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Grito de guerra – Wilbur Smith

Habían pasado dos meses desde que se había declarado la guerra y el sol de otoño que brillaba en el claro cielo azul de Baviera era tan glorioso que parecía pedir a gritos cerveza para beber y canciones cantadas con voces alegres y llenas de entusiasmo. Pero la Oktoberfest había sido cancelada y la limusina Double Phaeton que avanzaba por el corto sendero de entrada a la residencia en Grünwald, en las afueras de Múnich, portaba noticias que no eran precisamente alegres. El auto se detuvo. El chofer abrió la puerta del pasajero para que bajara un distinguido caballero de unos sesenta años. Un mayordomo uniformado lo hizo entrar a la casa. Un momento después, Athala, condesa de Meerburg, levantó la vista cuando el abogado de la familia, Herr Rechsanwalt Viktor Solomons, ingresó a la sala. Su cabello y barba ahora eran plateados y su paso era menos vigoroso de lo que había sido alguna vez, pero la impecable hechura de su traje, el blanco brillante de su cuello perfectamente almidonado y el brillo impecable de sus zapatos reflejaban una mente que todavía era tan precisa, tan aguda y perspicaz como siempre. Solomons se detuvo delante del sillón que ocupaba Athala, saludó respetuosamente con una ligera inclinación de cabeza y dijo: —Buenos días, condesa. Su estado de ánimo era apagado, pero eso era de esperar, se recordó Athala a sí misma. El amado hijo de Solomons, Isidore, estaba lejos, en el frente. Ningún padre podría sentirse despreocupado sabiendo que la supervivencia misma de su hijo estaba en ese momento a merced de los dioses de la guerra. —Buenos días, Viktor, qué placer inesperado verlo. Por favor, tome asiento. —Athala extendió una delicada mano hacia el sillón que tenía enfrente. Luego volvió su atención hacia el mayordomo que había acompañado al invitado y permanecía allí a la espera de nuevas instrucciones—. Café, por favor, Braun, para Herr Rechsanwalt Solomons. ¿Quiere un pastel, Viktor? ¿Un poco de strudel, tal vez? —No, gracias, condesa. Athala se dio cuenta de que había un tono sombrío en la voz de Solomons, y parecía inusualmente reacio a mirarla a los ojos. «Tiene malas noticias», pensó ella. «¿Se tratará de los muchachos? ¿Le habrá ocurrido algo a alguno de ellos?» Se dijo a sí misma que debía mantener la calma. No sería adecuado manifestar los propios temores, especialmente no mientras un sirviente estuviera todavía en la habitación. —Eso es todo, Braun. El mayordomo se retiró. Athala sintió un repentino deseo de demorar las malas noticias por apenas unos segundos más. —Cuénteme, ¿cómo le está yendo a Isidore? Espero que esté bien y a salvo.


—Oh, sí, muy bien gracias, condesa —respondió Viktor, con aire distraído, como si su mente no estuviera del todo concentrada. Pero estaba tan orgulloso de su amado hijo que no pudo resistirse, y añadió—: Como usted sabe, el comandante de la división de Isidore es el propio príncipe heredero Wilhelm. ¡Imagínese! Recibimos una carta suya la semana pasada en la que decía que ya participó en su primer combate. Aparentemente, el comandante manifestó que su conducta bajo fuego fue admirable. —Estoy segura de que así fue. Isidore es un excelente joven. Y bien… ¿De qué se trata, Viktor, qué lo trae por aquí? Solomons vaciló un segundo para ordenar sus pensamientos y luego suspiró: —Me temo que no hay otra forma de decir esto, condesa. El Ministerio de Guerra en Berlín me informó hoy que su esposo, el Graf Otto von Meerbach, ha muerto. El general Von Falkenhayn consideró que era mejor que la noticia le fuera dada por alguien conocido, y no que simplemente se enterara por un telegrama o por la visita de algún oficial desconocido. Athala se recostó sobre el respaldo de su sillón, con los ojos cerrados, incapaz de decir una palabra. —Sé que esto debe ser muy angustiante —continuó Solomons, pero la angustia era lo último que ella tenía en su mente. Su sentimiento más abrumador fue de alivio. Nada les había sucedido a sus hijos. Y finalmente, después de tantos años, ella era libre. No había ya nada que su marido pudiera hacer para seguir lastimándola. Athala se controló. Había sido educada desde su más tierna infancia para acomodar sus delicados rasgos de porcelana en una expresión de elegancia serena y aristocrática, cualesquiera fueran las circunstancias. Esconder sus verdaderos sentimientos detrás de esa máscara se había convertido para ella en algo del todo natural, tal como las aguas de un estanque esconden las patas constantemente en movimiento del cisne y le permiten deslizarse con esa aparente facilidad sobre su brillante superficie. —¿Cómo murió? —preguntó ella. —En un accidente aéreo. Me han informado que Su Excelencia estaba en una misión de la mayor importancia para el Imperio Alemán. Los detalles son secretos, pero estoy autorizado a informarle que el accidente ocurrió en África Oriental Británica. El conde estaba volando a bordo de su nueva y magnífica aeronave Assegai. Este era su primer viaje. —¿Los británicos lo derribaron, entonces? —No lo sé.

Nuestro embajador en Berna fue notificado por su homólogo británico de que el conde había muerto. Fue un gesto de cortesía, en honor a la importancia de su difunto esposo. Tengo entendido, sin embargo, que los británicos no tienen ninguna unidad aérea en África, así que debemos suponer que se trató de algún tipo de accidente. El gas que se usa para hacer ascender a estos «dirigibles» suele, aparentemente, ser muy inestable. Athala miró a Solomons directamente a los ojos y habló con gran serenidad. —¿Estaba ella a bordo del Assegai en ese momento? El abogado no necesitaba que le dijeran quién era «ella». Digamos de paso que nadie siquiera remotamente familiarizado con la alta sociedad alemana necesitaba que se lo dijeran. El conde Von Meerbach había sido siempre un notorio mujeriego, pero en los últimos años se había obsesionado con una amante en particular, una belleza deslumbrante, de pelo oscuro, casi negro y lustroso y ojos azul violeta llamada Eva von Wellberg. El conde le había suplicado a Athala que se divorciaran para poder convertir a la Wellberg en su esposa, pero ella se había negado. Su fe católica no le permitía poner fin a su matrimonio. De todos modos llegaron a un acuerdo. La condesa Athala viviría, con sus dos hijos pequeños, en su villa clásica y perfectamente proporcionada en el pequeño y elegante pueblo al suroeste de Múnich, donde se podían encontrar los miembros más destacados de la sociedad bávara. Y el conde Otto, por su parte, conservaría su castillo familiar en las costas del lago Constanza. Y allí residía su amante, o como Athala pensaba de ella, su puta. Él veía a sus hijos en las raras ocasiones en que podía hacerlo, o se mostraba remotamente dispuesto a dedicar algún tiempo para ocuparse de ellos. —El Assegai estaba estacionado en los terrenos de los establecimientos Meerbach Motor —explicó Solomons, refiriéndose al gigantesco complejo industrial que era la base de la fortuna familiar—. Altos ejecutivos de la compañía que asistieron a la partida de la aeronave me dijeron que vieron a una mujer que subía al aparato. El Ministerio de Guerra también me informó que el Assegai cayó con todas las personas a bordo. No hubo sobrevivientes. Athala permitió que una leve y amarga sonrisa atravesara su rostro. —Ni siquiera voy a fingir que lamento que ella esté muerta. —Ni yo puedo pretender criticarla por eso. Sé muy bien cuánto ha sufrido usted por culpa de ella. —Querido Viktor, usted es siempre tan amable y justo. Usted es… —Hizo una pausa para corregirse—, era el abogado de mi marido, pero nunca ha hecho nada para lastimarme.

—Soy el abogado de la familia, condesa —la corrigió gentilmente Solomons—. Y mientras usted sea y siga siendo parte de la familia Von Meerbach, siempre consideraré que es mi cliente. Ahora bien, ¿puedo preguntarle si está ahora dispuesta a hablar de algunas de las consecuencias de la trágica muerte de su marido? —Sí, sí, por supuesto —respondió Athala, y luego, por razones que ella no pudo explicarse del todo, de repente sintió la pérdida ante la que había estado insensible hasta ese momento. A pesar de todo lo que ella había sufrido, siempre había rezado para que algún día su esposo pudiera ver el error de su conducta para dedicarse a su familia. En ese momento toda esperanza de que ello ocurriera había desaparecido. Comenzó a llorar y metió la mano en el bolso que tenía a sus pies, buscando un pañuelo. —¿Puedo? —preguntó Solomons, e hizo el gesto de sacar un pañuelo del bolsillo. Pero ella le hizo un gesto con la mano, negando con la cabeza, sin poder todavía hablar. Finalmente encontró lo que estaba buscando, se llevó el pañuelo a los ojos, se secó la nariz, respiró profundamente y dijo: —Por favor, perdóneme. —Mi querida condesa, usted acaba de perder a su marido. A pesar de las dificultades a las que usted se haya enfrentado, él seguía siendo el hombre con el que se casó, el padre de sus hijos. Ella asintió con la cabeza y habló con tristeza. —Parece que no tengo un corazón de piedra después de todo. —Yo, por mi parte, jamás supuse que fuera así. Ni por un instante. Ella hizo un gesto de agradecimiento inclinando la cabeza. Luego habló. —Por favor, continúe… Creo que usted iba a hablar de las consecuencias de… —No podía usar la palabra «muerte» y solo dijo—: de lo que ha ocurrido. —En efecto. Lamentablemente no podrá haber un funeral, pues si el cuerpo ha sido recuperado, los británicos ya deben haberlo enterrado. —Mi marido murió sirviendo a su país en el extranjero —sentenció Athala, a la vez que enderezaba la espalda y recuperaba su serena compostura—. Eso era de esperar. —En efecto. Pero creo que sería del todo apropiado, es más, es lo que se espera, que se realice un servicio religioso en su memoria, tal vez en la Frauenkirche, la catedral de Múnich, o tal vez usted prefiera en el Schloss Meerbach, en la capilla del castillo familiar, o incluso un servicio en las instalaciones industriales de la familia, sería muy apropiado

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