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Guerra y Paz En el Siglo XXI – Eric Hobsbawm

«La historia se ha acelerado a un ritmo vertiginoso, que amenaza el futuro de la raza humana», nos dice Eric Hobsbawm, que no sólo es el historiador más leído en el mundo, sino uno de los pensadores más influyentes de la izquierda. Hobsbawm nos habla en estas páginas de los grandes problemas a que nos enfrentamos: la guerra, la paz y las posibilidades de un orden mundial, del proyecto imperial de los Estados Unidos y de cómo «un grupo de políticos locos pretenden implantar su propia versión de la supremacía mundial», de los efectos de una globalización que acentúa las disparidades en el mundo, de la crisis del estado-nación, de las inmigraciones, el racismo y la xenofobia, de los peligros que nacen del miedo irracional al terror político o de las dificultades de mantener el orden público en un mundo violento en que circulan 125 millones de rifles de asalto. Problemas analizados por desde una perspectiva a la vez crítica y esperanzada, que contrasta con la mediocridad del pensamiento único que nos invade.


 

El siglo XX ha constituido el período más extraordinario de la historia de la humanidad, ya que en él se han dado, juntos, catástrofes humanas carentes de todo paralelismo, fundamentales progresos materiales, y un incremento sin precedentes de nuestra capacidad para transformar, y tal vez destruir, la faz de la tierra —sin olvidar el hecho de que hayamos penetrado incluso en su espacio exterior—. ¿Cómo habremos de pensar esa pasada « edad de los extremos» o las perspectivas futuras de la nueva era que ha surgido de la antigua? La presente recopilación de artículos es el esfuerzo de un historiador por deslindar, analizar y comprender la situación del mundo en el arranque del tercer milenio, así como algunos de los principales problemas políticos a que hoy nos enfrentamos. Dichos artículos completan y actualizan lo que he expuesto en publicaciones anteriores, principalmente en la Historia del siglo XX. 1914-1991, en la conversación mantenida con Antonio Polito en Entrevista sobre el siglo XXI y en Naciones y nacionalismo desde 1780 [2*] . Estos esfuerzos son necesarios. ¿Cuál puede ser la contribución de los historiadores a esta tarea? Su principal función, aparte de recordar lo que otros han olvidado o desean olvidar, consiste en tomar distancia, en la medida de lo posible, respecto de la crónica de lo contemporáneo y en encuadrarla en un contexto más amplio y con mayor perspectiva. En esta colección de estudios, principalmente centrados en torno a temas políticos, he optado por centrarme en cinco grupos de cuestiones que hoy precisan de una reflexión clara e informada: la cuestión general de la guerra y la paz en el siglo XXI, el pasado y el futuro de los imperios del mundo, la naturaleza, el cambiante contexto del nacionalismo, las perspectivas de la democracia liberal, y la cuestión de la violencia y el terrorismo políticos. Todos estos asuntos se desarrollan en una escena mundial dominada por dos acontecimientos vinculados entre sí: la enorme y constante aceleración de la capacidad de la especie humana para modificar el planeta mediante la tecnología y la actividad económica, y la globalización. El primero de ellos, por desgracia, no ha ejercido hasta el momento un impacto significativo en quienes han de tomar las decisiones políticas. El objetivo de los gobiernos sigue siendo la maximización del crecimiento económico, y tampoco existe una expectativa realista que indique que se estén dando pasos efectivos para afrontar la crisis del calentamiento global. Por otra parte, desde la década de 1960, el apresurado crecimiento de la globalización, esto es de un mundo convertido en una unidad indivisa de actividades interrelacionadas y libres del estorbo de las fronteras locales, ha producido un profundo efecto político y cultural, en especial en su actual forma dominante: la de un mercado global libre y carente de controles. Esta cuestión no es sometida a un debate específico en estos textos, principalmente porque la política es el único campo de actividad humana que prácticamente no se ve afectado por ella. En su afán de efectuar la cuestionable tarea de cuantificarla, no le resulta difícil al Índice de globalización del Instituto para la Investigación de la Coy untura Económica de la Universidad Politécnica de Zurich (KOF, 2007) hallar indicadores de los flujos económicos y de información, de la existencia de contactos personales o de la difusión cultural (por ejemplo, en el número de restaurantes de la cadena McDonald’s o de almacenes IKEA per cápita), pero no concibe mejor forma de medir la « globalización política» que estimar el número de embajadas presentes en un país, o la pertenencia de éste a las organizaciones internacionales y su participación en las misiones del Consejo de Seguridad de la ONU. El examen general de la globalización queda fuera del alcance de este libro. No obstante, cuatro observaciones generales relacionadas con ella resultan de particular relevancia para los temas que trata. En primer lugar, la globalización del mercado libre, actualmente tan de moda, ha traído consigo un crecimiento espectacular de las desigualdades económicas y sociales, tanto en el seno de los estados como en el ámbito internacional. No hay signo alguno de que esta polarización no se prolongue en el interior de los países, a pesar de la general disminución de la pobreza extrema. Este brusco aumento de la desigualdad, especialmente en las condiciones de desmesurada inestabilidad económica creadas por el mercado libre global en la década de 1990, constituy e la raíz de las principales tensiones sociales y políticas del nuevo siglo. Y en la medida en que las desigualdades internacionales puedan hallarse sometidas a la presión provocada por el ascenso de las nuevas economías asiáticas, tanto la amenaza a los niveles de vida relativamente astronómicos de los ciudadanos del viejo Occidente como la imposibilidad práctica de lograr algo semejante a que están abocadas las enormes poblaciones de países como India y China, habrán de generar a su vez tensiones internas e internacionales. En segundo lugar, quienes perciben con may or intensidad el impacto de esta globalización son quienes menos se benefician de ella. De ahí que la creciente polarización de los puntos de vista sobre el particular distancie a quienes se encuentran potencialmente al abrigo de sus efectos negativos —los empresarios que pueden « desplazar sus costes» a países con mano de obra barata, los profesionales de los sectores de la alta tecnología y los que se hallan en posesión de un título universitario, que pueden conseguir trabajo en cualquier economía de mercado de elevados ingresos— de quienes carecen de amparo. Ésta es la razón de que los comienzos del siglo XXI presenten, para la may oría de las personas que viven de las pagas o de los salarios derivados de su empleo en los viejos « países desarrollados» , un cariz inquietante, por no decir siniestro.


El mercado libre global ha socavado la capacidad de sus estados y sus sistemas de bienestar, que antes tenían la posibilidad de proteger su estilo de vida. En la economía global compiten con hombres y mujeres de países extranjeros que poseen igual titulación pero cobran una ínfima parte de la mensualidad común en Occidente, y en sus propios países se encuentran sometidos a la presión generada por la globalización de lo que Marx llamó « el ejército industrial de reserva» [3*] , compuesto por los inmigrantes procedentes de las aldeas de las grandes zonas de pobreza global. Este tipo de situaciones no prometen una era de estabilidad política y social. En tercer lugar, y a pesar de que el actual alcance de la globalización sea aún modesto, excepto, quizá, en un cierto número de estados más bien pequeños por lo general, situados sobre todo en Europa, su impacto político y cultural es desproporcionadamente grande. De este modo, la inmigración constituye un importante problema político en la mayoría de las economías desarrolladas de Occidente, pese a que la tasa de seres humanos que vivan en un país distinto al que les vio nacer no supere el tres por ciento. En el Índice de globalización económica del KOF, Estados Unidos ocupa el puesto número 39, Alemania el 40, China el 55, Brasil el 60, Corea del Sur el 62, Japón el 67 y la India el 105, aunque todos, salvo Brasil, aparecen clasificados en posiciones algo más altas en términos de « globalización social» . (El Reino Unido es la única gran economía que figura entre los diez primeros puestos, tanto en la lista de la globalización económica como en la de la globalización social.) [1] Aunque aún no sepamos si éste es o no un fenómeno pasajero desde el punto de vista histórico, sería muy factible que la desmesurada amplitud de este impacto revelara tener graves consecuencias políticas nacionales e internacionales a corto plazo. Yo diría que, de uno u otro modo, existe la posibilidad de que la resistencia política, pese a que sea poco probable que vuelva a poner en marcha las políticas proteccionistas formales, ralentice el progreso de la globalización del mercado libre en una o dos décadas. Espero que los capítulos sobre la guerra, la hegemonía, los imperios y el imperialismo, la situación actual del nacionalismo y de las transformaciones de la violencia pública y el terrorismo resulten comprensibles para el lector sin may ores comentarios por parte de su autor. Por consiguiente, también espero eso mismo de los dos capítulos sobre la democracia, pese a que sea consciente de que resulta notablemente controvertido tratar de mostrar que una de las vacas más sagradas de la vulgata discursiva política de Occidente produce en realidad menos leche de lo que suele suponerse. Sobre la democracia, y concretamente sobre las milagrosas cualidades asignadas a los gobiernos electos por may orías aritméticas de votantes que optan entre partidos enfrentados se vierten hoy más tonterías y disparates sin sentido en el discurso público occidental que sobre cualquier otra palabra o concepto político. En la retórica estadounidense de los últimos tiempos, el vocablo ha perdido todo contacto con la realidad. Estos capítulos son una pequeña contribución a la necesaria tarea de relajar el ambiente mediante la aplicación de la razón y el sentido común, manteniendo al mismo tiempo un firme compromiso en favor de un gobierno para las personas —para todas las personas, ricas y pobres, tontas y listas, informadas e ignorantes —, y en favor de que se las consulte y se procure su consentimiento. Los artículos aquí reunidos, en su mayor parte conferencias leídas ante públicos diversos, tratan de exponer y de explicar la situación en que hoy se encuentra el mundo, o grandes porciones de él. Tal vez contribuyan a definir los problemas a que nos enfrentamos al inicio del siglo XXI, pero no sugieren un programa ni una solución práctica. Han sido escritos entre el año 2000 y el 2006, y reflejan por tanto las preocupaciones internacionales específicas de ese período, un período dominado por la decisión que en 2001 llevó al gobierno estadounidense a imponer una hegemonía mundial unilateral, a denunciar los convenios internacionales hasta entonces aceptados, a reservarse el derecho a declarar guerras de agresión o a emprender siempre que lo considerara oportuno otro tipo de operaciones militares, así como a poner efectivamente en práctica esas decisiones. Dado el desastre [4*] de la guerra de Irak, no resulta ya necesario demostrar que este proyecto andaba falto de realismo, con lo que la pregunta de si hubiéramos deseado alcanzar o no el éxito en esa empresa pertenece por entero al ámbito académico [5*] . No obstante, debería ser evidente, y los lectores deberían tenerlo así presente, que estos artículos han sido escritos por un autor que se muestra profundamente crítico con dicho proyecto. Esto se debe en parte a la solidez y al carácter inquebrantable de las convicciones políticas del autor, entre las que se cuenta la hostilidad con el imperialismo —y a sea el de las grandes potencias que pretenden estar haciendo un favor a sus víctimas al conquistarlas o el de los hombres blancos que asumen automáticamente que ellos mismos y sus disposiciones son superiores a las que puedan determinar gentes con otro color de piel—. Y en parte se debe también a que sospecho, en términos racionalmente justificables, que la patología ocupacional de los estados y los gobernantes que no conciben límites para su poder o su éxito es la megalomanía. La mayor parte de los argumentos y mentiras con que políticos estadounidenses y británicos, abogados —pagados o no—, retóricos, publicistas e ideólogos aficionados han justificado las acciones de Estados Unidos desde el año 2001 no pueden y a detenernos. Sin embargo, se ha planteado una cuestión menos vergonzosa, si no en relación con la guerra de Irak, sí al menos en referencia a la afirmación general de que en una época de barbarie, violencia y desorden global crecientes, las intervenciones armadas transfronterizas destinadas a salvaguardar o a establecer los derechos humanos resultan legítimas y a veces necesarias. Para algunos, esto implica que es deseable la existencia de una hegemonía imperial mundial, y más concretamente la de una hegemonía ejercida por la única potencia capaz de imponerla: los Estados Unidos de América. Esta propuesta, a la que podría darse el nombre de imperialismo de los derechos humanos, pasó a formar parte del debate público en el transcurso de los conflictos de los Balcanes surgidos como consecuencia de la desintegración de la Yugoslavia comunista, de manera especial en Bosnia, conflictos que parecían sugerir que únicamente una fuerza armada externa podría poner fin a una interminable matanza recíproca y que sólo Estados Unidos tenía la capacidad y la determinación de emplear tal fuerza.

El hecho de que Estados Unidos careciera de intereses particulares de orden histórico, político o económico en la región hizo que su intervención resultase aún más impresionante y aparentemente altruista. He tomado nota de ello en mis artículos. Pese a que dichos textos, en especial el capítulo 7 (La difusión de la democracia), contienen razones para rechazar este planteamiento, no estará de más añadir algunas observaciones a esta postura. Es un planteamiento viciado en sus fundamentos por el hecho de que, aunque pueda darse efectivamente el caso de que las grandes potencias que procuran la materialización de sus políticas internacionales hagan cosas que convengan a los campeones de los derechos humanos y sean conscientes del valor publicitario de realizarlas, se trata no obstante de algo notablemente secundario en relación con sus objetivos, cuya concreción procuran hoy, si lo consideran necesario, con la implacable barbarie que nos ha legado el siglo XX. La relación con quienes consideran que una gran causa humanitaria es el eje central de todo estado puede derivar en alianza o en oposición, pero nunca desembocar en una identificación permanente. Dicha relación es siempre efímera, incluso en el raro caso de los jóvenes estados revolucionarios que verdaderamente trataban de difundir un mensaje universal —la Francia posterior al año 1792 y la Rusia de 1917, aunque, casualmente, no el Estados Unidos aislacionista de George Washington—. La postura que adopta por sistema cualquier estado es la de la procura de sus intereses. Al margen de esto, el argumento humanitario en favor de la intervención armada en los asuntos de los estados descansa en tres presupuestos: que en el mundo contemporáneo existe la posibilidad de que surjan situaciones intolerables —por lo general matanzas, o incluso genocidios— que la exijan; que no es posible hallar otras formas de hacer frente a tales situaciones; y que los beneficios derivados de proceder de este modo son patentemente superiores a los costes. Todos estos presupuestos se encuentran justificados en ocasiones, aunque, como prueba el debate sobre Irak e Irán, rara vez exista concordancia universal respecto a qué sea exactamente una « situación intolerable» . Es probable que hubiera un consenso en los dos casos más obvios de intervención justificada: la invasión de Kampuchea [6*] por Vietnam, que puso fin al espantoso sistema de los « campos de exterminio» de Pol Pot (1978), y la acción de Tanzania que desmanteló el régimen de terror de Idi Amin en Uganda (1979). (No todas las intervenciones armadas extranjeras que han permitido actuar con rapidez y éxito en ciertas situaciones de crisis local han arrojado resultados tan satisfactorios — piénsese por ejemplo en Liberia o en Timor Oriental—.) Ambas intervenciones se realizaron mediante breves incursiones, produjeron beneficios inmediatos, dieron probablemente pie a algunas mejoras duraderas, y al mismo tiempo no se vieron acompañadas de una abrogación sistemática del arraigado principio de no injerencia en los asuntos internos de los estados soberanos. Además, entre otras consideraciones secundarias, carecieron de implicaciones imperialistas y tampoco involucraron a la política general del mundo. De hecho, tanto Estados Unidos como China continuaron apoyando al depuesto Pol Pot. Ahora bien, este tipo de intervenciones ad hoc carece de relevancia como argumento en favor del carácter deseable de la hegemonía mundial de Estados Unidos. No sucede lo mismo con las intervenciones armadas de los últimos años, que, en cualquier caso, han sido selectivas y han dejado intactas situaciones que de acuerdo con criterios humanitarios se contarían sin duda entre los peores ejemplos de atrocidad, en particular el del genocidio del África central. En los Balcanes de la década de 1990, la preocupación humanitaria fue ciertamente un factor significativo, aunque no el único. Es probable que en Bosnia, pese a que se hay a argumentado lo contrario, la intervención exterior contribuyera a detener el derramamiento de sangre en la zona con mayor rapidez que si se hubiera dejado proseguir hasta su término la guerra entre serbios, croatas y bosnios musulmanes, pero la región sigue siendo inestable. No está en modo alguno claro que en 1999 la intervención armada fuera el único modo de zanjar los problemas suscitados por el alzamiento contra Serbia de un grupo extremista minoritario surgido entre los nacionalistas albaneses de Kosovo. Su fundamento humanitario era bastante más dudoso que el de Bosnia, y dado que provocó que Serbia procediera a expulsar en masa a los albaneses de Kosovo, y que fue causa tanto de las víctimas civiles de la propia guerra como de los varios meses de devastadores bombardeos sobre Serbia, es posible que de hecho empeorara la situación humanitaria. Además, las relaciones entre los serbios y los albaneses tampoco se han normalizado. En cualquier caso, al menos en los Balcanes las intervenciones fueron rápidas, y a corto plazo decisivas, aunque hasta el momento nadie, excepto quizá Croacia, tenga motivos para sentirse satisfecho con el resultado. Por otra parte, las guerras libradas en Afganistán e Irakdesde el año 2001 han sido operaciones militares estadounidenses emprendidas por razones distintas de las humanitarias, pese a haber sido justificadas ante la opinión pública humanitaria con el fundamento de que iban a eliminar algunos regímenes indeseables. De no haber sido por el 11-S, ni siquiera Estados Unidos habría considerado que la situación de uno u otro país exigiera una invasión inmediata. Si la intervención en Afganistán fue aceptada por los demás estados sobre la base de los obsoletos argumentos « realistas» , la invasión de Irak fue condenada de forma prácticamente universal.

Aunque los regímenes de los talibán y de Sadam Hussein fueron derrocados de forma rápida, ninguna de las dos guerras se ha saldado con una victoria, y desde luego ninguna ha alcanzado los objetivos anunciados al principio: el establecimiento de regímenes democráticos en sintonía con los valores de Occidente y capaces de convertirse en faro para otras sociedades aún no democratizadas de la región. Ambas contiendas, aunque especialmente la catastrófica guerra de Irak, se han revelado largas y capaces de provocar una destrucción masiva y sangrienta, sin contar con que no sólo siguen activas en el momento en que escribo estas líneas, sino que no hay perspectivas de que vayan a concluir. En todos estos casos, la intervención armada ha partido de unos estados extranjeros dotados de un poderío militar y unos recursos muy superiores. Ninguna de estas actuaciones ha generado hasta el momento soluciones estables. En todos los países concernidos se mantienen tanto la ocupación militar como la supervisión política extranjeras. En el mejor de los casos —aunque evidentemente no en Afganistán e Irak—, la intervención ha puesto fin a unas guerras sangrientas y conseguido una especie de paz, pero los resultados positivos, como sucede en los Balcanes, son decepcionantes. En el peor de los casos —Irak—, nadie se atrevería a negar en serio que la situación del pueblo cuya liberación fue la excusa oficial para poder emprender la guerra es peor que antes. La reciente cuenta de resultados de las intervenciones armadas en los asuntos de otros países, incluso en el caso de las llevadas a cabo por superpotencias, no arroja un balance de éxito. Este fracaso se basa parcialmente en una suposición que también suby ace a buena parte del imperialismo de los derechos humanos, la de que los regímenes de barbarie y tiranía son inmunes al cambio interno, por lo que únicamente una fuerza exterior puede provocar su fin y la consiguiente difusión de nuestros valores y nuestras instituciones políticas o legales. Estas suposiciones son una herencia de la época en que los beligerantes de la Guerra Fría denunciaban el « totalitarismo» . Son supuestos que no debieron haber perdurado tras el fin de la Unión Soviética o, en el mismo sentido, después del evidente proceso de democratización interna vivido con posterioridad al año 1980 en varios de los regímenes no comunistas de Asia y Sudamérica considerados en su día indeseables, autoritarios, militaristas y dictatoriales. Las mencionadas suposiciones se basan también en la creencia de que es posible alumbrar instantáneamente importantes transformaciones culturales mediante actos de fuerza. Pero no es así. La difusión de valores e instituciones casi nunca puede materializarse por medio de la imposición súbita de unas fuerzas externas, a menos que en su punto de aplicación se den y a las condiciones capaces de adaptarlas al entorno y de hacer que se acepte su introducción. La democracia, los valores occidentales y los derechos humanos no son como algunas importaciones tecnológicas, cuy os beneficios se perciben con inmediata claridad y son susceptibles de ser adoptados sin modificaciones por todos cuantos pueden utilizarlos y permitírselos, como la pacífica bicicleta y los letales AK47, o como los servicios técnicos, por ejemplo los aeropuertos. Si lo fueran, existiría una mayor semejanza política entre los numerosos estados de Europa, Asia y África, ya que todos se regirían (en teoría) por constituciones democráticas similares. En resumen, existen muy pocos atajos en la historia: una lección que el autor ha aprendido, entre otras razones, por haber vivido y reflexionado sobre buena parte del siglo pasado. Por último, quiero dedicar unas palabras de agradecimiento a quienes propiciaron la ocasión para la primera presentación de estos artículos. El capítulo 1 está basado en un trabajo escrito para el coloquio conmemorativo del centenario del Premio Nobel de la Paz (Oslo, 2001); el capítulo 2 es resultado de la conferencia en memoria de Nikhil Chakravarty, celebrada en Delhi en el año 2004, por invitación de la Indian Review of Books; el capítulo 3 es un texto leído como Massey Lecture de la Universidad de Harvard del año 2005; el capítulo 4 es una reelaboración para un discurso inaugural pronunciado en la presentación de un título honorífico en la Universidad de Tesalónica, en Grecia, en el año 2004; el capítulo 5 es una versión considerablemente elaborada de un prefacio escrito para la nueva edición de la versión alemana de Naciones y nacionalismo desde 1780 (Campus Verlag, Francfort, 2004). El capítulo 6 vio originalmente la luz y fue dado a la imprenta como Conferencia del Ateneo londinense celebrada en dicho club en el año 2000; el capítulo 7 se publicó como contribución a un número de la revista Foreign Policy consagrado a « las ideas más peligrosas del mundo» (septiembre-octubre de 2004); el capítulo 8 tiene su primer punto de arranque en unas cuantas notas destinadas a un trabajo para un seminario que, sobre el terrorismo, organizó la Universidad de Columbia, en Nueva York, a principios de la década de 1990; el capítulo 9 fue leído en el Birkbeck College de Londres como una conferencia pública, y formó parte de un ciclo sobre « La violencia» .

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