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Gran golpe en la pequena Andorra – Dani El Rojo

¿Qué coño vamos hacer con nuestras vidas?», me repetía yo una y otra vez tumbado en una hamaca en el jardín de la casa. Las nubes cruzaban por el cielo tan lentamente que el mundo parecía detenerse ante mis ojos. Todavía retumbaban en mi cabeza las voces de los curas, las prisas por los pasillos de Montserrat, aquella masía donde se nos cayó la virgen, las sirenas de la policía y la puta voz del Uruguayo al teléfono, jurándome que todo iba bien. Ese puto sudaca nos había jodido, pero un final siempre esconde mil principios. Aunque el desgraciado del Uruguayo había desaparecido en la nada, nos quedaba el oro fundido, que era muchísimo, estábamos los cuatro vivos y había aparecido de la nada Sayuri, que aún estaba entre las sábanas de mi cama, desnuda y satisfecha. Me volví para observarla a través de la puerta ventana que daba a nuestra habitación. Nunca supe qué vio ella en mí. —Hugo… —susurró todavía dormida. Aquello me halagó. Encendí un cigarrillo y volví a mirar las nubes del cielo. Cuando las fiestas del Hongos se calmaron, cuando todo empezó poco a poco a volver a la «normalidad» (si es que esta palabra existía en nuestras vidas), el colega aprovechaba las noches para abrir la trampilla que había en el parqué y contar los lingotes de oro. Una y otra vez, como si en cada recuento encontrase un final feliz o una felicidad inesperada. —No se van a mover, desconfiado… —le decía Cara Cortada desde el otro lado del salón. —Ya lo sé. No los cuento por si alguien se ha llevado alguno… —¿Ah no? —Los cuento porque me ayudan a pensar. Y todos los demás, incluida Sayuri, nos partíamos de la risa. Mis socios habían llevado de puta madre la movida del Uruguayo, al fin y al cabo, había sido yo quien había metido a ese cabrón en el negocio. Y cuando todo se destapó, ellos me tranquilizaron. Dijeron que no había que descontarme nada del dinero. También se cagaron en la puta, es verdad, porque nos habían pimplado un montón de pasta delante de nuestras narices, pero le podía haber pasado a cualquiera. —Tratamos con hijos de puta, no con misioneros del África… —repetía siempre el Hongos. Todavía guardábamos el frenesí y el rencor en forma de balas para el hijo de puta del Uruguayo, que nos había jodido bien con el tema del secuestro. Todo en mi vida había ido tan deprisa que a menudo me preguntaba si no habría sido una pesadilla: la muerte de mi padre, la huida al Ferrol, la lucha con los gánsteres, el robo de la Moreneta… Solía despertarme sudado a medianoche, como los días en que estaba en la trena. Y me sentaba a fumar en el jardín y mirar de reojo a la japonesa. Mis socios (Nariz Rota, Cara Cortada y el Hongos) y yo nos habíamos instalado en aquella casa de Mataró (un lugar cojonudo) para poder disfrutar de nuestras vidas y pensar qué queríamos hacer con nuestro futuro, que por aquel entonces tenía formas muy distintas dentro de la cabeza de cada uno.


A menudo, algunas tardes, yo me iba a pasear solo por la playa de Mataró. Me acordaba de mi padre, de las conversaciones que habíamos tenido, «te aclimatas o te aclimueres», de todo lo que ya no nos podríamos decir, y de los cabos sueltos que aún tenía que solucionar. Sayuri, discreta y silenciosa, con su culo perfecto de melocotón y sus ojos rasgados, iba y venía por Mataró con la máxima tranquilidad. Yo le pedí que no hablase con la gente, que no le dijese a nadie dónde estábamos y qué hacíamos. Y ella me miraba levantando una ceja y sin responder, con cara de «no hace falta que me expliques lo que tengo que hacer porque yo también soy una profesional». No tardé mucho en darme cuenta de que no podíamos continuar con tantos lingotes de oro debajo del parqué. Teníamos que vender todo el oro que habíamos fundido en Bilbao. —Lo vamos a vender todo —les propuse cuando lo tuve muy claro. —¿Dónde? —preguntó Cara Cortada. —Eso lo pensaremos después. —No me jodas, Tiburón, tú nunca piensas nada después. —¿Y el Hongos? ¿Dónde está? Y justo en ese instante el muy hijo de puta cruzaba la puerta, borracho perdido, jurando que se había enamorado de otra puta. Nos soltó todo el rollo sobre que si sentía esto, que si lo otro. Que si la chica era así, que si asá… —Y, por cierto, se os oye desde la calle, joder… Un poco más de discreción… —concluyó. Yo, por si las moscas y porque iba borracho como una cuba, volví a exponer mi idea. —¿Lo vamos a votar? —preguntó el Hongos acodado en el sofá. Y se puso a reír. Sayuri, que estaba en todas las reuniones, pues mis socios la aceptaban como una más, por el momento, (quizás por su gran capacidad a la hora de atracar o por sus tetas preciosas, que los tenían medio hipnotizados), nos advirtió que también deberíamos ir pensando en conseguirnos unas identidades falsas. —¿Identidades falsas? —repitió el Hongos como si de repente esas palabras le sonaran imposibles. Los demás nos quedamos en silencio mirándonos. Sayuri tenía toda la razón. No podíamos ir por ahí como si tal cosa después del secuestro de la Moreneta. —Eso no será fácil de conseguir —contestó Cara Cortada. Yo negué con la cabeza mientras me terminaba el cigarrillo. No era tan difícil.

En prisión había conocido un par de tipos que estaban pagando una condena por ser unos verdaderos artistas en el arte de la falsificación. No me sería muy complicado encontrarlos. Quizás ya estarían en la calle. Y tampoco tendría que dedicar mucho tiempo, con un par de llamadas a las personas adecuadas bastaría. Pensándolo bien, lo mejor sería llamar a uno de sus socios que aún estaba en la calle, todavía ganando mucho dinero. Se llamaba Romero y les enviaba a sus socios unos sobres con dinero con las putas que iban a verlos en cada vis a vis. La idea de las falsas identidades… No sé cómo coño no se me había ocurrido a mí. Era uno de los mejores planes para poder seguir adelante, cada uno con sus sueños y sus ilusiones, porque ya sospechaba yo que nuestros caminos acabarían separándose de forma definitiva. La japonesa me parecía un prodigio de mujer. Casi cada noche la observaba sin decirle nada, escuchaba su lento respirar, observaba sus cabellos cada vez más negros, sus dedos de los pies alargados y sus infinitas piernas, que uno podía perderse en ellas como quien se pierde en un bosque y nunca encuentra la salida. Creo que fue la discreción de Sayuri lo que me sedujo de ella, pero lo que más cachondos ponía a mis socios cuando la veían pasearse por la casita de Mataró, o tumbarse en el jardín a tomar el sol, eran sus tetas, sí, sus preciosas tetas. Por eso, porque el fondo mis socios y yo, lo reconozco, éramos mamíferos mucho más sencillos de lo que uno puede pensar, nos gustaba mirarla, y si además decía cosas inteligentes que nos dejaban en evidencia, solo podíamos callarnos y asentir con la cabeza. Así que esa misma noche, mientras nos servíamos unos whiskys, con el Hongos tumbado ya en el sofá medio durmiendo, decidimos que teníamos que tomar un par de decisiones rápidas. —Con lo bien que nos lo pasábamos atracando por atracar… —dijo el hijo de puta de Cara Cortada. —Sí, podríamos estar toda la vida siendo unos putos adolescentes… —le contestó Nariz Rota. —Eh, calmémonos un poco… Que aquí hay gente que quiere sobar… —murmuró el Hongos desde el sofá. Discutimos varias opciones. Y, al final, el plan que seguiríamos fue evidente. Acordamos, quizás después del tercer o cuarto whisky, que, mientras yo me encargaba de lo de las identidades falsas, Cara Cortada y Nariz Rota llamarían al viejo de Bilbao que nos había hecho los lingotes de oro para quedar cuanto antes. Teníamos otro encargo para él. Uno muy particular. Una idea de las mías. —¿Votos a favor? Todos estábamos de acuerdo, y ya dábamos la reunión por terminada, cuando Sayuri con su voz pequeñita pero segura de sí misma, dijo: —El orden de los factores sí que altera el producto. —¿Qué cojones quieres decir? —le soltó Cara Cortada, que evidentemente no sabía ni que era el orden ni que eran los factores y mucho menos qué coño era el producto. —Que no os podéis largar a Bilbao sin documentación falsa, porque si os pilla la pasma, os van a caer unos cuantos años en el talego.

Es mejor que primero tengáis los documentos que necesitáis y luego os vais hacia Bilbao. Otra vez la japonesa tenía razón. ¿Cómo no se me había ocurrido a mí antes? Me cagué en todo. Esa noche nos hicimos unas rayas encima del cristal de la mesa del salón y nos fuimos a sobar. La vida parecía más o menos relajada, pero todos sabíamos que las cosas iban a cambiar. Lo primero sería hablar con el Romero para la documentación falsa y después ir a toda hostia para Bilbao. Iríamos en dos coches. El BMW y un Lancia GTV que se había comprado Nariz Rota. Era importante que fuéramos en dos coches para pasar lo más desapercibidos posible. Cara Cortada y el Hongos se quedarían en Mataró tocándose los huevos. Sayuri, Nariz Rota y yo iríamos a Bilbao. Al día siguiente, a primera hora de la mañana, mientras aún dormían todos y Sayuri parecía estar soñando no sé qué, llamé al Romero. Sabía que me haría un trabajo de lujo. —¿Quién coño eres? —respondió una voz desde el otro lado. Se masticaba su mal humor, quizás porque era muy temprano, quizás era su rutina de trabajo, o la desconfianza. —Soy el Tiburón, hijo de puta, ¿no te acuerdas de mí? Se hizo un largo silencio al otro lado del auricular. —¿Qué Tiburón? —insistió la voz, sin tener ni la más remota idea de con quién hablaba. —¿Este no es el taller del Romero? —pregunté un poco confundido. —Lo es, sí. ¿Y qué pasa? En ese momento noté que la voz era de un chaval joven, y muy descarado. Pensé que a lo mejor el taller había cambiado de propietarios, o que me había cogido el teléfono el puto aprendiz de mierda. —¿Está el Romero? —pregunté con la paciencia ya al límite. —No está, joder, ha salido a desayunar. —Dile que ha llamado el Tiburón. —Sí, le diré todo lo que me salga de los cojones, pero si le digo que ha llamado un tío que se hace llamar el Tiburón, lo más probable es que se parta el ojete riéndose de ese apodo de mierda.

Yo me repetía: «Cuenta hasta diez, cuenta hasta diez…». Pero la paciencia se me terminó de golpe y porrazo. Le colgué el teléfono sin decir ni una palabra más, y me dirigí directo hacia el garaje para coger el BMW y largarme directo al taller de recambios de coches del Romero. Me presente allí en un santiamén. Nada más salir del coche y cruzar la puerta, vi a un chaval de unos diecisiete años. Le iba a sacar la tontería a hostias finas. —A ver… —dije levantando la mano—. ¿Quién ha sido el muy educado que por teléfono ha hablado con un el Tiburón? El chaval nada más verme y oír mi voz se puso rojo como un tomate, y, si hubiera podido, hubiera desaparecido por arte de magia, o quizás hubiera agarrado la primera pala y habría empezado a cavar y a enterrarse en vida para desaparecer para siempre. No me contestó pero vi por su cara que había sido él. Me acerqué al mostrador, sin decir ni una palabra, y lo cogí por la oreja: —A ver, listillo, ahora me vas a repetir otra vez, aquí delante de mis narices, que el Tiburón es un apodo de mierda. Al chaval, de rodillas en el suelo, le temblaban tanto los dientes que parecían castañuelas. No tuvo cojones de contestar, así que a modo de pedagogía, a modo de una lección especial que sus padres tendrían que haberle dado años atrás, con la mano bien abierta, le metí un bofetón que le aplaudieron las orejas. —Y ahora me va atender el Romero… Entonces, detrás de mí, la puerta del taller de recambios de coches se abrió lentamente y la voz del Romero contestó: —Estoy aquí, y ese a quien has pegado es mi hijo. Me cagué en la puta y en todo lo que se menea. Los microsegundos que tardé en girarme muy despacio para ver la cara del Romero, se me hicieron largos como un verano de lluvia. No quería mirarle, no quería que sus ojos se cruzaran con los míos, mientras los dedos de mi mano aún marcaban en rojo el rostro de su hijo, arrodillado delante de mí. El Romero, con cara de no entender una mierda, me miraba de arriba abajo. Quise decirle que no era lo que le parecía, pero mis palabras iban a sonar ridículas. Así que entendí que un buen ataque es la mejor defensa. —¿Has dicho que es tu hijo? —le repetí alzando la voz. —Sí —contestó sin entender nada. —Pues tu hijo, para que lo sepas —continué—, me ha estado vacilando por teléfono, le he preguntado por ti, le he explicado que tenía un negocio muy importante y el muy desgraciado me ha colgado el teléfono. Con prisas, porque voy muy pillado de tiempo, me he venido para aquí, muy guapo el taller por cierto, y tu hijo, TU HIJO, además de insultarme diciendo que el Tiburón es un apodo de mierda, me ha escupido. Y no solo eso, Romero, encima cuando le he pedido explicaciones, cuando le he dicho muy educadamente que se estaba pasando de la raya, tu hijo que ya me había escupido en la cara, en la puta cara, se ha bajado los pantalones, se ha metido un dedo en el culo y me ha dicho que si quería hablar contigo antes le tenía que chupar el dedo… No me ha dejado ninguna opción Romero. NINGUNA.

Me he tenido que quitar las gafas de sol y explicarle quién soy yo. Lo miré, y la cara el chaval había cambiado de color. Antes estaba roja, ahora morada. —No…, papá —dijo con la voz temblando—, no he escupido a este señor, te lo puedo asegurar. Se lo está inventando todo, y no me he tocado el culo, te lo juro… Yo lo miré con ojos afilados como cuchillos, más seguro que nadie de que yo había dicho sílaba por sílaba la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. El Romero dudó unos segundos, tiempo que yo utilicé para acercarme a él con un gesto de complicidad. Entonces, el Romero tomó una decisión y, en un acto de padrazo, con la mano izquierda abierta, le giró al chaval la otra mejilla. Acto seguido le dijo que fuera la última vez que hablaba mal del Tiburón, un amigo de toda su vida, bueno no de toda la vida, pero que era un hombre de fiar. ¿En qué cojones estaba pensando metiéndose el dedo en el culo…? Entonces el chaval quiso decir algo pero me miró. El tío entendió que había perdido. —Ahora chúpate el dedo —le ordenó su padre. —¿Qué? —El dedo que te has metido en el culo. Chúpatelo. Lo hizo (no sabía cuál chuparse) totalmente avergonzado. Después el Romero me pidió disculpas, y yo le quité importancia. Luego me hizo entrar en la trastienda y allí fuimos al grano. Él sabía lo que yo necesitaba, sin hacerme más preguntas me pidió una foto carnet de todos nosotros. Yo las llevaba conmigo. Siete u ocho copias de cada uno. Hombre previsor vale por dos. Las saqué de mi cartera. Romero se quedó sorprendido. —Lo aprendí en la prisión, siempre hay que adelantarse en los movimientos —le dije a modo de explicación. El Romero me dijo que para que la documentación fuera perfecta (carnet de conducir, documento nacional de identidad, pasaporte…) necesitaría cuatro horas.

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