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Guerras del siglo XXI – Ignacio Ramonet

Un año después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, y tras la guerra contra la red terrorista al-Qaida y el régimen de los talibanes en Afganistán, ¿cuáles son las principales características geopolíticas del planeta en estos comienzos del siglo XXI? Estados Unidos domina el mundo como ningún otro imperio lo ha hecho jamás. Su supremacía es aplastante en las cinco esferas tradicionales del poder: política, económica, militar, tecnológica y cultural. «En cierto modo, Estados Unidos es el primer Estado protomundial —opina un analista norteamericano—. Tiene la capacidad de liderar una versión moderna del imperio universal, un imperio espontáneo cuyos miembros se someten voluntariamente a su autoridad». [1] Así pues, por primera vez en la historia de la humanidad, el mundo se encuentra dominado por una única hiperpotencia. Esta hiperpotencia ha exhibido en Afganistán su hegemonía imperial de tres maneras: aniquilando bajo las bombas en cuestión de semanas al régimen talibán y a la mayoría de las redes armadas de al-Qaida que lo sostenían; poniendo en pie una formidable coalición diplomática de apoyo a su acción de represalia (con la contribución, en particular, de Rusia y China) al tiempo que limitaba al mínimo la referencia a la Organización de las Naciones Unidas (ONU); y, por último, reclutando como simples tropas auxiliares a las antaño orgullosas fuerzas británicas, mientras mantenía a distancia a aliados solícitos pero prescindibles, como Francia, Alemania, España, Italia, Canadá o Japón. No obstante, en esta nueva era, tal despliegue de poderío militar y diplomático resulta engañoso. En efecto, a pesar de su inmensa superioridad, Estados Unidos no se ha planteado ocupar y conquistar militarmente Afganistán (como intentaron hacerlo Inglaterra en el siglo XIX y la Unión Soviética en el XX), aunque la empresa no ofreciera ninguna dificultad técnica. [2] ¿Por qué? Porque, a diferencia de lo que ocurría en el siglo XIX y durante gran parte del XX, la supremacía militar ya no se traduce en conquistas territoriales. En la coyuntura actual, y consideradas a largo plazo, éstas resultan políticamente incontrolables, militarmente peligrosas, económicamente ruinosas y mediáticamente funestas, en un contexto que ha confirmado a los medios de comunicación como actores estratégicos de primer orden. [3] La dinámica de la globalización Otro fenómeno esencial: todos los estados se ven afectados por la dinámica de la globalización. En cierto modo, se trata de una segunda revolución capitalista. La globalización económica se extiende a los rincones más apartados del planeta soslayando tanto la independencia de los pueblos como la diversidad de los regímenes políticos. Tanto es así que la Tierra vive una nueva era de conquistas, como en la época de las colonizaciones. Pero si los principales actores de la anterior expansión conquistadora eran estados, esta vez quienes pretenden dominar el mundo son empresas privadas y conglomerados, grupos industriales y financieros. Los dueños de la Tierra nunca fueron tan pocos ni tan poderosos. Estos grupos están situados fundamentalmente en la tríada Estados Unidos-Unión Europea-Japón. La mitad de ellos tiene su base en Estados Unidos. Esta concentración del capital y del poder se ha acelerado formidablemente durante los últimos veinte años, bajo el efecto de las revoluciones de las tecnologías de la información. El siglo XXI que comienza será testigo de un nuevo salto cualitativo impulsado por las modernas técnicas genéticas de manipulación de la vida. La privatización del genoma humano y la concesión generalizada de patentes sobre los procesos biológicos abren nuevas perspectivas de expansión al capitalismo. Se prepara una privatización a gran escala de todo lo que afecta a la vida y la naturaleza, que favorecerá la aparición de un poder probablemente más absoluto que cualquier otro que haya podido conocerse a lo largo de la Historia. La globalización no aspira tanto a conquistar países como a ganar mercados. El objetivo de este poder moderno no es la anexión de territorios, como en las épocas de las grandes invasiones o en los períodos coloniales, sino el control de riquezas. Esta conquista trae consigo destrucciones impresionantes, como atestigua la espectacular quiebra de Argentina en diciembre de 2001.


Dicho país era el mejor exponente del modelo universal preconizado por el FMI, que intenta exportarlo a todo el planeta con dogmática tozudez. La caída de Argentina es al neoliberalismo lo que la caída del muro de Berlín fue al socialismo estatal: la evidencia del descrédito, la constatación del fracaso. En el resto del mundo, en todas las regiones, sectores industriales enteros se ven abocados al cierre con los sufrimientos sociales que de ello se deriva: paro masivo, subempleo, precariedad, exclusión… Dieciocho millones de parados en la Unión Europea, mil millones de desempleados y subempleados en el mundo… Sobreexplotación de los hombres, de las mujeres y, lo que es más escandaloso, de los niños: trescientos millones de menores la sufren en condiciones de extrema brutalidad. La globalización es también el saqueo de la naturaleza, el pillaje planetario. Las grandes empresas privadas depredan el medio ambiente utilizando herramientas desmesuradas; esquilman las riquezas naturales, que son el bien común de la humanidad; y lo hacen sin escrúpulos y sin freno. Este fenómeno se añade a una criminalidad económica ligada al mundo financiero y a la gran banca, que reciclan sumas superiores al billón de euros por año, es decir, más que el producto nacional bruto (PNB) de un tercio de la humanidad. Entidades caóticas ingobernables La mercantilización generalizada se traduce en un formidable agravamiento de las desigualdades. Aunque la producción mundial de alimentos básicos equivale a más del 110% de las necesidades del planeta, treinta millones de personas siguen muriendo de hambre cada año y más de ochocientos millones sufren malnutrición. En 1960, el 20% de los más ricos de la población mundial tenía unas rentas treinta veces superiores a las del 20% de los más pobres. Era una situación escandalosa, pero, lejos de mejorar, ha seguido agravándose: en la actualidad, las rentas de los ricos son, no treinta, sino ochenta y dos veces superiores a las de los pobres… De los seis mil millones de habitantes del planeta, apenas quinientos millones viven desahogadamente, mientras que cinco mil quinientos subsisten en condiciones precarias. El mundo ha perdido el rumbo. Las estructuras estatales, al igual que las estructuras sociales tradicionales, son barridas de forma desastrosa. En mayor o menor medida pero de forma generalizada, en los países del Sur y del Este, el Estado se desmorona. La autoridades se retiran o son expulsadas de los territorios periféricos, que se convierten en auténticas zonas sin ley. En Pakistán, en el Cáucaso, en Argelia, en Somalia, en Sudán, en el Congo, en Colombia, en Filipinas o en Sri Lanka, se desarrollan entidades caóticas e ingobernables que se sustraen a cualquier forma de legalidad y vuelven a un estado de barbarie. La fuerza prevalece sobre el derecho, y sólo los grupos violentos se muestran capaces de imponer su ley sometiendo a las poblaciones. Surgen nuevas amenazas: hiperterrorismo, fanatismos religiosos o étnicos, proliferación nuclear, crimen organizado, redes mafiosas, especulación financiera, quiebra de macroempresas (Enron), corrupción a gran escala, extensión de nuevas pandemias (sida, virus Ebola, enfermedad de Creutzfeld-Jakob…), desastres ecológicos, efecto invernadero, desertización, etcétera. Paradójicamente, cuando la democracia y la libertad triunfan, en apariencia, en un planeta que se ha desembarazado de la mayoría de los peores regímenes dictatoriales, la censura y las manipulaciones retornan con renovada fuerza bajo diversos disfraces. Seductores «opios de las masas» proponen una especie de «mundo feliz», distraen a los ciudadanos e intentan apartarlos de la acción cívica y reivindicativa. En esta nueva era de la alienación, en la época de Internet, la World Culture, o «cultura global», y la comunicación planetaria, las tecnologías de la información desempeñan un papel ideológico fundamental para amordazar el pensamiento. El estallido del mundo Todos estos cambios estructurales y conceptuales, iniciados hace una década, han producido un auténtico estallido del mundo. Conceptos geopolíticos fundamentales como Estado, poder, soberanía, independencia, frontera o democracia han adquirido significados totalmente nuevos. Hasta tal punto que, si observamos el funcionamiento real de la vida internacional, no podemos dejar de constatar que sus actores han cambiado. A escala planetaria, los tres protagonistas principales (que, bajo el Antiguo Régimen monárquico, eran la nobleza, el clero y el estado llano), son actualmente: 1) las asociaciones de estados: Aleña (Estados Unidos, Canadá y México), Unión Europea, Mercosur, Asean, etc.; 2) las empresas globales y los grandes grupos mediáticos o financieros, y 3) las organizaciones no gubernamentales (ONG) de dimensión mundial (Greenpeace, Amnistía Internacional, Attac, Human Rights Watch, World Wide Life, etc.

). Estos tres nuevos actores operan en un marco planetario fijado no tanto por la Organización de las Naciones Unidas, como —signo de los tiempos— por la Organización Mundial del Comercio (OMC), nuevo árbitro global. El voto democrático del conjunto de los ciudadanos tiene muy poco peso en el funcionamiento interno de estos tres nuevos actores. Esta gran mutación del mundo, que vacía de contenido a la democracia, se ha consumado sin que nadie lo advirtiera, ni siquiera los propios responsables políticos. Actuar contra la globalización liberal En efecto, todos estos cambios, rápidos y brutales, desestabilizan a los dirigentes políticos. En su mayoría, se sienten desbordados por una globalización que modifica las reglas del juego y los reduce, siquiera parcialmente, a la impotencia. Porque los verdaderos dueños del mundo no son aquellos que ostentan las apariencias del poder político. Ésta es la razón de que los ciudadanos multipliquen las acciones y las movilizaciones contra los nuevos poderes, como pudo verse en diciembre de 1999, con motivo de la cumbre de la OMC en Seattle, y más tarde en Praga, Davos, Niza, Quebec, Genova y Barcelona. Están convencidos de que, en el fondo, el objetivo de la globalización liberal, en el milenio que acabamos de iniciar, es la destrucción de lo colectivo, la apropiación de las esferas pública y social por parte del mercado y el sector privado. Y están decididos a oponerse. Otra evidencia: en la era del neoliberalismo, la supremacía geopolítica y el ejercicio de la hiperpotencia distan de garantizar un nivel de desarrollo humano satisfactorio a todos los ciudadanos. Entre los habitantes de un país tan rico como Estados Unidos, por ejemplo, hay treinta y dos millones de personas cuya esperanza de vida es inferior a sesenta años; cuarenta millones sin cobertura médica; cuarenta y cinco millones viviendo por debajo del umbral de la pobreza, y cincuenta y dos millones de analfabetos funcionales… De modo similar, en el seno de la opulenta Unión Europea, en el momento del nacimiento del euro, tenemos cincuenta millones de pobres y dieciocho millones de desempleados… A nivel mundial, la pobreza sigue siendo la regla y el bienestar, la excepción. Las desigualdades se han convertido en una de las características estructurales de nuestro tiempo. Y siguen agravándose y alejando a los ricos de los pobres cada vez más. Las doscientas veinticinco mayores fortunas del mundo representan un total de más de un billón de euros, o el equivalente a los ingresos anuales del 47% de las personas más pobres de la población mundial (¡dos mil quinientos millones de seres humanos!). Hoy por hoy, hay particulares más ricos que muchos estados: el patrimonio de las quince personas más ricas del planeta supera el producto interior bruto (PIB) [4] total del conjunto de los países del África subsahariana… Dominadores y dominados ¿Quién domina el mundo en este umbral del siglo XXI? Puede afirmarse que las riendas del planeta están en manos de un doble triunvirato, que actúa como una especie de ejecutivo mundial. En el plano geopolítico y militar, el triunvirato está constituido por Estados Unidos, el Reino Unido y Francia. En el económico, financiero y comercial, por Estados Unidos, Alemania y Japón. En ambos casos, Estados Unidos ocupa una posición hiperdominante. El número de estados del planeta, que a comienzos del siglo XX eran apenas una cuarentena, ha ido aumentando hasta aproximarse a los dos centenares. La proliferación de estados ha sido una de las grandes características del siglo XX. Pero, en el plano geopolítico, el mundo sigue dominado por el pequeño grupo de estados (Reino Unido, Francia, Alemania, Japón y Estados Unidos) que lo dirigía a finales del siglo XIX. Entre las decenas de países surgidos del desmantelamiento de los grandes imperios coloniales británico, francés, español, holandés, portugués y belga, apenas tres (Corea del Sur, Singapur y Taiwán) han alcanzado un nivel de progreso suficiente para permitirles acceder a la categoría de países desarrollados. Los demás siguen estancados en un subdesarrollo crónico y en una pobreza aparentemente eterna. Salir de esa situación les será tanto más difícil cuanto que el precio de las materias primas (incluidos los hidrocarburos), de cuya venta depende esencialmente su economía, experimenta una imparable caída, dado que los grandes países desarrollados, además de no querer pagar las materias primas a su justo precio, han reducido considerablemente el uso de buen número de productos básicos (metales, fibras, comestibles), cuando no los han reemplazado por productos sintéticos.

En Japón, por ejemplo, cada unidad de producción industrial ha reducido su consumo de materias primas en casi un 40% respecto a 1973. A medida que avance el siglo XXI, la nueva riqueza de las naciones se basará cada vez más en la materia gris, el saber, la información, la investigación y la capacidad de innovar, y no en la producción de materias primas. A este respecto, no es exagerado afirmar que, en esta era postindustrial, los tres factores tradicionales del poder —extensión del territorio, importancia demográfica y abundancia de materias primas— han dejado de constituir atributos envidiables para convertirse, paradójicamente, en graves desventajas. Los estados muy extensos, muy poblados y muy ricos en materias primas —Rusia, India, China, Brasil, Nigeria, Indonesia, Pakistán, México…— figuran entre los más pobres del planeta. La excepción de Estados Unidos confirma la regla. En el extremo opuesto, en nuestra época de globalización financiera, microestados sin apenas territorio, con muy poca población y ninguna materia prima —Monaco, Liechtenstein, Gibraltar, las islas Caimán, Singapur…—, tienen algunas de las rentas per cápita más altas del mundo.

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