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Hades Nebula – Carlos Sisí

Tras sobrevivir a la devastadora pandemia que ha asolado el mundo y con la esperanza de ahondar en el misterio del Necrosum, el pequeño grupo de supervivientes de Carranque llega finalmente a la Alhambra de Granada, donde el aparato militar ha instalado uno de los últimos bastiones de resistencia de la Humanidad. Sin embargo, una vez allí descubrirán que las cosas no son cómo les habían prometido y los protagonistas deberán afrontar una realidad aún peor que todo lo que habían conocido hasta entonces. El autor se sirve de los muertos vivientes para describir situaciones de extrema dureza y dramatismo, explorando la complejidad del ser humano cuando se encuentra cara a cara con el terror en un mundo manifiestamente hostil, y lanzando al lector, en definitiva, a una montaña rusa de sensaciones que desemboca en la conclusión final.


 

No estaba muy seguro de cómo había llegado a esa situación, pero el hombre se debatía entre la vida y la muerte. Estaba acostumbrado a esas lides, desde luego, pero esta vez había sido arrastrado hacia el fondo del mar por una miríada de manos que le agarraban por todas partes. Le cogían de la ropa, tiraban en todas direcciones, apretaban… y sus dedos huesudos eran como tenacillas, provocándole una dolorosa sensación de quemazón. Intentar zafarse había sido inútil. Descubrió además que le era imposible saber si la superficie quedaba arriba o abajo, y sus pulmones reclamaban ya aire fresco con vehemencia. De tanto en cuando, la sombra opaca y terrible de alguno de aquellos rostros contrahechos aparecía en su campo de visión. La luz que llegaba desde la superficie era mortecina, y el agua turbia por añadidura, pero aun así suficiente para distinguir sus bocas terribles y sus manos trocadas en garras espeluznantes. La sensación de ahogo, que se acentuaba por segundos, le hizo entrar en un estado de pánico histérico; se agitó con una violencia desmedida, moviendo brazos y piernas con toda la fuerza de que era capaz, y de alguna forma milagrosa, se sintió otra vez libre: le habían soltado. Aún podía percibir los volúmenes de las figuras que tenía alrededor, debatiéndose inútilmente y agarrándose unos a otros, pero en cuanto a él se trataba, sentía que nada le retenía por fin. Todo su cuerpo clamaba con desesperación un poco de aire, pero ahora que había recuperado su libertad, la sensación de pánico había remitido. Comprendió entonces que si intentaba subir a la superficie, volverían a atraparle, y esta vez sin remedio; volverían a empujarle hacia el fondo, abrazándose a su cuerpo como repugnantes lapas, y sabía demasiado bien que a él apenas le quedaban unos pocos segundos. Intentó entonces alejarse, al menos un poco, moviendo brazos y piernas con sorprendente rapidez. Hacia dónde se dirigía, sin embargo, no lo sabía. Desconocía también si la barca de la que había sido arrebatado estaba en esa dirección, pero no había tiempo para nada más. Después de lo que pareció una eternidad, vislumbró los reflejos del sol en el agua, y se dirigió hacia allí. Ya no importaba si había muertos a la deriva, tenía que subir, o acabaría flotando en aquellas aguas pútridas, con los ojos en blanco, para siempre. Sin quererlo, aspiró una bocanada de agua; su cuerpo empezaba a traicionarle. Creyó que se colapsaría. Se dobló por la mitad, y en la negrura brumosa que le rodeaba, pensó que era el final. Pensó también en sus amigos, en José, y en Susana, y cuando un flujo inesperado de imágenes de su infancia inundaron su cabeza como un torrente, irrumpió en la superficie. Emergió como un ave fénix, con la boca abierta de par en par, hambriento de aire. Tosió violentamente, y expulsó el agua que había respirado.


El pecho le ardía, pero la sensación de poder respirar de nuevo era embriagadora. Percibía los últimos rayos de sol, que anunciaban ya el ocaso inminente, a través de sus párpados cerrados, y el hombre se olvidó de los muertos por unos instantes, se embebió de vida y dio varias largas bocanadas antes de abrir los ojos. Los recuerdos se habían desvanecido tan misteriosamente como habían venido; ahora, el concepto de su realidad regresaba con toda su terrible dureza. Estaba en el puerto, sí, pero al menos parecía que había nadado lo suficiente como para alejarse de los muertos. Sin embargo, estaba físicamente agotado. A duras penas podía mantenerse a flote. La imagen que tenía delante era, además, terriblemente difusa, como si le costara enfocar bien. Al fin y al cabo, había sometido a su cerebro a una prolongada falta de oxígeno, y los bordes de su campo de visión estaban ensombrecidos, como si hubiera sufrido una lipotimia. Aun con eso, crey ó ver a sus amigos alejándose con la barca. Intentó llamarles, pero le sobrevino un nuevo acceso de tos que casi puso en peligro su flotabilidad. La mandíbula inferior le temblaba, y de repente sintió deseos de estar a cien mil años luz de allí. Tener el cuerpo sumergido en aquel caldo espeluznante lleno de muertos vivientes flotando y debatiéndose con grandes aspavientos le producía asco y auténtico pavor a la vez. Miró alrededor, buscando algo a lo que poder asirse. Era un hombre fuerte, y bastante grande además; tanto, que sus amigos le llamaban Dozer, como en « bulldozer» . Pero se sentía débil, y si no encontraba algo pronto, temía lo peor. No había forma de que pudiera reunirse con sus amigos; un centenar de cabezas y brazos le separaban de ellos, y la barca parecía estar cada vez más lejos. Confuso, pestañeó, y el agua acumulada en sus pestañas resbaló por sus mejillas, como lágrimas amargas. Se alejaban, sí, pero ¿adónde iban? De pronto, un destello de dura comprensión atizó su castigado cerebro. Se alejaban porque llevaba demasiado tiempo debajo del agua. Demasiado tiempo, y demasiado lejos. No le buscarían más allá de la línea de zombis que les acosaban desde el agua. Sin duda le daban por muerto. Gritó como pudo, pero su agónico grito no se diferenciaba mucho de los roncos bramidos de los muertos, ni conseguía imponer su voz a la de éstos. Se iban. Se iban.

De pronto fue consciente de que una vez el estímulo visual de la barca desapareciera de la escena, todos aquellos espectros repararían en él. No sabían nadar, carecían de la coordinación psicomotriz necesaria, así que no supondrían una amenaza. Se limitaban a mantenerse a flote como podían, agitando los brazos desesperadamente, chapoteando con gestos violentos. Como si fueran gente ahogándose, luchando por sobrevivir. Asqueado, Dozer miró hacia atrás. El muelle quedaba todavía a unos buenos cien metros, pero allí, el número de espectros era aún mayor. Formaban una hilera terrible y compacta, y los que estaban cerca del borde caían al agua, empujados por los que venían detrás. Intentar escapar por allí era del todo imposible. Giró sobre sí mismo, buscando en la línea del horizonte. A lo lejos divisó los restos medio sumergidos del barco discoteca Santísima Trinidad, una impresionante carabela que participó en la batalla de Trafalgar y se empleaba ahora para celebrar eventos y comidas de empresa. Estaba partido por la mitad, y reacio todavía a hundirse, la proa y la popa asomaban formando una última uve de victoria. Los mástiles, visiblemente curvados, apuntaban hacia el cielo como las retorcidas ramas de algún árbol seco. Se daba cuenta de que tendría que nadar trescientos o cuatrocientos metros, pero en aquella parte no se divisaba ningún muerto viviente, de modo que aunque estaba exhausto, comenzó a mover los brazos. Parecían pesar una tonelada, y aún peor, comenzaba a acusar el frío ahora que el sol empezaba a declinar y el efecto de la adrenalina se retiraba, pero de alguna manera avanzaba. Se concentró en esa tarea, sin pensar en nada más. Una brazada y después otra. El objetivo no era recorrer cuatrocientos metros, sino desplazar el brazo con la fuerza suficiente para propiciar el avance. En algún momento del trayecto se deshizo de la pequeña mochila que llevaba a la espalda, porque le dificultaba el movimiento de los brazos. Todo cosas útiles: una linterna, mapas de las alcantarillas, un botiquín, munición adicional, pero que debían irse al fondo. Así, quince minutos más tarde, un Dozer al límite de sus fuerzas se topaba con una cuerda gruesa y de aspecto vetusto que colgaba del muelle. Se agarró a ella con manos temblorosas y los labios amoratados; todos los poros de su cuerpo estaban erizados como respuesta al frío intenso. Pero lo había conseguido, y esa sensación de triunfo brilló con cierta intensidad en su interior, proporcionándole renovados ánimos. No ascendió inmediatamente, dejó que los brazos descansaran. Tenía la sensación de que los hubieran hinchado con aire y fueran más gruesos de lo normal. La ropa mojada por el agua era lo peor.

La noche se acercaba con rapidez, oscureciendo el cielo por el oeste; el viento, que creaba pequeñas olas encrespadas en la superficie del mar, era frío y húmedo. Por fin, sirviéndose de la cuerda y las muchas oquedades y salientes de la pared de hormigón, Dozer se encaramó hasta el muelle. Éste último esfuerzo le costó toda la energía que le quedaba, y cuando llegó arriba, se dejó caer en el suelo, inerte como un fardo. Tenía heridas en las manos y las piernas, y los ojos le escocían. Bajo el pecho, oprimido por su propio peso, latía un corazón acelerado, y su respiración agitada arrancaba volutas de polvo del suelo. En la distancia, el rumor constante y terrible de los muertos llegaba hasta sus oídos, pero necesitaba descansar un poco más. Su mente, sin embargo, comenzaba a increparle de nuevo, conjurando oscuras imágenes de conceptos que conocía demasiado bien: la noche, los alaridos y el millar de muertos vivientes que los provocaban. No quedaba más tiempo. Si alguno de ellos lo localizaba, iría a por él con esa furia inexplicable que les caracterizaba, como sacudido por una necesidad imperiosa de desgarrar, de destruir, de acabar con toda vida. No sabía qué clase de instinto primitivo se activaba en sus cerebros cuando se convertían en zombis, pero era uno manifiestamente destructor; los muertos siempre buscaban la muerte. Espoleado por esa corriente de pensamientos, Dozer comenzó a incorporarse. Visto desde la distancia, parecía un cervatillo que acabara de abandonar el vientre materno: agachado, tembloroso y torpe. Pronto estuvo otra vez en pie, escudriñando la zona que tenía alrededor, y aunque la ropa mojada era desagradable y pesada, se sentía efectivamente renacido. Por aquel entonces, las obras de reforma del puerto ya habían comenzado, y ante él se extendía una explanada donde montones de arena y grava se acumulaban en confusa profusión. Una excavadora languidecía a poca distancia, con la pala levantada hacia arriba como si extendiera una ofrenda a algún dios y a olvidado. Más allá se extendía la ciudad, apagada y muerta, silenciosa y estéril. Dozer sabía que tendría que salir de la zona de los muelles para encontrar el alcantarillado; desde allí, se arrastraría por debajo de las calles infectadas de espectros (caminantes, como los llamaba Aranda) y trataría de volver a casa, a la Ciudad Deportiva de Carranque, donde él y cerca de una treintena de supervivientes se esforzaban por continuar con sus vidas pese a que el mundo se había ido al infierno. O más bien, pese a que el infierno había ido al mundo. No intentaría, sin embargo, acercarse a sus calles de noche. Ya era bastante duro intentarlo a la luz del sol; sin ningún tipo de iluminación eléctrica, encaminarse hacia allí era poco menos que un suicidio. Los muertos acechaban en cada rincón, y la mayor parte del tiempo, era difícil saber si estaban siquiera. Se los podía ver apoy ados en cualquier esquina, con los ojos en blanco y la mirada perdida en algún horizonte imaginario, o deambulando por todas partes con paso lento y errático, las bocas muertas abiertas y el cuerpo doblado como una S deforme. No, esperaría a la mañana. Aunque en enero amanece más tarde, tendría algo de visibilidad a su paso por las alcantarillas. Allí no había zombis, porque los accesos estaban generalmente cerrados y cuidaban de que así siguiera siendo.

Si la luz era entonces suficiente, podría estar de vuelta antes de la hora del desayuno; y el día, le parecía, tenía la capacidad de teñir de vida las escenas más lúgubres. Exhausto y empapado como estaba, decidió esconderse en algún sitio. Ya no quedaban barcos a la vista: cualquier cosa que hubiera podido flotar fue utilizada el día en el que los muertos empezaron a ser más numerosos que los vivos. Sin embargo, el Santísima Trinidad se encontraba a su alcance, ominoso y oscuro. Desvencijado y vencido por las inclemencias del tiempo, se asemejaba más a un barco fantasma que ha vuelto a emerger de las profundidades del océano. Uno de los mástiles principales, ahora partido, caía sobre el muelle, convertido en una amalgama de cuerdas y restos de estructuras de madera. Era grueso y circundado por anillos de metal que facilitaban su escalada, así que en pocos segundos estuvo sobre la cubierta. Estaba inclinada unos cincuenta grados, y por el estado de las cosas, parecía que allí se había librado una suerte de batalla. En el cielo, la luna llena preñaba de tonos azulados los cañones ornamentales, desparramados por todas partes. Las pasarelas estaban quebradas, y por doquier, las cuerdas se entrelazaban tejiendo una especie de telas de araña. Pero la oscuridad era un factor de peligro, y Dozer decidió no internarse en el barco. Podía imaginar a los muertos, aletargados en sus salones y pasillos, esperando cualquier estímulo que los pusiera de nuevo en marcha, así que se deslizó bajo una de las escaleras de madera y se acurrucó. Tenía frío y estaba hambriento, le dolían las manos (que puso bajo las axilas para que entraran en calor) y en su mente, la posibilidad de no volver a ver la luz del día resonaba como la bocina de una estridente alarma. Pero a pesar de todo, se quedó dormido casi al instante, con las rodillas pegadas al pecho, en una posición casi fetal. Y mientras, alrededor, los muertos aullaban. 2. LA CIUDAD MUERTA Isabel miraba a través de la enorme puerta del helicóptero. Al principio le había dado miedo, porque era diáfana y sin hojas, y no pudo evitar agarrarse del brazo a Moses, sentado a su lado. La ascensión, además, había sido abrupta, y una sensación de desmay o subió desde su estómago a la cabeza. Luego, el helicóptero viró con brusquedad y se inclinaron peligrosamente, y ella tuvo que agarrarse con ambas manos a los cinturones de seguridad que la mantenían bien sujeta al asiento. José había dejado su mochila a sus pies, y cuando el enorme aparato describió el giro, ésta se precipitó al exterior, perdiéndose para siempre. —¡Mi mochila! —exclamó José; había intentado apresarla extendiendo la pierna, pero fue inútil. Uno de los soldados le miró con gesto de interrogación. —No pasa nada… —dijo al fin—, sólo eran mis cosas. —Lo siento, compañero —exclamó Susana.

José la miró. Con el tiempo, Susana se había convertido en uno de los pilares del Escuadrón, compuesto por ellos y dos amigos que habían caído: Dozer y Uriguen. Habían sobrevivido a tantas peripecias que, juntos, se creían imbatibles: la limpieza del perímetro del campamento, la aventura del helicóptero, la invasión zombi propiciada por el padre Isidro, y varias decenas más. Sin embargo, en las últimas horas su número se había visto reducido a la mitad, y Susana parecía ahora tan cansada… demacrada, con la ropa llena de manchas oscuras y con el cabello desaliñado, que más bien parecía una triste y vencida sombra de sí misma: las ojeras remarcaban el borde inferior de sus párpados y su tez tenía el color de la cera vieja. El hecho de que no hubieran dormido mucho la última noche no ayudaba, pero José sabía que eso no tenía mucho que ver. Era el dolor lo que la estaba consumiendo. José se acordó del diario del capitán Díez que tanto había interesado a Dozer, y que él mismo había guardado en su mochila con manifiesto interés. Ahora, el diario se precipitaba al vacío, perdido para siempre. Perdido, como su amigo. Sintió una extraña sensación de ahogo en el pecho, y desvió la mirada. Susana comprendió, sumida en su propio pozo de tristeza, y bajó la cabeza. Isabel vio caer la mochila. Describió varios giros en el aire y terminó liberando su contenido, que se desparramó en una cascada de pequeños objetos. Cay eron en mitad de las pistas de la Ciudad Deportiva de Carranque que habían llamado hogar en los últimos meses, y allí dejó de verlas. Entonces se fijó en el espectáculo desolador que tenía ante sí. Desde aquella altura, la ciudad parecía una maqueta cuidadosamente levantada. Sus calles estaban llenas de figuras espectrales que se repartían por todas las esquinas, pero estáticas, como diminutas figuritas en poses surrealistas y tenebrosas. Había coches por todas partes, algunos colisionados con otros y varios empotrados en el escaparate de alguna tienda, o volcados contra la acera. La vista de Carranque no era mejor: el viejo edificio, ahora derruido y trocado en una ruina humeante, despuntaba con una de sus fachadas levantándose contra todo pronóstico hacia ellos, como un dedo acusador. Allí estaban sepultados los cadáveres de muchos de sus compañeros, que no llegaron a tiempo de ver aparecer los helicópteros. No lo consiguieron. Se llevó una mano a la boca y las lágrimas resbalaron, ardientes, por sus mejillas. Moses percibió su gesto, y le apretó fuertemente la mano. —Ya está —exclamó suavemente—. Lo hemos conseguido.

Pero Isabel no estaba tan segura de que hubieran conseguido gran cosa. Abajo, la ciudad denunciaba su fracaso con sus calles infectadas de muertos andantes. Una vez tuvieron sueños y esperanzas de futuro. En ellos, reconquistaban la ciudad poco a poco, edificio a edificio, extendiendo el perímetro del campamento; sólo Dios sabía con cuánta perseverancia lo había intentado el Escuadrón, exponiendo sus vidas día tras día, pero lo que quiera que hubiese provocado aquella pandemia de proporciones globales, había vencido. Ahora, los que probablemente eran los últimos supervivientes de la ciudad, se marchaban, reducidos en número y derrotados, y con innumerables heridas que curar; heridas en el alma y en el corazón. En secreto, con los ojos anegados en lágrimas, Isabel se prometió a sí misma que volvería. Mientras tanto, José se fijaba en los soldados que los custodiaban. Eran cuatro, e iban equipados con máscaras con filtros de aire. No había forma de identificarlos individualmente: parecían tener todos la misma complexión y envergadura, como si fueran clones. El plástico que les cubría los ojos, de un tono ligeramente anaranjado, no ayudaba a hacerlos más humanos o más próximos, y desde luego, tampoco ay udaban las armas que portaban. José se quedó mirando al que tenía enfrente. Éste parecía devolverle la mirada fijamente, pero era difícil decirlo porque la luz arrancaba pequeños destellos en la visera de la máscara. José intentó esbozar una sonrisa, pero el soldado permaneció inmutable. Si bien eso le pareció un tanto extraño, se decidió a intentar una conversación. —¡Gracias por sacarnos de allí! —exclamó. Tuvo que levantar la voz para hacerse oír por encima del ruido de las hélices. Sin embargo, el soldado no contestó. —Amigo… ¿por qué llevan máscaras? —preguntó después de un rato, gesticulando para hacerse entender. El soldado inclinó ligeramente la cabeza y pareció mirar de soslayo a otro de los hombres, sentado un par de asientos más allá. José siguió su línea de visión, a tiempo para percibir una señal casi imperceptible de asentimiento. Por fin, el soldado retiró la máscara liberando los cierres de seguridad. Tenía ante él a un hombre joven, con el rostro abotargado. En sus mejillas había pequeñas manchas rojas, como las que produce el frío intenso, y sus ojos eran profundos y grises. —Forma parte del equipo estándar, señor —dijo al fin, mirando la máscara como si, de repente, no reconociera lo que tenía entre las manos. —Entiendo —dijo José.

Mientras lo decía, el resto de los soldados desnudaron también sus rostros—. Me llamo José. —Soldado Bronte, señor. —¿Bronte? Qué nombre tan curioso… —Es griego, señor —contestó el soldado—. Significa « trueno» . —Muy apropiado para un soldado —opinó José. El soldado asintió, visiblemente complacido.

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