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Grushenka – Anónimo

Grushenka, tres veces mujer está considerado, entre los aficionados a la literatura erótica, como uno de los libros más misteriosos de la historia del erotismo. Su origen constituye aún ahora un gran enigma para los estudiosos en la materia. No obstante, Grushenka se ha situado entre los clásicos del género. Su supuesto autor, un anónimo ruso, habría escrito, en la segunda mitad del siglo XVIII, esta biografía de una sierva rusa a partir de unos documentos hallados por él en los archivos del Departamento de Policía de Moscú. En la presentación de esta edición se describen los debates suscitados en Occidente en el momento de su publicación en Europa. Las aventuras eróticas de Grushenka están estrechamente vinculadas a su condición de sierva en la Rusia del siglo XVIII, así como a la trayectoria de su esfuerzo, primero por sobrevivir, luego por liberarse y, más tarde, por independizarse de la esclavitud. Su historia empieza en el momento en que un aristócrata sin escrúpulos la compra para el servicio de su esposa. Tras suplantar a esta en la satisfacción de las necesidades sexuales de su amo, Grushenka, repudiada, emprende una serie de aventuras a cuál más peculiar: desde su paso por una tienda de modas, que no es más que la tapadera para un negocio mucho más lucrativo, hasta su empleo en un establecimiento de baños de vapor, donde debe satisfacer las caprichosas aficiones de clientes de ambos sexos, su vida es un continuo aprendizaje de las extrañezas sexuales y de la psicología de sus distintos amos. Esta experiencia la coloca finalmente en situación de emplear toda la astucia de que es capaz para alcanzar por fin su autonomía: se convierte en dueña de uno de los más célebres prostíbulos de Moscú.


 

Prólogo a la primera edición occidental (en inglés). Gracias a mi admiración profunda, sí, una auténtica veneración por los grandes novelistas rusos, empecé hace mucho tiempo a sentir gran simpatía por Rusia y los rusos. Quizá ese interés por lo eslavo fuera, sobre todo, el anhelo romántico de un joven estudiante de Princeton por lo lejano, lo exótico (o mejor dicho, lo erótico). Sin embargo, al ser derrocado el régimen zarista, esa simpatía aumentó en lugar de disminuir. Porque entonces Rusia pareció ofrecer no sólo incienso a los sentidos, sino también vitalidad al intelecto y al espíritu. Esa predisposición mía se hizo tan perentoria que conseguí finalmente arreglar mis asuntos el año pasado en París y volar hacia Moscú con tanta agitación e ilusión que temía un desengaño. Mis ilusiones acerca de Rusia no se desvanecieron. Por el contrario, se confirmaron gracias a una gloriosa realidad. ¡Un pueblo liberado, una nación realmente dedicada a los derechos del hombre! Pero no es ésta la tribuna desde la que expresaré mis opiniones sobre Rusia; las expongo extensamente en otro libro que pronto publicaré. Aquí me ocuparé de la biografía de Grushenka, y su publicación en inglés. Por lo general la literatura erótica, tal como la conocemos en Europa y América, no encuentra lugar en los actuales planes soviéticos. Los libros eróticos, como Memorias de Fanny Hill, El Jardín perfumado, La autobiografía de una pulga textos de hoja dominical comparados con Grushenka están severamente prohibidos. Y, sin embargo, Grushenka, aunque no esté oficialmente aceptado por las autoridades soviéticas, no es del todo mal visto. La razón radica, sin duda, en el indiscutible valor que representa para la propaganda. No puede ignorarse un relato tan auténtico de los abusos indecibles la licencia total de la Rusia zarista. Tampoco puede ignorarse Grushenka desde el punto de vista literario.


A diferencia de cualquier otro libro del género, encontramos en éste un admirable testimonio del personaje y de su vida. No solamente se traza el desarrollo mental y emocional de la sierva Grushenka, sino que también se describen minuciosamente los cambios de su cuerpo de año en año. Las experiencias y los abusos sexuales están narrados tal como sabemos que han debido suceder, no como quisiéramos que hubieran sucedido. Esta asombrosa veracidad, esta sinceridad, esta ausencia de romanticismo son devastadoras. No olvidemos el tono sostenido de la narración en la que desfilan, además, las costumbres sociales de la época. Nos encontramos sin duda frente a una auténtica obra literaria. Me recomendó la lectura de Grushenka un pequeño grupo de artistas e intelectuales que se empeñaron en brindarme todas las comodidades que un hombre de mi temperamento considera necesarias, por encima de cualquier ideología. Mi conocimiento del ruso es rudimentario, y sólo después de conocer a Tania pude tener una idea del contenido de esta obra. Estaba yo tan intrigado que Tania y y o nos unimos inmediatamente para traducir a Grushenka al inglés con todos los cuidados. El experimento fue altamente educativo para ambos, puedo decirlo sin pecar de inmodesto. Seis meses después, volví a mi apartamento de París con el manuscrito inglés de Grushenka. Tomé la decisión de publicar Grushenka cuando uno de mis viejos amigos, un marino con aficiones literarias, aceptó la delicada tarea de transportar los tomos publicados a Inglaterra y Norteamérica. Mis relaciones profesionales con editoriales de ambos países me facilitaron el contacto con intermediarios de confianza para su distribución. Los beneficios financieros que obtenga con la aventura serán enviados a Tania. Siendo lo que es, una mujer emancipada de la Rusia roja, entregará sin duda el dinero a alguna guardería pública o a algún investigador del Control de la Natalidad; ambas causas son buenas. Ve, pues, Grushenka, hacia tus lectores de habla inglesa. Ojalá te conviertas en un arma en favor de la U. R. S. S., en un mensaje para Tania, en una aportación a la literatura. Que tu nuevo auditorio te encuentre tan llena de vida y palpitante como te encontré yo al traducirte. J. D. París, 2 de enero de 1933.

Prólogo a la segunda edición rusa (Petrovsky Editor, Kiev, 1879) Poca duda cabe y a sobre el hecho de que Grushenka vivió realmente a principios del siglo XVIII, y de que su vida está narrada con fidelidad en este libro. Múltiples documentos lo confirman. Grushenka, que era conocida en la sociedad mundana de Moscú como madame Grushenka Pawlovsk, se vio involucrada, en 1743, en la muerte repentina del venerable Yuri Alexandrovich Rubín. Contó entonces la historia de su vida a los funcionarios que llevaban a cabo la investigación. Un registro completo de su testimonio se encuentra todavía en los archivos secretos del Departamento de Policía de Moscú. La persona que escribió la biografía de Grushenka se interesó por ella precisamente al examinar esos expedientes. Al parecer, Grushenka contó con todo detalle los pormenores de su vida con el fin de demostrar que era totalmente inocente en la muerte de Yuri Alexandrovich. Y también para demostrar que una de sus muchachas, de quien se sospechaba de haber envenenado el vino del occiso, no podía haber cometido semejante acción. Yuri Alexandrovich había sido uno de los mejores clientes del establecimiento de madame Grushenka, por lo tanto, ésta alegaba que tanto ella como sus muchachas tenían el mayor interés en que disfrutara de salud y bienestar. Es de destacar el que en la declaración de Grushenka no figure la historia de su niñez, su adolescencia, sus padres, ni sus orígenes. Y, por supuesto, también silencia la segunda parte de su vida y su fin. El autor no ha podido encontrar el menor rastro de ella, pero nos asegura que ha localizado y estudiado los expedientes del divorcio de Alexei Sokolov y los documentos familiares de Asantcheiev, y que esos documentos coinciden y corroboran la citada declaración de los archivos policiales. También nos dice que leyó y estudió muchas cartas escritas en la época, así como publicaciones y gacetillas, que atestiguan la exactitud de sus descripciones. Si ha añadido algunos detalles de su propia cosecha, tenemos que reconocer que sólo han servido para trazar un cuadro más realista de la vida de Grushenka y la moral de su tiempo. Queda la cuestión de saber si la historia de la vida de Grushenka tiene en verdad suficiente interés e importancia como para ser contada. Era, por supuesto, sólo una sierva, una simple esclava, presa fácil de la clase dominante y las instituciones sociales de su época, abocada a todo tipo de aventuras que solían concluir con palizas y abusos sexuales. Pero su historia, en el telón de fondo histórico en que transcurre, demuestra que hasta una sierva, pese a tener en contra suya todas las circunstancias, podía alcanzar cierta seguridad y cierto poder, si poseía las cualidades de carácter de una Grushenka. 1 Katerina caminaba con gran desazón por una de las calles sin pavimentar del barrio norte de Moscú. Tenía muchos motivos para sentirse incómoda y de mal humor. Había llegado la primavera, pronto la familia y su servidumbre marcharían al campo, y todavía no había logrado cumplir la orden de su ama, la joven y caprichosa princesa Nelidova Sokolov. Al principio, la princesa Nelidova no lo había expresado más que como un deseo, como un capricho. Pero últimamente lo había pedido, más aún lo había exigido. La joven princesa se había vuelto muy irritable. Siempre estaba agitada, intranquila, no podía siquiera formular un deseo con serenidad. Y no le correspondía a Katerina discutir las órdenes de su ama.

Era la dama de compañía, una sierva vieja y de toda confianza, endurecida por los trabajos rudos, agobiada ahora por el peso de dirigir los quehaceres de la casa. La habían educado para obedecer órdenes y ejecutarlas con rapidez. A Katerina no le preocupaba el castigo. No temía el látigo. No, no era eso. Sencillamente quería cumplir con su deber, y éste consistía en satisfacer a su señora. Lo que la princesa Nelidova deseaba era una sierva que tuviera exactamente sus medidas, que fuera como su doble. Puede parecer extraño que Nelidova abrigara semejante deseo, pero no lo era. En realidad, le destrozaba los nervios la tortura —eso pensaba ella— de estar de pie, posando horas y horas en el probador, mientras el sastre, el modisto, el zapatero, el peluquero, y todos los demás artesanos se afanaban alrededor de su cuerpo. Por supuesto, a cualquier mujer le gusta adornarse, escoger e inventar lo que mejor le sienta. Pero, de repente, Nelidova tenía prisa, prisa de vivir, de disfrutar, de jugar a ser una gran dama, de estar en todas partes, de que la vieran, y, finalmente y ante todo, de ser admirada. Ser admirada y envidiada por las mujeres significaba trajes y más trajes. Y eso suponía estar de pie, quieras o no, y sufrir que la tocaran las sucias manos de las modistas. La princesa despreciaba a las modistas como a toda persona que trabajara, y las trataba con desdén e injusticia. No le gustaba su olor, pero tenía que aguantarlas para parecer bella y rica. ¡Rica! Esa era la palabra que siempre tintineaba en los oídos de la princesa recién casada. ¡Rica! ¡Poderosa! ¡Una personalidad en la Corte! ¡Dueña de muchas almas! Por supuesto, había que pagar un tributo cuy as consecuencias adquirían repugnantes matices. El precio consistía en estar casada con Alexei Sokolov. Era odioso, pero ¿qué remedio? No podía confesarlo ni a sus más íntimas amigas. Siempre tenía conciencia de porqué tenía que soportarlo, pero no se le había ocurrido aún la forma de evitarlo. Porque Nelidova había sido terriblemente pobre. Tan pobre que en el convento en que se había criado no le habían dado lo suficiente de comer. Las monjas la empleaban de fregona y, en las grandes fiestas en que las demás jóvenes aristócratas ofrecían cirios a los santos, grandes como leños, ella no podía comprar ni siquiera una vela. Su padre había sido un gran general y un brillante aristócrata, su madre una princesa tártara. Pero cuando su padre, en una de sus acostumbradas borracheras, cayó al Volga, donde se ahogó, la familia quedó sin un penique.

Parientes mal intencionados repartieron su prole en instituciones y fundaciones caritativas. Al cumplir los veinte años, y sin el menor deseo de hacerse monja, Nelidova fue adoptada por una tía vieja, medio ciega, que vivía en un pueblo. Allá se encontró atada a una inválida medio chiflada, que le daba palizas de vez en cuando, como era costumbre entonces con las chicas solteras, aun cuando fueran jóvenes educadas. Por eso le pareció casi un milagro la posibilidad de casarse con el poderoso Alexei Sokolov. Era un sueño en el que no podía creer, y, cuando se convirtió en realidad, Nelidova tuvo que pellizcarse más de una vez para tener la seguridad de que estaba despierta. Aquel matrimonio se había concertado por correspondencia, según era costumbre en la época. En la pequeña ciudad en que vivía Nelidova, un joven veleidoso, hijo del comandante militar del distrito, se enamoró de tal forma de Nelidova que declaró a su padre que se casaría con ella a pesar de que era pobre y no tenía posición social. El padre, como suele suceder, no quiso dar su consentimiento. Por lo tanto, le pareció conveniente alejar a la joven de su hijo casándola con otra persona. Como era condiscípulo del poderoso príncipe Alexei Sokolov, y había mantenido correspondencia con él durante largos años, le escribió tales alabanzas de la virtud y el encanto de Nelidova que consiguió que aquel solterón se comprometiera con la joven por correo. No cabía la menor duda de que Nelidova no dejaría escapar la ocasión. El exgobernador, príncipe Alexei Sokolov era conocido en toda la región como uno de los terratenientes más ricos, personaje político de la Corte y refinado anfitrión. Era uno de los poderosos de su tiempo, y había heredado fortunas, que triplicó gracias a golpes audaces cercanos al robo. A Nelidova no le preocupó en absoluto que le llevara treinta y cinco años. Todo aquello era para ella una suerte inesperada. Pero que él aceptara casarse con ella la sorprendía. No podemos decir si Sokolov habría podido obtener la mano de alguna de las ricas damas de la Corte, pero lo cierto es que tenía sus buenas razones para decidir de pronto casarse con la joven desconocida. No tenían nada que ver con el hecho de que ella fuera noble, e hija de uno de sus antiguos amigos. No, la verdad era que Sokolov quería fastidiar a sus parientes. Contaban y a con su muerte, habían calculado lo que iban a heredar de él, y en realidad les habría encantado envenenarle. ¡Ahora, que padezcan! Se casaría con aquella muchacha que era joven y saludable, y tendría hijos. Y toda aquella corte de parientes tendría que alejarse con las manos vacías. Una vez tuvo aquella idea luminosa, Sokolov actuó con su habitual rapidez. Nadie debía saberlo de antemano. Escribió simplemente una carta a Nelidova, sin hacer referencia alguna a su correspondencia anterior con el amigo que la había recomendado; en ella le incluía 5 000 rublos de dote y una sortija que había pertenecido a su madre; además, le comunicaba que le enviaba un carruaje y que la esperaba sin falta a su regreso.

Le aconsejaba un viaje por etapas con el fin de que no se cansara demasiado antes de la ceremonia que tendría lugar en cuanto llegara a Moscú. Y allí estaba el hermoso carruaje, conducido por un enorme cochero y dos lacay os, delante de su puerta. ¡Y 5 000 rublos!… Nunca en toda su vida había visto tanto dinero. Así se confirmaba la hipótesis del comandante: todo había sido obra suya. Pues bien, Nelidova subió al coche y no viajó « por etapas» , sino tan aprisa que el cochero tuvo que relevar varias veces los caballos. Nelidova no sintió el menor cansancio, estaba tan excitada que no sintió ni la falta de sueño ni de comida. Vivía como en un trance. Tampoco abandonó ese estado al conocer al novio. Ningún poeta habría podido convertirlo en un amante atractivo. Tenía entre cincuenta y sesenta años; era bajito, calvo y rudo, con una enorme barriga debajo de un pecho velludo. Sólo cuando Nelidova se encontró con él en la cama cay ó en la cuenta de la repugnante realidad… pero esa parte de la historia se verá más adelante. Una vez convertida en esposa de Sokolov, la joven princesa se dedicó de cuerpo y alma a la diversión y al desenfreno. Tenía que recuperar el tiempo perdido y sacar el máximo provecho de aquel contrato. Por lo tanto, durante su vida en Moscú, no omitió ocasión alguna de placer. Trataba a sus sirvientes con cruel brutalidad; se volvió nerviosa, irascible e inquieta. No dejaba de pensar un solo instante en aquello que podría serle agradable. Había decidido que no quería seguir probándose vestidos, y tener sustituta. Y por eso ordenó a Katerina a que fuera a comprar a una doble. Hacía tiempo que Katerina intentaba contentar a su ama después de que ésta sufriera varias jaquecas a consecuencia de las últimas sesiones de prueba de los trajes de otoño. Pero hasta ahora Katerina no había tenido éxito. No porque la figura de la princesa fuera extraordinaria, sino porque aquellas campesinas esclavas tenían tipos miserables: huesos muy gruesos, espaldas anchas, caderas voluminosas, piernas y muslos carnosos. Por otra parte, Nelidova tenía pechos abundantes, ovalados y en punta, que sobresalían por encima de una cintura muy esbelta. Tenía piernas rectas, bien formadas y manos y pies pequeños y aristocráticos. Nadie conocía esos detalles mejor que la vieja gobernanta, porque ella misma había tomado las medidas del cuerpo de Nelidova. La « madrecita» , como la llamaban sus siervos, no se había movido mientras Katerina le medía la estatura, el busto, la cintura, las caderas, las nalgas, los muslos, las pantorrillas, y también el largo de los brazos y las piernas.

Nelidova se había quedado muy quieta, sonriendo, pensando que era la última vez que tenía que probarse ella. Katerina había tomado las medidas a su aire. No sabía leer ni escribir, ni podía emplear el centímetro con la misma habilidad que aquellos modistos franceses de pedante lenguaje. Por lo tanto, compró cintas de todos los colores, un color para cada medida, y las cortó con precisión. (Podía recordar sin equivocarse el color que representaba cada cinta, por ejemplo, la muñeca o el tobillo, porque aquella campesina ignorante, gorda y de cabello algo gris, tenía una memoria muy superior a la de los instruidos y cultos). Aquellas cintas de colores fueron luego cosidas cuidadosamente una a otra, formando una única cinta larga, en el orden en que Katerina había tomado las medidas. Había constituido prácticamente un patrón de las proporciones de Nelidova. Pero ¡cuántas veces había tratado en vano Katerina de encontrar a alguien que tuviera esas medidas! Al principio había visitado las casas de otros aristócratas, y, tras una charla amistosa con el mayordomo o la gobernanta, había pasado en revista a las jóvenes siervas con el fin de adquirir a alguna en el caso de que y a no hiciera falta en aquella casa o si el amo ya no la quisiera como amante. Pero ni siquiera entre las doncellas había encontrado una cuyas medidas se parecieran a las de su ama. Entonces visitó los mercados de siervas, que se organizaban de vez en cuando para intercambiarlas entre las distintas casas de la aristocracia. Después, visitó a los que podríamos llamar « traficantes» , personas que, en otros tiempos, habían sido mayordomos y que, liberados por una u otra razón, conseguían una pequeña renta comprando y vendiendo siervos, en particular mujeres hermosas que vendían a los prostíbulos que habían empezado a proliferar en aquellos tiempos en Moscú, según la moda recientemente importada de París. Katerina había buscado durante todo el invierno pero, aunque a veces tropezaba con alguna joven que se aproximaba a los requisitos, le habían ordenado encontrar a la que los cumpliera exactamente. Pero ¿cómo conseguirla? En todo eso iba pensando Katerina aquella tarde de abril —sería probablemente en el año de 1728— mientras se dirigía a la casa de un traficante privado que vivía en el barrio pobre, al norte de Moscú. La prisa que de pronto se apoderó de ella la impulsó a hacer algo que, en ella, resultaba extraordinario. Llamó a un droshki estacionado en una esquina, uno de esos coches de caballos sin garantía alguna de llegar a su destino. El cochero, algo borracho, se puso en marcha de mal humor, tras haber regateado el precio hasta que a ella le pareciera conveniente. No tardaron en trabar una animada conversación; al cochero le era tan imposible como a ella estar callado; se rascaba la larga cabellera mientras su hambriento y cansado caballo iba tropezando en los adoquines. Como Katerina no estaba acostumbrada a guardar nada para sí, el cochero se enteró en seguida de que estaba buscando una sierva para su ama. Vio que se le presentaba una oportunidad y le dijo a Katerina que una de sus primas, que había conocido tiempos mejores, estaba a punto de vender a dos de sus muchachas, jóvenes, fuertes, trabajadoras, buenas y obedientes. Pero Katerina no quiso escucharlo. Estaba decidida a llegar a su destino, y allá fueron. Katerina pagó al cochero que se fue cuando ésta lo despidió sin querer que la esperara a que terminara sus recados. En casa de Iván Drakeshkov esperaban a Katerina, pues había enviado previamente un mensaje diciendo que quería ver a las muchachas que tenían, antes de que las vendieran en subasta. La saludaron con dignidad y casi con respeto, pues un comprador adinerado siempre es bienvenido. Iván Drakeshkov vivía en una casita de una sola planta, rodeada por un jardincillo mal cuidado donde unas cuantas gallinas picoteaban la tierra después de la lluvia.

Iván la había comprado cuando era un tallista de ébano muy apreciado. Se casó entonces con la doncella de una gran duquesa, quien la obsequió con dote y libertad. Pero Iván había empezado a perder la vista, estaba casi ciego, y su esposa, quien en otros tiempos había sido alegre y generosa, se había vuelto amargada, una arpía que maltrataba sin piedad a su marido. En realidad, ella fue quien empezó el negocio de los siervos, y ganaba lo justo para comer y comprar leña, pero jamás para la botella de vodka que Iván tanto esperaba en vano. « El que no trabaja no bebe» decía ella, y obligaba a su inútil esposo a fregar los platos. Ofrecieron un sillón amplio y confortable a Katerina, con exagerada cortesía. La invitaron a tomar el té que hervía en el samovar. La llevaron a charlar acerca del zar y de su ama. Pero ella tenía prisa; se sentía incómoda y deseaba ver a las chicas. Madame Drakeshkov se dio cuenta de que había que hablar de negocios sin más rodeos. —Verá usted —le dijo a Katerina—, tendré para la subasta a más de veinte muchachas, pero aún no están todas aquí. Cuanto más tarde lleguen, menos comida tendré que darles. Por eso, si no encuentra lo que busca, siga en contacto conmigo porque estoy segurísima de poder complacerla. Nadie conoce tan bien a las esclavas de la ciudad. (De momento sólo disponía de siete, y no iba a tener más para la subasta, cosa que Katerina sabía perfectamente). Entonces, la señora Drakeshkov se levantó y fue a otra habitación a buscar a las muchachas. —Abre las cortinas para que entre algo de luz en la habitación —le gritó a su esposo, que obedeció dócilmente. Después, éste volvió hacia un rincón oscuro, de cara a la pared; mantenía siempre la habitación en penumbra debido a su ceguera. Katerina miró a las siete jóvenes. Estaban quietas en semicírculo; llevaban blusas rusas cortas y faldas anchas de lana barata. Katerina despidió a cuatro de ellas en cuanto las vio, a pesar de que la señora Drakeshkov insistiera en la belleza y la salud de todas ellas. Las cuatro, que eran demasiado bajas o altas, volvieron de mala gana a la otra habitación por orden de madame, quien se consoló al acto cuando Katerina pidió que se desnudaran las tres restantes. (Por lo general los compradores examinaban minuciosamente los cuerpos desnudos antes de comprar). Estuvieron pronto desnudas. No tenían más que desabrochar las blusas y soltar las faldas, pues no llevaban nada más.

Miraban fijamente a Katerina porque podía convertirse en su ama, y a que, aun cuando por sus ropas y modales saltaba a la vista que no era más que una sierva, era evidente que desempeñaba una importante función al responsabilizarse de la compra de nuevas sirvientas. Katerina contempló aquellos cuerpos desnudos. Dos de las muchachas no cumplían a primera vista los requisitos. Una de ellas tenía pechos pequeños, casi como los de un muchacho, y caderas voluminosas, como suele suceder entre campesinas. La otra tenía los muslos tan gruesos y el trasero tan grande como si y a hubiera tenido un par de hijos. Katerina apartó de ellas la mirada, y, si se quedaron en la habitación, fue porque a nadie se le ocurrió decirles que se fueran. Katerina hizo entonces señas a la última muchacha, que estaba cerca de la ventana y, ante el gran desconcierto de madame Drakeshkov, sacó la cinta multicolor a la que ya nos hemos referido. Sin entusiasmo se puso a medir la estatura, que era correcta, el busto, al que le sobraban más de dos dedos, y finalmente renunció, al ver que las caderas medían más. Suspirando, metió de nuevo la cinta en la bolsa y se dirigió sin decir palabra hacia la puerta de salida. No hizo el menor caso del aluvión de palabras que le dirigió, sorprendida, madame Drakeshkov quien parecía no haber entendido nada. ¡Medir a una sirvienta! ¿Quién había oído hablar de semejante tontería? Pero ya estaba Katerina en la calle, indecisa, con la expresión de un perro apaleado. El cochero del droshki quien había entrado entretanto en una taberna vecina a tomar un trago, la saludó efusivamente y trató de convencerla de que siguiera contratando sus servicios. Le dijo que deseaba que las cosas le hubiesen ido bien y que podía llevarla de vuelta a casa a toda velocidad. Katerina le informó de que había fracasado y que sintiéndolo mucho, tenía que renunciar. El cochero recordó entonces que buscaba a mujeres y volvió a insistirle que utilizara a las que tenía su prima. Podía llevarla allá en poco tiempo… Katerina miró al sol: era temprano todavía. No perdía nada con intentarlo otra vez. Volvió a subir al coche que resopló bajo su peso. Poco después, Katerina subía, resoplando a su vez, unas escaleras empinadas y crujientes que conducían al ático de la prima, una solterona de unos cincuenta años. Era dueña de un pequeño taller de bordados en el que trabajaban dos obreras, pero quería dejar el taller y Moscú para ir a vivir con unos parientes suy os en el sur. Como carecía de dinero para pagar el largo viaje, quería vender a las dos obreras. Katerina pasó al cuarto contiguo, una sala de ático muy amplia y clara, sin más muebles que una larga mesa cargada de telas. En un banco frente a la mesa sobre la que se inclinaban, estaban sentadas dos muchachas. La prima les ordenó que se pusieran de pie, y Katerina dejó escapar un grito de sorpresa: una de las muchachas era el doble exacto de su princesa; por lo menos el rostro y los rasgos eran tan parecidos a los de Nelidova que, de entrada, Katerina temió ser víctima de una alucinación. Pero el rostro no importaba nada, lo esencial eran las medidas del cuerpo.

Parecía adecuarse de formas y estatura, y Katerina pidió que la muchacha de cabello oscuro y ojos azules brillantes se desnudara a toda prisa. La otra muchacha era una criatura pequeña y rechoncha por lo que Katerina no le prestó la menor atención. Pero la prima declaró que de ninguna manera vendería a una solamente: las dos o ninguna. Katerina masculló que ya se arreglarían pero que deseaba ver a la morena. Las jóvenes, que no sospechaban que su patrona quería deshacerse de ellas, se sonrojaron, se miraron, volvieron la mirada hacia la prima y se quedaron quietas, en mansa actitud. La prima le dio un cachete a la morena, le preguntó si se había vuelto sorda y la conminó a quitarse la ropa. Con dedos temblorosos, la joven se desabrochó la blusa; apareció entonces un corpiño de lino corriente, cruzado y adornado con muchas cintas. Finalmente, de una camisa áspera surgieron dos pechos llenos y duros, con pezones grandes y rojos. Katerina, que nunca sonreía, empezó a hacerlo: era el busto que buscaba. Después, la amplia falda de flores y tela barata cay ó al suelo, y aparecieron unos pantalones anchos que bajaban hasta el tobillo. Un mechón de pelos tupidos y negros asomaba por la rendija abierta del pantalón. (Las mujeres de la época satisfacían sus necesidades por la rendija del pantalón que se abría cuando se agachaban para hacer lo que debían hacer). Pronto se deshizo también de los pantalones y de la falda, y Katerina contempló su hallazgo con gran satisfacción. Dio vueltas y vueltas alrededor de la muchacha desnuda. La cintura era perfecta; las piernas eran llenas, femeninas y esbeltas, la carne de las nalgas más suave aún que las de su ama. Katerina se acercó a la joven y la tocó. Estaba satisfecha; no era el tipo de campesina corriente, no era la típica moza recia y ruda. Tenía las formas de una aristócrata, iguales a las de su « madrecita» . Katerina sacó las cintas y empezó a comparar. La estatura era casi perfecta —un poco demasiado alta, pero podía descontarse la diferencia—. El ancho de la espalda, los pechos, la cintura, el contorno de los muslos eran iguales, o por lo menos así parecían. Hasta los tobillos y las muñecas eran semejantes. Resultó que las piernas, del pubis al suelo, eran algo más largas de lo necesario, pero Katerina había decidido y a que compraría a la muchacha. Cuando tomó la última medida, de las rodillas al suelo, Katerina rozó con los dedos la abertura de los pantalones y la muchacha retrocedió con irritación. Pero, por lo general, se había portado muy bien, con esa carencia de vergüenza o con esa timidez característica de las siervas.

(Aquellas muchachas ignoraban la existencia del pudor. Desde la adolescencia sus cuerpos estaban a disposición de sus amos; sus partes más secretas no lo eran más que sus manos o sus rostros). Empezó entonces el regateo. Katerina quería comprar sólo a la muchacha morena, y no quería pagar más de 50 rublos; no quería a la rubia; su amo y a disponía de más de 100 000 almas y no necesitaba más. La prima se puso a gritar que no le vendería sólo a la morena. Mientras Katerina defendía con celo el dinero de su amo, la joven rubia se apoyó en la mesa, y la morena, desnuda, se quedó inmóvil, con los brazos caídos, en medio de la habitación, como si no se tratara de ella. De vez en cuando el cochero intervenía como moderador desde la puerta, desde donde apreciaba la escena en espera de una buena comisión. La prima era estricta y dura. Katerina quería acabar de una vez con aquello y, al terminar la batalla, la vieja gobernanta metió la mano en el corpiño que cubría su enorme pecho y extrajo una bolsa de cuero muy fea, de la cual sacó 90 rublos para pagar a la prima. Había conseguido una rebaja de diez rublos, pero tenía que llevarse a las dos. No, no pensaba enviar un coche a buscarlas, se las llevaría con lo puesto. Temía perder su precioso hallazgo. Se irían inmediatamente; las muchachas no tenían nada que preparar, pues no tenían más que unos cuantos trapos de lana que recogieron en un hatillo a toda prisa. Una vez que la morena estuvo nuevamente vestida, Katerina se despidió sin por ello dejar constancia a la prima de que había pagado un precio exagerado. La prima bendijo a las que habían sido sus siervas. Ellas le besaron el borde del vestido en forma automática, sin sentimiento. No tardaron mucho las tres mujeres en subir al coche. El cochero las dejó a corta distancia de la casa de Sokolov y recibió lo que había pedido. No cabe la menor duda de que, con aquel dinero y la comisión de su prima, anduvo borracho como una cuba durante varios días. Camino hacia el palacio, Katerina preguntó a la muchacha morena su nombre. « Grushenka» fue la rápida respuesta de la joven. Era la primera palabra que pronunciaba desde que se había convertido en uno de los múltiples súbditos del príncipe Alexei Sokolov. Todavía ignoraba el nombre de su nuevo amo.

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