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Guerreros. Retratos desde el campo de batalla – Max Hastings

E sta es una obra de la vieja escuela o, como poco, un libro que trata de la guerra en un estilo que está pasado de moda, porque su objeto de estudio son las personas en vez de las «plataformas de armamento», ese horrible neologismo que se usa como sinónimo de carros de combate, navíos y aviones. Pone el foco en las experiencias de algunos individuos notables que dejaron su impronta en los conflictos de los últimos doscientos años. Es probable que los modernos señores de la guerra, como el exsecretario de Defensa estadounidense Donald Rumsfeld, no lo encontrasen interesante, ya que está centrada en aquellos aspectos de la experiencia bélica que les son ajenos, esto es, en personas de carne y hueso en vez de en máquinas hechas de cables y metal. En la vida civil, las personas con una cierta afinidad por la violencia resultan incómodas en el mejor de los casos y, en el peor, amenazadoras. En tiempos de paz, los guerreros están mal vistos en las sociedades democráticas, como solía recordar Kipling; a Nelson le gustaba citar el epigrama del poeta y panfletista del siglo XVII, Thomas Jordan: Our God and sailor we adore, In time of danger, not before; The danger past, both are alike requited, God is forgotten, and the sailor slighted. [Adoramos a nuestro Dios y al marino, solo en tiempos de peligro, pero cuando aquel ya ha pasado de Dios nos olvidamos, y al marinero ignoramos]. Ahora bien, todos los países tienen la necesidad de que haya guerreros que defiendan sus intereses nacionales, que sirvan para aplicar la violencia de forma controlada conforme a unas reglas preestablecidas. En tiempo de guerra, los militares pasan de pronto a ser valorados y se convierten en celebridades –o, al menos, así fue hasta hace relativamente poco tiempo–. Apenas un puñado de los que entran en combate se convierte en héroes, mientras que la mayoría descubre, incluso aquellos que se han presentado voluntarios para el servicio, que al verse en peligro de muerte prefieren optar por comportamientos que optimicen sus posibilidades de sobrevivir en vez de por los que les harían ganar una medalla. Esto no significa que sean cobardes y, de hecho, la mayoría cumplen escrupulosamente con su deber. Sin embargo, son reticentes a dar un paso al frente, a hacer ese esfuerzo extraordinario que sí se puede observar en los soldados que ganan las guerras para sus países. Una de mis historias favoritas de la Segunda Guerra Mundial es la de Stan Hollis, sargento mayor de los Green Howards 1 . El Día D, el 6 de junio de 1944, y en los combates posteriores, Hollis atacó en tres ocasiones distintas posiciones alemanas que habían detenido el avance de su batallón. Armado con su subfusil Sten y granadas de mano, las asaltó en solitario y mató o hizo prisioneros a los defensores. Años más tarde, el coronel que entonces mandaba el batallón me contó acerca del sargento mayor, que milagrosamente había sobrevivido para recibir su Cruz Victoria y regentar un pub en Yorkshire hasta su jubilación: «Creo que Hollis era el único hombre entre todos aquellos que conocí en 1939-1945 que pensaba que ganar la guerra era su responsabilidad personal. Todos los demás, cuando sabían que se estaba preparando alguna puñetera misión, solían mascullar: “Por favor, Dios, ¡que sea a otro pobre pringado a quien le toque!”». Todo ejército, para triunfar en el campo de batalla, necesita que existan unos cuantos sargentos mayores Hollis, individuos capaces de mostrar coraje, iniciativa o liderazgo más allá de lo normal. Pero ¿qué es lo normal? Es un concepto que ha ido evolucionando a lo largo de la historia y de forma especialmente radical a partir de la segunda mitad del siglo XX con el triunfo de lo que hemos dado en llamar «civilización». Sin embargo, eso no significa que las sociedades actuales sean más benévolas hacia sus oponentes que las del pasado, sino más bien lo contrario, pues emplean armas cada vez más devastadoras para aniquilarlos. En contrapartida, los soldados occidentales demuestran una reticencia cada vez más acusada a la hora de asumir riesgos o sobrellevar penalidades, en consonancia con las costumbres dominantes en sus sociedades. Mientras que un soldado griego o romano combatía cuerpo a cuerpo durante horas, con armas blancas, sajando carne, huesos y órganos, hoy las armas de fuego modernas son capaces de infligir heridas igual de terribles que aquellas, pero el acto es mucho menos íntimo. «¿Qué significa entrar en combate? –se preguntaba el piloto de la Primera Guerra Mundial, V. M. Yeates–. No hay rabia, ni sed de sangre, ni esfuerzo, ni te quedas agotado y sin aliento; solo un suave movimiento con las palancas [de mando] y el tableteo de las ametralladoras».


Esta falta de esfuerzo físico en el acto de matar, cuya novedad apuntaba Yeates en 1918, es cada vez más notoria entre los combatientes de las democracias occidentales y, hoy por hoy es, de hecho, prácticamente universal, excepto entre algunas unidades de infantería. Antiguamente, el guerrero creía que su vocación militar era algo noble, en parte porque aceptaba que matar conllevaba la posibilidad de morir, aunque tampoco hace falta exagerar la caballerosidad, ya que, en última instancia, a lo que cualquiera de ellos aspiraba era a eliminar al enemigo mientras que él salía con vida. Pero, al mismo tiempo, el hecho de aceptar que podías morir –o que tu bando podía sufrir elevadas bajas– era algo que se daba por sentado, algo que hoy no sucede. Las operaciones de baja intensidad características de las contrainsurgencias modernas todavía pueden provocar pérdidas dolorosas para un ejército occidental, pero la realidad es que cuando los planes siguen el curso previsto, en grandes operaciones convencionales como las invasiones de Irak o Afganistán o la campaña de bombardeos en Kosovo, los objetivos se consiguen sin que las potencias tecnológicamente dominantes sufran bajas significativas. El bando perdedor sí que tiene que soportar un gran número de muertos y heridos, pero mientras que las bajas que sufren los ejércitos occidentales sí que provocan intervenciones de la oposición en los parlamentos, las de los vencidos pasan desapercibidas para la opinión pública. Hemos vuelto al modelo de conflicto colonial decimonónico: «Nosotros tenemos la ametralladora Maxim; ellos, no»; o, en el contexto del siglo XX: «Nosotros tenemos chalecos antibalas capaces de detener un disparo y tanques que son invulnerables a armas obsoletas». En la época napoleónica se esperaba que un soldado fuera capaz de aguantar a pie firme las descargas de fusilería del enemigo a una distancia de entre veinte y treinta metros, por lo general sin protegerse con parapetos o trincheras, mientras permanecía impávido en formación y disparaba y recargaba su mosquete. Las tácticas pensadas para minimizar el riesgo físico de los soldados eran poco habituales. De hecho, no estaban exentas de polémica cuando se utilizaban, como sucedió, por ejemplo, con las discusiones que provocó que Wellington ordenase a su infantería que se tumbase cuerpo a tierra con el fin de reducir el impacto del bombardeo francés en Waterloo. Es necesario entender que, en la época, aquellos que querían conservar su reputación de valentía entre sus pares estaban obligados a aceptar riesgos que los soldados actuales considerarían intolerables. Muchos veteranos de las contiendas de Napoleón tuvieron que demostrar su determinación a la hora de encarar los terrores del campo de batalla en docenas de enfrentamientos a lo largo de casi veinte años de guerras incesantes, para demostrar su valentía ante sus iguales. Por su parte, los soldados de la Guerra de Secesión estadounidense tuvieron que hacer frente, al igual que lo habían hecho los soldados de Napoleón o Wellington, a masivos intercambios de disparos, pero con la particularidad de que los avances tecnológicos en las armas utilizadas hicieron que batallas como Gettysburg o la campaña del Wilderness fueran ordalías incluso más terribles que las experimentadas por los soldados europeos cincuenta años antes. Aunque el enfrentamiento entre los estados americanos duró menos que los conflictos europeos de principios del siglo XIX, se cobró una tasa de víctimas superior a la de cualquier conflicto de la historia de Estados Unidos, si bien es verdad que muchas bajas lo fueron por enfermedad. El final del siglo XIX marcó la desaparición de la ética guerrera dominante desde el principio de la historia, y que veía la guerra como una actividad propia de las élites, a la vez que una oportunidad de empleo para las clases menos favorecidas. Winston Churchill, por entonces un joven corresponsal de guerra, fue quien mejor supo describir el final de la época del caballero aventurero, en uno de sus típicamente ampulosos despachos enviado desde el cuartel general de Bullers en Sudáfrica, en febrero de 1900: El soldado, se conforma con poco, duerme profundamente y se levanta con la estrella del amanecer; se despierta eufórico de cuerpo y de alma, sin gran esfuerzo y sin bostezar apenas. No hay momento del día más perfecto que este, cuando encendemos el fuego y, mientras esperamos que la tetera empiece a hervir, vemos cómo las oscuras sombras de las colinas empiezan a tomar forma, definición y finalmente color, sabiendo que ha comenzado un día completamente nuevo, lleno de oportunidades y aventuras y libre de toda inquietud. Todas las preocupaciones desaparecen. Porque, ¿quién puede estar preocupado por las vanidades cotidianas cuando puede morir antes de que caiga la noche? El que ayer estaba entre nosotros –mirad, una solitaria taza de café en el rancho– hoy se ha ido para siempre. Y mañana puede pasarnos a nosotros. ¿Qué importan los malentendidos y las discusiones? ¿Qué más da si Fulano de Tal es un envidioso y un rencoroso? ¿Qué si hay terribles obstáculos que te impiden alcanzar tus metas, o que el barro de lo real manche tus más elevadas fantasías? Aquí la vida misma, la vida en su momento más perfecto y pletórico, espera el capricho de una bala. Ya veremos cómo se nos da el día. Todo lo demás puede esperar, tal vez para siempre. La existencia nunca es tan dulce como cuando está en peligro. La brillante mariposa revolotea a la luz del sol, dice la filosofía de Omar Jayam, pero sin la resaca. Pocos disfrutaron las contiendas del siglo XX tanto como Churchill había gozado con sus aventuras con, por ejemplo, la Fuerza Expedicionaria de Malakand en la frontera noroeste de la India en 1897.

Las guerras mundiales infligieron tales horrores a la humanidad que se volvió inaceptable hasta para el guerrero más entusiasta reconocer la guerra como un simple pasatiempo, aunque los soldados, marinos y pilotos profesionales todavía agradecían las oportunidades de ascenso que ofrecía. Un oficial de carrera que en tiempo de paz podía tardar veinte años en ascender desde teniente a coronel, podía conseguir lo mismo en un par de campañas con un poco de suerte y habilidad. Sin embargo, la mayoría de los participantes eran civiles reacios, reclutados por el ejército para soportar experiencias que les resultaban odiosas, incluso aunque asumían que su deber era soportarlas. Pocos ciudadanossoldado escribieron a casa desde el norte de África o el Pacífico con el exuberante entusiasmo de Churchill.

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