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Hasta la ultima palabra – Tamara Ireland Stone

«No tendría que estar leyendo estas notas». Hailey corta una rosa y me la pasa. Cuando sujeto la nota al tallo con una brillante cinta rosa, la leo. No puedo evitarlo. Esta es un poco exagerada, pero aun así tierna. Se la doy a Olivia y ella la deja en el cubo correspondiente al aula. —¡Esto es increíble, chicas! —resopla Olivia, riéndose mientras vuelve la tarjeta que sostiene. Supongo que ella también las está leyendo—. No sé de quién es esta pero… pobre chico. ¡Qué cursi! La tentativa de sentido poema que ha escrito alguien recorre el grupo. Alexis se echa hacia atrás en mi cama partiéndose de risa. Kaitlyn y Hailey se tronchan en la alfombra. Al final, me río con ellas. —Esto no está bien. No las leamos —comento, escondiendo la rosa en medio del cubo para intentar proteger al muchacho anónimo que ha expuesto sus sentimientos por una tal Jessica, de su clase de Cálculo. Olivia toma el montón de tarjetas que tengo delante y se pone a hojearlas. —Dios mío, ¿quién es esta gente y cómo es que no conocemos a ninguno? —¿Porque no somos unas fracasadas? —sugiere Alexis. —Nuestro instituto es grande —replica Hailey. —Venga, sigamos, que las flores se están marchitando. —Kaitlyn vuelve a adoptar el papel de organizadora de nuestra recaudación de fondos por San Valentín sin dejar de reírse—. Olivia, como te gustan tanto las notas, cambia de lugar con Samantha. —Ni hablar —responde Olivia, cuya coleta se zarandea al sacudir la cabeza—. Me gusta lo que hago. —Ya me cambio yo por ella. Se me está cansando la mano —se ofrece Hailey, y las dos intercambiamos nuestros puestos.


Saco una rosa del cubo y recojo las tijeras del suelo. En ese momento me viene una idea a la cabeza y, sin tiempo para reaccionar, noto que mi cerebro le hinca los dientes y la sujeta con fuerza, preparándose ya para defenderla ante mí. Empieza a temblarme la mano y se me seca la boca. «Es solo un pensamiento», me digo. Dejo caer las tijeras al suelo y sacudo varias veces las manos mientras echo un vistazo alrededor, temerosa de que alguna de mis amigas me esté mirando. «Situación bajo control», suspiro mentalmente. Lo intento otra vez. Una rosa en una mano, las tijeras en la otra. Junto los dedos, pero tengo las palmas sudorosas y me noto un hormigueo en los dedos, lo que me impide apretar bien. Alzo los ojos hacia Kaitlyn, sentada justo delante de mí, y veo cómo la cara se le distorsiona y se vuelve borrosa. «Respira. Piensa en otra cosa». Si corto una, seguiré adelante. Lo sé. Pasaré a la siguiente rosa, y luego a la siguiente, y continuaré cortando hasta que solo quede un montón de tallos, hojas y pétalos. Después, me cargaré esas empalagosas notas, cuidadosamente escritas. Todas y cada una de ellas. «¡Dios mío, qué idea más retorcida!». Y entonces acercaré las tijeras a la coleta de Olivia y se la cortaré. «Mierda. Piensa en otra cosa. Piensa en otra cosa». —Necesito un vaso de agua —digo, y me levanto rogando que ninguna de ellas se fije en el sudor que me perla la frente. —¿Ahora? —pregunta Kaitlyn—. Venga, Samantha, vas a retrasarlo todo.

Me tiemblan las piernas y no estoy segura de que vayan a sostenerme escalera abajo, pero de algún modo ya no sujeto las tijeras sino el pasamanos. Voy directamente a la cocina y pongo las manos bajo el grifo. «El agua está fría. Escucha el agua». —¿Estás bien? —La voz de Paige interrumpe mi cháchara mental. Ni siquiera había visto a mi hermanita sentada frente a la encimera, haciendo los deberes. Entonces reparo en el bloque para los cuchillos, lleno. Y unas tijeras. «Podría dejarla sin pelo». Retrocedo rápidamente hasta toparme con el frigorífico. Las rodillas me ceden y resbalo hacia el suelo, sujetándome la cabeza, hundiendo la cara en mis manos para quedarme a oscuras, repitiendo los mantras. —Sam. Abre los ojos. —La voz de mamá suena muy lejos, pero obedezco y, cuando lo hago, tiene la cara pegada a la mía—. Dime algo. Vamos. Dirijo unos ojos como platos hacia la escalera. —No te preocupes —me dice—. No se enterarán. Están arriba. —Y le susurra a Paige que lleve una bolsa de patatas fritas a mi habitación y distraiga a mis amigas. Luego, me sujeta las manos con tanta fuerza que me hinca la alianza en un nudillo. —Solo son pensamientos —me asegura con calma—. Dilo, por favor. —Solo son pensamientos.

—Consigo repetir sus palabras pero no la firmeza de su voz. —Muy bien. Tienes la situación bajo control —insiste, y cuando desvío la mirada me sujeta los brazos con más fuerza. —Tengo la situación bajo control. —«Se equivoca. No la tengo bajo ningún control». —¿Cuántos pensamientos tiene automáticamente el cerebro a lo largo de un día? —Mamá recurre a los datos para ayudarme a centrarme. —Setenta mil —susurro mientras las lágrimas me resbalan. —Exacto. Y ¿llevas a la práctica setenta mil pensamientos al día? Sacudo la cabeza. —Claro que no —añade ella—. Este pensamiento era uno de setenta mil. No es especial. —No es especial. —Muy bien. —Me toma el mentón y me levanta la cabeza, obligándome a mirarla—. Te quiero, Sam —dice. Huele a su loción favorita de lavanda, y la inhalo mientras un montón de pensamientos nuevos, más bonitos, se imponen a los más sombríos y aterradores—. Pienses lo que pienses, no pasa nada. Eso no quiere decir nada sobre ti. ¿Entendido? Y ahora cuéntamelo. Ya hemos tenido antes esta conversación. Hace mucho tiempo, y no fue así, pero mamá adopta su papel como si fuera innato en ella. Está bien preparada. —Las tijeras —susurro, agachando la cabeza, sintiéndome asquerosa, enferma y humillada.

Detesto contarle estos pensamientos horrorosos, pero todavía detesto más la espiral de pensamientos, y esta es la forma de evitarla. Yo también estoy bien preparada—. Las rosas. El pelo de Olivia y… Paige… Mamá me rodea con sus brazos y me aferro a su camiseta para sollozarle en el hombro, diciéndole que lo siento. —No tienes por qué sentirlo. —Se aparta y me besa la frente—. Quédate aquí. Enseguida vuelvo. —No, por favor —le suplico, pero sé que no me escuchará. Está haciendo lo que tiene que hacer. Me hinco las uñas en la nuca tres veces, una y otra vez hasta que ella regresa. Cuando alzo la vista, vuelve a estar de cuclillas delante de mí, sosteniendo unas tijeras en la palma de la mano. —Cógelas, por favor. No quiero tocarlas, pero no tengo elección. Rozo el frío metal con la punta del dedo y la deslizo por la hoja, suavemente, despacio, acariciando apenas la superficie. Cuando llego a los mangos, introduzco los dedos en los huecos. El cabello de mamá oscila a pocos centímetros de mi cara. «Podría cortárselo. No, jamás haría eso». —Estupendo. Solo son unas tijeras. Te provocaron unos pensamientos desagradables, pero no vas a llevarlos a la práctica porque tú, Samantha McAllister, eres una buena persona. —Su voz suena más cercana. Dejo caer las tijeras al suelo y les doy un empujón para alejarlas de mí. Rodeo los hombros de mamá y le doy un fuerte abrazo, esperando que sea la última vez que tengamos que pasar por esto, aunque sé que no lo será.

Las crisis de ansiedad son como terremotos. Siempre me siento aliviada cuando la tierra deja de temblar, pero sé que más adelante habrá otra, y otra más. Nunca las veo venir. —¿Qué voy a decirles? Mis amigas no pueden saber de mi trastorno obsesivo-compulsivo ni de mis pensamientos incontrolables y debilitantes, porque ellas son normales. Y perfectas. Se enorgullecen de su normalidad y su perfección, y jamás pueden enterarse de lo lejos que estoy yo, con mi TOC, de ambas cosas. —Paige te está sustituyendo en tus tareas con las rosas. Las chicas creen que me estás ayudando a hacer algo en la cocina. —Me da un paño de cocina para que pueda adecentarme—. Sube cuando estés preparada. Me quedo sentada sola un buen rato, inspirando hondo. Sigo sin poder mirar las tijeras que yacen en el suelo, al otro lado de la cocina. Seguramente mamá mantendrá escondidos unos días todos los objetos afilados, pero ya estoy bien. Aun así, oigo un pensamiento oculto en los rincones más sombríos de mi mente. No ataca como los demás, pero es aterrador de un modo distinto. Porque es el que nunca desaparece. Y el que más me asusta. «¿Y si estoy loca?». AHORA MÁS QUE NADA Calle 3. Siempre la calle 3. A mis entrenadores les resulta gracioso. Peculiar. Una curiosidad, como no lavarse los calcetines de la suerte o dejarse crecer una larga barba. Y eso me va muy bien. Es todo lo que quiero que sepan.

Me subo al poyete, me doblo por la cintura y zarandeo brazos y piernas. Afianzo los dedos de los pies en el borde y contemplo el agua mientras paso los pulgares tres veces por la lista rugosa del poyete. —En sus marcas… La voz del entrenador Kevin retumba en las instalaciones del club, y cuando toca el silbato, la reacción de mi cuerpo es puramente pavloviana. Con la palma de una mano sobre el dorso de la otra, tenso los codos, me presiono las orejas con los brazos y me lanzo hacia delante, estirándome, alargando el cuerpo y manteniendo esta postura hasta que las puntas de mis dedos rasgan la superficie. Y entonces, durante diez maravillosos segundos, no hay ningún ruido excepto el sonido del agua. Realizo con fuerza el braceo y me sumerjo en mi canción. La primera que me viene a la cabeza es una melodía alegre con una letra pegadiza, así que inicio el estilo mariposa lanzando los dos brazos hacia arriba y sigo el ritmo a la perfección. Batido, batido, barrido. Batido, batido, barrido. Uno, dos, tres. Antes de darme cuenta, toco el extremo opuesto de la piscina, giro y me impulso con fuerza en la pared. No miro a derecha ni izquierda. Como dice el entrenador, ahora, en este momento de la carrera, solo importas tú. Saco la cabeza del agua cada pocos segundos y cada vez oigo al entrenador gritando que mantengamos los mentones pegados al cuerpo y las caderas altas, que enderecemos las piernas y arqueemos la espalda. No oigo mi nombre, pero compruebo igualmente mi postura. Hoy todo va bien. Me siento bien. Y rápida. Aumento el tempo de la canción y acelero las últimas brazadas. Cuando toco el borde de la piscina con los dedos, asomo la cabeza y miro de soslayo el cronómetro. He rebajado cuatro décimas de segundo mi anterior marca. Aún respiro con dificultad cuando Cassidy me da un golpecito con el puño desde la calle 4. —Caray… —me dice—. Me vas a machacar en las pruebas del condado este fin de semana. —Ha ganado el campeonato del condado tres años seguidos.

Nunca le superaré, y sé que solo está siendo amable, pero aun así me gusta que lo diga.

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