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Guerra y Paz – Lev Nikoláievich Tolstói

Mientras la aristocracia de Moscú y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ámbito, las tropas napoléonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clásico de la literatura universal. Tolstói es, con Dostoievski, el autor más grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al español y la edición que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aquí en un formato más grande y legible la traducción de Lydia Kúper, la única traducción auténtica y fiable del ruso que existe en el mercado español. La traducción de Laín Entralgo se publicó hace más de treinta años y presenta deficiencias de traducción. La traducción de Mondadori se hizo en base a una edición de Guerra y paz publicada hace unos años para revender la novela, pero es una edición que no se hizo a partir del texto canónico, incluso tiene otro final. La edición de Mario Muchnik contiene unos anexos con un índice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro índice que desglosa el contenido de cada capítulo.


 

—Eh bien, mon prince, Génova y Lucca ya no son más que posesiones de la familia Bonaparte. No, le prevengo que si usted no me dice que estamos en plena guerra, si vuelve a permitirse paliar todas las infamias, todas las atrocidades de ese Anticristo (le doy mi palabra de que así lo considero), a usted ya no lo conozco, no es usted mi amigo, no es mi devoto esclavo, como dice. Ea, bienvenido, bienvenido. Veo que lo he asustado. Siéntese y charlemos. Con tales palabras, Anna Pávlovna Scherer, dama de honor muy allegada a la emperatriz María Feodórovna, salía al encuentro, en un día de julio de 1805, de cierto importante personaje cargado de títulos, el príncipe Vasili, primero en llegar a su recepción. Anna Pávlovna tosía desde hacía unos días; se trataba de una “grippe”, como ella decía (“grippe” era entonces una palabra nueva, que muy pocos empleaban). Las tarjetas de invitación, enviadas por la mañana mediante un lacayo de librea roja, decían indistintamente: Si vous n’avez rien de mieux à faire, M. le comte (o bien mon prince), et si la perspective de passer la soirée chez une pauvre malade ne vous effraye pas trop, je serai charmée de vous voir chez moi entre 7 et 10 heures. Annette Scherer. [1] —Dieu, quelle virulente sortie!—[2] exclamó sin inmutarse por semejante acogida el príncipe, que entraba con su recamado uniforme de Corte, sus calzas de seda y zapatos de hebilla, lleno el pecho de condecoraciones y con una apacible expresión en el achatado rostro. Era el suyo un francés selecto, como aquel que nuestros abuelos no sólo hablaban, sino que usaban también para pensar, dicho con esa entonación dulce, protectora, propia de un hombre importante, envejecido en la alta sociedad y en la Corte. Se acercó a Anna Pávlovna, le besó la mano, inclinando su perfumado y brillante cráneo, y tranquilamente tomó asiento en el diván. —Avant tout, dites-moi comment vous allez, chère amie. [3] Tranquilice a un amigo— dijo sin alterar la voz y con un tono en el que, tras la conveniencia y simpatía, apuntaba una indiferencia casi irónica. —No se puede estar bien cuando se sufre moralmente— respondió Anna Pávlovna. —¿Se puede estar tranquila en nuestros tiempos, si se tiene corazón? Espero que se quede conmigo toda la velada, ¿verdad? —¿Y la fiesta del embajador de Inglaterra? Hoy es miércoles y tendré que dejarme ver.


Mi hija vendrá a buscarme. —Creí que esa fiesta se anularía. Je vous avoue que toutes ces fêtes et tous ces feux d’artifice commencent à devenir insipides. [4] —De haberse sabido su deseo, la fiesta se habría cancelado— replicó el príncipe, quien, como de costumbre, igual que un reloj en marcha, decía cosas en las que ni él mismo deseaba que se crey ese. —Ne me tourmentez pas. Eh bien, qu’a-t-on décidé par rapport à la dépêche de Novosiltsov? Vous savez tout. [5] —¿Qué quiere que le diga?— respondió el príncipe con voz fría y cansada. — Qu’a-t-on décidé? On a décidé que Buonaparte a brûlé ses vaisseaux, et je crois que nous sommes en train de brûler les nôtres. [6] El príncipe Vasili hablaba siempre perezosamente, como un actor que declama su papel en una comedia archisabida. Por el contrario, Anna Pávlovna Scherer, a pesar de sus cuarenta años, se mostraba llena de animación y fervor. Ser entusiasta se había convertido para la dama en una verdadera posición social y aun a veces, sin quererlo, sólo por no defraudar las esperanzas de quienes la conocían, se fingía entusiasta. La contenida sonrisa que brillaba siempre en el rostro de Anna Pávlovna, aun cuando no armonizara con los rasgos envejecidos de su rostro, expresaba, como en los niños mimados, la permanente conciencia de su gracioso defecto, del que ni quería, ni podía, ni encontraba necesario corregirse. En plena conversación política, Anna Pávlovna se acaloró: —¡Oh, no me hable de Austria! Tal vez yo no entiendo ni palabra, pero me parece que Austria no desea la guerra ni la ha deseado nunca. Nos traiciona. Sólo Rusia debe salvar a Europa. Nuestro bienhechor conoce su alta misión y le será fiel: sólo en eso confío. A nuestro amado y bondadoso Emperador le está reservada la misión más grandiosa del mundo y él es tan virtuoso que Dios no lo abandonará, para que cumpla su alto destino: aplastará la hidra de la rebelión, más terrible todavía al estar encamada en aquel malhechor y asesino. Nosotros solos debemos redimir la sangre del justo… y yo le pregunto… ¿En quién podemos confiar? Inglaterra, con su espíritu comercial, no comprenderá ni podrá comprender nunca la sublime altura moral del emperador Alejandro. Se han negado a evacuar Malta. Quiere ver claro y busca por todas partes el móvil secreto de nuestros actos. ¿Qué han dicho a Novosiltsov?… Nada. No han comprendido, no pueden comprender la abnegación de nuestro Emperador, que nada quiere para sí y lo quiere todo para el bien del mundo. ¿Y qué han prometido? Nada. ¡Y lo que prometieron no lo cumplirán! Prusia ha declarado y a que Bonaparte es invencible y que nada puede hacer Europa entera contra él… Y y o no creo una sola palabra ni de Hartlenberg ni de Haugwitz. Cette fameuse neutralité prussienne, ce n’est qu’un piège.

[7] No creo más que en Dios y en el sublime destino de nuestro gran Emperador. ¡Él salvará a Europa!… y aquí se interrumpió de improviso Anna Pávlovna, con una sonrisa irónica, burlándose de su propio ardor. —Creo— comentó el príncipe sonriendo —que si la hubiesen enviado a usted en vez de a nuestro simpático Wintzingerode, habría arrancado el consentimiento del rey de Prusia. ¡Es usted tan elocuente! Pero ¿no me ofrece té? —¡Ahora mismo! À propos— añadió calmándose de nuevo, —hoy tendré en mi casa a dos hombres muy interesantes: le vicomte de Mortemart, il est allié aux Montmorency par les Rohan. [8] Una de las mejores familias de Francia. Es uno de los auténticos y verdaderos emigrados. Además vendrá l’abbé Morio. ¿Conoce a esa mente privilegiada? Ha sido recibido por el Emperador. ¿Lo conoce? —Estaré encantado— dijo el príncipe; y añadió con negligencia, como si en aquel instante se acordara de algo distinto, aun cuando lo que preguntaba era el principal objeto de su visita: —Dígame, ¿es verdad que l’impératrice-mère desea el nombramiento del barón Funke como primer secretario en Viena? C’est un pauvre sire, ce baron, à ce qu’il paraît. [9] El príncipe Vasili intentaba obtener para su hijo el cargo que, a toda costa, se deseaba conceder al barón por mediación de la emperatriz María Feodórovna. Anna Pávlovna cerró casi los ojos, como significando que ni ella ni nadie podía criticar lo que gustaba o no a la Emperatriz. —Monsieur le baron de Funke a été recommandé à l’impératrice-mère par sa soeur—[10] se limitó a decir con voz triste y seca. Cuando Anna Pávlovna nombró a la Emperatriz su rostro adquirió la expresión profunda y sincera de una mezcla de devoción, estima y tristeza, lo cual ocurría siempre que en la conversación hablaba de su protectora. Añadió que Su Majestad había querido mostrar al barón Funke beaucoup d’estime, y, una vez más, sus ojos se velaron de tristeza. El príncipe se calló aparentando indiferencia. Anna Pávlovna, con su habilidad de mujer y dama de Corte y con la rapidez de su intuición femenina, quiso castigar al príncipe por cuanto había osado decir sobre una persona recomendada a la Emperatriz, consolándolo al mismo tiempo. —Mais à propos de votre famille— añadió, —¿sabe usted que su hija, con su presentación en sociedad, fait les délices de tout le monde? On la trouve belle comme le jour. [11] El príncipe se inclinó en señal de respeto y gratitud. —Pienso a menudo— prosiguió Anna Pávlovna después de un instante de silencio, acercándose al príncipe y sonriéndole tiernamente, demostrando así que había concluido la conversación política y mundana y que podía iniciarse la íntima, —pienso muchas veces con cuánta injusticia se reparten los bienes de la vida. ¿Por qué la fortuna le ha concedido dos hijos (no cuento al menor, Anatole, que no me gusta)— añadió con voz tajante, arqueando las cejas, —dos hijos tan excelentes? Sinceramente, usted los aprecia menos que nosotros, porque no se los merece. Y volvió a sonreír con su sonrisa entusiasta. —Que voulez-vous? Lafater aurait dit que je n’ai pas la bosse de la paternité — dijo el príncipe. [12] —Déjese de bromas. Quiero hablar con usted seriamente. ¿Sabe que estoy descontenta de su hijo menor? Y entre nosotros le diré— a su rostro volvió la expresión de tristeza —que han hablado de él a Su Majestad y lo han compadecido… No respondió el príncipe, pero la dama lo observaba en silencio, interrogativamente, en espera de una respuesta.

El príncipe Vasili arrugó el ceño. —¿Qué quiere que haga?— dijo por fin. —Sabe que hice por su educación cuanto puede hacer un padre, y los dos han salido imbéciles. Hipólito, por lo menos, es un tonto apacible y Anatole un tonto turbulento. Ésa es la única diferencia que hay entre ellos— añadió con una sonrisa todavía más artificial y una animación may or que de ordinario, al mismo tiempo que en las arrugas que rodeaban su boca se dibujó algo inesperadamente vulgar y desagradable. —¿Por qué hombres como usted tienen hijos? Si no fuese padre, nada tendría que reprocharle— comentó Anna Pávlovna, levantando pensativamente los ojos. —Je suis votre fiel esclavo, et à vous seule je puis l’avouer. Mis hijos, ce sont les entraves de mon existence. [13] Ésta es mi cruz. Así me lo explico yo. Que voulez-vous…— y calló, expresando con un gesto su sumisión al cruel destino. Anna Pávlovna quedó pensativa. —¿No ha pensado alguna vez en casar a su hijo pródigo, a Anatole?— Y añadió: —Dicen que las solteronas ont la manie des mariages. No es que sienta y a esta debilidad, pero tengo en la mente a una petite personne que no lo pasa muy bien con su padre, une parente à nous, une princesse Bolkónskaia. [14] El príncipe Vasili no respondió, aunque captó su propuesta gracias a la memoria y rapidez de comprensión propias de los hombres de mundo y así se lo hizo entender con un movimiento de cabeza. —Oh, ¿sabe que ese Anatole me cuesta cuarenta mil rublos al año?— dijo, sin poder evitar, por lo visto, el curso de sus tristes pensamientos. Después calló de nuevo. —¿Qué va a ocurrir dentro de cinco años, si las cosas siguen así? Voilà l’avantage d’être père. [15] ¿Es rica esa princesa? —Su padre es rico y avaro. Vive en el campo. Es el famoso príncipe Bolkonski, caído en desgracia en los tiempos del difunto Emperador y al que llamaban “rey de Prusia”. Se trata de un hombre muy inteligente, pero maniático y difícil. La pauvre petite est malheureuse comme les pierres. [16] Tiene un hermano que se casó recientemente con Lisa Meinen. Es ayudante de campo de Kutúzov y hoy vendrá a mi casa.

—Écoutez, chère Annette— dijo el príncipe, tomando de improviso la mano de su interlocutora e inclinándola incomprensiblemente hacia abajo. —Arrangezmoi cette affaire et je suis votre fidelísimo esclavo à tout jamais. [17] La muchacha es de buena familia y rica. No necesito otra cosa. Y con aquellos movimientos fáciles, familiares y graciosos que lo distinguían, tomó de nuevo la mano de la dama de honor, la besó y después de besarla la agitó en el aire un instante y se arrellanó en el sillón dirigiendo los ojos a otra parte. —Attendez— dijo Anna Pávlovna. —Hoy mismo hablaré con Lise, la femme du jeune Bolkonski. Tal vez lleguemos a un acuerdo. Ce sera dans votre famille que je ferai mon apprentissage de vieille fille. [18] II Poco a poco iba llenándose el salón de Anna Pávlovna. Llegaba la alta sociedad de San Petersburgo: gente muy diversa en edad y carácter, pero perteneciente al mismo medio. Estaba allí la hija del príncipe Vasili, la bella Elena, que venía en busca de su padre para ir a la fiesta del embajador; vestía un traje de baile, con la insignia de dama de honor. También estaba la joven princesa Bolkónskaia, conocida como la femme la plus séduisante [19] de San Petersburgo, menudita, casada el año anterior. Ahora, a causa de su embarazo, no podía aparecer en las grandes recepciones, pero seguía frecuentando las pequeñas veladas. Igualmente había llegado el príncipe Hipólito, hijo del príncipe Vasili, con Mortemart, presentado por él; y el abate Morio, y otros muchos. —¿No ha visto a ma tante o no la conoce aún?— preguntaba Ana Pávlovna a los invitados que llegaban. Y con mucha gravedad los conducía ante una viejecita vestida con un traje muy adornado de cintas, que había salido de otra estancia en cuanto los invitados comenzaron a llegar. Anna Pávlovna se los presentaba, pronunciando sus nombres y volviendo lentamente sus ojos desde el invitado a ma tante. Después se alejaba. Todos los recién llegados cumplieron la ceremonia de saludar a la desconocida tía, por la que nadie se interesaba y de la que no sentían curiosidad alguna. Anna Pávlovna, con aire solemne y triste, seguía sus saludos, aprobándolos en silencio. Ma tante hablaba a cada uno, con idénticas palabras, sobre su propia salud, la del interlocutor y la de Su Majestad, que, gracias a Dios, estaba mejor. Todos cuantos se acercaban para saludar a la anciana no mostraban, por decoro, prisa en irse y se retiraban con una sensación de alivio por haber cumplido un deber penoso y no volver en toda la velada. La joven princesa Bolkónskaia traía su labor en una pequeña bolsa de terciopelo recamada en oro. Su bonito labio superior, sombreado de leve vello, era, con respecto a sus dientes, demasiado corto, lo que le daba una mayor gracia, lo mismo al alzarse que al descender sobre el labio inferior.

Como ocurre siempre con las mujeres francamente atractivas, sus defectos (un labio demasiado corto y la boca siempre entreabierta) parecían constituir una verdadera y particular belleza, exclusiva de su poseedora. Era para todos un placer mirar a la bella futura mamá, llena de salud y vitalidad, capaz de soportar su estado tan fácilmente. A los viejos y a los jóvenes aburridos y taciturnos les parecía que al poco rato de estar hablando con ella también ellos adquirían tales cualidades. Cualquiera que le hablara y viera a cada palabra su sonrisa jovial y los resplandecientes dientes se consideraría particularmente ingenioso aquel día. Y así pensaban todos. La menuda princesa, con pasos breves y rápidos, dio la vuelta a la mesa con su bolsa de labor en la mano; y, ajustándose alegremente el vestido, tomó asiento en un diván cerca del samovar de plata, como si todo lo que hacía fuese une partie de plaisir para ella y para cuantos la rodeaban. —J’ai apporté mon ouvrage— dijo, abriendo la bolsa y dirigiéndose a todos al mismo tiempo. —Mire, Annette, ne me jouez pas un mauvais tour— añadió volviéndose hacia la dueña de la casa. —Vous m’avez écrit que c’était une toute petite soirée; voyez comme je suis attifée. [20] Y extendió los brazos, para enseñar su elegante vestido gris, guarnecido de blondas y ceñido bajo el pecho con una cinta ancha. —Soy ez tranquille, Lise, vous serez toujours la plus jolie—[21] respondió Anna Pávlovna. —Vous savez, mon mari m’abandonne— siguió diciendo con el mismo tono, volviéndose a un general. —Il va se faire tuer. Dites-moi, pourquoi cette vilaine guerre?—[22] se dirigía ahora al príncipe Vasili, y sin esperar respuesta, comenzó a charlar con la hija del príncipe, la bella Elena. —Quelle délicieuse personne que cette petite princesse!—[23] comentó en voz baja el príncipe Vasili dirigiéndose a Anna Pávlovna. Poco después de la menuda princesa entró en la sala un joven corpulento, grueso, de cabellos cortos, lentes, calzones claros, según la moda de la época, alto cuello de encaje y frac de color castaño. Aquel joven grueso era el hijo natural de un célebre dignatario en los tiempos de Catalina II, el conde Bezújov, que precisamente entonces estaba a las puertas de la muerte en Moscú. No había ocupado todavía ningún cargo, y volvía del extranjero, donde se había educado; por primera vez tomaba parte en una recepción. Anna Pávlovna lo acogió, con el saludo reservado a los hombres de ínfimo rango jerárquico, en su salón. Mas, a pesar del saludo dirigido como a una persona inferior, al ver entrar a Pierre, el rostro de Anna Pávlovna reflejó la inquietud y el temor que se experimentan cuando uno se halla ante una cosa enorme y fuera de su sitio. En realidad, Pierre era algo más corpulento que cualquiera de los demás hombres que se hallaban allí; pero el temor de la anfitriona podía deberse solamente a su inteligente mirada de observador franco y tímido a la vez, que lo distinguía de los demás invitados. —C’est bien aimable à vous, monsieur Pierre, d’être venu voir une pauvre malade—[24] le dijo Anna Pávlovna, al tiempo que intercambiaba una asustada mirada con la tía, hacia quien llevaba al recién llegado. Pierre murmuró unas palabras ininteligibles y siguió buscando a alguien con los ojos. Sonrió alegremente al saludar a la menuda princesa como a una íntima conocida y se acercó a la tía. No eran vanos los temores de Anna Pávlovna, porque Pierre no escuchó más que el final de la frase de la tía sobre la salud de Su Majestad y se alejó de la señora.

Anna Pávlovna, asustada, lo detuvo, diciéndole: —¿No conoce al abate Morio? Es un hombre muy interesante… —Sí; he oído hablar de sus proyectos de paz perpetua; eso es muy hermoso, pero no me parece posible… —¿Lo cree así?…— replicó Anna Pávlovna, por decir algo, y quiso volver a sus deberes de anfitriona. Pero Pierre cometió otra incorrección. Antes no atendió a la tía, alejándose de ella; ahora entretenía con su conversación a la anfitriona, que debía cumplir con sus propias obligaciones. Con la cabeza inclinada, separadas sus largas piernas, demostraba a Anna Pávlovna por qué, a su juicio, los proyectos del abate eran una quimera. —Hablaremos después— sonrió Anna Pávlovna. Y separándose del joven, que no tenía el más elemental conocimiento del mundo, volvió a sus ocupaciones de ama de casa: a mirar y escuchar, pronta a llevar auxilio allí donde la conversación decaía. Como el dueño de una hilandería, que, tras haber colocado en sus puestos a los operarios, camina a un lado y otro de su taller, y advirtiendo dónde hay un huso parado o el ruido insólito y demasiado fuerte de otro, los vuelve de nuevo a la marcha conveniente, así Anna Pávlovna, paseando por su salón, se acercaba bien a un círculo demasiado silencioso, bien a otro excesivamente locuaz, y con una palabra, con una sustitución de personas, reanimaba el mecanismo de la conversación y lo dejaba de nuevo en su ritmo regular y correcto. Pero aun en medio de ese cuidado, se notaba su especial temor por Pierre. No dejó de observarlo cuando se acercó a escuchar a Mortemart o cuando se dirigió hacia el grupo en que estaba el abate. Aquella velada era la primera que en Rusia veía Pierre, educado en el extranjero. No ignoraba que allí estaba reunida toda la intelectualidad de San Petersburgo; y sus ojos, como los de un niño en una tienda de juguetes, iban de un lado a otro. Temía perder cualquier conversación apasionante que pudiera escuchar. Y observando las seguras y desenvueltas expresiones en los rostros de las personas allí congregadas, esperaba en todo momento oír algo extraordinariamente inteligente. Por fin se acercó a Morio. La conversación le parecía interesante y se detuvo en el grupo del abate, a la espera de una ocasión para expresar su propio parecer, como les gusta hacer a los jóvenes.

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