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Golpe de efecto – Harlan Coben

César Romero —dijo Myron. —¿No lo dirás en serio, verdad? —contestó Win mirándolo. —Es que empiezo con una fácil. En el Stadium Court, los jugadores cambiaban de campo. Duane Richwood, el cliente de Myron, estaba dándole una paliza sensacional al decimoquinto cabeza de serie, Ivan Algo terminado en okov, por 5-0 en el tercer set después de haber ganado los dos primeros por 6-0 y 6-2. Un debut impresionante en el Open de los Estados Unidos para tratarse de un advenedizo literalmente salido de las calles de Nueva York. —César Romero —repitió Myron—. ¿O es que no te lo sabes? —El bufón —respondió Win exhalando un suspiro. —Frank Gorshin. —El hombre enigma. Estaban en la pausa de noventa segundos para la publicidad. Myron y Win se entretenían con el ingeniosísimo juego de «Adivina el nombre del malo de Batman». El Batman de la serie de televisión, en el que salían Adam West y Burt Ward, y todos aquellos ¡Pow! ¡Bam! y ¡Slam! El Batman auténtico y genuino. —¿Y quién interpretó al segundo? —quiso saber Myron. —¿Al segundo hombre enigma? Myron asintió con la cabeza. Duane Richwood les dirigió una breve sonrisa chulesca desde el otro lado de la pista. Llevaba gafas de sol de aviador muy chillonas con patillas de color verde fluorescente muy horteras. Eran el último grito en Ray-Ban y Duane iba a todas partes con ellas. Aquellas gafas de sol no sólo habían llegado a identificarlo, sino también a definirlo. Y la casa Ray-Ban estaba bastante contenta de haberlo logrado. Myron y Win estaban sentados en uno de los palcos de lujo reservados a la gente famosa y a los allegados de cada jugador. En la mayoría de los partidos se llenaban todos los asientos del palco. La tarde anterior, en el partido de Agassi, el palco estaba hasta los topes de familiares, amigos, pelotilleros, chicas jóvenes, estrellas de cine defensoras del medio ambiente, mechones de pelo implantados… como si se tratara de una fiesta privada de Aerosmith. No obstante, Duane sólo tenía tres personas en el palco: Myron, su agente; Win, su asesor financiero y Henry Hobman, su entrenador. Wanda, el gran amor de Duane, se había puesto demasiado nerviosa y había preferido quedarse en casa.


—John Astin —contestó Win. Myron asintió en silencio. —¿Y Shelley Winters? —Ma Parker. —Milton Berle. —Louie el Lila. —Liberace. —Chandell. —¿Y? —¿Y qué? —preguntó Win confundido. —¿A qué otro malo interpretó Liberace? —¿Pero qué estás diciendo? Liberace sólo salió en un episodio. —¿Estás seguro? —dijo Myron recostándose en el asiento y esbozando una sonrisa. En el asiento situado junto a la silla del juez, Duane acababa de beberse tranquilamente y de un trago una botella entera de Evian sosteniéndola de modo que las cámaras de televisión enfocaran el nombre del patrocinador. Qué chico más listo. Sabía cómo dejarlo contento. No hacía mucho, Myron le había conseguido un contrato muy sencillo con el magnate de Evian, el agua mineral, que lo comprometía a beber en botellas claramente etiquetadas durante el US Open. Y a cambio, recibía diez mil dólares. Eso respecto al agua, porque Myron también estaba negociando un contrato de refrescos con Pepsi y otro de bebidas isotónicas con Gatorade. Ah, el mundo del tenis… —Liberace sólo salió en un episodio —afirmó Win. —¿Es tu respuesta definitiva? —Sí. Liberace sólo salió en un episodio. Henry Hobman seguía escudriñando la pista, la inspeccionaba con la máxima concentración y la recorría con la vista de arriba abajo. Qué pena que en ese momento no hubiera nadie jugando. —Henry, ¿juegas a adivinarlo? —propuso Myron. Henry no les hizo caso. Como de costumbre. —Liberace sólo apareció en un episodio —repitió Win dándose humos.

Myron hizo un ruido parecido al zumbido que se oye en los concursos cuando el participante da la respuesta equivocada. —Pues lo siento mucho —dijo—, pero la respuesta no es correcta. ¿Qué es lo que tenemos para nuestro concursante? Pues bien, Windsor se lleva a su casa un juego de nuestro concurso, el abrillantador Turtle Wax para todo un año. ¡Y, por supuesto, nuestro más sincero agradecimiento por haber jugado con nosotros! —Liberace sólo salió en un episodio —comentó Win impasible. —¿Es un nuevo mantra tuyo? —Hasta que me demuestres lo contrario. Win, cuyo nombre completo era Windsor Horne Lockwood III, juntó las yemas de los dedos de sus cuidadas manos. Poner las manos de aquella manera era algo que solía hacer mucho y, por cierto, le sentaba a la perfección. Tenía el mismo aspecto que se desprendía de su nombre completo, es decir, el del típico blanco anglosajón protestante de clase adinerada por excelencia. Toda su actitud apestaba a arrogancia, elitismo, páginas dedicadas a fiestas de la alta sociedad de revistas de belleza como Town and Country, debutantes que usan jerséis con iniciales bordadas y alhajas con nombres grabados tan ridículos como Babs, dry-martinis en el bar del club privado y montones de dinero de papá… Pelo rubio y fino, cara de patricio y niño bien, cutis blanco y acento de Exeter muy afectado. Y sin embargo, en el caso de Win algún tipo de anomalía genética se había impuesto a generaciones enteras de cuidadosos aparejamientos porque, en determinados aspectos, era exactamente lo que parecía, pero en muchos otros, algunos incluso terroríficos, era todo lo contrario. —Estoy esperando —dijo Win. —Te acuerdas de que Liberace hizo de Chandell, ¿no? —preguntó Myron. —Por supuesto. —Pues te has olvidado de que, en el mismo episodio, Liberace también hizo de Harry, el hermano gemelo de Chandell. —No puedes estar hablando en serio —dijo Win haciendo una mueca de reproche. —¿Cómo? —Que los hermanos gemelos maléficos no cuentan. —¿En qué parte del reglamento dice eso? Win cerró la mandíbula de aquella manera tan suya. Había demasiada humedad en el ambiente para usar ropa interior, sobre todo en el estadio de Flushing Meadows, por donde no corría ni pizca de aire. El estadio, que curiosamente llevaba el nombre de Louis Amstrong, era como una valla publicitaria inmensa que por casualidad tuviera una pista de tenis en el centro. IBM tenía una valla sobre el velocímetro que marcaba la rapidez del saque de cada jugador. Citizen informaba tanto de la hora real como de la duración del partido. Visa tenía el nombre impreso tras la línea de servicio. Reebok, Infiniti, Fujifilm y Clairol aparecían allí donde hubiera un espacio libre. Y lo mismo podía decirse de Heineken, la cerveza oficial del Open de Estados Unidos. El público era una amalgama total de clases sociales.

Abajo, en los buenos asientos, se veía a la gente con dinero. Pero respecto a la ropa había de todo. Desde gente vestida con traje y corbata (como Win) hasta gente con ropa más informal al estilo república bananera (como Myron); había gente con tejanos y gente con bermudas, aunque los preferidos de Myron eran los que iban vestidos con el equipo completo de tenis: polo, bermudas, calcetines, zapatillas de tenis, sudaderas, muñequeras y raqueta de tenis. Sí, sí, raqueta de tenis. Como si alguien fuera a invitarlos a jugar. Como si de repente Sampras, Steffi o cualquier otro jugador fuera a señalar a las gradas y decir: «Eh, tú, el de la raqueta, necesito un compañero para jugar dobles». Llegó el turno de Win. —Roddy McDowall —comenzó. —Ratón de biblioteca. —Vincent Price. —Cabeza huevo. —Joan Collins. —¿Joan Collins? —dijo Myron sorprendido—. ¿La de Dinastía? —No pienso darte pistas. Myron empezó a repasar episodios mentalmente. En la pista, el juez de silla dijo: «Tiempo», avisando que la pausa de la publicidad de noventa segundos había terminado, y los jugadores se pusieron en pie. Myron no habría puesto la mano en el fuego, pero le pareció ver a Henry pestañear. —¿Te rindes? —quiso saber Win. —¡Shhh! Están a punto de jugar. —Y tú te crees hincha de Batman… Los jugadores se situaron en sus puestos. Incluso ellos mismos eran vallas publicitarias, aunque más pequeñas. Duane iba con zapatillas y ropa deportiva Nike, usaba raqueta marca Head y llevaba las mangas adornadas con los logotipos de McDonald’s y Sony. Su contrincante iba de Reebok y sus logotipos eran de Sharp y Bic. Increíble, pero cierto: Bic, la compañía de bolígrafos y maquinillas de afeitar. Como si los espectadores, al ver el logotipo, fueran inmediatamente a comprar un bolígrafo.

—De acuerdo, me rindo —le susurró Myron a Win inclinándose hacia él—. ¿A qué villana interpretaba Joan Collins? —No me acuerdo —dijo Win encogiéndose de hombros. —¿Cómo? —Sé que salió en un episodio, pero no me acuerdo del nombre del personaje. —Eso no vale. —¿En qué parte del reglamento dice eso? —preguntó Win con una sonrisa que dejó ver sus dientes blancos y perfectos. —Tienes que saber la respuesta. —¿Y por qué? —preguntó Win—. ¿Acaso Pat Sajak se sabe todas las preguntas de La rueda de la fortuna? ¿Se sabe Alex Trebeck todas las preguntas de Jeopardy? —Bonita analogía, Win, en serio —dijo Myron tras un momento de silencio. —Gracias. —La sirena —dijo de repente una voz. Myron y Win miraron al otro lado. La voz parecía haber sido la de Henry. —¿Has dicho algo? —La sirena —repitió Henry casi sin mover la boca y con la mirada todavía fija en la pista de tenis—. Joan Collins hizo de la sirena. En Batman. Myron y Win intercambiaron miradas de asombro. —Los sabelotodo no les caen bien a nadie, Henry. A Myron le pareció que Henry movía la boca. Tal vez para sonreír. En la cancha de tenis, Duane empezó el juego con un tanto directo de saque que estuvo a punto de atravesar a un recogepelotas. El velocímetro de IBM marcó 205 kilómetros por hora y Myron hizo un gesto de incredulidad al verlo, igual que Ivan Comosellame. Justo cuando Duane se preparaba para lanzar el segundo saque, sonó el móvil de Myron. Él lo sacó rápidamente del bolsillo. No era el único de las gradas que fuera a hablar por teléfono, pero sí de entre los de la primera fila. Ya iba a pulsar el botón de desconexión cuando cayó en la cuenta de que podía tratarse de Jessica.

Jessica… Sólo de pensar en ella ya hacía que se le acelerara el pulso. —¿Diga? —No soy Jessica —comentó Esperanza, su colega del trabajo. —No esperaba que lo fueras. —Seguro —dijo ella—. Siempre suenas como un perrito abandonado cuando coges el teléfono. Myron agarró el móvil con fuerza. El partido continuaba sin interrupción, pero ya había gente en las gradas con cara de pocos amigos, buscando el origen del desagradable tono de llamada del móvil. —¿Qué quieres? —preguntó susurrando—. Estoy en el estadio. —Ya lo sé. Seguro que ahora mismo pareces un gilipollas pretencioso por estar al teléfono en pleno partido. «Si yo te contara…», pensó Myron. Las caras de pocos amigos ya empezaban a acribillarlo con la mirada. En opinión de quienes lo rodeaban, Myron acababa de cometer un pecado imperdonable. Como si hubiera abusado de un menor o estuviera utilizando el tenedor de la ensalada con el segundo plato. —Oye, ¿qué quieres? —Un momento, ahora mismo estás saliendo por la tele. Madre mía, es cierto. —¿Qué? —La televisión te hace más gordo. —Mira, Esperanza, ¿quieres decirme de una vez qué es lo que quieres? —Bueno, nada importante. Se me ocurrió que te gustaría saber que te he concertado una reunión con Eddie Crane. —Estás de broma. Eddie Crane era uno de los juniors de tenis más destacados de todo el país. En principio sólo iba a entrevistarse con las cuatro agencias más importantes: ICM, TruPro, Advantage Internacional y ProServ. —Lo digo en serio. Estás citado con él y con sus padres en la pista dieciséis cuando termine el partido de Duane.

—Te quiero, ¿sabes? —Pues súbeme el sueldo —repuso ella. Duane marcó un tanto con un drive diagonal ganador. Treinta a cero. —¿Alguna cosa más? —quiso saber Myron. —No, bueno, Valerie Simpson. Ha llamado tres veces. —¿Qué quería? —No me lo ha dicho, pero la reina de hielo parecía un poco irritada. —No la llames así. —Bueno, pues eso. Myron colgó. Win se quedó mirándolo. —¿Algún problema? —preguntó Win. Valerie Simpson. Un caso extraño, pero triste. La que en otro tiempo fuera niña prodigio del tenis había acudido hacía dos días a su despacho en busca de alguien, quien fuera, que la representara. —No, no creo —respondió Myron. Duane iba cuarenta a cero. Estaba a un tanto de partido. Bud Collins, el columnista por antonomasia del mundo del tenis, ya lo esperaba en el pasillo de los vestuarios para hacerle la entrevista habitual sobre el encuentro. Los pantalones de Bud, que siempre llevaba prendas en Technicolor muy atrevidas, eran especialmente horrendos ese día. Duane cogió dos pelotas de manos del recogepelotas y se acercó a la línea. Era un personaje raro de ver en el mundo del tenis. Para empezar, era negro. Y no de la India ni de África; tampoco de Francia. Era de Nueva York.

Al contrario que casi todos los demás jugadores del torneo, no se había pasado la vida preparándose para aquel momento. Sus padres no eran los típicos ambiciosos que lo hubieran presionado para que se dedicara al tenis. Tampoco había trabajado con los mejores entrenadores del mundo en Florida o California desde que fue capaz de sostener una raqueta. Duane pertenecía al extremo opuesto del espectro. Era un chico criado en las calles, que se había escapado de casa a los quince años y había logrado arreglárselas por su cuenta. Aprendió a jugar al tenis en las pistas públicas. Se pasaba el día entero en ellas y retaba a todo el que fuera capaz de sostener una raqueta. Y estaba a punto de ganar su primer partido de Grand Slam cuando se oyó el disparo. El ruido sonó amortiguado porque procedía del exterior del estadio. La mayor parte del público no se dejó asustar. Supuso que el ruido había sido provocado por algún petardo o por un tubo de escape. Sin embargo, Myron y Win habían oído aquel ruido muchas veces; por eso, cuando empezaron a oírse gritos, ellos ya se habían levantado del asiento y estaban en movimiento. En el interior del estadio la gente comenzó a murmurar. Se oyeron más gritos. Gritos fuertes e histéricos. El juez de silla, en su infinita sabiduría, se acercó al micrófono y gritó: «¡Cálmense, por favor!». Myron y Win subieron corriendo la escalera metálica, saltaron por encima de la cadena blanca que ponían los acomodadores para que nadie saliera o entrara de la cancha hasta que los jugadores cambiaran de campo y salieron afuera. En el lugar al que la gente se refería muy generosamente como «el salón comedor» estaba empezando a reunirse una multitud. Con mucho esfuerzo y paciencia, aquel «comedor» tenía la esperanza de llegar a alcanzar algún día el nivel de calidad gastronómica correspondiente a la zona de restaurantes de un centro comercial. Se internaron entre la multitud abriéndose paso a empujones. Entre algunos había cundido el pánico sin traba alguna, pero otros ni se habían inmutado. Al fin y al cabo se trataba de Nueva York y, por otro lado, las colas de los puestos de refrescos eran muy largas y a nadie le hacía gracia perder la tanda. La chica estaba tendida boca abajo delante de un puesto que servía champán Moët a 7,50 dólares la copa. Myron la reconoció de inmediato, incluso antes de agacharse y dar vuelta al cuerpo. Pero cuando le vio la cara, cuando vio aquellos fríos ojos azules devolviéndole la mirada y observándolo con la atención imperturbable de la muerte, se le encogió el corazón.

Miró a Win, pero el rostro de éste, como de costumbre, carecía de expresión. —Pues vaya un regreso al mundo del tenis —dijo Win. 2 —Tal vez deberías dejar de darle vueltas —dijo Win. Win tomó la FDR Drive en dirección sur con su Jaguar XJR. Llevaba la radio sintonizada en la WMXV, 105.1 FM, en un espacio dedicado al soft rock. En ese momento se oía a Michael Bolton haciendo una nueva versión de un viejo clásico de los Four Tops. Lamentable. Como ver a Bea Arthur hacer la nueva versión de una película de Marilyn Monroe. Tal vez «soft rock» significara en realidad «rock de la peor clase». —¿Te importa que ponga un casete? —dijo Myron. —Claro que no. Win cambió de carril de un volantazo. La manera más suave de definir la forma de conducir de Win sería la de «creativa». Myron, que intentaba no mirar la carretera, insertó el casete de la versión original de How to Succeed in Business Witbout Really Trying. Al igual que Myron, Win tenía una gran colección de musicales de Broadway. En la cinta, Robert Morse cantaba a una chica llamada Rosemary, pero la mente de Myron seguía fija en una chica llamada Valerie Simpson. Valerie estaba muerta. De un balazo en el pecho. Le habían disparado en la zona de los puestos de comida del United States Tennis Association National Tennis Center durante la primera ronda del Grand Slam estadounidense y, aun así, nadie había visto nada. O, por lo menos, nadie había dicho nada. —Ya vuelves a poner esa cara —dijo Win. —¿Qué cara? —preguntó Myron. —La cara de «quiero ayudar al mundo» —respondió Win—. No era clienta tuya.

—Pero iba a serlo. —Cosa muy diferente. Su destino no te concierne. —Hoy me había llamado tres veces —dijo Myron—. Y al ver que no podía ponerse en contacto conmigo por teléfono, ha venido a las pistas. Y entonces ha sido cuando la han matado. —Una historia muy triste —dijo Win—, pero no te concierne. El velocímetro rondaba los ciento treinta. —Oye, Win. —Dime. —Estás yendo por la izquierda, vas en dirección contraria. Win dio un volantazo, cruzó dos carriles y tomó la salida de la autopista. Minutos más tarde, el Jaguar entraba en el parking Kinney de la Calle 52. Después de aparcar el coche le dieron las llaves a Mario, el encargado. En Manhattan hacía calor. Mucho calor. La acera abrasaba los pies a través de la suela de los zapatos. El humo de los coches se unía a la humedad que pendía del aire como los frutos de un árbol. Respirar suponía todo un esfuerzo. Sudar, en cambio, no. El truco consistía en reducir el sudor al mínimo mientras se caminaba y esperar a que el aire acondicionado secara la ropa sin provocar una neumonía. Myron y Win fueron en dirección sur por Parle Avenue hacia el rascacielos de Inversiones y Valores Lock-Horne. El edificio entero pertenecía a la familia de Win. El ascensor se detuvo en la planta número doce, Myron salió y Win se quedó dentro. Su despacho de la compañía Lock-Horne estaba dos pisos más arriba.

—Yo la conocía —dijo Win antes de cerrarse las puertas del ascensor.

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