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Gran Hotel Babylon – Arnold Bennett

Sí, señor? Jules, el celebrado camarero jefe del Gran Babylon, se había inclinado, solemne, ante el ágil caballero de mediana edad que, acabado de entrar en la sala de fumadores, se había dejado caer en la silla de mimbre del rincón junto al invernáculo. Eran cerca de las ocho de la tarde de un día de junio especialmente caluroso y la cena estaba a punto de ser servida en el Gran Babylon. Hombres de todas las complexiones, edades y nacionalidades, todos ellos impecablemente trajeados, se movían por el amplio y oscuro recinto. Del invernáculo provenía un suave olor a flores y también el rumor de una fuente. Los camareros, dirigidos por Jules, se movían sigilosos sobre las tupidas alfombras orientales, balanceando las bandejas con destreza de malabarista y recibiendo y ejecutando órdenes con ese aire de profunda importancia del que solo conocen el secreto los camareros de primera clase. La atmósfera general era de serenidad y calma, algo característico del Gran Hotel Babylon. Parecía imposible que algo pudiera perturbar la pacífica y monótona cotidianidad aristocrática de un hotel tan bien gestionado. Sin embargo, esa noche iba a tener lugar la mayor conmoción nunca conocida por el Gran Babylon. —¿Sí, señor? —repitió Jules, esta vez con un matiz de solemne desaprobación en su voz: no era habitual que hubiera de dirigirse por dos veces a un cliente. —¡Oh! —dijo el vivaz caballero de mediana edad mirando a lo lejos. Con olímpica ignorancia respecto a la identidad del gran Jules, sus ojos grises se permitieron un parpadeo al observar la expresión del camarero—. Tráigame un «Beso de Ángel». —¿Perdón, señor? —Tráigame un «Beso de Ángel» y haga el favor de darse prisa. —Eso es una bebida americana y me temo que no tenemos, señor. La voz de Jules adquirió un matiz gélido; varios clientes se volvieron a mirar con incomodidad, como censurando esa perturbación de su tranquilidad por mínima que fuera. Sin embargo, la apariencia de la persona a la que Jules se dirigía les tranquilizó de algún modo, porque tenía todo el aspecto de un experimentado caballero inglés capaz de diferenciar, por mero instinto, un hotel de otro, y que sabe de inmediato dónde se puede armar un alboroto con propiedad y dónde es aconsejable comportarse como en el club privado. El Gran Babylon era un hotel en cuya sala de fumadores uno debía comportarse como en el club privado. —Ya suponía que no tendrían, pero supongo que incluso en este hotel pueden prepararme uno tras obtener los oportunos ingredientes. —Esto no es un hotel americano, señor —respondió Jules, en quien la calculada insolencia de las palabras era hábilmente ocultada bajo un acento de humilde sumisión. El vivaz caballero de mediana edad enderezó el cuerpo y contempló plácidamente a Jules y sus famosas patillas rojas. —Tráigame entonces una copa de licor —dijo, en tono a medias cortante y a medias afablemente tolerante— a base de cantidades iguales de marrasquino, nata y crema de menta. No lo mueva ni lo agite. Me lo trae tal cual. Y dígale al barman… —¿Al barman? —Dígale al barman que tome nota de la receta porque probablemente pediré un «Beso de Ángel» cada noche antes de cenar, al menos mientras continúe este tiempo. —Le traeré lo que pide, señor —dijo Jules con frialdad.


Era su forma de concluir y con la que venía a indicar que él no era como el resto de camareros, y que si alguien no le trataba con respeto lo pagaría. Pocos minutos después, mientras el vivaz caballero de mediana edad saboreaba su «Beso de Ángel», Jules se reunió con la señorita Spencer, responsable de la oficina del Gran Babylon. Esta oficina era una amplia estancia con dos paneles correderos de cristal a modo de pared divisoria, desde la cual se dominaba el vestíbulo y la sala de fumadores. Solo una pequeña parte del trabajo administrativo del gran hotel se realizaba allí. El lugar servía principalmente de guarida para Miss Spencer, persona tan importante y conocida como el propio Jules. La mayoría de modernos hoteles tienen a un hombre como jefe de la oficina, pero el Gran Hotel Babylon mantenía unos criterios propios. Miss Spencer había sido responsable de la oficina casi desde que el Gran Hotel Babylon elevara por primera vez sus macizas chimeneas al cielo y permanecía firme en su puesto pese a la volubilidad de los otros hoteles. Siempre admirablemente vestida de seda negra, con su pequeño broche de diamantes, sus pulseras inmaculadas y el encrespado cabello rubio, su aspecto era hoy el mismo que infinidad de años atrás. Su edad no la sabía nadie excepto ella misma y quizá alguien más, pero a nadie le importaba. Los atractivos y seductores contornos de su figura eran irreprochables y, por las noches, era un útil ornamento del cual todo hotel puede estar inocentemente orgulloso. Su conocimiento de la Bradshaw[1] , de los horarios de los barcos y de la programación de teatros y espectáculos de variedades, no tenía rival: sin embargo, ella nunca viajaba y nunca iba al teatro o a los espectáculos de variedades. Parecía no moverse jamás de su madriguera laboral, impartiendo información a los huéspedes, telefoneando a los diversos departamentos o enfrascada en íntima conversación con sus amigos en la plantilla. —¿Quién ocupa la número 107? —preguntó Jules a la dama de negro. Miss Spencer examinó el libro de registro. —El señor Theodore Racksole, de Nueva York. —Ya sabía yo que sería un neoyorquino —dijo Jules tras una breve y significativa pausa— pero habla inglés tan bien como tú o yo. Me ha dicho que quiere un «Beso de Ángel», marrasquino y nata, por favor, cada noche. Creo que no permanecerá mucho aquí. La señorita Spencer sonrió amenazadoramente a modo de respuesta. La referencia a Theodore Racksole como «un neoyorquino» le despertó el sentido del humor, un sentido del cual no carecía. Sabía, por supuesto, y sabía que Jules lo sabía también, que el tal Theodore Racksole tenía que ser el famoso Theodore Racksole, el hombre más rico de Estados Unidos y probablemente del mundo entero. Sin embargo, se puso enseguida de parte de Jules. Del mismo modo que solo había un Racksole, solo había un Jules y Miss Spencer compartió instintivamente la indignación de este último ante el espectáculo de una persona que, fuera un millonario o un emperador, presumía de pedir un «Beso de Ángel», esa dudosa pócima hecha de marrasquino y nata, bajo el techo del Gran Babylon. En el universo de los hoteles solía afirmarse que junto al propietario habían tres dioses en el Gran Babylon: Jules, el camarero jefe, la señorita Spencer y quien tenía más poder que todos, Rocco, el renombrado chef, quien ganaba dos mil al año y tenía un chalé en el Lago de Lucerna. Todos los grandes hoteles de la avenida Northumberland y en el Embankment del Támesis habían intentado llevarse a Rocco del Gran Hotel Babylon, sin éxito.

Rocco se daba cuenta de que no se podía llegar más alto que a maître del Gran Hotel Babylon, el cual, aunque jamás se anunciaba y no pertenecía a ninguna sociedad limitada, se hallaba sin duda entre los primeros hoteles de Europa: el primero en despilfarro, el primero en exclusividad, el primero en esa misteriosa cualidad conocida como «estilo». Situado en el Embankment, el Gran Babylon, pese a sus majestuosas proporciones, se veía empequeñecido por varios colosos vecinos. No tenía más de 350 habitaciones mientras que, en un cuarto de milla, había dos hoteles, de 600 y 400 habitaciones respectivamente. Por otra parte, el Gran Babylon era el único hotel de Londres con entrada diferenciada para visitantes reales, entrada que era continuamente utilizada. El Gran Babylon consideraba perdido el día en que, como mínimo, no hospedase a un príncipe alemán o al maharajá de algún estado hindú. Cuando Felix Babylon —por quien y sin referencia alguna al apodo londinense, el hotel fue bautizado—, cuando Felix Babylon, decimos, fundó el hotel en 1869, se propuso servir a la realeza y ese fue el secreto de su eminente triunfo. Hijo de un rico hotelero y financiero suizo, se esforzó por establecer relaciones con mandatarios de varias cortes europeas y no escatimó dinero al respecto. Varios reyes y no pocas princesas le llamaban Felix y se referían familiarmente al hotel como «donde Felix»; y Felix se tomaba esto como algo que favorecía el negocio. El Gran Babylon se gestionaba según esta política. El lema para su línea de actuación era la discreción, siempre la discreción, y también la tranquilidad, la simplicidad, el aislamiento. El lugar era como un palacio de incógnito. Ni había chapados en el tejado ni título en la entrada. Ibas por una apartada calle del Strand y de pronto veías, delante de ti, un sencillo edificio marrón con dos puertas giratorias de caoba y un recepcionista tras cada una de ellas; las puertas se abrían silenciosamente, entrabas, y ya estabas «donde Felix». Si pretendías hospedarte allí, tú o tu enviado debíais entregar la tarjeta a la señorita Spencer. Bajo ningún pretexto debías preguntar por el precio. Era de muy mal tono hablar de precios en el Gran Babylon; los precios eran altísimos, pero no se debían mencionar. Al final de vuestra estancia os sería presentada la cuenta, breve y exenta de innecesarios detalles, y la deberíais pagar sin rechistar. El trato con el hotel revestiría un solemne civismo, eso era todo. Nadie te había pedido venir y nadie te manifestaría la esperanza de que volvieras. El Gran Babylon se hallaba por encima de esas circunstancias; desafiaba a la competencia ignorándola; y, por consiguiente, el establecimiento casi siempre estaba lleno toda la temporada. Si había, acaso, algo que molestaba al Gran Babylon —o que le pusiera fuera de sí, hablando con propiedad— era que lo comparasen o confundieran con un hotel americano. El Gran Hotel Babylon estaba en las antípodas de las formas americanas de comer, beber y hospedarse, en especial de las formas americanas de beber. El resentimiento de Jules al serle pedido un «Beso de Ángel», debe ser, pues, comprendido. —¿Viene alguien con el Sr. Theodore Racksole? —preguntó Jules, continuando su conversación con la Srta.

Spencer y poniendo un burlón énfasis en cada sílaba del nombre del cliente. —Sí: la señorita Racksole. Ocupa la habitación 111. Jules se detuvo y se golpeó la patilla izquierda allí donde esta alcanzaba el brillante cuello blanco. —¿Dónde está, dices? —preguntó con especial énfasis. —En la número 111. No ha habido más remedio. No había otra habitación con baño y tocador en ese piso —la voz de la Srta. Spencer adoptó un llamativo tono de disculpa. —¿Y por qué no le has dicho al Sr. Theodore Racksole y a la Srta. Racksole que no disponíamos de la habitación que solicitaban? —Porque Babs estaba escuchando. Solo había tres personas en este ancho mundo que se hubieran atrevido a referirse a Felix con la inocua, cómica abreviatura «Babs», y eran Jules, la Srta. Spencer y Rocco. Jules la había inventado. Nadie más hubiese tenido el ánimo o la audacia de hacerlo. —Trata de que la Srta. Racksole cambie de habitación esta noche —dijo Jules tras otra pausa—. O mejor déjamelo a mí: yo lo arreglaré. Au revoir. Faltan tres minutos para las ocho. Me encargaré yo mismo de la cena esta noche. Jules se alejó, frotándose sus finas y blancas manos con extraño y agitado movimiento, lo que indicaba que intuía que algo excitante se preparaba. A las ocho en punto fue servida la cena en el inmenso comedor, un sobrio y a la vez espléndido espacio todo él blanco y dorado. En una pequeña mesa, cercana a una de las ventanas, se sentaba, sola, una joven dama.

Su atuendo era parisino, pero su rostro inconfundiblemente neoyorquino. Era, la suya, una cara serena y encantadora, la cara de una mujer acostumbrada a hacer exactamente lo que quería, cuando quería y como quería; la cara de una mujer que había enseñado a cientos de distinguidos jóvenes el arte de servirle de lacayos y que, tras unos veinte años siendo echada a perder por sus padres, había llegado a considerarse el equivalente femenino del zar de todas las Rusias. Este tipo de mujeres solo existen en América y solo florecen plenamente en Europa, continente que ellas imaginan creado por la Providencia para sus diversiones. La joven dama junto a la ventana miró a su alrededor en el comedor y, a la vez que admiraba a los comensales, determinó que el recinto, en sí mismo, era pequeño y deslucido. Luego miró a través de la ventana abierta y se dijo que, aunque el Támesis no estaba mal al atardecer, de ningún modo se podía comparar con el Hudson, en cuyas orillas su padre poseía una finca de cien mil dólares. Luego volvió a estudiar el menú y, frunciendo sus encantadores labios, se dijo que nada de lo reseñado le apetecía. —Siento haberte hecho esperar, Nella —le dijo el Sr. Racksole, el intrépido millonario que había osado pedir un «Beso de Ángel» en la sala de fumar del Gran Hotel Babylon. Nella, su verdadero nombre era Helen, sonrió a su padre con cautela, reservándose el derecho a regañarle si le apetecía. —Tú siempre llegas tarde, papá —dijo. —Solo en vacaciones —añadió—. Veamos, ¿qué hay para comer? —Nada. —Pues comamos cualquier cosa. Estoy hambriento. Disponer de mucho tiempo libre me abre el apetito. —Consomé Britannia —empezó ella a leer en el menú—. Salmón escocés, salsa genovesa, aspic de bogavante. ¡Cielo Santo!, ¿quién puede comer cosas así en una noche como esta? —Pero Nella, esta es la mejor cocina de Europa —protestó el padre. —Escucha, papá —dijo, como si fuera algo irrelevante—, ¿has olvidado que mañana es mi cumpleaños? —¿Me he olvidado alguna vez de tu cumpleaños, queridísima hija? —En general has sido un padre de lo más satisfactorio —respondió ella con dulzura—, y, como recompensa, me contentaré esta vez con el regalo más sencillo que nunca me hayas ofrecido. ¡Solo que lo quiero esta misma noche! —Bien —dijo él con inmensa paciencia y la disposición para la sorpresa de un padre a quien su hija tiene dominado por entero—. Dime de qué se trata. —Pues de lo siguiente: para cenar esta noche quiero un bistec y una botella de cerveza. Algo simple y exquisito. Me encantaría. —Pero querida Nella —exclamó el padre—.

¡Tomar carne y cerveza en casa de Felix! ¡Es imposible! Además: las chicas de menos de veintitrés no deben tomar cerveza. —He dicho bistec y cerveza, y en cuanto a los veintitrés, mañana cumplo los veinticuatro. La Srta. Racksole apretó sus pequeños y blancos dientes. Se oyó de pronto una suave tos. Jules se hallaba junto a ellos. Debía ser su prístino espíritu aventurero lo que le había llevado a ocuparse de esa mesa. Por lo general, Jules no servía la cena personalmente. Se limitaba a observar el comedor como el capitán sobre el puente mientras duerme el segundo de a bordo. Los clientes habituales del hotel se sentían honrados cuando era Jules quien les atendía. Theodore Racksole vaciló un segundo y luego le dijo lo que quería con expresión de absoluta indiferencia. —Dos bistecs, para ella y para mí, y una botella de cerveza. Pedir tal cosa fue la mayor heroicidad de Theodore Racksole en toda su vida, y sin embargo, había sobrellevado más de una crisis con gran coraje. —No consta en el menú, señor —dijo Jules imperturbable. —Es igual. Consíganoslo. Lo queremos. —Muy bien, señor. Jules fue a la puerta de servicio y, tras simular que entraba, regresó a la mesa de inmediato. —Saludos del Sr. Rocco, señor: lamenta no poderle servir los bistecs y la cerveza esta noche, señor. —¿El Sr. Rocco? —preguntó Racksole sin seriedad. —Sí, el Sr. Rocco —repitió Jules con firmeza.

—¿Y quién es el Sr. Rocco? —El Sr. Rocco es nuestro chef, señor —dijo Jules con la expresión de alguien a quien se le pregunta quién es Shakespeare. Los dos hombres se observaron mutuamente. Parecía increíble que Theodore Racksole, el inefable Racksole, propietario de mil kilómetros de ferrocarril, varias poblaciones y sesenta votos en el Congreso, pudiera verse desafiado por un camarero, o incluso por un hotel entero. Sin embargo, así ocurría. Cuando la agotada espalda de Europa se halla apoyada en la pared, ni siquiera un regimiento de millonarios puede hacer que se vuelva. Jules tenía la expresión tranquila de alguien seguro de su victoria. Su cara expresaba: «Me venciste una vez, pero ahora ya no, mi querido amigo neoyorquino». En cuanto a Nella, conociendo a su padre, previó interesantes acontecimientos y secretamente esperó a que le trajeran el bistec. No tenía mucha hambre y, por tanto, no le importaba esperar. —Excúsame un instante, Nella —dijo Theodore Racksole con calma—. Vuelvo en un par de segundos. Y salió a paso rápido del comedor. Nadie reconoció al millonario porque nadie lo conocía en Londres: esta era su primera visita a Europa en veinte años. Si alguien le hubiera reconocido y notado la expresión de su rostro, habría temido una gran explosión que hubiera podido zambullir el Gran Hotel por entero en el Támesis.

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