasajera comparación. Desde luego, Hawking no es un nazi con ansias de revancha, pero todos los que han trabajado con él hablan del mismo grado de intensidad en la energía intelectual contenida. El Dr. Strangelove era una parodia de la voluntad desnuda, aunque de una gran complejidad y clarividencia, y enormemente cerebral. Al mismo tiempo que decididamente humano, estaba poseído por fuertes pasiones y fobias, que sus taras físicas no contribuían a remediar. Hawking ha insistido a menudo en que se le viera como a cualquier otro ser humano normal, algo que después han confirmado sus actos. En la película nunca llegamos a ver el despacho del Dr. Strangelove, pero de haberlo necesitado, el despacho de Hawking en Cambridge habría sido una inmejorable elección. Allí se respira una silenciosa atmósfera de concentración, rota tan solo por el sonido de un interruptor que una figura encorvada acciona desde su silla de ruedas; a su alrededor, las pantallas de los ordenadores, un espejo desde el que un rostro atento devuelve la mirada al observador, y grandes pósters de Marilyn Monroe mirándonos desde lo alto de las paredes. Esa mente, alejada del mundo, que se encuentra como en casa cuando navega por los confines últimos del universo, ha producido algunos de los más asombrosos pensamientos cosmológicos de todos los tiempos. Nuestra imagen del cosmos se ha transformado por completo durante la era Hawking. La imagen que él y su equipo han creado es tan imaginativa y bella como una gran obra de arte y, al mismo tiempo, tan imposible como un sueño, y enormemente más compleja de lo que puede comprenderse habitualmente. Hawking ha producido ideas nuevas y sensacionales sobre los agujeros negros, la «Teoría de la Gran unificación» y el origen del universo. Sin embargo, hay quienes han cuestionado todo esto. La cosmología es el estudio del universo, pero pese a contar con sus diabólicas matemáticas, gran parte de la disciplina no puede probarse. ¿Puede la cosmología ser de algún modo útil o relevante, o es como un cuento de hadas, tan importante para nuestras vidas como las leyendas de los antiguos dioses griegos? Igualmente puede considerarse que los logros de Hawking son fundamentales para nuestra comprensión de la propia vida, o que se trata de una vasta empresa intelectual llena de ruido y furia pero vacía de significado. Continúen leyendo y juzguen por ustedes mismos. Vida y obra: una breve historia de Hawking Stephen Hawking nació durante los sombríos días de la segunda guerra mundial. Sus padres tenían una casa en Highgate, en el norte de Londres. Por la noche, el clamor de las sirenas que anunciaban los bombardeos, los focos de luz en busca de señales en el cielo, el resplandor y el estallido sordo de las bombas alemanas desgarraban el silencio. Para asegurar el nacimiento de su primer hijo, Frank e Isobel Hawking decidieron, poco antes de dar a luz, trasladarse temporalmente a Oxford. Los alemanes habían aceptado no bombardear Oxford y Cambridge para no dañar su irreemplazable arquitectura a cambio de que los aliados no hicieran lo propio con las históricas ciudades universitarias de Heidelberg y Gotinga. Como señalaba Isobel Hawking: «es una lástima que este tipo de acuerdo civilizado no se extendiera a otros campos». El 8 de enero de 1942 dio felizmente a luz un hijo varón, una fecha que casualmente coincide con el aniversario de Galileo, muerto en 1642, exactamente 300 años antes.


Además, Newton había nacido casi al mismo tiempo el mismo año, por lo que, si omitimos el hecho de que son dos campos que se excluyen mutuamente, podríamos decir que los auspicios astrológicos para un astrónomo eran realmente excelentes. Tanto Frank como Isobel Hawking habían estudiado en la Universidad de Oxford. Frank era ya un médico dedicado a la investigación, que estaba casi siempre de viaje. Por otro lado, la carrera de Isobel, en declive por falta de oportunidades, había comenzado con un aburrido puesto de inspectora fiscal para ir progresivamente descendiendo por diversos trabajos de secretaria nada satisfactorios. (En realidad, había llegado demasiado pronto, pues solo unos años más tarde, Maggie Thatcher se haría cargo del Comité conservador de la Universidad de Oxford. Durante la guerra, las mujeres ya habían entrado en los ministerios, consiguiendo puestos elevados en el escalafón funcionarial, habían escapado de la servidumbre doméstica para buscar empleo como braceras en las granjas, o habían probado el sabor de la independencia trabajando en las fábricas y ocupando puestos tradicionalmente «masculinos»). Precisamente, cuando trabajaba de secretaria, Isobel conoció a Frank Hawking, que acababa de regresar de una investigación médica en África. No tardaron en casarse, y tuvieron cuatro hijos. La actitud ante la vida de Isobel, que apenas cambió de forma de ser, marcó la educación de sus hijos. Pese a ello, sus deseos no colmados encontraron un camino en el idealismo. Se enroló en las filas del comunismo y, aunque muy pronto flexibilizó su postura política, siguió siendo una socialista convencida. Más tarde, tomaría parte en las primeras marchas del CND, el comité para el desarme nuclear, desde Aldermaston hasta Londres, cuando intentar salvar a la raza humana de la destrucción nuclear se consideraba una actividad anti-social. En 1950 los Hawkings se trasladaron a vivir a St. Albans, 50 kilómetros al norte de Londres, una agradable ciudad catedralicia (o sofocantemente provincial). Frank había sido nombrado allí jefe del Departamento de Parasitología del Instituto Nacional de Investigación Médica. Los Hawkings continuaron haciendo una vida intelectual perfectamente ortodoxa, lo que no impidió que se les etiquetase de inmediato como peligrosos excéntricos. Su casa estaba atestada de libros, los muebles pretendían ser cómodos y no símbolo de estatus social, las cortinas no se lavaban y, a veces, ni siquiera se corrían por la noche. Había quien podía asegurar incluso que la familia escuchaba en la radio el Tercer Programa (dedicado a la música clásica y al teatro, y dirigido especialmente a los pocos disidentes que vivían entre el filisteísmo burgués). En su tiempo libre, Frank llegó incluso a escribir varias novelas que nunca se publicaron, y de las que su esposa se burlaba llamándolas despropósitos. Los modelos para el joven Stephen fueron siempre más bien los Bertrand Russell y Ghandi que los Stanley Matthews o Max Miller. Al llegar el verano, toda la familia se apretujaba en el automóvil, un antiguo taxi londinense, y se trasladaban a su caravana para pasar las vacaciones. La caravana, que era de su propiedad, estaba aparcada en un campo de Osmington, en Dorset, cerca de la Bahía de Ringstead. No hace falta decir que no se trataba de una caravana corriente, sino de una vieja caravana gitana, pintada con alegres colores «romanís». Los Hawkings no eran una familia acomodada, pero no eran pobres; tampoco parece que fueran más ni menos felices que cualquier otra familia de clase media durante esta época triste y gris de represión social. De un hogar corriente como este salió un típico estudiante de la época.

A los diez años, a Stephen se le matriculó en el mejor colegio de la zona: el mediocre St. Albans, cuya matrícula costaba 50 guineas por trimestre. Si tenemos en cuenta que una guinea equivale a unas 260 pesetas actuales, podremos hacernos una idea de las pretensiones que dicha escuela tenía de aspirar al nivel Basil Fawlty [1] . Stephen era un estudiante debilucho, desmañado y de movimientos descoordinados, un tipo de personaje fácilmente reconocible que encajaba entre los habituales matones, chulos, fanfarrones, malas hierbas, quejicas y toda esa clase de seres particulares que suelen poblar cualquier patio escolar. Para entonces Stephen ya se había interesado por la química, e incluso tenía su propio laboratorio en el cobertizo de su casa, que no tardó en convertirse en un lugar desordenado, lleno de tubos de ensayo, residuos de viejos experimentos y manuales para la fabricación casera de pólvora, cianuro o gas mostaza. Poco a poco iba haciéndose evidente que Stephen era un alumno bastante brillante, pero al que no le constreñían las ostentosas exigencias que trataban de imponerle en aquel colegio fino. No trabajaba demasiado, pero aprobaba con nota todas las asignaturas, aunque nunca era de los primeros. Su mente era aguda, pero hablaba con demasiada rapidez para que se le entendiese bien. En su casa, en el cobertizo, con sus pocos amigos del colegio, se dedicó a inventar complicados juegos de mesa, que para jugar requerían al menos cinco horas y que, en ocasiones, podían llegar a durar hasta una semana entera de vacaciones. No es extraño que pronto se encontrara jugando contra sí mismo. Tanto a los amigos como a la familia les sorprendía su capacidad para dejarse absorber por problemas tan abstrusos, cuya solución a menudo llegaba después de interminables horas. En opinión de su madre: «Me imagino que por entonces para él el juego era casi un substituto de la vida». Stephen parecía disfrutar viviendo en un mundo teórico ordenado, intentando retar a su estructura hasta sus últimos límites. Puede que no pareciera infeliz, pero ciertamente no era alguien corriente. El funcionamiento de su mente era inusitadamente abstracto, y parecía que le guiaban inclinaciones superiores a las naturales. El ganador de todos los premios de su promoción, su compañero Michael, le definía de un modo cordialmente condescendiente como «un brillante y simpático maniático de la ciencia». Un día, empezaron a hablar en el laboratorio de Stephen de «filosofía y vida». Michael recuerda que a él se le daba bastante bien la filosofía, pero a medida que se adentraban en la conversación se fue dando cuenta de que Stephen lo estaba dejando en ridículo, incitándole sutilmente a que dejase ver su ignorancia. Fue un momento desconcertante para Michael que, de repente, sintió como si un observador distanciado le mirase burlonamente desde una gran altura. «En aquel momento me di cuenta por primera vez de que, de algún modo, Stephen era diferente y no solo brillante, no solamente listo ni original, sino excepcional». También percibió «una arrogancia, un sentido global de cómo funcionaba el mundo». Naturalmente, el brillante y distraído cerebro de Stephen se había pasado algún tiempo reflexionando sobre las cosas, intentando figurarse cómo funcionaba el mundo. La cosmología había sido la tarea que la filosofía se había impuesto en sus orígenes. La palabra griega para nombrar el universo era cosmos, que también significaba «orden» y cuya etimología ha guardado el sustantivo cosmética. Para los griegos antiguos el orden del mundo era una cuestión de belleza.

Actualmente la cosmología se ha desembarazado de sus tintes filosóficos, y se limita al estudio de la estructura del universo, pero el descubrimiento de un orden en esta vastedad infinita puede aún evocar un sentido de belleza y asombro filosófico. Esto puede ocurrir especialmente en la mente de un reflexivo estudiante de secundaria, dotado de una extraordinaria percepción, atraído por la abstracción y capaz de una concentración extrema en su empeño por pensar hasta la raíz última de las cosas. Los escondidos talentos de Hawking necesitaban un impulso para poder emerger a la luz del día. Esto ocurrió cuando tenía 16 años y estudiaba para los A-levels [2] . En 1958 el padre de Stephen obtuvo un puesto de investigador en la India. La familia decidió convertirlo en una aventura y viajaron en automóvil, lo que en aquellos tiempos constituía todo un atrevimiento. Pero la decepción llegó cuando se supo que en aquella aventura no podría unirse toda la familia: Stephen debía pasar sus exámenes y se quedaría al cuidado de la vecina y agradable familia Humphreys. La actitud de la señora Hawking al respecto era perfectamente británica. «Él se lo pasó en grande con los Humphreys, y nosotros lo pasamos muy bien en la India». Y en efecto, eso parecía. Sin embargo, hubo un incremento notable en la torpeza de Stephen. En una ocasión digna de un número cómico, los Humphreys perdieron un carrito lleno de su mejor vajilla de loza. La señora Humphrey recuerda: «Supongo que todos se echaron a reír, pero después de un rato quien más se rio fue Stephen». Al margen de otras posibles consecuencias, el hecho de ser abandonado por su familia fue suficiente para estimular el interés de Hawking por la vida. Su padre habría deseado que él estudiase biología con el objetivo de continuar después su labor en la profesión médica, pero a Stephen le interesaban más las matemáticas, materia que dominaba mejor. Su padre consideraba que eran un camino estéril, que solo servían para la enseñanza. Finalmente llegaron a un acuerdo: Stephen estudiaría matemáticas, física y química. Se consagró en cuerpo y alma a sus estudios A-level, y también probó suerte en un examen de ingreso en Oxford, con la intención de prepararse mejor para el año siguiente. Contra todo pronóstico, Stephen lo hizo tan bien en los exámenes de Oxford que le concedieron una beca al instante. Con 17 años Stephen Hawking llegaba a la Universidad de Oxford para estudiar Ciencias Naturales en la especialidad de Física. La ausencia de matemáticas no suponía que respetase hasta ese punto el trato con su padre, sino que, por el contrario, Hawking consideraba ya entonces que eran solo la llave para la comprensión del universo en su conjunto. El cosmos seguía constituyendo el núcleo de su interés más profundo. Muchos de sus otros compañeros de estudios del primer curso eran aproximadamente un año y medio mayores que Stephen, que por entonces tenía 17, y el resto le sacaba al menos tres años, pues habían pasado dos cumpliendo su servicio militar. Joven, con gafas, desmañado y de complexión endeble, Stephen se sentía al margen de las cosas y de los demás. Pasó la mayor parte de su primer año sin salir de su cuarto, sin trabajar, tan solo aburriéndose y preguntándose cómo podría conseguir la aceptación de los demás.

Como era demasiado joven para ir a los pubs, por las noches se bebía él solo unas cuantas cervezas en su habitación mientras devoraba libros de ciencia-ficción. Esta actividad le abrió las puertas de nuevas perspectivas del universo, tan imaginativas como, casi siempre, estrafalarias o desvirtuadas, pero no estimuló apenas sus intereses académicos. Si tenía suerte conseguía concentrarse poco más de una hora al día. El interés de Hawking se centraba en la amplitud del mundo que le rodeaba, y esto sí que lo estudiaba a conciencia, a menudo realizando incursiones nocturnas en él. No dejaba de observar sus propiedades singulares, el curioso modo en que se manifestaba y sus excitantes posibilidades. En el comienzo de su segundo año, Hawking estaba preparado para entrar en este mundo. Se dejó el pelo muy largo, especialmente para aquellos años cincuenta, acentuó su fino sentido del humor, y mejoró su aspecto externo. El patito feo floreció, saltando de fiesta en fiesta, dejándose llevar por la corriente social con la facilidad y confianza de un perfecto y bien ensayado profesional del espejo. Incluso llegó a unirse a los robustos miembros del club de remo, haciéndose timonel de una embarcación de ocho universitarios como él.

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