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Guia para ser buenos padres – Fernando Alberca

Antes del nacimiento, e incluso antes de la concepción de un hijo, los padres han de ir preparándose para el cambio que se les avecina y para la actitud que han de tomar frente a su educación. Porque la educación de un hijo es algo que sobrevivirá a los padres mismos. Después de la muerte de los padres, quedarán en el hijo sus recuerdos, que, en muchas ocasiones, siguen modelando su actitud y su conducta. Cuando los padres se enfrentan a la educación de los hijos, tienen a su alcance la experiencia y el recuerdo de cómo recibieron ellos su propia educación. Además, tienen acceso a muchas teorías, personas y profesionales a los que consultar. Muchos libros que leer. Pero son sólo ellos, en definitiva, los únicos que tienen que decidir y, en último término, hacerse responsables de la educación de sus hijos y de sus consecuencias. En gran número de ocasiones, los padres tienen que tomar decisiones sin conocer, a ciencia cierta, qué resultados van a producir. Han de adoptar el riesgo de arrojarse en la tiniebla. Porque a todos los padres le circunda el riesgo de educar hoy, a partir de nociones educativas pasadas de moda, para ponerlas en práctica en un futuro que no conocen, y todo ello sobre una individualidad siempre diferente: la diferencia del propio hijo, marcada por una genética particular y una psicología diferente. Si cuando los padres se encuentran frente a un niño difícil hicieran un estudio retrospectivo de su vida, seguramente hallarían un buen número de lagunas educativas a lo largo de los primeros años de su vida. Que oscilan entre el autoritarismo y el permisivismo, entre la sobreprotección y los castigos agresivos. Es entonces cuando podrían preguntarse cómo sería este niño si hubieran aplicado de manera conveniente los principios educativos apropiados. Naturalmente no puede saberse la respuesta, pero sí puede comprobarse que en niños de semejantes características, el empleo de conductas diferentes dio respuestas también distintas, más positivas. De aquí nace la ilusión de todo padre por acertar en el uso de normas educativas apropiadas en cada caso para su hijo y por aspirar así a construir, entre todos, una civilización mejor, una juventud más sana, una sociedad más democrática y capacitada para vivir en un mundo mejor. Es preciso, para ello, poner todo el empeño. Aprender de quien puede orientar ante las diversas situaciones por las que pueden pasar los hijos. Cualquier padre, con independencia de sus aptitudes y conocimientos educativos, si de veras quiere ejercer con maestría la educación de sus hijos, debe formarse más, a fin de aprovechar sus cualidades instintivas o genéticas, para desarrollarlas adecuadamente. Todo educador – el padre lo es por derecho propio sobre sus hijos – ha de estar en continua renovación, en una continua adquisición de conocimientos, acomodándose a las exigencias de su propio hijo, que cambia. La conducta del niño tiene como característica personal ser cambiante, pues cada conducta es diferente a las anteriores. La persona nunca jamás puede repetir de igual forma su conducta. Por eso el educador, que conoce que toda conducta ha de cambiar, ha de permanecer alerta a la posible corrección, preparado para saber adaptarse a las circunstancias en las que se desenvuelven los hijos. Para ello se requiere un aprendizaje continuo. Bien es verdad que la escuela de la vida ha de enseñarle una y otra vez lo que precisa conocer. Pero a veces no es suficiente y, en ocasiones, ésta es la causa de que se llegue tarde.


Sin retorno. Por otra parte, el educador ha de aprender a serlo, porque no se nace sabiendo. Con una doble disposición: -Una gran humildad. Porque todo aprendizaje requiere como condición la humildad de tener que aprender de otro. -Un conocimiento pleno de que la corrección de la conducta es siempre diferente y compleja, por lo que no es posible esperar soluciones espontáneas y a mano, sino que es preciso poner en juego la inteligencia y el compromiso personal. En definitiva, todos los padres, con independencia de sus dotes naturales, necesitan aprender y renovarse. Sin duda, una condición fundamental para conseguir una adecuada educación en los hijos es que los padres estén, en lo posible, al día en materia educativa, es decir, en los avances, los descubrimientos y los distintos criterios por los que se rigen los educadores de mayor prestigio y los que entienden de ambientes y principios educativos similares a los padres concretos. Los más fiables para ellos. Sólo de esta manera se podrá adquirir la máxima autoridad frente a los propios hijos. Y con ello, la verdadera eficacia educativa; o lo que es lo mismo, saber cómo orientar a cada hijo singular en un tiempo concreto y circunstancias particulares. Tener la convicción y el liderazgo que ayude realmente a los padres a cumplir con su mayor reto: ayudar a sus hijos a encontrar su propia felicidad. DR. D.FRANCISCO JAVIER ALBERCA RUBIO, Doctor en Medicina General y Cirugía, Médico Especialista en Pediatría y Psiquiatría Infantil. La labor de padres, de buenos padres, comienza en el instante en que nos enteramos de que vamos a ser padres. Incluso antes, cuando elegimos a nuestra pareja. Y acaba con nuestra forma de quererlos hasta el final de nuestros días. La educación es un arte que debe aprenderse. El arte de sacar de nuestros hijos lo mejor que tienen, desarrollar todas sus posibilidades, superar sus limitaciones, orientarles en su camino, hacerlos capaces de llevar en realidad a su vida sus mejores ideales, darles el ejemplo de cómo gestionamos nuestras propias limitaciones, con alegría, generosidad, sabiduría, verdad, autoridad y lealtad. La educación que merecen nuestros hijos, y nosotros, la que hace felices a ambos, necesita apoyarse en la verdad y dirigirse al bien universal (al bien personal, familiar, social, trascendente,…). Cada uno de nuestros hijos es diferente. Diferente de nosotros, de sus hermanos, del resto de niños del mundo entero. Es como es y con el carácter que se forjará especialmente hasta sus primeros siete años. Un ser que puede llegar a ser maravilloso, si aprendemos nosotros a ser buenos padres, resultando mucho más decisivos en los primeros años de vida de lo que advertimos. Por ello, empezamos esta Guía por el día en que nos enteramos que esperamos un bebé.

LA GRATITUD E INGRATITUD DE LA EDUCACIÓN A menudo me he encontrado con padres y madres que creen que la educación es ingrata, porque los hijos nunca nos llegan a agradecer lo que hacemos por ellos. Acostumbro a explicar que esto no es del todo justo. Cualquier padre y madre, antes de serlo, ya ha sido pagado por adelantado: lo hicieron sus padres. No son nuestros hijos quienes nos agradecerán nuestros desvelos, implicación, nuestra vida dedicada a ellos y la vida que le hemos físicamente dado; sino que somos nosotros, los padres, quienes agradecemos a los nuestros lo que hicieron con nosotros ahora en quienes son sus nietos. En la educación se da esta paradoja: gratitud e ingratitud al tiempo. No hay nada más importante que podamos hacer por nuestros hijos que quererlos mucho y educarlos bien, como consecuencia de la gratitud que debemos a la vida, al amor (si tuvimos la suerte de recibirlo) y a la educación que nos dieron nuestros padres. Pocas satisfacciones hay como la de saber que hemos contribuido con nuestra aportación a que nuestros hijos sean mejores personas, más libres, más felices. Pero no se puede educar sin aprender a vivir y actuar por desinterés. Postergar a la segunda fila nuestro yo. Desear sólo el bien de nuestro hijo. La belleza de nuestro hijo. La coherencia de nuestro hijo. Respetando su individualidad, su libertad. Sin esperar su gratitud. Porque al buen padre no le hace falta la gratitud del hijo para quererle como hijo y cumplir su misión. Es difícil encontrar para un escultor algo más gratificante que, mediante su contacto con la piedra, y pese al esfuerzo y resistencia de los cinceles, sacar de ella una obra apreciada. Pero poco hay también más ingrato que sentirse sin medios para poder sacar la imagen que tenía en mente o haber fracasado en el uso del cincel. E ingrato es no sentirse reconocido por el esfuerzo puesto, la autoría prestada. Aun así, el buen escultor esculpe siempre con igual implicación e independencia de las gratificaciones, que sólo vendrán con el tiempo. Educar es hacer una obra maestra en la que hay que centrarse, al máximo de nuestras posibilidades, para procurar el acabado más perfecto del que seamos capaces. No deberemos escatimar esfuerzo, tiempo ni dedicación. Sólo desear su óptima culminación, dándole la forma que más le conviene para que adquiera su auténtica e individual belleza, para que pueda ser admirada en su integridad como una pieza verdaderamente única, y buena parte de la humanidad se complazca al disfrutarla. El escultor la esculpe, pero luego también la pule y restaura, si llega el caso, sin dañar su esencia e integridad, para su mayor esplendor. Y como ocurre con los buenos escultores, los padres morirán antes de que su obra llegue a su cúlmen, a su más brillante reconocimiento. Es el tiempo el que termina las obras maestras mucho después de que el escultor intervenga.

Por eso, todo escultor verdaderamente grande ha de reunir tres cualidades: humildad, amor y fe. HUMILDAD para buscar siempre el bien, sin creer que se está en la posesión de la verdad absoluta y, por consiguiente, siempre dispuesto a rectificar cuando sea necesario hacerlo. AMOR para no desfallecer nunca al buscar ese bien y actuar desinteresadamente, sin importarle la incomodidad ni su egoísmo. FE para continuar en la tarea, a sabiendas de que no se llegará a la meta, sino paso a paso y que la meta está sólo al final. Fe para sentirse exclusivamente cooperador del verdadero autor, que es Dios, y por eso pedir continuamente su ayuda.

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